jueves, 18 de enero de 2024

DE BUENA FE (Jane Smiley explica el neocapitalismo de los años 80)

 CAPITALISMO SMILEY

Descubrí a Jane Smiley en 2019 con LA EDAD DEL DESCONSUELO, y probablemente fue la novela (corta) que más me gustó en aquel año. Me sorprendió descubrir que nada de ese humor melancólico, antiépico y patético pero siempre agudo e hilarante podía rastrearse en la que posiblemente sea su obra más conocida HEREDERÁS LA TIERRA. En este caso se trata de un drama rural y brutal, que disfruté pero con el que conecté menos.
Este mismo año me ha dado por hacerme un "Ciclo Smiley", comenzando por LA MEJOR VOLUNTAD, continuando por UN AMOR CUALQUIERA, y su brillantez narrativa me ha llevado a la relectura de LA EDAD DEL DESCONSUELO y, finalmente, a tratar de culminar su bibliografía con DE BUENA FE. Me parece la más floja de las 5 con bastante diferencia, o tal vez es que no he sabido conectar tan bien con las desventuras de un promotor inmobiliario en la década de los 80 (aunque aparezca sagazmente tratado, el tema estrella de Smiley, la infidelidad femenina). Sin embargo, este fragmento me parece de una brillantez tal que no me queda más remedio que compartirlo junto con la recomendación de la lectura de la autora estadounidense, una de las más brillantes prosistas y, probablemente, la más inteligente a la hora de focalizar una historia:


