La evolución nos regala pocos chutes de placer por hacer cosas a favor de sus planes, como nutrir nuestro cuerpo o transmitir nuestros genes. Sin embargo, los primates inteligentes llevan eones consiguiéndolos con trampas: han inventado el porno, los métodos anticonceptivos y la comida basura, y han buscado o creado sustancias que les inundan el cerebro con dopamina, mostrándose cruelmente indiferentes hacia los objetivos originales del diseño evolutivo. Somos buscadores de placer desde tiempos inmemoriales y aprovechamos con promiscuidad las pequeñas sacudidas de éxtasis cuando y donde podemos. Cada vez que alguien recibe un chute de endorfina al devorar un Twinkie, tomar un chupito de Jägermeister y después complacerse con Escapadas swingers vol. 4, está recibiendo una recompensa inmerecida. La evolución debe de estar que trina. Se puede pensar en un error evolutivo como si fuera una «resaca» evolutiva, en la que nos invaden conductas e impulsos que antes eran adaptativos, pero que ya no lo son. Nuestro deseo de Twinkies es un ejemplo clásico de resaca evolutiva. La comida basura es atractiva porque la evolución hizo que nos gustaran el azúcar y la grasa. Ésta era una estrategia sensata para nuestros antepasados, cazadores-recolectores perseguidos por el sempiterno fantasma del hambre y la desnutrición. Sin embargo, descarriló del todo en los entornos modernos, donde la mayoría de la gente tiene acceso a dulces baratos, carbohidratos y carnes procesadas, a veces presentados todos en un práctico paquete único capaz de provocar un infarto cardiaco. La evolución también se puede subvertir mediante la interceptación (hijacking) o «pirateo». Son aquellos casos en los que hemos dado con una forma ilícita de acceder a un sistema de placer diseñado para recompensar otra conducta más adaptativa. La masturbación es un pirateo de libro. Se supone que los orgasmos son la recompensa por el sexo reproductivo, para ayudar así a que nuestros genes lleguen a una nueva generación. Sin embargo, podemos engañar a nuestro cuerpo y obtener esa misma.
En los círculos científicos se debate si nuestro errado gusto por el alcohol obedece a un «pirateo» o a una «resaca». Los defensores de las teorías del pirateo sostienen que las bebidas alcohólicas nos hacen sentir bien por su principio activo, el etanol, que provoca la liberación de una recompensa química en el cerebro. Se trata de un fallo de diseño: esta recompensa química es la forma que tiene la evolución de premiar la verdadera conducta adaptativa, como ingerir cosas nutritivas o empujar a un odioso enemigo a un pozo de brea. No obstante, se puede engañar al cerebro, y una de las maneras más fáciles de hacerlo es con etanol. Para los partidarios de la teoría de la resaca, el deseo de alcanzar una ligera embriaguez, al menos, pudo ser adaptativo en algunos aspectos para nuestros antepasados evolutivos, pero afirman que este impulso se ha vuelto muy antiadaptativo en cualquier tipo de entorno moderno. Sean de la variedad «resaca» o «pirateo», los errores evolutivos persisten porque la selección natural no se ha molestado en atajarlos todavía. Esto suele deberse a que, al margen de sus costes, son relativamente menores o no han sido un problema hasta hace bastante poco. La evolución puede permitirse hacer la vista gorda a la masturbación, siempre y cuando de nuestro impulso hacia el orgasmo se derive una transmisión de suficientes genes a la siguiente generación. La comida basura es un problema moderno limitado sobre todo al mundo desarrollado. La evolución también pudo permitirse ignorar el alcohol, al menos hasta hace relativamente poco. Esto es porque el alcohol, como el azúcar, sólo está presente en pequeñas cantidades en el mundo natural. Requiere mucho esfuerzo pillarse una cogorza a base de fruta fermentada de forma natural.
Una característica esencial, a menudo pasada por alto, de cualquier enfoque del consumo de alcohol u otros intoxicantes químicos como error evolutivo es que se considera que, al igual que la masturbación o los atracones de comida basura, emborracharse o drogarse es un vicio inexcusable. Un vicio es una práctica habitual que, o bien produce un placer fugaz, pero a la postre perjudicial para uno mismo y para los demás, o bien es, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo. En efecto, incluso los más ardientes entusiastas de la masturbación deberían admitir que, en igualdad de condiciones, hay formas probablemente más productivas de pasar una tarde de fin de semana. Permitirnos esas prácticas puede resultarnos grato, pero no nos están haciendo ningún favor, ni a nosotros ni a ninguna otra persona.
Como indica su nombre, la intoxicación alcohólica consiste en la ingestión de una toxina: una sustancia tan perjudicial para el cuerpo humano que poseemos unos complejos sistemas fisiológicos de múltiples capas para descomponerla y expulsarla lo antes posible. Para nuestro cuerpo, al menos, el alcohol es una clara y grave amenaza. Por lo general, las bebidas alcohólicas aportan calorías, pero poco valor nutricional, y se elaboran a partir de granos o frutas valiosos e históricamente escasos. Su consumo afecta a la cognición y las habilidades motoras, perjudica al hígado, mata células cerebrales y nos anima imprudentemente a bailar, flirtear o pelearnos, u otras conductas aún más disolutas. En pequeñas dosis, puede ponernos contentos y volvernos más sociables. Sin embargo, un mayor consumo nos lleva rápidamente a farfullar, a discutir con vehemencia, a las expresiones de afecto ñoñas, a los tocamientos inapropiados o incluso al karaoke.
Desde un punto de vista evolutivo, el consumo de ciertas drogas tiene su lógica. El café, la nicotina y otros estimulantes son, en esencia, potenciadores del rendimiento que nos permiten acometer nuestros objetivos evolutivos normales con un brío añadido sin que afecten a nuestras funciones motoras ni nos desconecten de la realidad. Es el consumo de intoxicantes, principalmente el alcohol, lo que resulta desconcertante. Esto se debe a que, en cuanto los intoxicantes llegan al torrente sanguíneo, empiezan a afectarnos, de modo que nuestros reflejos son más lentos, los sentidos se adormecen y nos cuesta más enfocar la vista. Lo hacen atacando la corteza prefrontal (CPF) del cerebro, nuestro centro de control cognitivo y de la conducta orientada al objetivo. Por tanto, el término intoxicación, como lo emplearemos en este libro, no comprende sólo los estados de ebriedad más drásticos —las borracheras en toda regla—, sino también el alegre puntillo que se alcanza tras los primeros sorbos de vino. Por inocua que pueda parecer una leve embriaguez mientras socializamos, ya está debilitando la capacidad que, podría decirse, nos hace humanos: nuestra capacidad para gobernar conscientemente la propia conducta, mantenernos concentrados en una tarea y un nítido sentido del yo.
