lunes, 10 de junio de 2024

La historia del heavy metal como carrera armamentista y porno (Antonio Ortuño en LA ARMADA INVENCIBLE)

 

La historia del metal puede recordar a la carrera armamentista. Pensemos, por favor, en ella y sus espirales: los hombres comenzaron por golpearse con los puños y pasaron de allí a las piedras, los garrotes, las lanzas, los arcos, las flechas. Domeñaron los elementos para forjar espadas y hachas, y cadenas que sostuvieran bolas con picos afilados. Inventaron las ballestas para hacer inútiles las armaduras. Gobernaron la pólvora para fabricar mosquetes y pistolas de chispa y, a través de los siglos, perfeccionaron sus técnicas hasta construir las metralletas, los lanzallamas, las granadas y bazucas, las minas antipersonales y los cohetes tierra-aire. Desentrañaron los átomos solo para dar con el arma final. Y una vez conseguida, fueron incluso más lejos, y perturbaron el sueño de los neutrones. Dejaron claro que el poder sobre la Tierra y el imperio de la violencia se alcanzan subiendo escalones, y haciéndolo antes que los demás.



La historia del metal es más breve que la de la guerra, pero su parábola resulta similar. Si fijamos el punto de partida en las notas destempladas, el tambor persistente y los gritos de apache de Paul McCartney en «Helter Skelter», es obvio que la cosa escaló rápido. Pete Towsend, el de The Who, aporreó la guitarra aún más reciamente y con mayores aspavientos, abriendo las piernas igual que un lanzador de jabalina y haciendo girar el brazo por los aires antes de rasguear. Black Sabbath ahogó las melodías en favor de esas frases profundas y violentas que llamamos riffs. Led Zeppelin les echó gasolina a las canciones, para prenderlas del mismo modo que encendía las entrañas de sus fans. Judas Priest puso en la mesa la estética del cuero, los estoperoles y las motocicletas (no en vano su cantante, el inmenso Rob Halford, es el gay fetichista más famoso del mundo del metal). Iron Maiden dobló el número de guitarras e inventó los tamborileos de cabalgata. Motörhead aceleró el ritmo, subió el volumen, demostró que una voz ronca como la de Lemmy, su líder, podía hacer sonar a coro de monjas a todos los demás, aunque entonaran mejor. Metallica y Megadeth convirtieron esos rasgueos punzantes en una blitzkrieg. Un ataque compacto, incesante, implacable. Slayer le agregó más violencia al sonido y las letras, y Pantera llevó todo a la locura. Y entonces, en Brasil, dándonos esperanzas a los que no éramos gringos o europeos, brotó Sepultura, que fue la bomba de neutrones del rock. Nos volaron la cabeza a todos. Su crudeza rítmica y su síncopa y su imagen de latinoamericanos comedores de sesos contribuyeron a que, a partir de entonces, nos tomaran, a los metaleros, por los seres del postapocalipsis que somos, unos cazadores de zombis con un curioso aire de zombis nosotros mismos. Y aún después vino el metal extremo, la guerra total, el final de la música y el de los tiempos. Recapitulemos, ahora: entre los Beatles y Pantera transcurrieron unos treinta años, pero suenan a treinta mil.
Y no me malinterpreten: me encanta «Helter Skelter». Pero al lado de «Fucking Hostile» es tan inofensiva como una piedra junto a un misil.


Y del mismo modo que la distancia entre blandir los puños y alcanzar la destrucción mutua asegurada es enorme, con el paso de los años, la relación de la gente común con el rock se complicó. Los dinosaurios de los años sesenta y setenta llenaban estadios y vendían millones de álbumes, lo mismo que entusiasmaban a los intelectuales progresistas y entonaban las canciones que daban sentido a las vidas de los menores que se colaban a los bares. Led Zeppelin fue, por lustros, la música que uno le ponía a las muchachas para acostarse con ellas o mientras lo hacía: no tocaban pop y sin embargo sus melodías y carisma eran pura hospitalidad. Pero con el metal radical (y el punk, dirán los punks, pero no hablamos de ellos esta mañana), el rock duro salió de las listas de popularidad y se volvió la música de los disgustados, de la gente que no habla con los vecinos o visita los bares solo para beber y pelear, y no siempre en ese orden. Entre los fans del metal, ustedes lo saben, menudean las personalidades desorbitadas. Sus seguidores son lo mismo ñoños introvertidos, como mis amigos, que mocosos tatuados que se enrolan en el ejército o el crimen (si insistimos en separarlos) por no tener otra cosa mejor que hacer. Son los machitos belicosos de toda la vida y los cabrones que suscriben algo que podríamos llamar el realismo nihilista, esos tipos que no quieren casarse, ni formar familias, ni ser el vecino simpático de nadie. Los misántropos de hoy.