Cruzamos Deacon y avanzamos a lo largo del río. Era una zona tranquila. La corriente discurría baja y silenciosa en la distancia. Las cimas de las colinas aparecían más oscuras allí donde los árboles se habían desprendido de sus hojas.
Crucé el río en Cookborough y giré hacia el sur en la interestatal. Conduje en silencio hasta que Marcus dijo:
—Ahí está. ¿Ves esa granja de allá? —Señaló a la derecha al pasar ante algunas vacas coloradas y de rostro blanco que pastaban al lado de la carretera.
—Esa granja es de Gordon —contesté—. Hace años que la tiene, pero la ciudad nunca ha llegado hasta aquí.
—Puede que no, pero llegará si haces algo para conseguir que venga. ¿Sabes cómo colonizaron el Oeste?
—¿El Oeste?
—Kansas, Nebraska, Dakota del Sur. Todos esos lugares donde nadie en su sano juicio se instalaría para vivir. Colorado.
—¿Cómo?
—Me juego algo a que crees que unos granjeros muy espabilados consiguieron tierras del gobierno a dos dólares y medio la hectárea y construyeron allí sus modestos hogares, tipo La casa de la pradera. ¿No has leído nunca La casa de la pradera?
—No.
—Bueno, cuando iba a tercero nos sentábamos todos los días media hora después de comer mientras la señorita Judson nos leía La casa de la pradera. ¿Crees que una clase llena de irlandeses e italianos de Brooklyn, con apenas ocho años, tenían la más remota idea de lo que les estaban contando?
Deberías haberlo visto. —Se echó a reír—. Digamos que la señorita tenía ciertas dificultades para mantener el orden. El caso es que la gente no va y se queda con un pedazo de terreno salvaje a menos que esté chiflada. Pero ocurrió que los promotores consiguieron que el gobierno les pagara el terreno urbanizado y que los bancos les pagaran las urbanizaciones. Luego se lo vendieron a los granjeros, que de ese modo compraron un lugar donde instalarse cómodamente. Gordon está loco si espera que la ciudad vaya a él.
Ha de construir algo para la ciudad y que así le entren a esta ganas de ir.
—Estamos como mínimo a diez kilómetros de las afueras de Portsmouth.
No hay prácticamente ninguna urbanización por esta zona. Solo algunas empresas de camiones y cosas así.
—¿Cuántos años tienes?
Me puse a la defensiva.
—Cuarenta —contesté.
—A ver si adivinas esto: ¿qué hubo más importante que la crisis de los misiles cubanos?
—¿El asesinato de Kennedy?
—Los Beatles.
—Yo estaba cuando los Beatles.
—El día en que los Beatles llegaron a Estados Unidos me salté el colegio con algunos compañeros y nos fuimos en tren hasta las afueras. Nos bajamos en la parada equivocada y estuvimos dando vueltas, buscando a los Beatles. No te creerías la cantidad de chavales que había. Era como… No sé, parecía como el agua que se encharca tras una tormenta, agua profunda, agua de todo el barrio, agua suficiente para arrastrarte por el sumidero hasta el río. El caso es que siguiendo aquella corriente de chavales conseguimos llegar hasta donde estaban los Beatles. Nunca llegamos a verlos, pero vimos a muchísimos chicos. Nunca lo olvidaré.
—¿Olvidar qué?
Habíamos dejado atrás la zona de industria ligera y estábamos cruzando una parte de Portsmouth vieja y ruinosa.
—A todos aquellos chavales que compraban discos, compraban hamburguesas, compraban vaqueros. ¡Mmm! ¡Clientes! Mira, en las últimas elecciones todos suspiramos de alivio. Por fin se habían acabado los años sesenta, la revolución había acabado y a todos esos chicos les había ocurrido algo malo, ellos o, mejor dicho, nosotros recibimos nuestro merecido.
Desaparecimos, crecimos o algo así. Los años de Cárter nos enseñaron la tan esperada lección.
Yo había escuchado algo parecido de boca de mis padres, aunque no se estuvieran dirigiendo a mí —yo era básicamente un buen chico con un historial de empleos estables que se consideraba más el ofendido que el ofensor—; de todas maneras, la fecha en que el debido sentido de la responsabilidad empezó a imponerse entre la juventud había tardado en llegar.
Asentí y dije:
—Sí, la de que la vida es dura y el éxito no se consigue fácilmente.
—Esa es la lección. —Rio—. Sin embargo, alguna gente sí que lo consigue fácilmente. Sí. Y ahí está la clave. Más gente significa recursos más escasos; recursos escasos significa inflación, e inflación significa propiedades, y los capitales que rinden intereses adquieren más valor, y el trabajo se desvaloriza. Es tan simple como eso. Gordon es un tipo interesante. Vive acorde con unos principios sencillos: «Compra si puedes, regatea lo que
puedas, diviértete, no te procures enemigos». Tiene mucha personalidad, y eso le permite gastar por aquí y gastar por allá y extenderse en general por el paisaje; pero, por otra parte, no sabe realmente lo que posee. ¿Qué es lo que le ha ido mal con su otro hijo?, ¿cómo se llama?
—¿Con Norton?
—Eso.
—Es un exaltado. Su problema consiste en que se deja llevar por su lado malo antes de acordarse de que fastidiar a la gente no le hace ningún bien.
Siempre ha querido ser rico, pero quiere hacer todavía un poco más de daño.
—Eso no está bien.
—Mira —le dije—, Gordon es un hombre cálido y generoso, me ha ayudado y hemos trabajado juntos todos los días de mi vida adulta; pero preferiría que le metieran el dedo en el ojo antes de salir perdedor en un negocio. Y Norton es igual. Simplemente no sabe dónde acaba un negocio y dónde empieza la vida. Siempre cree que lo están timando, y Gordon no ha dejado que pensara de otra manera. En una ocasión vi cómo Gordon ganaba a Norton sesenta y dos veces seguidas al gin, y cada vez se lo restregaba un poquito. Creo que el torneo duró unas tres semanas. Norton no ganó ni una partida.
Aparcamos delante del viejo edificio del Acorn State Bank. Me di cuenta de que Marcus apreciaba su majestuosidad, aunque, de hecho, el edificio resultaba más recargado que grande. Atisbamos por las ventanas de cristal tallado de la puerta principal y vimos fugazmente el vestíbulo triangular con las ventanillas de los cajeros alineadas a lo largo de la base del triángulo.
Saqué la llave y abrí la cerradura.
—No creo que haya estado alguien aquí en tres años o más. Acorn se trasladó en el setenta y dos. Luego se instalaron los del Portsmouth Country Credit Union; pero cuando el precio del gasoil empezó a subir también, se fueron. ¡Mira estas ventanas!
El vestíbulo, donde había estado tantas veces con mi madre cuando acudíamos en tranvía para depositar los recibos de la semana, me traía fuertes recuerdos de la época en que no era más que un escolar sin otra cosa que hacer que rezar mis oraciones, obedecer a mis padres y amar a Dios.
Marcus se metió por detrás de la hilera de cajeros y se paseó con una sonrisa en el rostro. Se columpió sobre los talones y contempló los techos. Yo también. Había una escena pintada y medio descolorida: unos hombres en un bote y una línea de árboles apenas visibles en el fondo.
—Me juego algo a que se trata de Washington cruzando el Delaware —comentó Marcus.
—Seguro. Tiene el aire de esas obras de después del Crac del veintinueve, ¿no te parece?
Asintió y cruzó el umbral de la sala de la cámara acorazada. La gran puerta había sido retirada, así como las cajas fuertes de los depósitos y todo lo demás que la estancia hubiera podido contener.
—Este era nuestro banco —comenté—. Veníamos todos los lunes por la mañana con el tranvía. Mi madre entregaba el dinero y la libreta de ahorros, y el mismo cajero se lo sellaba y anotaba algo con una pluma. En esa época, la gente se mantenía cerca de su dinero.
—Suena a vida ordenada.
—«Orden» es el segundo nombre de mi padre.
—Me gustaría conocer alguna vez a tus padres. —Sonaba sincero, aunque también como si lo dijera de pasada.
—¿En serio? Nadie me lo dice. Mis padres son bien conocidos por expresar sus tajantes ideas religiosas sin que nadie se lo haya pedido, aunque siempre de forma muy amable

lunes, 15 de enero de 2024

Algunos poemas de GAME OVER (Itziar Mínguez Arnáiz)