La CPF es una parte del cerebro muy exigente en términos fisiológicos, y la última en alcanzar la madurez: puede tardar más de veinte años en desarrollarse por completo. De modo que resulta extraño que una típica forma de celebrar su mayoría de edad sea humillarla químicamente un poco. Dados los enormes costes potenciales y la aparente falta de beneficios de mermar nuestro control cognitivo, ¿por qué a los seres humanos nos sigue gustando emborracharnos? ¿Por qué la trabajosa práctica de convertir sanos cereales y deliciosas frutas en pequeñas dosis de neurotoxinas amargas, o de buscar vegetales intoxicantes en el bioma local, está presente en muy distintas culturas y regiones geográficas? Debería despertarnos una mayor curiosidad que uno de los principales problemas en los que el ser humano ha invertido su ingenio y concentrado sus esfuerzos haya sido el de cómo emborracharse. Incluso las sociedades pequeñas al borde de la inanición apartarán una buena parte de sus valiosos cereales o frutas para la producción de alcohol. En el México precolonial, tribus que carecían de una agricultura organizada recorrían largas distancias cuando llegaba la corta temporada del nopal con el fin de hacer licor a partir de él. Los emigrantes que se quedaban sin provisiones de alcohol fermentaban desesperadamente piel de calzado, hierbas, insectos o lo que pudieran conseguir. Los nómadas de Asia Central, que apenas podían conseguir azúcares, llegaban a elaborar una bebida a partir de leche de yegua fermentada. En las sociedades contemporáneas, la gente destina una alarmante proporción de sus presupuestos domésticos al alcohol y otros intoxicantes. Incluso en aquellos países donde se prohíbe el alcohol, un gran número de personas sufren muertes dolorosas intentando emborracharse con perfumes o productos de limpieza.
En las sociedades tradicionales, si hay algo en el bioma que tenga propiedades psicoactivas, podemos tener la certeza de que los lugareños llevarán milenios consumiéndolo. La mayoría de las veces, tendrá un sabor horrible y fuertes efectos secundarios. Por ejemplo, la ayahuasca, una infusión alucinógena preparada con enredaderas del Amazonas, es terriblemente amarga y provoca enseguida violentas diarreas y vómitos. En algunas culturas sudamericanas, la gente incluso llega a lamer sapos venenosos. En todo el mundo, dondequiera que encuentres personas, las verás haciendo cosas repugnantes, incurrir en unos costes altísimos e invertir una descabellada cantidad de recursos y esfuerzos con la única finalidad de colocarse.
el arqueólogo Patrick McGovern se ha limitado a decir medio en broma que habría que referirse a nuestra especie como Homo imbibens.
Los mitos sumerios llegan incluso a vincular los orígenes de la civilización humana con la bebida de alcohol (y el buen sexo). En la Epopeya de Gilgamesh (c. 2000 a. C.), probablemente nuestro documento literario más antiguo, Enkidu, un hombre salvaje que va por ahí como un animal más, es educado y humanizado por una prostituta del templo. Antes de ofrecerle una semana entera de sexo alucinante, lo sacia de los dos grandes pilares de la civilización: el pan y la cerveza. A él le gusta en especial la cerveza, y se bebe siete jarras que le hacen «manifestar su alegría». Después, y sólo después, proceden al acto principal.6 Los antiguos arios, que entre el 1600 y el 1200 a. C. se trasladaron de las estepas de Asia Central al subcontinente indio, desarrollaron su sistema religioso en torno a un misterioso intoxicante llamado soma. Aún se mantiene un acalorado debate académico sobre qué era en realidad el soma —la actual teoría dominante es que era un líquido derivado de la Amanita muscaria, una seta alucinógena—,7 pero está claro que pegaba muy fuerte. Un himno del Rigveda, que data quizá del 1200 a. C., recoge las palabras del dios Indra mientras el soma surte efecto y empieza a dejar volar sus pensamientos, lo que lo deja totalmente enajenado, pero también imbuido de un poder capaz de destruir el universo:
Las cinco tribus no son para mí más que una mota en el ojo. ¿Acaso no he bebido soma?
Las dos mitades del mundo no igualan una sola ala mía. ¿Acaso no he bebido soma?
Abriéndome paso entre la maraña de leyendas urbanas e impresiones anecdóticas que rodean nuestros conceptos sobre la intoxicación, me sirvo de los datos procedentes de la arqueología, la historia, la neurociencia cognitiva, la psicofarmacología, la psicología social, la literatura, la poesía y la genética para ofrecer una explicación rigurosa, basada en la ciencia, de nuestro impulso de emborracharnos. Mi argumento central es que, a lo largo del tiempo evolutivo, emborracharse, colocarse o alterar la cognición debe de haber ayudado a las personas a sobrevivir y prosperar, y a las culturas a perdurar y expandirse. En lo que respecta a la intoxicación, la teoría del error no puede ser correcta. Hay muy buenas razones evolutivas por las cuales nos emborrachamos.10 Lo que esto significa es que casi todo lo que creemos saber sobre la intoxicación es incorrecto, incongruente, incompleto o las tres cosas a la vez.
Si el alcohol o las drogas sólo pirateasen los centros de placer del cerebro, o hubiesen sido adaptativos hace miles de años, pero hoy fuesen puros vicios, la evolución debería haberlo averiguado bastante pronto y haberle puesto un contundente fin a este absurdo. La razón es que, a diferencia del porno o la comida basura, el alcohol y otros intoxicantes tienen unos costes fisiológicos y sociales altísimos. Nuestros genes asumen sólo un coste marginal cuando nos permiten desperdiciar algún tiempo masturbándonos o engordar unos kilos comiendo Twinkies. Estrellar borrachos el coche contra una cabina de teléfonos, fallecer por un problema de hígado o perder el sustento y la familia por culpa del alcoholismo son amenazas mucho más graves y directas para nuestro bienestar genético. Asimismo, las culturas pueden permitirse hacer la vista gorda a los vicios inofensivos, en especial aquellos que vuelven a las personas más dóciles y obedientes. Marx nunca se refirió a la pornografía como el opio del pueblo, pero quizá lo habría hecho si hubiese podido echar un vistazo a internet. El opio, en su sentido recto, puede ser terriblemente perturbador para las culturas, como cualquier intoxicante químico. Que nuestro gusto por los intoxicantes, supuestamente accidental, no haya sido erradicado por la evolución genética o cultural —incluso cuando existen buenas «soluciones», como explicaré más adelante— significa que hay otras explicaciones. El coste de ese capricho ha de ser equilibrado con beneficios concretos, selectivos. En este libro sostengo que, lejos de ser un error evolutivo, la intoxicación química ayuda a resolver una serie de dificultades propias de los seres humanos: potenciar la creatividad, aliviar el estrés, generar confianza y conseguir el milagro de que los primates, fieramente tribales, cooperen con desconocidos. El deseo de emborracharse, junto con los beneficios personales y sociales que procura la ebriedad, fue un factor crucial para desencadenar el auge de las primeras sociedades a gran escala. No podríamos haber tenido civilización sin la intoxicación.
Beber facilita los lazos sociales, un descubrimiento que quizá no parezca trascendental. Sin embargo, sin entender a qué problemas de cooperación específicos nos enfrentamos los seres humanos en la civilización, no tenemos forma de explicar por qué, en todos los lugares y épocas, el alcohol y otras sustancias similares han sido la solución recurrente. ¿Por qué trabar relaciones en torno a una sustancia química tóxica, que te destruye los órganos y te causa estupor, cuando podría bastar con una partida de parchís? Sin responder a esta pregunta concreta, no tenemos forma de sopesar con inteligencia los argumentos a favor o en contra de sustituir las copas al salir del trabajo por las salas de escape o las batallas láser. Muchos salimos, a conciencia, a tomar un par de copas de vino para relajarnos después de una dura jornada laboral. ¿Serviría igual un paseo vespertino en bicicleta? ¿Qué tal unos quince minutos de meditación? Ninguna de estas preguntas se puede responder sin los pertinentes conocimientos sobre bioquímica, genética y neurociencia.
Aunque hay otras formas de intoxicación que tienen un papel en esta historia, hay buenos motivos para centrarnos principalmente en el alcohol: es el rey indiscutible de los intoxicantes. Se encuentra en casi cualquier sitio donde sea posible. Si le encargaras a un equipo de ingeniería cultural que diseñara una sustancia que satisficiera una serie de cosas concretas con el objetivo de maximizar la creatividad personal y la cooperación colectiva, acabarían dando con algo muy parecido al alcohol. Una simple molécula: fácil de producir a partir de casi cualquier carbohidrato y de consumir; almacenable; dosificable con precisión; con efectos cognitivos complejos, pero predecibles y moderados; el cuerpo la elimina con rapidez; fácil de condicionar con normas sociales; empaquetable en un delicioso sistema de suministro, y marida muy bien con la comida.