Pero, bueno, aún podemos explorar otra escala de semejanza más para medir la evolución del metal. La del porno. Mírenlo así: alguien, apenas hubo en elmundo una cámara que pudiera capturar esa luz en movimiento que es la fotografía (y el cine), supo instantáneamente que deseaba ver y mostrarnos cuerpos desnudos. Al principio, y así sucedió por decenios, tuvimos escenas sugerentes o subidas de tono: chicas retratadas en pelotas con frutas en las manos o rosas en el cabello y rodeadas por una niebla con dejos románticos; chicas velludas y corpulentas, según los gustos de la época. Y, desde luego, mayoritariamente clandestinas. Un día, todo eso brincó por los aires, cuando el porno comenzó a ser legal en Europa y Estados Unidos, o, al menos, a caer en lagunas jurídicas que permitieran su crecimiento. El blanco y negro se rindió al color, los desnudos pasaron a las penetraciones explícitas con pretextos pedagógicos o médicos. Pero se ganó tanto dinero y se sobornó a tanta gente por el camino que llegó el momento en que los tribunales dejaron de procesar a quien fuera, salvo por los casos más sangrantes, y el porno volvió a romper el techo. Las mujeres se operaron para tener medidas de caricatura y se depilaron hasta el último vello del pubis. Los hombres ingirieron medicamentos a puños para tener las vergas más enhiestas que una llave de tuercas. Llegaron las superestrellas y las superproducciones y toda clase de fetichismos reinaron: por los pies, las secreciones, los disfraces, por ciertas posturas, orificios o elencos (dos hombres y una mujer, dos mujeres y un hombre, dos o cinco o diez mujeres sin hombres: en fin) o excepcionalidades (mutilados, enanos, perforadas, tatuados). Pero podía irse más lejos aún y la dinámica del juego volvió a empujarlo a la estratosfera: luego de instruir a tres generaciones en el poder incontestable del porno, los productores encontraron la bomba H del sector en la privacidad del hogar. El porno casero, el que cada cual filmaba según podía, y en el que fornicaba con sus propias parejas, estables o de ocasión, lo devoró todo y se convirtió en la última frontera. El porno había erigido a una realeza y una farándula mundiales, sí, pero un día reventó aquello e invitó a todos a subir al escenario.
Y nos enseñó que cualquiera podía ser estrella por un minuto, sin importar cuán bofo, peludo o abiertamente horrendo fuera, si resultaba lo suficientemente puerco. Porque no solo la belleza excita, o no nos habríamos reproducido de tal modo, hasta colmar el planeta. Porque los guapos, la verdad, siempre han sido minoría.


Justamente así opera el metal, criaturas: igual que la violencia y el sexo. Te da algo que nadie más puede. Por eso es diferente al resto de la música. No se pensó para amenizar un baile popular, ni socializar con la gente, ni entenderte con tu abuela, tu tío, o los compañeros del trabajo. Es lo brutal y lo amargo, es el arma que usas contra todos y para distinguirte de ellos: para pintar tu raya. Hasta aquí llegaste, le dices a alguien cuando pones a sonar a Gojira (o Baroness o Kvelertak o Lamb of God, por mencionar a las pocas bandas relativamente nuevas que disfruto). Pierde toda esperanza si das otro paso.
Tan básico como la agresión y la lubricidad, igual de capaz de saltar a tu cerebro y gobernar tu vida entera. Por eso me gusta. Y por eso, mayoritariamente, a ustedes no. Porque a mí no me importa si me miran feo en la calle. Pero a ustedes, me parece, les preocupa demasiado no gustar.

LA ARMADA INVENCIBLE.
Antonio Ortuño. 
Seix Barral, 2023

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