 

Hace ya años disfruté mucho PLAYSTATION, el poemario en que Cristina Peri Rossi usaba la analogía de los vidoejuegos como símbolo de la vida moderna. En este caso, Itziar Mínguez Arnáiz, una de las poetas que más sabe brillar en las distancias cortas, establece un paralelismo entre los niveles que hay que ir superando en las diferentes etapas de la partida (infancia, adolescencia, juventud, madurez...). 

INSERT COIN
Ya estás aquí
bien sujeta por los tobillos
boca abajo
y llorando

el juego acaba de empezar
pero no eres tú
quien introduce la moneda.

ÁLBUM
Esas fotos reflejan
instantes que no recuerdas
haber vivido

no hay nada el mundo
que te inquiete más que esa certeza

saber que ya eras tú
cuando no sabías nada de ti

PLAYERS (1 OR 2)
Casi todo lo que importa
en esta vida
debes aprenderlo
en la más absoluta soledad

el segundo jugador
tiene otra misión

poner la zancadilla
cuando lo tienes fácil

y ofrecer el hombre
en los momentos difíciles

PARAÍSOS
El paraíso de la infancia
es un paraíso fiscal

un lugar donde los recuerdos
tienen trato de favor
para evadir el pago
de un impuesto
al que no quieres
hacer frente

PLAYER 1
Muchas veces te ves sola
sin poder controlar el mando
intentando matar marcianitos
que aparecen por todas las esquienas

no te atreves a jugar
contra un segundo contricante
por miedo a perder

y al final
pierdes de todas formas
contra ti misma

2PLAYERS
Haces una lista de toda esa gente
que ha estado en tu vida
y creíais imprescindible

la mayoría ya no está

te preguntas
en cuántas listas
estará también anotado
tu nombre

MIEDO
Nada
puede
competir
con
esa
primera
vez
que 
un escalofrío
recorre
tu
cuerpo
y
no 
puedes 
gritar
mamá

PLAY
Comienza la partida

toda la vida
por delante

ningún recuerdo
por detrás

RECREO
Tienes veinte minutos para
comer el dónut
hacer amigos
jugar al escondite
y labrarte una reputación
que puedas mantener
el resto de tu vida

DIECIOCHO
Cuando seas mayor de edad
se irá para siempre
esa niña que reaparece
en el momemto menos esperado
la misma que de adulta
buscarás por todos los rincones de la casa
sin encontrarla jamás

TARJETA SIM
Borras 
de tu agenda
los números que nunca marcaste
los que guardaste por compromiso
los que dejaron de existir
los que deseas olvidar
los que te sabes de memoria

los pocos que quedan
son aquello
por lo que valió la pena.

sábado, 13 de enero de 2024

Algunos poemas de JULIETA VALERO


Barcelona
Barcelona está bien en los cielos.
Allá arriba duerme lo negado,
lo que el reo de tus ojos
ya se encarga de desear.
Y parten sus aves en busca de ventura.
Sí. Barcelona y el mar deben seguir
percheando tu deseo.

Deja a Barcelona al noreste de la ansiedad.


Conocerla sería apagar sus incendios,
sufragar su miseria, violarte el espejismo;
un rumor de mercado enhebrando tus plumas.
Conocerla sería conocerla
para luego entender que la has perdido,
y que ya no sabrías perderte en su olor imaginario.

Barcelona triunfa colgada de tu afán.


Porque triunfa en los techos y no existe,
no deben caer las torres sagradas,
no debe ensuciarse el azar de su lodo,
que no pierdan esos labios sus mestizas vocales,
su besable extranjería.
Porque son como caderas, no se tocan.


Pues no tienes dios y del arte vas dudando,
protege la fe en las postales de tu frente.

Barcelona ignota. Barcelona a salvo.
Barcelona al noreste del deseo.