El impulso humano de producir alcohol es impresionante por su inventiva y su antigüedad.
Como sugiere la existencia de antiguas cervezas alucinógenas —aunque el alcohol sigue siendo la droga preferida en la mayoría de las grandes culturas del mundo—, los humanos han sido muy promiscuos a la hora de elegir su veneno y han añadido al alcohol otras sustancias intoxicantes o han encontrado sustitutos en los lugares donde no había alcohol.9 Los alucinógenos —que se suelen extraer de enredaderas, hongos y cactus— están entre los favoritos, y a veces se les otorga un estatus especial, superior al del alcohol. El pueblo védico de la India antigua, por ejemplo, tenía alcohol, pero le provocaba cierto recelo, ya que cuestionaba la moralidad de esa forma de intoxicación. El mayor prestigio cultural y religioso se le confería al estado psicológico, el mada, producido por el soma, una droga alucinógena. Mada tiene la misma raíz que la palabra inglesa madness [locura], pero en sánscrito significa más bien «arrobamiento» o «dicha», un estado privilegiado de éxtasis religioso.
De modo que la gente lleva intoxicándose —emborrachándose, emporrándose o flipando con psicodélicos— muchísimo tiempo, en todo el mundo. No faltan libros amenos que documentan el gusto de nuestra especie por los intoxicantes y nuestras muy diversas formas de satisfacer el deseo de alterar la conciencia.22 Como observa el gurú de la medicina alternativa Andrew Weil: «La ubicuidad del consumo de drogas es tan sorprendente que debe de constituir un apetito humano básico».23 En su repaso general de la impresionante variedad de tecnologías de intoxicación empleadas en todo el mundo, el arqueólogo Andrew Sherratt sostiene asimismo que «la búsqueda deliberada de la experiencia psicoactiva es probablemente tan antigua como, al menos, los seres humanos modernos, en términos anatómicos (y conductuales): es una de las características del Homo sapiens sapiens»
Sin embargo, una incógnita relacionada con nuestro gusto por la bebida que no se suele analizar en los estudios históricos y antropológicos es por qué, de entrada, los humanos queremos emborracharnos.25 Desde el punto de vista práctico, emborracharse o colocarse parece una muy mala idea. A nivel individual, el alcohol es una neurotoxina que afecta a la cognición y la función motora y perjudica al cuerpo. A nivel social, el vínculo entre embriaguez y desorden social no es un invento de los hooligans del fútbol moderno o de los estudiantes universitarios. Las salvajes y peligrosamente caóticas bacanales —palabra derivada de Baco, el nombre que daban los griegos al dios Dionisio— eran parte de la vida cotidiana en la Grecia antigua. Las descripciones y representaciones visuales de los rituales y banquetes regados con alcohol en la Antigüedad, desde Egipto hasta China, evidencian que hace mucho tiempo que el desorden, las broncas, la enfermedad, la inconsciencia inoportuna, las vomitonas y las relaciones sexuales ilícitas son un producto común del consumo de alcohol.
¿Por qué arriesgarse? Ya hablemos de frijoles alucinógenos terriblemente peligrosos, de narcóticos estupefacientes o del desorientador y tóxico alcohol, ¿por qué la gente no dice simplemente «no»? Dados los costes y los posibles daños que suponen los intoxicantes, se justifica que descartemos las justificaciones débiles y ad hoc, como ese puro cuento de que ayudan a hacer la digestión o a calentarse la sangre. A principios del siglo XIX, un defensor de la ley seca se burló, con razón, del tipo de racionalizaciones no respaldadas con pruebas que la gente acostumbra a soltar como justificación para darse a la bebida: El aguardiente, de un tipo u otro, es el remedio para todas las enfermedades, el elixir para todas las penas. Debe honrar la celebración en una boda; debe incitar a la tristeza en un funeral. Debe animar las relaciones de los amigos y aligerar la fatiga del trabajo. El éxito merece una copa, y el desengaño la necesita. La gente ocupada bebe porque está ocupada; los ociosos beben porque no tienen otra cosa que hacer. El agricultor necesita beber porque su trabajo es duro; el mecánico, porque su trabajo es sedentario y aburrido. Si hace calor, los hombres beben para refrescarse; si hace frío, beben para entrar en calor.
A la gente le gustan los orgasmos. Desde un punto de vista científico, esto no es ningún misterio. Los orgasmos son placenteros porque es la forma que tiene la evolución de decirnos: «Buen trabajo. Sigue haciendo eso que estabas haciendo». En los entornos en los que hemos evolucionado, el orgasmo es una señal de que estamos avanzando hacia el objetivo central de la evolución, que es la transmisión de los genes a la siguiente generación. No es un sistema perfecto, desde luego. Todo tipo de especies animales lo han sorteado con triquiñuelas desde que se inventó: desde los monos que se masturban, hasta los perros que intentan montarte la pierna. Sin embargo, los peores son los humanos. Por ejemplo, el Homo sapiens lleva produciendo pornografía el mismo tiempo que lleva haciendo cualquier cosa. Al parecer, cualquier nueva tecnología —talla lítica, pintura, litografía, cinematografía, internet— se utiliza al principio para la pornografía, principalmente.
Quizá el punto de vista más común sobre nuestro gusto por la intoxicación es que ésta conlleva precisamente ese tipo de pirateo de impulsos antes adaptativos. Según las teorías del «pirateo», el alcohol y otros intoxicantes son como la pornografía: algo que sólo desencadena los sistemas de recompensa del cerebro originalmente diseñados por la evolución para fomentar las conductas adaptativas, como el sexo. Esto no fue un problema durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, cuando era difícil conseguir dichas drogas y su potencia era relativamente débil. La evolución podía permitirse que los primates y otros mamíferos disfrutaran de algún colocón ocasional con alguna fruta fermentada que se encontraran caída en la selva, como también pudo permitirse pasar por alto un poco de masturbación o sexo no reproductivo. Sin embargo, no pudo prever que uno de estos primates, con su gran cerebro, su uso de herramientas y su capacidad para acumular innovaciones culturales, averiguaría de repente —en un abrir y cerrar de ojos, en términos evolutivos— cómo elaborar cerveza, vino y, después, asombrosos licores eficazmente destilados. Las teorías del pirateo sostienen que estos venenos pudieron penetrar nuestras defensas evolutivas porque la evolución es muy perezosa ante una rápida innovación humana.
