martes, 2 de mayo de 2023

PASOLINI: EL ÚLTIMO PROFETA (Miguel Dalmau)


¿Pasolini profeta? En efecto. Conviene recordar aquí que el profeta no adivina el futuro: no es aquel arúspice romano que consultaba las vísceras humeantes de las bestias para anunciar luego oscuros presagios o acontecimientos felices, desde el altar del sacrificio. El profeta no es un adivino: es una voz que viene del pasado, un personaje que se instala en el presente y lo observa desde la tradición, antes de elaborar un discurso de advertencia para la comunidad. El profeta nos descubre algo que no hemos visto, se pronuncia con valentía y nos advierte de los peligros de nuestra ceguera. No otra cosa hizo Pasolini en la segunda mitad de su vida, señalar todo el desastre que entonces se anunciaba en el horizonte: la corrupción política, la pérdida de valores, el abandono del mundo rural, la destrucción del paisaje, el genocidio cultural sobre las sociedades y pueblos primitivos, el poder omnímodo y manipulador de los medios de comunicación, la mansedumbre de los intelectuales, la vulgaridad de la subcultura de masas, la homogeneización de la sociedad, la pérdida de libertades del individuo... Esta crónica de un desastre anunciado hace medio siglo es el mundo en el que vivimos ahora. (...)
En un breve texto autobiográfico publicado poco antes de su muerte, Gennariello, el poeta escribió sobre esa imagen auroral: La primera imagen de mi vida es una cortina blanca y transparente, que cuelga inmóvil ante una ventana que da a una calleja más bien triste y oscura. Esa cortina me angustia y me produce terror, pero no como algo amenazador y desagradable, sino como algo cósmico. En aquella cortina se reúne y toma cuerpo todo el espíritu de la casa donde nací. Era una casa burguesa. Teniendo en cuenta que Pasolini fue el gran fustigador de la burguesía de su tiempo, esa cortina está diciéndonos algo: los miedos y angustias de la infancia nos acompañan a lo largo del camino, nos modelan el carácter, impulsan secretamente nuestras acciones. ¿Qué significa esa cortina blanca? ¿Es el umbral trémulo que separa el mundo burgués del padre y la oscura vida de afuera? ¿Podemos explicar esta vida que ahora comienza como una gran peripecia humana destinada a saltar de un mundo a otro, de intentar comprender ambos y asumirlos como una unidad? El hecho cierto es que Pasolini rara vez se sintió a gusto a este lado de la habitación; por eso aprendió a acercarse a aquella cortina, a combatir el terror cósmico, a bajar a la calleja triste, tan triste como la miseria y tan oscura como el sexo. Y al final encontró allí la muerte. Fuera de casa. (...)
Siempre supone un riesgo confundir el sujeto poético con la peripecia personal del poeta; pero en el caso de Pasolini es fácil sucumbir a la tentación porque la práctica totalidad de su poesía es esencialmente autobiográfica. El hecho de que el «envoltorio» exhiba una frondosidad deslumbrante más propia del manierismo, no es óbice para reconocer a un hombre que está exponiendo en verso su doloroso enfrentamiento con la realidad. En este punto coinciden sus mayores estudiosos, quizá también él mismo cuando declara ante las cámaras que «mi vida son mis libros». Sabemos por experiencia que es una frase habitual entre escritores, un guiño narcisista destinado a recordar al lector que la vida no es tan importante como la obra y que solo deseamos ser recordados por ella. Pero en Pasolini hay un factor añadido: la sospecha de que su vida es tan importante como la obra, tal como demostrará su muerte, y que toda su obra es un modo de explicar su aventura vital a través del arte. Como ocurre con otros poetas homosexuales, además, Pasolini vierte en verso muchas de las experiencias o desvelos íntimos que no puede proclamar en el centro del ágora. Desde este ángulo sus poemas se erigen en una valiosa fuente de información. Ni el espíritu más reacio a esta teoría puede dudar de que un poema extraordinario como «Deseo», por ejemplo, es autobiográfico; porque si las emociones de tal poema —incluso algunas imágenes— coinciden con algún pasaje de su diario secreto —los Cuadernos Rojos— la duda se desvanece sola. Es la misma experiencia «contada» de dos maneras distintas, un recurso muy habitual en Pasolini. En el caso concreto de «Deseo», se nos brinda un autorretrato fiel de su drama privado en la época de Casarsa. Aquellos domingos de guerra en el Friuli, padeciendo un «amor monstruoso» que le movía incluso a gritar de dolor. (...)
Aunque la península itálica vio nacer el imperio más importante de la Historia, lo cierto es que Italia es un país bastante joven en el concierto europeo. En los tiempos de los ancestros de Pasolini, el territorio se desmenuzaba en docenas de reinos y principados, repúblicas y señoríos, siempre a merced de dominaciones extranjeras. A diferencia de otras naciones, los antecedentes de «las clases medias» no se erigieron en el centro de la cultura y el lenguaje de la sociedad. Sobre todo el lenguaje. Sin esa cohesión en Italia no había un idioma común. Cuando el italiano de a pie debía nombrar las cosas de su mundo —los pájaros, las flores, los árboles, los animales, los juegos o las faenas del campo— recurría al dialecto de la zona que le había visto nacer. No a otro. Del mismo modo que no había una capital oficial del país —de hecho Roma no lo fue hasta una fecha tan tardía como el 3 de febrero de 1871—, tampoco había una capital lingüística. No hubo un foco principal. Incluso tras la unificación, se mantuvo este grave problema porque las instituciones, los funcionarios, la policía o el ejército seguían utilizando el idioma de su zona concreta de influencia. La llegada del fascismo supuso un intento de unificación lingüística que aspiraba a la erradicación de las formas dialectales. Es entonces cuando Pasolini comienza a escribir en la lengua materna, defendiéndola con el ardor combativo de su personaje Meni Colùs. En este punto es importante recordar el hecho de que esa lengua sea la de la tierra de los Colussi, porque como sabemos Pasolini mantuvo un vínculo muy personal con la madre. (...)