El dolor, ejercicio de cálculo

El principio de los tiempos, ahora
mismo, todos los seres

-millones de auroras
de caminos, de germinaciones, interminable
ristra de ojos, haz que no cesa-

que han pasado por el mundo

-augurios, coronas, el semen, palabras suspensas, lo perecedero-

todos aquellos que ruedan

-piel que no olvida ningún tono, lenguas inauditas,
conjuntos que el sol deshizo-

en este instante por el mundo

-el frío, el hambre, la pena, la perversión del hombre, poema infinito-

¿cuál, de entre ellos?

-ahogados, quemados, la tortura,
el abandono, ¿resuena en un tórax, la cuerda del dolor
lo mismo en Chicago que en Sodoma?
Campamentos, nieve, tiempos remotos o la próxima esquina
leyes y materia para un día
de imposible reconstrucción-

¡cuál, de entre todos ellos!

-y la insistencia, aquello que se encarniza o
simplemente se enamora, el dolor
tomando un cuerpo por posada-

fue y no lo supo, el perfume del Caos

-inquisidores, césares, soldados convencidos,
apóstoles, un sencillo homicida,
un cocinero de pavor y epifanía en sangre-

la moza abierta para el Caos

-un niño, luego un hombre, luego un niño,
el dolor no precisa anchas camas-

la cruz del Caos fue, o el foro del espanto

-en Persia, en Tebas, Bombay o Girona
sobre dos piernas y en torno a un vientre
ambicioso de pan y regalos blanquecinos-

el Elegido de Dios

-al alba, junto a un mar; noche-noche o luz absoluta-

de un Dios entonces más pequeño que un discurso

-hay tantos credos como vidas guarda una ola-

más concreto y deficiente que cualquiera de los Hombres.


No hay ley, máquina o cejas que dibujen el rostro
del que más ha sufrido, pero ha estado aquí
y todos los Hombres le tienen por rival,
y todos los Hombres soportan su rostro, un rato.





Galicia-agosto-otra mujer:


En estos días de verano
una mujer discontinua, pariente de olas y sórdidos menajes.
En este verano plagado de días para los que no tengo alimento
una mujer arrasada y sinembargo.


Y me mira, me mira enseñando el sistema nervioso,
a mí, sólo a mí, que me pongo hermosa de privilegio;
se abre la camisa y tiene dos llagas para mí,
que me revelo deseable como un desarraigo
e ingreso en la vida azarosa de los espías.

Una mujer arrasada y aún es tiempo.

Y en mí conoce al fin puente y calidez.


«Trabaja con las manos» -alguien dice-.
«Se le cayó el alma en un descuido y
la saca los domingos de paseo»
-susurran sus órganos, todos con fiebre-.
Y yo sé más de lo que debiera
escuchando su cuerpo de último esfuerzo por todo;
su cuerpo brotado a destiempo en un bosque
de árboles esbeltos como niñas
(«todas eran más guapas» -admitía su madre-).

Hoy son muchos los hombres y mujeres que corren a escuchar
lo que canta su desnudo.

¡Oh tierra que pace once meses bajo el agua!
¡Oh cuerpo hermano al borde del abismo!
Dadme plaza en este mes que a todos los ojos convoca.

La casa que habitamos apenas ha notado un susurro.
Los árboles de ahí fuera nos distan con jurásica piedad.


Se irán las diminutas clavículas de mi perro, que sostienen su tanto,
te llorarán los pechos con pena cada día más blanda.
Y me muero, me estoy muriendo en el sol,
me estoy muriendo de una pequeña dimensión
porque toco la vida y es tan frágil que me enferma.
Me muero de pena por todo lo innombrado
esa mujer y su puente hacia mi rostro.


Una fina corriente arrastra pronto el luto.
Soy desleal tal cual tomo aliento.

Viene mi amante, entran los días; yo diré si me tocan.
Bajo al comedor y ya te estás diluyendo, no nos hemos sucedido.
Silencio. Nuevos visitantes.

QUE CONCIERNE

Como si yo pudiera penetrar con la punta de algo que de verdad me duele,
atañe, así ponte tú en el sitio enfurecido de otro,
su abismo dulzón, su falta de plata, perdón, papeles.

Llevamos siglos considerando si un bebé, tú y yo
y contra todo pronóstico pactar con el futuro, tener peso, partir las últimas.
Calificaciones primaverales.

¿Aceptaríamos desbiografiarnos con ese peine duro?
Todo el encofrado de estos años preludio antes de ella, de él…

Mientras, por las calles y en los pasillos de la casa
políticos mostrencos entran y salen de nuestros días, distorsionan
la temperatura. No levantan la voz.
Nos obligan a congelar los restos de la confianza.

Bajo las señales de antiaéreos, su terror publicitado,
su graznido de ciudad costera sin mar, los amantes corren
a refugiarse en la casa, ponen el árbol de diciembre,
se conmueven en su tresillo con los males de la inmigración. Se quedan
muy a salvo, sin paradoja, sin analogía, sin lectores.