Un defensor clásico de este punto de vista es el fundador del campo de la medicina evolutiva, Randolph Nesse, que escribe: Las drogas psicoactivas puras y las rutas de administración directas son, por lo que respecta a la evolución, características nuevas de nuestro entorno. Son intrínsecamente patógenas, porque sortean los sistemas de procesamiento de la información adaptativos y actúan de forma directa sobre antiguos mecanismos cerebrales que controlan las emociones y la conducta. Las drogas que inducen emociones positivas emiten la falsa señal de un beneficio adaptativo. Estas señales interceptan los mecanismos incentivadores como «gustar» y «querer», lo que puede dar lugar a un consumo de drogas continuado que ya no produce placer [...]. Las drogas de consumo recreativo crean una falsa señal en el cerebro de la llegada de un inmenso beneficio adaptativo.28 El psicólogo evolutivo Steven Pinker considera asimismo que el consumo moderno de intoxicantes es fruto de la confluencia de dos rasgos de la mente humana: nuestro gusto por las recompensas químicas y nuestra capacidad para resolver problemas. Una sustancia que logre forzar la cerradura del placer en nuestro cerebro, aunque sea por casualidad, se volverá central en la búsqueda de objetivos e innovación, aunque perseguir esa sustancia acarree —desde una perspectiva puramente adaptativa— consecuencias neutras o negativas.29 Nuestro impulso sexual es, como decíamos, otro buen ejemplo de esta dinámica. La evolución nos provee de un eficaz sistema de incentivos, en forma de placer sexual y orgasmos, y después se limpia las manos y se marcha satisfecha, creyendo ingenuamente que acaba de asegurarse de que ahora sólo queramos relaciones heterosexuales y vaginales y que, de ese modo, nuestros genes se transmitan a la siguiente generación. Es obvio que no tiene ni idea de lo que son capaces los humanos. Como ejemplo de antiadaptación a causa del pirateo de los sistemas de recompensa, Pinker señala que «las personas consumen pornografía cuando de hecho podrían salir a buscar pareja». Por supuesto, esto es sólo un hilo en el rico tapiz de travesuras sexuales no reproductivas a las que somos propensos, pero apunta a por qué la evolución debería estar muy alerta a la subversión de sus diseños.
Un estudio, que consistía básicamente en trolear unas moscas de la fruta privadas de sexo, refuerza esta preocupación. Dado lo pequeñísimas que son y lo mucho que, en apariencia, se diferencian de nosotros, resulta sorprendente que las moscas de la fruta (Drosophila) sean tan buenas sustitutas de los humanos en muchos aspectos, incluida su forma de procesar el alcohol.30 A las moscas de la fruta les gusta beber, se emborrachan, y eso estimula sus sistemas de recompensa de manera similar a la nuestra. También se pueden volver alcohólicas: acaban prefiriendo la comida muy cargada de alcohol a la normal y, con el tiempo, ese deseo es cada vez más intenso. Si se las priva del alcohol, se dan un atracón cuando se les vuelve a administrar.31 Todo esto es claramente antiadaptativo, al menos en los niveles de alcohol utilizados en el laboratorio, donde la comida que se baña con él suele alcanzar la graduación de un contundente shiraz australiano (alrededor de 15°-16°). A las moscas de la fruta que beben shiraz les cuesta volar en línea recta y, por tanto, localizar comida y parejas. El estudio realizado con las moscas de la fruta privadas de sexo reveló además que, en esencia, cuando se les niega el sexo, recurren a la botella.32 El consumo de alcohol desencadena de forma artificial la misma señal de recompensa que el apareamiento, lo que significa que las moscas de la fruta borrachas tienen un menor interés en la conducta de cortejo, ya que consiguen su placer en otra parte. A las moscas quizá les vaya bien así, pero no tanto a sus genes.
Sin embargo, según estas teorías, ciertos rasgos de la psicología humana no son fruto de un pirateo accidental de nuestros sistemas de recompensa, sino que obedecen a lo que originalmente fue un buen objetivo adaptativo, y ahora han perdido su utilidad. La comida basura es un ejemplo clásico. La evolución nos ha diseñado para recibir pequeños chutes de recompensa por consumir menús con una alta densidad calórica, en especial si contienen grasa o azúcar. Al ser ciega y bastante lenta, no pudo prever la llegada de las tiendas que venden una asequible infinidad de golosinas industriales con azúcar, patatas fritas y productos cárnicos procesados. En lo que respecta a nuestro gusto por el alcohol, tal vez la teoría de la resaca más destacada sea la hipótesis del «mono borracho» propuesta por el biólogo Robert Dudley.34 En las densas selvas tropicales donde evolucionaron al principio los humanos, las células de levadura producen alcohol en la fruta madura y caída como parte de su guerra química contra las bacterias, que son menos tolerantes al alcohol y compiten con la levadura por los nutrientes de la fruta. El alcohol, por tanto, debe su propia existencia a una histórica y violenta batalla entre las levaduras y las bacterias. Dudley sostiene que una característica secundaria del alcohol (etanol, en su término técnico) es la clave de por qué los primates adquirieron el gusto por él. El etanol es muy volátil, es decir: es una molécula diminuta y ligera que puede viajar largas distancias en el aire. Por tanto, sus condiciones son las ideales para servir de gong olfativo y anunciar la cena a muy diversas especies; entre ellas, sin duda, las moscas de la fruta, cuyo gusto por el alcohol está probablemente relacionado con la capacidad de guiarse hacia la fruta. Dudley afirma que ocurrió lo mismo con los humanos, y también con algunos de nuestros antepasados y primos primates: al seguir el olor de las moléculas del alcohol para encontrar e identificar la rara presa que era la fruta caída, acabaron asociando el alcohol en pequeñas cantidades con una nutrición de alta calidad.
Así, Dudley argumenta que el alcohol nos hace sentir bien porque, en nuestro entorno evolutivo, estaba asociado a un alto beneficio calórico y nutritivo. No es más que por una resaca evolutiva por lo que los urbanitas modernos siguen obteniendo placer del alcohol cuando hoy sólo tiende a causar daños hepáticos, obesidad y muertes prematuras. Como dice Dudley: «Lo que una vez dio buenos resultados y seguros en la selva, cuando las frutas contenían sólo pequeñas cantidades de alcohol, puede ser peligroso cuando vamos al supermercado a por cerveza, vino y licores destilados».
Se cree que, aún en la Inglaterra previctoriana, la cerveza representaba una considerable parte de la ingesta calórica de una persona promedio.40 Esto apunta a otra ventaja del alcohol para los pueblos premodernos: su elevado aporte calórico. Un gramo de alcohol puro tiene siete calorías, frente a las nueve de la grasa y las cuatro de la proteína. Es preocupante darse cuenta de que un modesto trago de 150 ml de vino tinto tiene tantas calorías como una porción de brownie de 12 cm2 o una bola de helado pequeña (unas 130 calorías). En varios estudios se ha calculado que, en ciertas culturas históricas e incluso contemporáneas, la cerveza puede constituir hasta un tercio o más de la ingesta calórica.41 Como sabe tristemente cualquiera que esté a dieta, las bebidas alcohólicas tienen tanta densidad calórica que hay algo de verdad en el eslogan de la Guinness, esa venerable cerveza negra: «Una comida en cada vaso». Como ocurre con muchos aspectos de nuestra biología, lo que es un problema para los bebedores modernos pudo ser un gran beneficio para nuestros antepasados, siempre hambrientos y necesitados de nutrientes. Hay otra categoría de teorías de la resaca que no se centran en la volatilidad del alcohol o su capacidad de conservar las calorías o aportar vitaminas, sino en sus propiedades antigérmenes. Como dijimos, el alcohol es antibacteriano, ya que lo producen las levaduras y lo utilizan como arma contra las bacterias para aventajarlas en la descomposición de la fruta y los cereales. De ahí que el alcohol puro sea un excelente desinfectante. Incluso en la forma consumida por los humanos, más diluida, parece conservar ciertas propiedades antimicrobianas y antiparasitarias. Por eso no es desaconsejable beber alcohol cuando comes sushi: maridar el pescado crudo con sake puede ayudar a matar cualquier mal bicho que ronde por ahí. (...)
