sábado, 15 de junio de 2024

Lo mejor de MIRAFIORI (Manuel Jabois)



Valen y yo habíamos conocido a Ruth nada más llegar a Madrid, durante la prueba para un cortometraje. Llevábamos dos semanas en la ciudad. Olfateábamos la capital, la estrujábamos, la recorríamos como quien recorre unas brasas: saltando por encima de las hogueras, yendo de acá para allá sin rumbo, participando en los gritos, entrando y saliendo de los sitios no para disfrutarlos, sino para presentarnos, para hacernos familiares allí; había algo de insolencia, de decir «a partir de ahora todo esto será nuestro y vosotros lo administraréis». Así era como había que conocer Madrid, como quien atraca una pastelería. Teníamos el dinero que mi padre había ingresado en la cuenta común para que nos buscásemos la vida un año, para que pudiésemos arreglárnoslas solos. Yo era ya por fin, fuera de Pontevedra, uno de esos pijos desocupados cuyos padres invierten en ellos: las ganancias para mí, las pérdidas a cuenta de la familia. Encontramos un buen alquiler en la calle General Pardiñas, al lado del intercambiador de la avenida de América; seguíamos con las mismas ganas de vivir juntos de principio a fin, sin desaprovechar escapadas, vacaciones o fines de semana. Contábamos, sobre todo, con una edad impresionante: veinticinco años ella, veintiséis yo. Los estudiantes eran unos críos; los curritos, unos viejos. Solo nosotros éramos jóvenes en Madrid. Para ser joven en la capital había que disponer de dinero y tiempo, y durante un año tendríamos ambas cosas. Teníamos al principio, también, un pequeño grupo de amigos que se dedicaban a la música y al cine, e incluso querían hacerlo profesionalmente, ni más ni menos. También había periodistas, pero preferíamos no alternar demasiado con ellos: nos parecía admirable la capacidad que tenían de hablar de su trabajo durante horas; daban por hecho que nos interesaría, como si Página 25 fueran astronautas, charlando con tanta pasión de redactores jefes que cualquiera diría que los habían conocido fuera de la Tierra. Trabajaban doce horas en la redacción y pasaban las siguientes doce comentándolas. El caso es que eran los que me convenían, porque entre escribir, tocar la guitarra o actuar delante de una cámara, con lo primero estaba seguro de que no me partirían la cara. Pero no podía estar con ellos sin drogarme para aguantar tanto periodismo y tanta democracia, así que las veces que quedaba con alguien para que moviese mis artículos o me recomendase terminaba dormido encima de él o echándole la boca a un camarero menor de edad, dependiendo de lo cortado que estuviese el speed (no consumía cocaína con periodistas, era un deber moral; la reservaba para soportar entrepreneurs). (...)


Cuanta más brecha se abría entre nosotros, más miedo tenía de perderla, más la engañaba con cualquiera por mis inseguridades —«seguro que ella también lo está haciendo, le sobra con quién», pensaba—, más tiempo dedicaba a lo que me había hecho feliz desde que era adolescente: beber con mis amigos (renovándolos a medida que se iban retirando de la calle) y fingir no enterarme de que el alcohol y la cocaína (por citar sustancias omnipresentes) me habían sentado de maravilla hasta los veinticinco años, no me sentaron ni bien ni mal entre los veinticinco y los treinta y cinco, y desde Página 42 entonces empezaban a sabotearme. El chico rápido y divertido de las tres cervezas que seducía en la sobremesa necesitaba, con urgencia, una copa de whisky y una raya a modo de autosabotaje. Entonces el habla mermaba, la vocalización fallaba y la velocidad de pensamiento se desaceleraba hasta parecer un perfecto disminuido. Y durante el proceso, que la gente miraba entre la compasión y el asco, iba consumiéndome en resacas interminables. (...)