Los niños vienen de aquí; no de la ilusión del crecimiento
infinito; nunca del desprecio por el público sector.

***

ANUNCIACIÓN

Cuando nos hayamos diluido, y el último rastro de humedad y de afecto sobre nuestros retratos

cuando entonces

cuando esto

cuando los objetos no tengan a nadie que los reconozca o tú y yo seamos un libro y una caja china que ha inventado el silencio

el silencio como perfección del más doloroso de los gritos

cuando el olvido siga constituyendo al mundo como es su deber, su compost, su premura

seguirás de pie en nuestra cocina, escuchando a las cebollas, la frente perlada de generosidad y de viajes al centro de la Tierra. La mujer que le lee sus derechos a la belleza. Nuestro hijo ahí.

***

IN VITRO

Difícil de creer pero el cielo estará ahí las próximas tres horas y entre sí se multiplican las mujeres.

Para ser localizables: el júbilo de los laboratorios ronda las siete mil elipsis en 2013. Yoesotro resulta ser el propio cuerpo, ora tan sano que ni lo veías, ora y labora hoy bajo expectativas de naipe. Y después toca esperar.

No hay red social como Natura firmamentando la Internacional de los pocos, de los raros, en cuya mesa ikea de patronatos se hacen pequeños los bragueros y de todo dos cachorros que nadie desea regañar.

***

TRAER UN HIJO

al mundo pero ¿de qué estamos ha-

blando? gerundio lengua ¿traerlo en un cesto en la tripa en el bolso? ¿yo la tengo la llevo en su melocotón desarrollo en su respuesta solar sucesivísima en sus noches interruptas en su asomada de diente décimas habla y tú te la llevas cuando quieres por ahí / tus funcionarios bostezan? qué clase de acuerdo qué fe qué tahúr espíritu apetito sostendrá por sus lábiles pinzas la palabra calma… hay tatuajes sin tinta fondo de ojo gesto de pulmón como el sí que sí quiero de las abajo contratantes tapete verde a la belleza de mi envite mi all in nuestra siempre amenazada vida responde como la mujer el hombre que verla existir eso exigimos rogamos en las noches con bisagra celeste cumplimiento estratificación de células y dicha.

"Échale a él la culpa" (poemazo de Vicente Gallego)


 

Échale a él la culpa

  A José María Álvarez y Carmen Marí

Hoy te has ido de fiesta con amigas,
y sin que tú lo sepas me regalas
un tiempo de estar solo que ya empieza
a ser raro en mi vida, un tiempo útil
para intentar pensar en ti como si fueras
lo que siempre debiste seguir siendo
cuando pensaba en ti: aquella persona,
en todo semejante a cualquier otra,
que una noche lejana tuvo el gesto
generoso y extraño de entregarme su amor.
Pero el amor nos cambia, nos convierte en espías
ridículos del otro, en implacables jueces
que condenan sin pruebas y comparten
sus estúpidas penas con el reo.
El amor nos confunde y trata ahora
de que vea en tu fiesta una traición.

Por huir de esa trampa me amenazo
con los nombres que cuadran al que cae en su vacío:
egoísta, ridículo, inseguro, celoso...
Y como un ejercicio de humildad pienso en ti
divirtiéndote sola: te imagino bailando
y mirando a otros hombres;
al calor del alcohol
confiesas a una amiga algunas cosas
que te irritan de mi sin que yo lo sospeche,
y por unos instantes saboreas
una vida distinta que esta noche te tienta
porque eres humana, aunque no me haga gracia.

Ahora caigo en la cuenta de que dudas
como yo dudo a veces, y que también te aburres,
y que incluso algún día habrás soñado
follar como una loca con el tipo que anuncia
la colonia de moda.
Para calmarme un poco
tras la última idea, yo me digo
que el amor es un juego donde cuentan
mucho más los faroles que las cartas,
y procuro ponerme razonable,
pensar que es más hermoso que me quieras
porque existen las fiestas, y las dudas,
y los cuerpos de anuncio de colonia.

Lo que quiero que sepas es que entiendo
mejor de lo que piensas ciertas cosas,
que soy tu semejante, que he pensado besarte
cuando llegues a casa; y que es el amor
-ese tipo grotesco y marrullero-
el que va a hacerte daño con palabras
absurdas de reproche cuando vuelvas,
porque ya estás tardando, mala puta.

