jueves, 18 de enero de 2024

DE BUENA FE (Jane Smiley explica el neocapitalismo de los años 80)

 CAPITALISMO SMILEY

Descubrí a Jane Smiley en 2019 con LA EDAD DEL DESCONSUELO, y probablemente fue la novela (corta) que más me gustó en aquel año. Me sorprendió descubrir que nada de ese humor melancólico, antiépico y patético pero siempre agudo e hilarante podía rastrearse en la que posiblemente sea su obra más conocida HEREDERÁS LA TIERRA. En este caso se trata de un drama rural y brutal, que disfruté pero con el que conecté menos.
Este mismo año me ha dado por hacerme un "Ciclo Smiley", comenzando por LA MEJOR VOLUNTAD, continuando por UN AMOR CUALQUIERA, y su brillantez narrativa me ha llevado a la relectura de LA EDAD DEL DESCONSUELO y, finalmente, a tratar de culminar su bibliografía con DE BUENA FE. Me parece la más floja de las 5 con bastante diferencia, o tal vez es que no he sabido conectar tan bien con las desventuras de un promotor inmobiliario en la década de los 80 (aunque aparezca sagazmente tratado, el tema estrella de Smiley, la infidelidad femenina). Sin embargo, este fragmento me parece de una brillantez tal que no me queda más remedio que compartirlo junto con la recomendación de la lectura de la autora estadounidense, una de las más brillantes prosistas y, probablemente, la más inteligente a la hora de focalizar una historia:


