(...) Decidí plantarle cara a Dana. Me sentía con respecto a ella igual que se sentía ella con respecto a la Facultad de Odontología. Me daba igual que me mandara a tomar viento, yo estaba decidido a darle un susto de muerte. Le quité la cesta a mi bicicleta para que se pudiera sentar en el manillar, luego bajamos por la calle más larga y empinada de la ciudad, a media noche. Y así una y otra vez; en una ocasión hasta ocho noches seguidas. Suponía que el resultado más probable, la muerte, me saldría más a cuenta que destrozarme las manos. Además, era como enamorarme de Dana. No podía evitarlo y me daba miedo que ella sí pudiera.
Después nos íbamos a su casa y hacíamos el amor hasta que vaciábamos toda la adrenalina de nuestros cuerpos. A veces llevaba bastante tiempo. Pero nos levantábamos a las seis, tan frescos y lozanos, Dana se mentalizaba para el desafío diario de aplastar la Facultad de Odontología entre sus puños como una lata de cerveza, y yo para el desafío diario que suponía Dana. Ahora tenemos tres hijas. Las metemos en el coche y les ponemos el cinturón no sin antes darle un tirón para asegurarnos de que funcione bien. Uno de nosotros lleva a las dos mayores al colegio todos los días, aunque el colegio está solo a un par de manzanas. La mayor, Lizzie, se quedaría boquiabierta si supiera que Dana y yo no siempre hemos sido tan precavidos a la hora de evitar posibles accidentes. (...)
Si fuera ella quien estuviera escribiendo esto, diría que yo era un estudiante de posgrado anormalmente alocado, sin interés por la odontología, y que ella me hizo la cruz desde el primer día de clase, cuando llegué tarde, con el casco de la bici bajo el brazo, y me senté justo enfrente del profesor con los pies fuera, en el pasillo, y solté un eructo en el silencio de una pausa, lo bastante alto como para que se escuchara tres filas más atrás. Pero ese era el único asiento libre, yo estaba demasiado agitado como para contener el torbellino digestivo, y siempre sacaba los pies por el pasillo porque no me cabían las piernas en el pupitre. Ella era la que quería que yo le diera un poco de variedad y color a su vida, eso habría dicho. Cuando le digo que lo único que he querido siempre es reflexionar sobre mi trabajo, ella no me cree.
Dana diría que le encanta la rutina. Después de todo, así es como consiguió licenciarse en Bioquímica y Odontología, con una férrea rutina que incluía horas de estudio, pero también nutritivas comidas, mucho sexo y alguna que otra locurilla conmigo. Su visión de la rutina es mucho más amplia que la de la mayoría de la gente. Podría decirse que tiene el don de saber añadir los ingredientes exactos. Aunque últimamente, cuando está en el baño cepillándose los dientes, por la noche, le da por decir: «¡Ahí va!», o
igual se levanta el sábado por la mañana y suelta: «¡Pum, otro más!». Se refiere al paso de los días, de las semanas. Un año ya no es nada. El otoño pasado le compramos a Lizzie unas botas de nieve inaceptablemente gruesas según el rígido criterio estético de la pequeña. Sin mediar pausa alguna, Dana
contrarrestó las quejas de Lizzie con la promesa de que tendría un par nuevo el próximo año; dentro de nada, parecía estar diciendo.
Antes no era así. Antes el tiempo se estiraba y se plegaba. Los minutos se inflaban como globos, y los dos primeros meses después de conocernos parecen en retrospectiva igual de largos que el tiempo transcurrido desde entonces hasta ahora. Un día era como un saco de tela. Siempre cabía algo más, siempre se podía hacer hueco para algo más. La rutina tiene la culpa, ¿no? Algo tiene que tenerla. Otra cosa que tiene la rutina es que te permite tener una vida mental más independiente, separada en cierto modo de la actividad que te traes entre manos. Incluso cuando estaba sacándole todos los dientes al tipo que ha venido hoy, no estaba prestando mucha atención. Sus miserias eran interesantes como anécdota, pero no dejaban de ser suyas. Para mí no eran más que veinticuatro piezas más en una fila de cientos y cientos de dientes que se pierde atrás en el tiempo. Tengo un amigo que se llama Henry y que es cirujano dental en el Hospital Universitario. Aún hoy se emociona cuando encuentra una muela del juicio debajo del globo ocular, lugar al que migran en ocasiones. Puede pasarse horas hablando de sus pacientes. Vienen de todos los rincones del estado, con todo tipo de desfiguraciones faciales, no hay dos iguales, dice Henry. ¿Pero dónde está el origen de este entusiasmo?