Vicente Gallego
La plata de los días.
Visor, 2005

LA EDAD DEL DESCONSUELO (Jane Smiley)

 
(...) Decidí plantarle cara a Dana. Me sentía con respecto a ella igual que se sentía ella con respecto a la Facultad de Odontología. Me daba igual que me mandara a tomar viento, yo estaba decidido a darle un susto de muerte. Le quité la cesta a mi bicicleta para que se pudiera sentar en el manillar, luego bajamos por la calle más larga y empinada de la ciudad, a media noche. Y así una y otra vez; en una ocasión hasta ocho noches seguidas. Suponía que el resultado más probable, la muerte, me saldría más a cuenta que destrozarme las manos. Además, era como enamorarme de Dana. No podía evitarlo y me daba miedo que ella sí pudiera.
Después nos íbamos a su casa y hacíamos el amor hasta que vaciábamos toda la adrenalina de nuestros cuerpos. A veces llevaba bastante tiempo. Pero nos levantábamos a las seis, tan frescos y lozanos, Dana se mentalizaba para el desafío diario de aplastar la Facultad de Odontología entre sus puños como una lata de cerveza, y yo para el desafío diario que suponía Dana. Ahora tenemos tres hijas. Las metemos en el coche y les ponemos el cinturón no sin antes darle un tirón para asegurarnos de que funcione bien. Uno de nosotros lleva a las dos mayores al colegio todos los días, aunque el colegio está solo a un par de manzanas. La mayor, Lizzie, se quedaría boquiabierta si supiera que Dana y yo no siempre hemos sido tan precavidos a la hora de evitar posibles accidentes. (...)