Las teorías de la resaca, como la hipótesis del mono borracho, han sido cálidamente recibidas por los primatólogos y ecologistas, que señalan que los primates salvajes parecen evitar el tipo de fruta madura que da lugar al etanol, y apuntan a los estudios que indican que los humanos preferimos con creces la fruta en su punto de madurez (sin etanol) a la fruta muy pasada45 (yo sí, desde luego). Otras teorías de la resaca se topan con la mala suerte de que las funciones postuladas del alcohol u otras drogas en el entorno de nuestros antepasados también las podían cumplir otras cosas que no te paralizaban buena parte del cerebro ni te provocaban una aguda jaqueca al día siguiente. (...)
Las gachas de avena no te darán un agradable puntillo, ciertamente, pero eso nos hace preguntarnos por qué, para empezar, somos vulnerables a ese pirateo del cerebro. Si el criterio al que obedece es la conservación de los alimentos, ¿por qué la evolución no hizo que las personas se pirrasen por las gachas, en vez de por la cerveza? Estarían presumiblemente más sanas que sus primos bebedores de cerveza, y una cultura que se limitara sólo a las gachas evitaría muchas conductas de riesgo, accidentes físicos, cantos desafinados y resacas. Sin embargo, por lo que sabemos, en Irlanda las gachas han sido históricamente un desayuno reconfortante para la mañana siguiente, en vez de un sustituto para las sustancias causantes de ese malestar. (...)
También se puede seguir el rastro de la expansión de las culturas por el olor del alcohol. Al referirse a los asentamientos en el viejo Oeste estadounidense, Mark Twain calificó el whisky de «primer pionero de la civilización», por delante del ferrocarril, el periódico y los misioneros.56 Con mucho, los artefactos más avanzados tecnológicamente y valiosos que se encontraban en los primeros asentamientos europeos del Nuevo Mundo eran los alambiques de cobre, importados a un gran coste y cuyo valor superaba su peso en oro.57 Como ha explicado Michael Pollan, Johnny Appleseed —al que la mitología estadounidense presenta hoy como si su intención fuese obsequiar a los hambrientos colonos con unas sanas manzanas llenas de vitaminas— era en realidad el «Dionisio americano» que llevaba un muy necesitado alcohol al viejo Oeste. (...)
La centralidad de la embriaguez continúa hasta hoy en día. En un hogar tradicional de los Andes sudamericanos, por ejemplo, siguen destacando los diversos cacharros necesarios para obtener chicha del maíz, un proceso que requiere varios días y cuyo producto se estropea enseguida59 (y con eso ya está todo dicho sobre la teoría de la conservación).60 Una mujer andina dedica buena parte de la jornada laboral a mantener las provisiones; lo mismo ocurre con la cerveza de mijo en África, cuya producción define los roles de género y rige los ritmos agrícolas y domésticos. (...)
En lo que respecta a las economías de mercado, los hogares contemporáneos de todo el mundo declaran oficialmente un gasto en alcohol y cigarrillos de al menos un tercio de lo que invierten en comida; en algunos países (Irlanda, República Checa), esta proporción crece hasta la mitad o más.63 Dada la prevalencia de los mercados negros y los datos que no se declaran, el gasto real podría ser bastante mayor. Esto debería dejarnos atónitos. Es mucho dinero para estar gastándolo en un error evolutivo. Además, si de errores se trata, éste tiene muchos costes personales y sociales, y también es económicamente caro. En Oceanía, el consumo de kava tiene amplias consecuencias negativas para la salud, desde resacas y dermatitis a graves daños hepáticos. El alcohol es peor. Un instituto de investigación canadiense calculó que, en 2014, el coste económico anual del alcohol —incluidos sus efectos sobre la salud y el orden público y la productividad económica— fue de 14.600 millones de dólares, que no es poco para un país del tamaño de Canadá. Ese cómputo incluye 14.800 muertes, 87.900 hospitalizaciones y 139.000 años de vida productiva perdidos.64 Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés) calculan que, entre 2006 y 2010, el abuso del alcohol provocó 8.000 muertes anuales, 2,5 millones de años potenciales de vida perdidos y daños económicos por valor de 249.000 dólares. En 2018, en un artículo de la revista médica británica The Lancet que gozó de mucha difusión, se concluía que el consumo de alcohol se sitúa entre los factores de riesgo más graves para la salud humana en todo el mundo, y se ha relacionado con casi el 10 por ciento de las muertes de personas de entre 15 y 49 años a nivel mundial. «Es necesario revisar la consideración generalizada de los beneficios para la salud del alcohol, sobre todo cuando unos métodos mejores y los análisis siguen demostrando lo mucho que contribuye el alcohol a las muertes y discapacidades a nivel mundial. Nuestros resultados muestran que el nivel de bebida más seguro es ninguno», era su conclusión. (...)
¿Por qué envenenamos voluntariamente nuestro cerebro? Que sigamos haciéndolo de forma tan activa y entusiasta nos transforma en bestias, a pesar de todos los costes que conlleva, y es un misterio aún más sorprendente a la luz del tipo de criaturas que de verdad somos. A esas otras cosas que subvierten nuestro cerebro —la pornografía y la comida basura— se les da rienda suelta porque los seres humanos, hasta la fecha, no tenemos preparadas unas defensas contra ellas. El caso de los intoxicantes es distinto. A diferencia de otras especies, los humanos tienen defensas genéticas y culturales contra este «enemigo en la boca» que «les roba los sesos». (...)
Un misterio genético: somos simios hechos para drogarnos Muchos animales se emborrachan por accidente. Desde las moscas de la fruta y las aves a los monos y los murciélagos, a muchos animales les atrae el alcohol, y a menudo para su grave perjuicio.67 Por ejemplo, en mi familia se cuenta que unos parientes míos de Bolonia tenían como mascota ilegal un lémur que se volvió adicto al alcohol desinfectante (...)
Tampoco es extraño oír hablar de personas que corren la misma suerte que el lémur boloñés. Sin duda, ha caído muerto más de un Homo sapiens. Sin embargo, es importante entender que nosotros no estamos limitados, como sí lo están otros animales, a las incursiones ocasionales en hisopos empapados en alcohol. De hecho, las dosis concentradas de alcohol nos deben a nosotros su existencia.68 Y, hasta ahora, que yo sepa, las comadronas boloñesas nunca han sentido la tentación de emborracharse con alcohol desinfectante. Ellas, como todo su entorno, están rodeadas de cantidades de alcohol ilimitadas, en múltiples formas y diversos grados de exquisitez. Dado ese acceso, debería sorprendernos que sean tan pocas las personas que se caen por el balcón de sus apartamentos boloñeses y se maten. Por la exquisitez y potencia de los vinos tintos de la región, lo esperable sería una lluvia constante de cadáveres amontonándose en los patios de toda la provincia, sin hablar de la excelente grappa. Sin embargo, que yo sepa, la de este desafortunado lémur es la única caída mortal relacionada con el alcohol de la que se tiene constancia en Bolonia, al menos en ese edificio de apartamentos. Imaginemos un mundo habitado por miles de millones de lémures o elefantes con pulgares oponibles, un cerebro grande, tecnología y un suministro interminable de bebidas alcohólicas de alta graduación: el caos y las matanzas serían de tal magnitud que sólo pensar en ello produce escalofríos; pero no vivimos en ese mundo. Esto se debe en parte a que nuestro particular linaje de simios parece estar adaptado genéticamente al procesamiento del alcohol y su rápida eliminación del cuerpo. Las alcohol-deshidrogenasas (ADH) —que producen muchos animales, sobre todo los que se alimentan en gran medida de fruta— son una clase de enzimas ligadas al procesamiento del etanol, la molécula del alcohol. Un pequeño conjunto de primates, entre ellos los humanos, posee una variante superpotenciada de las ADH, llamada ADH4. (...)