A esas horas del día, cuando ya no se sabe si es tarde o noche, y no tenía nada que hacer, me aplastaba la sensación de que todos los obituarios que llevaba escribiendo eran el mío. Llevaba cinco años sin beber alcohol, cinco años sin cenar fuera de casa, cinco años haciendo bicicleta estática. Cinco años escuchando Juan Luis Guerra y cantando a gritos, mientras daba pedales, «no me digan que los médicos se fueron, / no me digan que no tienen anestesia, / no me digan que el alcohol se lo bebieron / y que el hilo de coser / fue bordado en un mantel». Cinco años limpio de drogas, de amistades tóxicas, de sexo anónimo, gratis y de pago. Cinco años hirviendo agua. Cinco años ahorrando dinero y energías. Cinco años sin necesitar escitalopram para levantarme de la cama, ondasentrón para comer, diazepam contra el dolor del alma, Astenolit para escribir, Orfidal para dormir. Cinco años callado y sin reprobaciones; salud, familia y trabajo, la oscura tríada de una biografía. Cinco años, desde el 27 de febrero de 2018, un impresionante día de sol y cielo sin nubes en Madrid, desde que perdí a Valentina Barreiro cuando le ofrecí matrimonio sagrado y me rechazó, lo mucho que me ofendió, que casi me tiro por la ventana al escucharlo, lo mucho que me ofendió tras tantos años de relación: hablarme como si aún comprásemos pitillos sueltos en el quiosco de Las Palmeras. Cinco años sin saber si seguía enamorado de ella; cinco años obsesionado con sus pasos sin saber si era por quererla con locura o sin locura. Cinco años sin tener curiosidad por nada, ni terminar de leer un libro o ver una película, ni siquiera de mantener una conversación interesante; cinco años reiniciándome todo el rato, cada semana. Cinco años con mi vida en estado de excepción. Cinco años de cuando conocí por fin, del todo, a Valen, y entendí o quise entender con quién y por qué hablaba a veces a solas, por qué se sumía en estados depresivos y en otras ocasiones expectantes, la manera tan divertida que tenía de arreglarse mirando a ninguna parte como si una cámara la enfocase, la manera menos divertida de ausentarse cuando estaba conmigo, como si ninguna me enfocara a mí, tampoco la de ella; cinco años sin verla sonreír sin venir a cuento, sin divertirse porque sí aparentando un estado de ánimo que dos segundos antes no tenía, y cinco años desde que descubrí por qué siempre —todos los porqués de pronto, como un ejército fantasma rodeando mi vida— tenía la sensación de que en casa vivía alguien además de nosotros dos, broma que yo contaba a todo el mundo porque solo yo intuía que no era broma, presencias que sentía y que se movían con ella o conmigo, como esos perros de los que no se sabe quién de los dos es el dueño hasta que empiezan a correr cada uno en dirección contraria. Cinco años Página 71 desde que me quedé solo en un piso de la calle Infantas, ese primero derecha grande, de techos altos y patio interior sin plantas, y un portero amable y bueno llamado Julián. Y por tanto cinco años desde que sospeché que, si había fantasmas, no estaban con ninguno de los dos, sino que pertenecían, como tantos otros en la historia, a la casa, o la casa a ellos; cinco años desde que me equivoqué por completo, también con esto. Cinco años sin recibir ninguna queja vecinal, cinco años creyendo vivir bajo la amenaza de convertirme en presidente de la comunidad por buena conducta. Cinco años viendo el fútbol sin que necesariamente jugase mi equipo. Cinco años pensando, todos los días entre las 19.30 y las 21.30, que al día siguiente las cosas cambiarían. Cinco años sintiéndome un buen tipo, quizá siéndolo. De los peores buenos tipos que puede ser alguien, el buen tipo de relleno, alguien sin impacto en la sociedad: bueno para nada y para nadie, ni siquiera para sí mismo, pero bueno al fin y al cabo. 


Mirafiori.

Manuel Jabois

Alfaguara, 2022

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