Si fuera ella quien estuviera escribiendo esto, diría que yo era un estudiante de posgrado anormalmente alocado, sin interés por la odontología, y que ella me hizo la cruz desde el primer día de clase, cuando llegué tarde, con el casco de la bici bajo el brazo, y me senté justo enfrente del profesor con los pies fuera, en el pasillo, y solté un eructo en el silencio de una pausa, lo bastante alto como para que se escuchara tres filas más atrás. Pero ese era el único asiento libre, yo estaba demasiado agitado como para contener el torbellino digestivo, y siempre sacaba los pies por el pasillo porque no me cabían las piernas en el pupitre. Ella era la que quería que yo le diera un poco de variedad y color a su vida, eso habría dicho. Cuando le digo que lo único que he querido siempre es reflexionar sobre mi trabajo, ella no me cree.
Dana diría que le encanta la rutina. Después de todo, así es como consiguió licenciarse en Bioquímica y Odontología, con una férrea rutina que incluía horas de estudio, pero también nutritivas comidas, mucho sexo y alguna que otra locurilla conmigo. Su visión de la rutina es mucho más amplia que la de la mayoría de la gente. Podría decirse que tiene el don de saber añadir los ingredientes exactos. Aunque últimamente, cuando está en el baño cepillándose los dientes, por la noche, le da por decir: «¡Ahí va!», o
igual se levanta el sábado por la mañana y suelta: «¡Pum, otro más!». Se refiere al paso de los días, de las semanas. Un año ya no es nada. El otoño pasado le compramos a Lizzie unas botas de nieve inaceptablemente gruesas según el rígido criterio estético de la pequeña. Sin mediar pausa alguna, Dana
contrarrestó las quejas de Lizzie con la promesa de que tendría un par nuevo el próximo año; dentro de nada, parecía estar diciendo.
Antes no era así. Antes el tiempo se estiraba y se plegaba. Los minutos se inflaban como globos, y los dos primeros meses después de conocernos parecen en retrospectiva igual de largos que el tiempo transcurrido desde entonces hasta ahora. Un día era como un saco de tela. Siempre cabía algo más, siempre se podía hacer hueco para algo más. La rutina tiene la culpa, ¿no? Algo tiene que tenerla. Otra cosa que tiene la rutina es que te permite tener una vida mental más independiente, separada en cierto modo de la actividad que te traes entre manos. Incluso cuando estaba sacándole todos los dientes al tipo que ha venido hoy, no estaba prestando mucha atención. Sus miserias eran interesantes como anécdota, pero no dejaban de ser suyas. Para mí no eran más que veinticuatro piezas más en una fila de cientos y cientos de dientes que se pierde atrás en el tiempo. Tengo un amigo que se llama Henry y que es cirujano dental en el Hospital Universitario. Aún hoy se emociona cuando encuentra una muela del juicio debajo del globo ocular, lugar al que migran en ocasiones. Puede pasarse horas hablando de sus pacientes. Vienen de todos los rincones del estado, con todo tipo de desfiguraciones faciales, no hay dos iguales, dice Henry. ¿Pero dónde está el origen de este entusiasmo?
¿En él o en los pacientes? Dentro de diez años lo mismo se harta de accidentes de tráfico y se muda a Nueva York para ver cómo son las deformaciones por heridas de bala. Tal vez Dana tendría que haberse
especializado en cirugía dental. No conozco a ninguna mujer que trabaje en ese campo.
Sueno como si nunca perdiéramos de vista el hecho de que somos dentistas, como si cada vez que alguien sonriera, no pudiéramos evitar clasificar su dentadura, incluirla en la «gama de grises» o en la «gama de amarillos». Pero también somos padres, claro que sí. Y estas son mis tres hijas: Lizzie, Stephanie y Leah. Tienen siete, cinco y dos años, respectivamente. Para Lizzie y Stephanie lo más importante del mundo es la vida social en el patio del colegio. Para Leah, lo más importante soy yo.
Lizzie y Stephanie son encantadoras, y no lo digo solo porque sean hijas mías.
Lizzie tiene una elegancia y una espontaneidad innatas, una gran frente abovedada y una buena dosis de desprecio hacia todo lo que no entre dentro de sus gustos, por ejemplo, las camisas de cuello alto o los pijamas enteros con pies. Es más de blusas y camisones. El decoro es importante para ella, pero choca con su sentido del humor, siempre a flor de piel. Sabe que utilizo su sentido del humor para salirme con la mía; me gustaría dejar de engañarla para que haga cosas que no quiere, pero me cuesta. Es que siempre me funciona.
Stephanie es el niño de la casa. Alta, fuerte, sin interés por las emociones familiares. Prefiere estar al margen. A veces, en público, actúa como si no nos conociera. Para ella, el parvulario es como ir a la universidad: la excusa perfecta para salir de casa y estar fuera del control parental, sola en la inmensidad del mundo. Creo que tiene una fe irracional en que no siempre será dos años menor que Lizzie.
En los medios no dejan de hablar sobre cómo han cambiado las cosas desde los años cincuenta y sesenta, pero yo creo que es porque en realidad no han cambiado nada, salvo ciertos detalles. Lizzie y Stephanie viven en un barrio de casas antiguas, igual que yo, y van al mismo colegio de ladrillos.
Cuando llegan a casa, se ponen a ver los dibujitos de Superman y comen chocolatinas Hershey, igual que hacía yo. Se mecen en los columpios, juegan con la Barbie y hablan de «asesinar» a los chicos.
Tienen mucha confianza en sí mismas, e incluso poder, en lo que a chicos se refiere. Oyéndolas, parece que los niños vayan por el patio muertos de miedo. Dana les dice:
—No habléis tanto de ellos o les vais a coger manía cuando os hagáis mayores.
Es tentador pensar, a juzgar por sus historietas del cole, que los chicos son unos pobres imbéciles, unos maleducados, los peores en lectura, siempre hurgándose las narices y enseñando el elástico de los calzoncillos. Es tentador pasar por alto que yo, en su día, también fui un chico.
No es que vayan a preguntarme por eso. El pasado desconocido sobre el que quieren saberlo todo es el suyo propio: cómo eran de bebés, cuándo empezaron a gatear, el recuerdo nebuloso de hace cinco, tres años, del año pasado incluso. Cuando Dana saca una chaqueta para Leah que antes había sido de Lizzie, esta la mira con asombro y fruición: ¿cómo puede existir todavía, cuando la niña de tres años que la llevaba ha desaparecido sin dejar rastro?
Para Leah, el pasado nebuloso sigue siendo el presente, y por mucho que en el futuro profundice sobre lo que ahora mismo es su día a día, nada saldrá a la superficie, como su amiga Tessa, de la guardería, cuyo reclamo principal para Leah es que se recoge el pelo en una pequeña coleta a la altura de la
coronilla. Tal vez si nos mudáramos ahora, eso le proporcionaría un recuerdo de esta casa, la sensación fantasmal de líneas y luces podría aparecérsele en algún estado futuro de semiinconsciencia. Me gustaría que el estado anímico de Leah fuera más accesible, también para ella misma, porque nos está volviendo locos.
Dana estaba encantada con Leah, la tercera, porque era regordeta y tierna y al décimo día ya dormía del tirón. No hay logro más ansiado para los padres que sus hijos duerman ocho horas seguidas de noche. Leah dormía diez, y más tarde, con tres meses, hasta catorce horas cada noche, y encima se despertaba con una sonrisa en la boca. Ni siquiera gateó hasta los diez meses y podíamos dejarla tranquilamente en cualquier sitio mientras que otros bebés que tenían el mismo tiempo que ella ya empezaban a morder cables y a caerse por las escaleras. Con un año dijo su primera palabra, «canción», para pedirle a Dana que le cantara. Por aquel entonces, las otras dos ya se tapaban los oídos y decían «¡Dios mío!» cada vez que su madre entonaba una melodía, por lo que Dana pensó que esa sería su última oportunidad de hacer realidad su fantasía de madre cantante. A todo el mundo, sobre todo a mí, le encantaba la espontaneidad con que Leah te abrazaba y decía «te quiero» en el momento menos pensado. Era como si comprendiera de forma instintiva nuestros deseos más profundos como padres y necesitara satisfacerlos. (...)