El antropólogo evolutivo Ed Hagen y su equipo70 han mostrado asimismo que, en lo que respecta a las drogas recreativas de origen vegetal, como el cannabis o los alucinógenos, la teoría del pirateo pierde fuerza ante los indicios de que los seres humanos se han adaptado biológicamente a consumirlas. Pensemos en el cannabis, por ejemplo. El THC, el componente del cannabis que produce el colocón, es en realidad una neurotoxina amarga que la planta produce para evitar que se la coman. Todas las drogas vegetales, incluidas la cafeína, la nicotina y la cocaína, son amargas por una razón. Su sabor astringente es un mensaje para los herbívoros: atrás, si te comes esto, te dolerá la tripa o te afectará a la cabeza o probablemente ambas cosas. La mayoría de los herbívoros son prudentes y evitan este tipo de vegetales. Sin embargo, los que son especialmente tenaces —o que les gusta demasiado la coca— desarrollan medidas defensivas y evolucionan para producir encimas que desintoxiquen los intoxicantes. Es significativo que los humanos parezcan haber heredado estas antiguas defensas de los mamíferos ante las toxinas vegetales, lo que hace pensar que las drogas derivadas de ellas, como el alcohol, no son un nuevo flagelo evolutivo, sino más bien un viejo amigo.71 Otra forma de decirlo es que somos animales hechos para drogarnos. Esto hace menos plausible la teoría del pirateo y sugiere que el alcohol y otros intoxicantes han sido, desde hace mucho tiempo, parte del entorno adaptativo en el que hemos evolucionado, en vez de una amenaza reciente e imprevista. Aun así, siguen quedando sobre la mesa las teorías de la resaca. Puede que estemos biológicamente preadaptados a tolerar los niveles de alcohol presentes en la fruta pasada, relativamente bajos, o a procesar las toxinas de la hoja de coca, pero esto también nos deja indefensos una vez que el desarrollo de la agricultura, las sociedades a gran escala, la tecnología y el comercio ponen a nuestra disposición potentes vinos, cervezas y licores destilados, o nos tientan con la cocaína refinada o variantes de cannabis con un nivel muy alto de THC. Los antiguos escitas, a pesar de ser unos temibles guerreros, se habrían visto reducidos a tontos de baba de haber tenido acceso a la Maui Wowie o la Bubba Kush que puedo comprar en el dispensario de cannabis de mi barrio. Las teorías de la resaca admiten ciertas adaptaciones antiguas a los intoxicantes, que compartimos con otras especies, pero asumen que los únicos cambios experimentados por el Homo sapiens en los últimos nueve mil años —y que nos catapultaron desde la vida de cazadores-recolectores a pequeña escala a la de urbanitas globalizados— se produjeron demasiado rápido para que la evolución genética igualara su ritmo. Este supuesto no es muy cauteloso.
Tal vez la muestra histórico-cultural más evidente contra la idea de que fue la necesidad de depurar el agua lo que impulsó el invento del alcohol es el caso de China. En las esferas culturales chinas, se bebe té desde siempre (bueno, al menos desde hace algunos milenios), y durante mucho tiempo también tuvieron unas estrictas normas culturales contra la ingesta del agua sin tratar. Como es natural, no es así como lo enmarcan: según las creencias de la medicina tradicional china, beber agua fría daña el qi, o la energía, o el estómago. Si necesitas beber agua, debe ser «agua clara» (kaishui), hervida y tomada tibia o al menos a temperatura ambiente. La teoría se centra en la temperatura y su efecto sobre el qi, no en el peligro de los patógenos transmitidos por el agua, pero su función es la misma: no bebas agua a menos que esté hervida y se hayan matado todas sus porquerías. Parece, pues, que las culturas chinas y las de su influencia —en conjunto, una altísima proporción de las personas que han vivido jamás en la Tierra— han resuelto el problema de los patógenos a través del recurso de beber sólo té o agua hervida. Y aun así tienen bebidas alcohólicas. A mares. Desde la época de la dinastía Shang (1600-1046 a. C.) hasta el presente, el alcohol ha dominado las reuniones rituales y sociales en el ámbito cultural chino como en cualquier otra parte del mundo, si no más. Esto no tendría sentido si matar los patógenos en el agua o en el estómago fuese la función principal de las bebidas alcohólicas. Una vez que los chinos descubrieron el té y adoptaron normas contra la ingesta de agua no tratada, el consumo de alcohol debería haber ido en descenso hasta desaparecer, ya que su función principal ha sido suplida por algo mucho menos peligroso, costoso y fisiológicamente nocivo. Que lamentablemente siga existiendo el baijiu (alcohol blanco), un espirituoso a base de sorgo con unos efectos tremebundos, nos recuerda que no ha sido así. (...)
A los vikingos les iba mucho el alcohol. El nombre de su dios principal, Odín, significa «el extasiado» o «el borracho», y se decía que subsistía con nada más que vino. Mark Forsyth observa la importancia de esto: si bien muchas culturas tienen un dios del alcohol o de la borrachera, y así reconocen al alcohol algún papel en la sociedad, para los vikingos, el dios principal y el dios del alcohol son el mismo: «Eso es porque el alcohol y la embriaguez no necesitaban encontrar su lugar dentro de la sociedad vikinga, ya que eran la sociedad vikinga. El alcohol era la autoridad, el alcohol era la familia, la sabiduría, la poesía, el servicio militar y el destino».80 Esto tuvo sus inconvenientes como estrategia cultural. Al lado de los vikingos medievales, los chicos de las fraternidades modernas parecerían abuelitas tomando té de hierbas. Como apunta Iain Gately, el consumo excesivo de alcohol tuvo un papel tan central en su cultura que «una sorprendente cantidad de sus héroes y reyes murieron de accidentes relacionados con el alcohol»,81 desde ahogarse en enormes cubas de cerveza hasta ser masacrados por sus rivales mientras ellos se revolcaban presas del estupor alcoholizado. Unos guerreros que siempre iban bebidos y fuertemente armados también representaban una amenaza para los de su alrededor. El mayor elogio concedido al legendario héroe vikingo/anglosajón Beowulf fue que «jamás mataba a sus amigos mientras estaba borracho». Como observa Forsyth, «esto sin duda suponía una proeza, algo tan extraordinario como para mencionarlo en un poema».82 Además de estas desventajas, más dramáticas y violentas, la sociedad vikinga también tenía que soportar los enormes costes materiales de la producción de intoxicantes y las consecuencias para la salud a largo plazo de beber en exceso, como el cáncer y los daños hepáticos. (...)