¿En él o en los pacientes? Dentro de diez años lo mismo se harta de accidentes de tráfico y se muda a Nueva York para ver cómo son las deformaciones por heridas de bala. Tal vez Dana tendría que haberse
especializado en cirugía dental. No conozco a ninguna mujer que trabaje en ese campo.
Sueno como si nunca perdiéramos de vista el hecho de que somos dentistas, como si cada vez que alguien sonriera, no pudiéramos evitar clasificar su dentadura, incluirla en la «gama de grises» o en la «gama de amarillos». Pero también somos padres, claro que sí. Y estas son mis tres hijas: Lizzie, Stephanie y Leah. Tienen siete, cinco y dos años, respectivamente. Para Lizzie y Stephanie lo más importante del mundo es la vida social en el patio del colegio. Para Leah, lo más importante soy yo.
Lizzie y Stephanie son encantadoras, y no lo digo solo porque sean hijas mías.
Lizzie tiene una elegancia y una espontaneidad innatas, una gran frente abovedada y una buena dosis de desprecio hacia todo lo que no entre dentro de sus gustos, por ejemplo, las camisas de cuello alto o los pijamas enteros con pies. Es más de blusas y camisones. El decoro es importante para ella, pero choca con su sentido del humor, siempre a flor de piel. Sabe que utilizo su sentido del humor para salirme con la mía; me gustaría dejar de engañarla para que haga cosas que no quiere, pero me cuesta. Es que siempre me funciona.
Stephanie es el niño de la casa. Alta, fuerte, sin interés por las emociones familiares. Prefiere estar al margen. A veces, en público, actúa como si no nos conociera. Para ella, el parvulario es como ir a la universidad: la excusa perfecta para salir de casa y estar fuera del control parental, sola en la inmensidad del mundo. Creo que tiene una fe irracional en que no siempre será dos años menor que Lizzie.
En los medios no dejan de hablar sobre cómo han cambiado las cosas desde los años cincuenta y sesenta, pero yo creo que es porque en realidad no han cambiado nada, salvo ciertos detalles. Lizzie y Stephanie viven en un barrio de casas antiguas, igual que yo, y van al mismo colegio de ladrillos.
Cuando llegan a casa, se ponen a ver los dibujitos de Superman y comen chocolatinas Hershey, igual que hacía yo. Se mecen en los columpios, juegan con la Barbie y hablan de «asesinar» a los chicos.
Tienen mucha confianza en sí mismas, e incluso poder, en lo que a chicos se refiere. Oyéndolas, parece que los niños vayan por el patio muertos de miedo. Dana les dice:
—No habléis tanto de ellos o les vais a coger manía cuando os hagáis mayores.
Es tentador pensar, a juzgar por sus historietas del cole, que los chicos son unos pobres imbéciles, unos maleducados, los peores en lectura, siempre hurgándose las narices y enseñando el elástico de los calzoncillos. Es tentador pasar por alto que yo, en su día, también fui un chico.
No es que vayan a preguntarme por eso. El pasado desconocido sobre el que quieren saberlo todo es el suyo propio: cómo eran de bebés, cuándo empezaron a gatear, el recuerdo nebuloso de hace cinco, tres años, del año pasado incluso. Cuando Dana saca una chaqueta para Leah que antes había sido de Lizzie, esta la mira con asombro y fruición: ¿cómo puede existir todavía, cuando la niña de tres años que la llevaba ha desaparecido sin dejar rastro?
Para Leah, el pasado nebuloso sigue siendo el presente, y por mucho que en el futuro profundice sobre lo que ahora mismo es su día a día, nada saldrá a la superficie, como su amiga Tessa, de la guardería, cuyo reclamo principal para Leah es que se recoge el pelo en una pequeña coleta a la altura de la
coronilla. Tal vez si nos mudáramos ahora, eso le proporcionaría un recuerdo de esta casa, la sensación fantasmal de líneas y luces podría aparecérsele en algún estado futuro de semiinconsciencia. Me gustaría que el estado anímico de Leah fuera más accesible, también para ella misma, porque nos está volviendo locos.