Pero había tres elementos más. Me he dado cuenta de que las personas reflexivas como yo obtenemos cierto placer cuando soltamos un hilo y cogemos otro, como si las cosas no ocurrieran simultáneamente. Uno de esos elementos era que el coro de Dana estaba ensayando cuatro días a la semana debido a su posible participación en la ópera Nabucco, que se iba a representar una única noche en nuestra ciudad de la mano de una compañía muy buena y muy cosmopolita que estaba de gira. El director del coro de
Dana era amigo del director musical de la compañía, se conocían de la universidad. El texto del estribillo decía no sé qué de los hebreos llorando junto a las aguas de Babilonia. Dana lo cantaba todos los días, pero en italiano, que no suena tan deprimente.
El segundo elemento era nuestra casa de verano, que habíamos comprado el otoño pasado en un arrebato de entusiasmo por los colores otoñales. Está en las montañas, no muy lejos de donde vivimos. Además de la casa, compramos un pozo, un montón de yeso, pintura de exteriores, un cortacésped industrial,
un juego de gatos hidráulicos y un libro sobre flores silvestres. Solo en las inmediaciones de la casa hemos identificado cuarenta y dos especies diferentes de flores silvestres.
El tercer elemento era que Dana se había enamorado de uno de sus compañeros del coro, o tal vez del director musical. Ella no sabe que yo estaba al tanto de este elemento.
No hace mucho llegó —y pasó— la noche de la única función de Nabucco. Leah se quedó en casa, gritando, con la niñera. Lizzie y Stephanie vinieron con nosotros. Casi todo el tiempo estuve prestando atención a la música, y la parte en la que Dana cantaba sobre los hebreos sentados junto a las aguas de Babilonia fue muy bonita, mucho. Cerré los ojos y pensé que ciertas notas no tendrían que haber terminado, que deberían ser sonidos eternos del universo. Lizzie se sentó en el asiento delantero y se quedó dormida de camino a casa. Stephanie se apoyó sobre Dana en el asiento de atrás y también se quedó dormida.
En mitad de estas respiraciones soñolientas, aún ataviada con el traje del Antiguo Testamento y con el pelo recogido, Dana dijo:
—Nunca más volveré a ser feliz.
Observé su rostro en el espejo retrovisor. Dana estaba mirando por la ventana, y lo había dicho en serio. Quizá ni siquiera se había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta. Dejé que la luz de los faros me guiara y no dije ni mu. Me pareció que no tenía nada que decir.

Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor cuidados y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que a nuestro pesar hemos dejado de pensar en ello. No es solo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos, que nuestros padres mueren sintiendo que sus vidas no han valido la pena. No es solo eso, a estas alturas tenemos muchos amigos y conocidos que han muerto; todos, en cualquier caso, tendremos que enfrentarnos a ello, antes o después. Es más bien que las barreras entre nuestras propias circunstancias y las del resto del mundo se han derrumbado a pesar de todo, a pesar de toda la educación recibida. Dios mío, si existes, deja que ese cáliz pase de largo. Pero cuando tienes treinta y tres años, o treinta y cinco, el cáliz llega a tus manos y no puedes desentenderte de él, es el mismo cáliz de dolor del que beben todos los mortales. 
Dana lloró por la señora Hilton. Mis ojos se empañaron durante el telediario de la noche. Obviamente, sentíamos desconsuelo por nosotros mismos, pero si ellos sentían lo mismo que nosotros, cómo lo soportaban, nos preguntábamos. Sentíamos desconsuelo por ellos también. Tengo entendido que después se llega a la edad de la esperanza o, al menos, de la resignación. Pero sospecho que para eso tiene que pasar bastante tiempo

"Lejos" un poema de ORDEN DE ALEJAMIENTO (Jesús Beades)

 

LEJOS
quiero decirlo bien yo te he querido
te quise como un loco la cordura
no fue nunca invitada a nuestra mesa

nos quisimos muy fuerte como un niño
aprieta bien la flor entre sus dedos
y la destroza sin querer y llora

te quise y aún te quiero de otro modo
te quiero mucho pero ya muy lejos
lo más lejos que el mundo nos permita

Orden de alejamiento (Visor, 2023) | 
Jesús Beades
Accésit XXXII Premio de Poesía Gil de Biedma