 

A la muerte de un hijo se suma ahora la homosexualidad del otro, un estigma que en esa época suponía la muerte civil. Con todo, el mayor sufrimiento lo padece el poeta. Dice: «La tragedia de mi familia me tiene ocupado demasiadas horas al día y me priva de ser alegre y feliz, como de natural indudablemente sería». Lo interesante aquí es que Pasolini reconoce un rasgo suyo que se está desvaneciendo con las horas. En algún rincón de su ser, sabe que es un firme partidario de la felicidad, pero los hechos parecen empeñados en borrarle las viejas huellas del camino. ¿Qué se hizo del maestro alegre y provinciano, rodeado de pupilos, que elevaba su palabra clara como una bandada de gorriones?, ¿qué fue del compañero hedonista que bailaba en las fiestas populares? Ahora ha regresado a la vieja tradición adolescente de escribir de noche, en la más completa soledad. Busca refugio en las horas más inhumanas, cuando la luz de su cuarto es la única que permanece encendida en todo el pueblo, alumbrando tímidamente las calles desiertas, emitiendo un último latido antes de desvanecerse como una luciérnaga a la puerta de los campos dormidos. Lo que Pasolini va reflejando en su diario íntimo es el ansia de superar esa «terrible desgracia», como la llama él, que le supone «presenciar el dolor de los míos por la presunta condición antinatural de mi amor». (...)