Dana estaba encantada con Leah, la tercera, porque era regordeta y tierna y al décimo día ya dormía del tirón. No hay logro más ansiado para los padres que sus hijos duerman ocho horas seguidas de noche. Leah dormía diez, y más tarde, con tres meses, hasta catorce horas cada noche, y encima se despertaba con una sonrisa en la boca. Ni siquiera gateó hasta los diez meses y podíamos dejarla tranquilamente en cualquier sitio mientras que otros bebés que tenían el mismo tiempo que ella ya empezaban a morder cables y a caerse por las escaleras. Con un año dijo su primera palabra, «canción», para pedirle a Dana que le cantara. Por aquel entonces, las otras dos ya se tapaban los oídos y decían «¡Dios mío!» cada vez que su madre entonaba una melodía, por lo que Dana pensó que esa sería su última oportunidad de hacer realidad su fantasía de madre cantante. A todo el mundo, sobre todo a mí, le encantaba la espontaneidad con que Leah te abrazaba y decía «te quiero» en el momento menos pensado. Era como si comprendiera de forma instintiva nuestros deseos más profundos como padres y necesitara satisfacerlos. (...)
Pero había tres elementos más. Me he dado cuenta de que las personas reflexivas como yo obtenemos cierto placer cuando soltamos un hilo y cogemos otro, como si las cosas no ocurrieran simultáneamente. Uno de esos elementos era que el coro de Dana estaba ensayando cuatro días a la semana debido a su posible participación en la ópera Nabucco, que se iba a representar una única noche en nuestra ciudad de la mano de una compañía muy buena y muy cosmopolita que estaba de gira. El director del coro de
Dana era amigo del director musical de la compañía, se conocían de la universidad. El texto del estribillo decía no sé qué de los hebreos llorando junto a las aguas de Babilonia. Dana lo cantaba todos los días, pero en italiano, que no suena tan deprimente.
El segundo elemento era nuestra casa de verano, que habíamos comprado el otoño pasado en un arrebato de entusiasmo por los colores otoñales. Está en las montañas, no muy lejos de donde vivimos. Además de la casa, compramos un pozo, un montón de yeso, pintura de exteriores, un cortacésped industrial,
un juego de gatos hidráulicos y un libro sobre flores silvestres. Solo en las inmediaciones de la casa hemos identificado cuarenta y dos especies diferentes de flores silvestres.
El tercer elemento era que Dana se había enamorado de uno de sus compañeros del coro, o tal vez del director musical. Ella no sabe que yo estaba al tanto de este elemento.
No hace mucho llegó —y pasó— la noche de la única función de Nabucco. Leah se quedó en casa, gritando, con la niñera. Lizzie y Stephanie vinieron con nosotros. Casi todo el tiempo estuve prestando atención a la música, y la parte en la que Dana cantaba sobre los hebreos sentados junto a las aguas de Babilonia fue muy bonita, mucho. Cerré los ojos y pensé que ciertas notas no tendrían que haber terminado, que deberían ser sonidos eternos del universo. Lizzie se sentó en el asiento delantero y se quedó dormida de camino a casa. Stephanie se apoyó sobre Dana en el asiento de atrás y también se quedó dormida.
En mitad de estas respiraciones soñolientas, aún ataviada con el traje del Antiguo Testamento y con el pelo recogido, Dana dijo:
—Nunca más volveré a ser feliz.
Observé su rostro en el espejo retrovisor. Dana estaba mirando por la ventana, y lo había dicho en serio. Quizá ni siquiera se había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta. Dejé que la luz de los faros me guiara y no dije ni mu. Me pareció que no tenía nada que decir.
Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor cuidados y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que a nuestro pesar hemos dejado de pensar en ello. No es solo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos, que nuestros padres mueren sintiendo que sus vidas no han valido la pena. No es solo eso, a estas alturas tenemos muchos amigos y conocidos que han muerto; todos, en cualquier caso, tendremos que enfrentarnos a ello, antes o después. Es más bien que las barreras entre nuestras propias circunstancias y las del resto del mundo se han derrumbado a pesar de todo, a pesar de toda la educación recibida. Dios mío, si existes, deja que ese cáliz pase de largo. Pero cuando tienes treinta y tres años, o treinta y cinco, el cáliz llega a tus manos y no puedes desentenderte de él, es el mismo cáliz de dolor del que beben todos los mortales.
Dana lloró por la señora Hilton. Mis ojos se empañaron durante el telediario de la noche. Obviamente, sentíamos desconsuelo por nosotros mismos, pero si ellos sentían lo mismo que nosotros, cómo lo soportaban, nos preguntábamos. Sentíamos desconsuelo por ellos también. Tengo entendido que después se llega a la edad de la esperanza o, al menos, de la resignación. Pero sospecho que para eso tiene que pasar bastante tiempo
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