La literatura prohibicionista se remonta nada menos que a la China del segundo milenio a. C. Un poema del Libro de las odas, titulado «Cuando los invitados toman su asiento», da voz a un lamento que le resultará muy familiar a cualquiera que haya celebrado una cena y se haya alargado demasiado: Cuando los invitados toman su asiento, ¡qué tranquilos están y qué decorosos son! [...] Los que están borrachos se comportan mal; los que no lo están sienten bochorno. Una oda posterior advierte a los últimos reyes de la dinastía Shang, famosos por darle fuerte a la bebida: «El Cielo no os permitió daros el gusto del vino / y seguir caminos contrarios a la virtud».83 Los historiadores chinos tradicionales sostienen que fue precisamente su desmedida afición al alcohol y a las mujeres lo que condujo a la caída de la dinastía. Al reflexionar sobre su comportamiento, un miembro de la dinastía Zhou Occidental (1046-771 a. C.), sucesora de la Shang, se sintió inspirado para pronunciar un discurso titulado «Contra el vino» donde se lamentaba de su alcoholismo, su vicio sexual y el descuido de sus deberes rituales. En vez del aroma de las fragancias y las correspondientes ofrendas a los antepasados, en los últimos años de la dinastía Shang lo único elevado al cielo fueron «las quejas del pueblo y el nauseabundo hedor a alcohol de los funcionarios borrachos».84 El Cielo no estaba contento y encomendó a las gentes de Zhou la destrucción de los Shang. A China le preocupa el alcohol desde entonces.85 En sus mitos, atribuían las políticas prohibicionistas a sus primeros reyes/sabios. Se cuenta que el legendario Yu, el supuesto fundador de la dinastía Xia (tradicionalmente datada en el período 2205-1766 a. C.), probó un poco de vino, se deleitó con su sabor y desterró de inmediato a la mujer que lo había preparado para él. El vino debía prohibirse, dijo al parecer, porque «algún día destruiría el reino de alguien».86 China también es responsable de los que probablemente sean los primeros intentos de prohibir por ley el alcohol como política pública. El discurso «Contra el vino» va un paso más allá del destierro, al declarar que cualquiera que fuera sorprendido bebiendo vino debía ser ejecutado. Se desconocen los orígenes de este documento, pero tenemos indicios de proclamaciones similares a partir de objetos de bronce que sin duda datan del período Zhou temprano,87 y hubo después otros gobernantes chinos que emitieron constantes edictos contra la bebida. (...)
La Grecia antigua mezcló el aprecio por la utilidad social de la bebida moderada con el desprecio por los borrachines y las rotundas advertencias contra los peligros de los excesos alcohólicos. Uno de los primeros dramaturgos pone varios consejos sobre las virtudes de la moderación y la sobriedad en boca del dios del vino, el mismísimo Dionisio: Sólo tres cílicas [copas] propongo para los hombres sensatos: una para la salud, la segunda para el amor y el placer y la tercera para el sueño; cuando se han apurado éstas, los invitados prudentes se marchan a casa. La cuarta cílica ya no es mía, sino que pertenece a la soberbia; la quinta, al griterío; la sexta, a la jarana; la séptima, a los ojos amoratados; la octava, a los alguaciles; la novena, a la bilis, y la décima, a la locura y al destrozo del mobiliario.89 Más tarde, en Occidente, varias formas de cristianismo libraron una larga guerra contra la bebida, a veces bajo el término general de gula, uno de los siete pecados capitales. Hoy, tendemos a pensar en la gula en el sentido de comer demasiado, y claro que en el pecado entra comerse una chuleta de cerdo más de la cuenta. Sin embargo, beber en exceso no sólo figuraba tradicionalmente en las diatribas moralistas contra los vicios, sino que a menudo era su principal objeto de atención. «La lista de los posibles efectos del pecado de la gula incluía la locuacidad, el alborozo indecoroso, la pérdida de la razón, apostar en juegos de azar, pensamientos impuros y malas palabras», señala una estudiosa de los manuales de penitencia del siglo XV. «Estos vicios no parecían ser resultado de comer en exceso», apostilla con ironía.90 Un cruzado contra la bebida más reciente, William Booth, fundador del Ejército de Salvación, afirmó que «el problema con la bebida está en la raíz de todo. Nueve décimas partes de la pobreza, la miseria, los vicios y la delincuencia que tenemos brotan de esta venenosa raíz primaria. Muchos de nuestros males sociales, que ensombrecen la tierra como árboles upas, menguarían y morirían de no ser regados constantemente con aguardientes». (...)
Dados los evidentes costes de la intoxicación, no sorprende que muchos líderes políticos vean la abstemia como el secreto para el éxito cultural. Por ejemplo, para Tomáš Masaryk, pensador checo de principios del siglo XX y primer presidente de Checoslovaquia, la abstemia era la clave de la liberación del pueblo checo. En unas declaraciones dirigidas a sus compatriotas, que bebían de lo lindo, afirmó que «una nación que bebe más sucumbirá sin duda a la más sobria. El futuro de cada nación, y en especial de una pequeña, depende de [...] que deje de beber».92 Cualquiera que haya estado en esa parte del mundo puede atestiguar que los checos no dejaron de beber. De hecho, aún conservan el honor de beber más per cápita que cualquier otra nacionalidad, y siempre ocupan los puestos más altos en consumo de alcohol general per cápita del mundo.93 Y, sin embargo, la República Checa, a pesar de su breve sometimiento a la URSS, igual de bebedora, no ha sido borrada del mapa. La prohibición tampoco despegó en China; las mismas tumbas de la dinastía Zhou que contienen trípodes de bronce donde se declara la muerte a quienes consuman alcohol también están llenas hasta los topes de caras y sofisticadas tinajas de vino, y nunca prosperó ningún intento de limitar el consumo de alcohol. Aun así, la cultura china ha tenido un largo recorrido. A los alcoholizados vikingos, a los que Ibn Fadlan despreciaba por considerarlos unos sucios borrachos, también les fue muy bien como grupo cultural. Dominaron y aterrorizaron grandes áreas de Europa, descubrieron y colonizaron Islandia, fueron los primeros europeos en llegar al Nuevo Mundo y acabaron engendrando a buena parte de los europeos del norte modernos. No parece que mantener una postura laxa respecto al alcohol ralentice mucho a los grupos culturales. Esto es todavía más desconcertante que la no propagación del gen del rubor asiático en el mundo. Como entendió claramente Tomáš Masaryk, una cultura que se pasa noches enteras consumiendo neurotoxinas líquidas —creadas a expensas y en perjuicio de la producción de alimentos nutritivos— debería traducirse en una enorme desventaja respecto a grupos culturales que evitan por completo los intoxicantes. Dichos grupos existen, y desde hace bastante tiempo. Tal vez el ejemplo más destacado es el mundo islámico, que engendró a Ibn Fadlan. La prohibición no fue una característica del período inicial del islam, pero, según un hadiz, o tradición popular, fue la consecuencia de una cena concreta donde los acompañantes de Mahoma se emborracharon demasiado para recitar correctamente sus oraciones. En cualquier caso, hacia finales de la era profética, en el 632 d. C., se estableció la prohibición total del alcohol como ley islámica. No se puede negar que, en el juego evolutivo cultural, al islam le ha ido muy bien. (...)
Para mayor desdoro de cualquier teoría no adaptativa del consumo de intoxicantes, la situación con respecto al islam es en la práctica mucho más complicada de lo que querría la teología. En primer lugar, se suele interpretar que la prohibición del jamr (o intoxicantes) sólo afecta a las bebidas alcohólicas, o incluso sólo al alcohol fermentado a partir de uvas o dátiles, y a ningún otro intoxicante. El más destacado de estos intoxicantes alternativos es el cannabis, y, por lo general, el hachís. Los sufíes un tanto herejes eran especialmente aficionados a él, pero también era muy tolerado por la población general.94 Además, a pesar de la prohibición teológica, las culturas islámicas han variado históricamente en su rigurosidad a la hora de hacer cumplir la prohibición del alcohol. En la mayoría de las culturas islámicas, se ha permitido el consumo del alcohol en los domicilios particulares, sobre todo entre las élites, y en algunos lugares y momentos incluso ha tenido un destacado papel en la vida pública. Como observa un historiador, «a lo largo de la historia, los gobernantes musulmanes y sus cortesanos han consumido alcohol, a menudo en grandes cantidades y a veces a la vista del público; los ejemplos de musulmanes corrientes que se saltan la prohibición del alcohol de su religión son demasiado numerosos para contarlos [...]. La proscripción islámica del alcohol fue un proceso gradual, casi a regañadientes, que se manifiesta como algo relativo, a pesar de su aparente carácter absoluto, con resquicios que permiten los subterfugios y dejando abierta la posibilidad de que a uno lo absuelvan de su culpa».95 Merece la pena señalar que el mundo islámico nos ha dado la palabra alcohol (del árabe al-kohl) y los primeros relatos sobre su destilación, así como parte de nuestra mejor poesía sobre el vino. El célebre Hafez de Shiraz, poeta del siglo XIV, llegó a afirmar que beber vino era la esencia misma de ser humanos: «El vino ha corrido por mis venas como la sangre. / Aprende a ser disoluto, sé amable: esto es mucho mejor / que ser una bestia que no quiere beber vino y no puede convertirse en hombre».96 Si la prohibición del alcohol fuese una killer app de la evolución cultural, cabría esperar que su implantación fuese más estricta. (...)