el primer Pasolini romano no aspiraba a una carrera artística en la capital: solo quería sobrevivir allí en compañía de su madre. Como suele ocurrir en los inicios difíciles, la «mítica» sucede a la «épica». Solamente después saldrán las cuentas y podremos colocar a Pasolini en el árbol de un gran linaje. Será entonces cuando hablemos de él como un remoto heredero de aquellos pintores del Renacimiento que partieron de los valles del Po hacia Roma para conocer los secretos de la vida y del arte. En este aspecto la similitud con Caravaggio es evidente. Aunque ambos artistas ya habían revelado su talento, será en Roma donde ese talento adquiera formas geniales que surgen, precisamente, del choque con el sonido ensordecedor de la realidad. Algunos expertos, como Cesare Garboli, apuntan en esa dirección: «Se diría que Pasolini trabajaba entonces no en el espejo de Caravaggio, sino en el espejo del Caravaggio romano». (...)
La declaración de Pasolini en comisaría no tardó en llegar a la sede de la Democracia Cristiana de Udine, donde recibieron aquel regalo como un maná del cielo. Desde allí se encargaron de enviar la declaración —acompañada con el texto de la denuncia— a todos los periódicos de la región. El propósito es de una perversión diabólica: se trata de arruinar para siempre la vida de Pier Paolo Pasolini. A raíz del incidente de Ramuscello, la maquinaria del descrédito se pone en movimiento: se mezclan prejuicios homófobos y argumentos políticos. El poeta ha sido arrojado a la misma ciénaga que acabó con su colega García Lorca; ha sido marcado por el mismo estigma: a partir de ahora será «un rojo maricón», las mismas palabras que escuchó Federico antes de ser fusilado entre los olivos del barranco de Víznar; las mismas palabras que le gritarán a él sus asesinos antes de rematarlo en aquel descampado de Ostia. Esta coincidencia se nos aparece ahora bajo una luz clara y aterradora. Sea como fuere, la labor de zapa de la Democracia Cristiana es repugnante. En poco tiempo intoxica toda la zona del Friuli, de modo que incluso parte de la gente, que ignoraba la existencia de Pasolini, ahora ya sabe que hay un tal Pier Paolo Pasolini —profesor en la Scuola di Avviamento de Valvasone— que ha cometido actos impuros con muchachos. El tipo en cuestión es poco menos que un canalla y un depravado. La mancha de aceite se extiende. Por lo visto, un amigo de Nico Naldini vinculado a la Democracia Cristiana le explicó que sus correligionarios habían planeado la caída del poeta por puro «odium theologicum». (...)
Por raro que parezca, este acoso resultará de capital importancia en la historia italiana del futuro, porque viene a demostrar que en fecha tan temprana como 1949, el Partido de la Democracia Cristiana ya se servía de las peores argucias y las más rastreras artimañas para deshacerse de un adversario político. Digámoslo claro. Aquellos funcionarios afables y untuosos, que circulaban en la escena con la vitola de cristianos, eran en realidad unos mafiosos sin escrúpulos que no iban a detenerse ante nada ni ante nadie. De algún modo sinuoso, que solo ha adquirido peso con el tiempo, aquella maniobra para destruir a Pasolini —un maestro de pueblo de veintiocho años— será el germen y el preludio de futuras atrocidades, o complicidades de la derecha italiana. La lista será muy larga y tendrá sus picos en el Caso Moro o con la eliminación de los jueces antimafia, como Falcone o Borsellino. Cierto. Treinta años antes de que los sicarios acabaran con sus vidas, Pasolini ya probó en propia carne el veneno de las víboras católicas (...)

A raíz de la llegada a Roma, pues, el poeta fijó unos patrones de conducta erótica que lo acompañaron hasta la muerte. Desde el principio el sexo se convirtió para él en consuelo de la miseria. Así lo expresa en estos versos escritos en Rebibbia: «En la facilidad del amor / el miserable se siente hombre». Y ciertamente el amor erótico florecía libre y esplendoroso entre la juventud de los arrabales. De algún modo se hacía bueno el adagio de que la cópula es el opio del pueblo. El problema es que Pasolini no proviene de ese lugar sino de otro, y en su caso el sexo no se limita a un mero desahogo o entretenimiento. El sexo era el punto flaco de la desesperación. (...)
Inspirándose en los escenarios y personajes de Donna Olimpia, el poeta emprenderá la redacción de su primera gran novela. Inicialmente lleva el título de Ferrobedó, en alusión a una fábrica legendaria que existía por entonces en el barrio, y en la que los chicos efectuaban pequeños hurtos aprovechando la desbandada de los alemanes. La novela se llamará al final Chicos del arroyo. A grandes rasgos cuenta la historia de unos chavales de la mala vida romana, desde la infancia a la primera juventud. Históricamente cubre el periodo entre la llegada a Roma de las tropas angloamericanas, en 1944, hasta la guerra de Corea, en 1951. Son siete años en los que el protagonista, Ricetto, y sus amigos se hacen hombres. En carta a su futuro editor, Pasolini explica: Es un arco muy preciso que se corresponde con el paso del protagonista y sus compañeros de la edad de la infancia a la primera juventud, es decir, de la edad heroica y amoral a la edad que ya es prosaica e inmoral. Lo que convierte en prosaica e inmoral la vida de estos jóvenes (que la guerra fascista ha hecho crecer como salvajes, analfabetos y delincuentes) es la sociedad, que una vez más reacciona autoritariamente frente a su vitalidad: imponiendo su ideología moral. En este pasaje encontramos la esencia de la novela y de paso uno de los ejes de la gran aportación pasoliniana. En cine y literatura. Nos referimos al combate entre la inocencia salvaje de lo popular y la maldad del orden burgués. (...)
Desde el primer momento, el lector percibe la «verdad» del ambiente —esas barriadas romanas que comprimen la capital con sus solares y sus poblados de barracas—, la «verdad» de los personajes, casi de documental sociológico, y la «verdad» de las situaciones que parecen extraídas de una crónica periodística. Esta autenticidad, sin embargo, no debería hacer pensar que estamos ante una obra de carácter «neorrealista», a la Rossellini. Al contrario. En un primitivo texto introductorio al libro, que luego no vio la luz, el propio Pasolini se desmarcó de esa corriente y reveló la influencia de unos modelos «más auténticos y absolutos». Se refiere en concreto a la picaresca española, a ciertos personajes del «Infierno» de Dante y a los barrios bajos de El Decamerón. También incluye aportaciones del XIX, como Manzoni, Belli o Verga, que supieron retratar la áspera vida de los humillados. Pese a estas referencias cultas, Pasolini se mueve entre dos actitudes opuestas e insiste en que su novela no debe ser interpretada como un objeto «literario», sino como un documento extremadamente actual de la Italia del momento. Ciertamente hay en la obra una cercanía, una pasión y una piedad muy poco literarias, en el sentido convencional; todo rezuma fuerza de vida, realidad cambiante, movimiento. Es un fresco de las barriadas romanas, escrito en clave alegre, porque alegre es el ánimo, o al menos el argot, de estas criaturas sin esperanza. El estilo del poeta lo transforma todo en un perpetuo florecer de imágenes, le otorga una exuberante vitalidad. (...)