Cruzamos Deacon y avanzamos a lo largo del río. Era una zona tranquila. La corriente discurría baja y silenciosa en la distancia. Las cimas de las colinas aparecían más oscuras allí donde los árboles se habían desprendido de sus hojas.
Crucé el río en Cookborough y giré hacia el sur en la interestatal. Conduje en silencio hasta que Marcus dijo:
—Ahí está. ¿Ves esa granja de allá? —Señaló a la derecha al pasar ante algunas vacas coloradas y de rostro blanco que pastaban al lado de la carretera.
—Esa granja es de Gordon —contesté—. Hace años que la tiene, pero la ciudad nunca ha llegado hasta aquí.
—Puede que no, pero llegará si haces algo para conseguir que venga. ¿Sabes cómo colonizaron el Oeste?
—¿El Oeste?
—Kansas, Nebraska, Dakota del Sur. Todos esos lugares donde nadie en su sano juicio se instalaría para vivir. Colorado.
—¿Cómo?
—Me juego algo a que crees que unos granjeros muy espabilados consiguieron tierras del gobierno a dos dólares y medio la hectárea y construyeron allí sus modestos hogares, tipo La casa de la pradera. ¿No has leído nunca La casa de la pradera?
—No.
—Bueno, cuando iba a tercero nos sentábamos todos los días media hora después de comer mientras la señorita Judson nos leía La casa de la pradera. ¿Crees que una clase llena de irlandeses e italianos de Brooklyn, con apenas ocho años, tenían la más remota idea de lo que les estaban contando?
Deberías haberlo visto. —Se echó a reír—. Digamos que la señorita tenía ciertas dificultades para mantener el orden. El caso es que la gente no va y se queda con un pedazo de terreno salvaje a menos que esté chiflada. Pero ocurrió que los promotores consiguieron que el gobierno les pagara el terreno urbanizado y que los bancos les pagaran las urbanizaciones. Luego se lo vendieron a los granjeros, que de ese modo compraron un lugar donde instalarse cómodamente. Gordon está loco si espera que la ciudad vaya a él.
Ha de construir algo para la ciudad y que así le entren a esta ganas de ir.
—Estamos como mínimo a diez kilómetros de las afueras de Portsmouth.
No hay prácticamente ninguna urbanización por esta zona. Solo algunas empresas de camiones y cosas así.
—¿Cuántos años tienes?
Me puse a la defensiva.
—Cuarenta —contesté.
—A ver si adivinas esto: ¿qué hubo más importante que la crisis de los misiles cubanos?
—¿El asesinato de Kennedy?
—Los Beatles.
—Yo estaba cuando los Beatles.
—El día en que los Beatles llegaron a Estados Unidos me salté el colegio con algunos compañeros y nos fuimos en tren hasta las afueras. Nos bajamos en la parada equivocada y estuvimos dando vueltas, buscando a los Beatles. No te creerías la cantidad de chavales que había. Era como… No sé, parecía como el agua que se encharca tras una tormenta, agua profunda, agua de todo el barrio, agua suficiente para arrastrarte por el sumidero hasta el río. El caso es que siguiendo aquella corriente de chavales conseguimos llegar hasta donde estaban los Beatles. Nunca llegamos a verlos, pero vimos a muchísimos chicos. Nunca lo olvidaré.
—¿Olvidar qué?
Habíamos dejado atrás la zona de industria ligera y estábamos cruzando una parte de Portsmouth vieja y ruinosa.
—A todos aquellos chavales que compraban discos, compraban hamburguesas, compraban vaqueros. ¡Mmm! ¡Clientes! Mira, en las últimas elecciones todos suspiramos de alivio. Por fin se habían acabado los años sesenta, la revolución había acabado y a todos esos chicos les había ocurrido algo malo, ellos o, mejor dicho, nosotros recibimos nuestro merecido.
Desaparecimos, crecimos o algo así. Los años de Cárter nos enseñaron la tan esperada lección.
Yo había escuchado algo parecido de boca de mis padres, aunque no se estuvieran dirigiendo a mí —yo era básicamente un buen chico con un historial de empleos estables que se consideraba más el ofendido que el ofensor—; de todas maneras, la fecha en que el debido sentido de la responsabilidad empezó a imponerse entre la juventud había tardado en llegar.
Asentí y dije:
—Sí, la de que la vida es dura y el éxito no se consigue fácilmente.
—Esa es la lección. —Rio—. Sin embargo, alguna gente sí que lo consigue fácilmente. Sí. Y ahí está la clave. Más gente significa recursos más escasos; recursos escasos significa inflación, e inflación significa propiedades, y los capitales que rinden intereses adquieren más valor, y el trabajo se desvaloriza. Es tan simple como eso. Gordon es un tipo interesante. Vive acorde con unos principios sencillos: «Compra si puedes, regatea lo que
puedas, diviértete, no te procures enemigos». Tiene mucha personalidad, y eso le permite gastar por aquí y gastar por allá y extenderse en general por el paisaje; pero, por otra parte, no sabe realmente lo que posee. ¿Qué es lo que le ha ido mal con su otro hijo?, ¿cómo se llama?
—¿Con Norton?
—Eso.
—Es un exaltado. Su problema consiste en que se deja llevar por su lado malo antes de acordarse de que fastidiar a la gente no le hace ningún bien.
Siempre ha querido ser rico, pero quiere hacer todavía un poco más de daño.
—Eso no está bien.
—Mira —le dije—, Gordon es un hombre cálido y generoso, me ha ayudado y hemos trabajado juntos todos los días de mi vida adulta; pero preferiría que le metieran el dedo en el ojo antes de salir perdedor en un negocio. Y Norton es igual. Simplemente no sabe dónde acaba un negocio y dónde empieza la vida. Siempre cree que lo están timando, y Gordon no ha dejado que pensara de otra manera. En una ocasión vi cómo Gordon ganaba a Norton sesenta y dos veces seguidas al gin, y cada vez se lo restregaba un poquito. Creo que el torneo duró unas tres semanas. Norton no ganó ni una partida.
Aparcamos delante del viejo edificio del Acorn State Bank. Me di cuenta de que Marcus apreciaba su majestuosidad, aunque, de hecho, el edificio resultaba más recargado que grande. Atisbamos por las ventanas de cristal tallado de la puerta principal y vimos fugazmente el vestíbulo triangular con las ventanillas de los cajeros alineadas a lo largo de la base del triángulo.
Saqué la llave y abrí la cerradura.
—No creo que haya estado alguien aquí en tres años o más. Acorn se trasladó en el setenta y dos. Luego se instalaron los del Portsmouth Country Credit Union; pero cuando el precio del gasoil empezó a subir también, se fueron. ¡Mira estas ventanas!
El vestíbulo, donde había estado tantas veces con mi madre cuando acudíamos en tranvía para depositar los recibos de la semana, me traía fuertes recuerdos de la época en que no era más que un escolar sin otra cosa que hacer que rezar mis oraciones, obedecer a mis padres y amar a Dios.
Marcus se metió por detrás de la hilera de cajeros y se paseó con una sonrisa en el rostro. Se columpió sobre los talones y contempló los techos. Yo también. Había una escena pintada y medio descolorida: unos hombres en un bote y una línea de árboles apenas visibles en el fondo.
—Me juego algo a que se trata de Washington cruzando el Delaware —comentó Marcus.
—Seguro. Tiene el aire de esas obras de después del Crac del veintinueve, ¿no te parece?
Asintió y cruzó el umbral de la sala de la cámara acorazada. La gran puerta había sido retirada, así como las cajas fuertes de los depósitos y todo lo demás que la estancia hubiera podido contener.
—Este era nuestro banco —comenté—. Veníamos todos los lunes por la mañana con el tranvía. Mi madre entregaba el dinero y la libreta de ahorros, y el mismo cajero se lo sellaba y anotaba algo con una pluma. En esa época, la gente se mantenía cerca de su dinero.
—Suena a vida ordenada.
—«Orden» es el segundo nombre de mi padre.
—Me gustaría conocer alguna vez a tus padres. —Sonaba sincero, aunque también como si lo dijera de pasada.
—¿En serio? Nadie me lo dice. Mis padres son bien conocidos por expresar sus tajantes ideas religiosas sin que nadie se lo haya pedido, aunque siempre de forma muy amable

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