Para resumir, si la intoxicación tuviese efectos negativos generales sobre los grupos culturales, esperaríamos que las normas contra ella fuesen universales, sobre todo si tenemos en cuenta que la evolución cultural avanza mucho más rápido que la genética. Sin embargo, si las prohibiciones del alcohol van camino de dominar el mundo, desde luego se están tomando su tiempo. ¿Cómo explicamos el fracaso de la prohibición en la China antigua o Estados Unidos, y que siga existiendo Francia, por ejemplo? Los grupos que han prohibido oficialmente los intoxicantes químicos a menudo hacen la vista gorda al consumo privado o miran a otro lado cuando las élites lo hacen en público. Muchos que se toman más en serio prohibir la intoxicación, como los pentecostales o los sufíes, sustituyen los placeres de la bebida con alguna forma de éxtasis no químico, como el don de lenguas o la danza extática. Todo esto sugiere que la intoxicación está desempeñando una función crucial en nuestra sociedad. Esto la hizo resistir a los intentos de eliminación mediante decreto cultural y creó un vacío que llenar en los raros casos donde sí se ha hecho desaparecer del todo. (...)
Como señala Griffith Edwards, autor de Alcohol: su ambigua seducción social, los brindis sociales siempre se hacen con bebidas alcohólicas, y parte de su efecto parece derivar de su esencia embriagadora: «Con “¡A tu salud!” tenemos el ejemplo más cotidiano y generalizado de bebida ritual, con un toque de magia». Además, observa que «la necesidad del alcohol para este ritual es una presuposición muy antigua y extendida», y cita al periodista y escritor victoriano Edward Spencer Mott: «¿Que expresemos nuestra alegría y gratitud sinceras porque nos reine una gran reina brindando con agua con gas sin burbujas? ¡Prohíbase tal acto!».104 Todo esto debería provocarnos más desconcierto. Los banquetes y rituales religiosos centrados en el kimchi y el yogur nos proporcionarían todos los beneficios del alcohol planteados, sin ninguno de los costes. Los espíritus estarían perfectamente felices con unos buenos y nutritivos pepinillos, en vez de una bebida venenosa y amarga. Sin embargo, ninguna cultura del planeta ofrece pepinillos a los antepasados, y el mundo no ha visto aún el auge de una supercivilización abstemia basada en el kimchi. Esto es una convincente señal de que el alcohol tiene algo especial y de que su función intoxicante va más allá de lo que somos conscientes. ¿Cuál podría ser esta función? No podemos responder esta pregunta sin conocer los problemas para los cuales la intoxicación representa una solución. Los humanos son el único animal que se emborracha adrede y metódicamente. También somos muy atípicos en muchos otros aspectos. Como veremos en el siguiente capítulo, los que vivimos en civilizaciones basadas en la agricultura somos aún más extraños. Con el fin de desentrañar el misterio evolutivo de nuestro gusto por la intoxicación, hemos de comprender las dificultades que sólo afrontan los seres humanos, simios egoístas que se comportan, al menos en apariencia, como insectos sociales altruistas. (...)
Otra cultura abstemia que vale la pena mencionar es la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, coloquialmente conocida como los mormones. Al igual que Mahoma, Joseph Smith, fundador del mormonismo, llegó un poquito tarde al juego prohibicionista. El Libro de Mormón comparte el punto de vista general del cristianismo sobre el vino como una sustancia sacramental, y presenta la intoxicación, al menos leve, como un genuino placer aprobado por Dios. En sus inicios, la Iglesia mormona empleaba el vino en las reuniones religiosas, e incluso mezclaba los banquetes y bailes regados con alcohol en el propio templo. No fue hasta la revelación de Joseph Smith de 1833, llamada «Palabra de Sabiduría», cuando se les dijo a los mormones que Dios no quería que consumieran alcohol, bebidas con cafeína o tabaco. Se suprimió entonces el consumo del alcohol, pero poco a poco. La abstemia no se convirtió en doctrina oficial de la iglesia hasta 1951.97 Es justo decir, no obstante, que la actual Iglesia mormona ha adoptado la prohibición con un impresionante fervor. Los mormones, por tanto, parecen tomarse en serio que se eliminen de nuestra vida las sustancias que nos piratean la mente, lo que a su vez debería procurarles una enorme ventaja frente a otros grupos. Y la historia de la religión mormona es, de hecho, la de un considerable éxito. Aunque en los últimos años su tasa de crecimiento se ha ralentizado un poco, sigue superando el ritmo de crecimiento de la población general, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de las religiones. (...)
Sin embargo, el fervor y la exhaustividad de la guerra de la Iglesia mormona contra los psicoactivos debería darnos una pista sobre su función real. La mezcla mormona de la prohibición de la Coca-Cola y el café con la del alcohol tiene poco sentido si lo que pretende es atajar el coste de la intoxicación. A diferencia del alcohol y otras drogas intoxicantes, parecería que la cafeína tiene sólo beneficios positivos para la fe individual y el éxito del grupo. La leyenda dice que el té surgió entre los monjes budistas en Asia —por lo demás abstemios— para ayudarlos a mantener largos períodos de meditación, y, sin café y nicotina, es difícil saber cuántos miembros de Alcohólicos Anónimos serían capaces de aguantar una reunión. De hecho, podría decirse que la vida moderna se detendría de pronto sin cigarrillos, café y té. Como ha sostenido el historiador de la religión estadounidense Robert Fuller, la prohibición mormona de las sustancias psicoactivas parece apuntar menos al problema específico del alcohol y más a «una estrategia para acentuar la diferencia respecto a otros grupos religiosos». (...)
La especie humana es la única que se emborracha adrede, sistemáticamente y con regularidad. Dados los costes, no tiene nada de extraño que esta conducta sea tan singular. Lo sorprendente es por qué los humanos continúan haciéndolo. Como hemos visto, no parece que nuestro gusto por la intoxicación sea un accidente evolutivo, habida cuenta de su persistencia a pesar de las contrapresiones y la existencia de «soluciones» genéticas y culturales. Ni las teorías del pirateo ni las de la resaca parecen explicaciones satisfactorias. Y sigue faltando una respuesta a la pregunta de cuáles son los beneficios de la intoxicación. Para ello, primero necesitamos saber en qué aspectos es difícil ser humanos. Las especies surgen y sobreviven adaptándose a un «nicho ecológico» concreto. Este término alude en parte al lugar que ocupa una especie en el ecosistema local, sea depredadora o presa, herbívora o carnívora; pero fundamentalmente se utiliza referido al repertorio de métodos para ocupar un lugar, conseguir alimento y guarecerse, esconderse o cazar y tratar con miembros de su misma especie o de otras. Los cambios graduales que experimentan las poblaciones al adaptarse a un nuevo nicho es uno de los procesos por los cuales surgen las nuevas especies. Como los entornos de nicho estimulan la especialización, las cosas pueden acabar siendo bastante extrañas. (...)
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