Pasolini es un «agente escandalizador», un donante universal que ofrece la sangre más «abyecta» para regenerar el organismo enfermo de la comunidad. Esta provocación-donación sistemática es más de lo que la sociedad italiana puede permitir. A él y a cualquier otro. Veinte años más tarde, lo expresó con una concisión admirable a un periodista francés que le preguntaba por el inminente estreno de Saló. La respuesta tiene aroma a aforismo: «Yo creo que escandalizar es un derecho y que ser escandalizados es un placer. El que rechaza el placer de ser escandalizado es un moralista». (...)
a partir de Chicos del arroyo se reactiva la maquinaria del escándalo. Estamos seguros de que ello no figuraba en la agenda de Pasolini; sin embargo la respuesta hostil del entorno —a menudo injusta como luego veremos— aumentará su ansia de provocación. Esta ansia será uno de los motores de la potentísima creatividad pasoliniana, e irá en aumento con los años a medida que la sociedad multiplique su rechazo. ¿Cuál fue el detonante interno? Quizá no debamos descartar una hipótesis: el regreso del padre al núcleo familiar devolvió al hijo a un territorio de confrontamiento con la Ley que este representaba desde la infancia (...)


En Pasolini el mito socialista florecía de una manera natural: a su modo fue presa de esa fiebre romántica que le abocó a una toma de partido a favor de los malditos de la tierra. Pero su propia diversidad, su condición de homosexual, exigían en él respuestas precisas. Como bien dice Enzo Siciliano: «En el marco de la ideología de izquierda en el que Pasolini participaba, era del todo inaceptable su petición en pro de una ética de la persona, una moral nueva, donde el individuo fuese recuperado en su integridad, en su especificidad». Dicho de otro modo, los mismos ideales de la izquierda que permitían el florecer de lo colectivo, estrangulaban el sentimiento de libertad de cualquier hombre que aspirara a algo más que a la justicia social. Infelizmente la historia del siglo XX dibujó un enorme fresco de esta abominable contradicción que destruyó las vidas de tantos creadores. Y no solo en la Rusia de Stalin. El gran acierto de Las cenizas de Gramsci rebasa, pues, lo estrictamente literario. Pasolini expone aquí una petición inusual, el reclamo de una nueva moral para el individuo, detectando, como cristiano en lo más profundo de sí, una dramática carencia en el seno de la ideología de izquierdas. La pregunta es dolorosamente simple: ¿puede haber una verdadera libertad si en nombre de un ideal político no se respeta al individuo? Desde esta pregunta lacerante, Pasolini implora para él una vida libre y de felicidad, dentro de un contexto histórico que propone el bienestar de todos. La originalidad de Las cenizas de Gramsci reside, en fin, en esa petición urgente de una voz que aspira a hallar la justicia entre la multitud. Una voz por lo demás de un hombre solitario que con el tiempo se identificará no solo con la voz del «homosexual» sino con la del ladrón, el bandido, el corazón negro. A la espera de ese milagro el poeta solo vislumbra el camino de la supervivencia. En todo caso la obra es un homenaje sumamente original al mártir marxista, insólito en cualquier idioma, porque en sus «odas» a Gramsci, el autor incluye con audacia referencias al «corpo popolare», pero que son también claras alusiones íntimas: «Y si me acontece / de amar el mundo no es por violento / es ingenuo amor sensual». (...)
En este punto quizá sea necesario detenernos en la idea de «cuerpo popular» porque es una referencia fundamental para Pier Paolo Pasolini. De un modo implícito o explícito, constituye para él una fuente de poesía, y un horizonte ideal, desde los años friulanos hasta los años setenta, cuando repudiará la belleza inocente, casi paradisiaca, que había perseguido toda su vida. Este «cuerpo popular» está ligado indisolublemente al universo «panmeridional» pasoliniano. Según la ensayista Giovanna Trento: «Entendemos por Panmeridione aquel topos, aquella área geográfica y simbólica, aquel horizonte poético-político, y aquel sistema de valores que está encaminado a reasumir y comprender la naturaleza del mundo popular, campesino, meridional, dialectal, subalterno, mundos que están en la base del universo poético, estético y político de Pasolini». En una era de modernización, que pugnaba ya por borrar las huellas de ese universo arcaico, el poeta lo convertirá en su eje. (...)

Pasolini nunca supo ver que el drama paterno no era el fascismo sino la derrota. Desde la infancia, toda la existencia de este hombre viejo que ahora reposa en el ataúd, rodeado de mujeres enlutadas que intercambian bisbiseos y confidencias, estuvo marcada por reveses personales de toda laya, inscritos en el contexto decadente de la época. Ya no había más fascismo, ya no estaba Mussolini, pero el quinto conde de la Onda tuvo que mantenerse a flote entre copas de vino y lágrimas de fuego. Quizá para mitigar tanto dolor se volvió más locuaz, ya lo hemos dicho, pero salvo esos momentos de expansión, su destino trágico fue el de tantos otros fascistas italianos, gentes de carne y hueso «malgré tout». Para el joven Bertolucci, la escena de su velatorio adquiere casi los ribetes del trauma; le revuelve freudianamente hasta el punto de que en el camino de vuelta a la casa familiar llega a una conclusión de una inocencia conmovedora: «Por primera vez me di cuenta de que se podía odiar al padre. Jamás habría pensado que fuera posible». Con todo, hay algo que este Pasolini de negro no puede sospechar todavía. El duelo por el padre muerto acaba de empezar y va a prolongarse hasta el final de su propia vida. (...)

A distancia, lo que nos cautiva aún con fuerza abrasadora es el testimonio del poeta ante la destrucción de un mundo y la formación de otro. Alguien puede argumentar que en las novelas de Dickens, por ejemplo, un personaje como David Copperfield posee más importancia que el teatro londinense donde transcurren sus desventuras. Cierto. Pero olvidamos que los cambios en las ciudades del pasado duraban décadas, mientras que esos mismos cambios registraron un proceso de aceleración brutal en la segunda mitad del siglo XX. En esta Europa que se construye al compás del vértigo, ninguna persona es tan relevante como el cambio mismo, representado por esas cascadas de hormigón que rellenan los campos que se extienden bajo el sol. Dicho de otro modo, cuando Pasolini retrató con mano maestra a esos quinquis de arrabal, quizá no se daba cuenta de que el gran retrato que iba a legar a la posteridad no eran ellos, como él quería, sino ese espacio naciente que iba a acabar con sus personajes. No es un azar que dicha metamorfosis circule por las páginas de Una vida violenta. Somos testigos del espantoso milagro, fruto del boom inmobiliario promovido por la Democracia Cristiana, que apoya a las grandes empresas del sector. Comisiones incluidas. (...)

A partir de ahí las fricciones con el PCI irán en aumento. Lo que había comenzado con el incidente de Ramuscello era solo el penoso punto de partida de una relación que sería turbulenta hasta el final. A Pasolini no se le perdona que les haya arrojado a la cara a los comunistas un hallazgo inquietante y descorazonador. En Roma existe toda una franja social al borde de la miseria que no tiene la menor conciencia de clase. A su lado cualquier núcleo proletario convencional es un parque infantil. Estos parias de las borgate, en cambio, no sueñan con buscar un trabajo digno, ni afiliarse a ningún partido, y menos aún echarse a la calle en nombre de sus derechos. Jamás saldrán en la foto del 1 de mayo. Estos tipos solo sirven para «trapicheos» de urgencia, para pequeños hurtos, para trabajos fugaces. Mientras el obrero clásico que vota al comunismo aspira a obtener un trabajo decente, los chicos de arrabal sueñan con seguir holgazaneando en una terraza al sol. (...)
Así pues, podemos inferir que existía la misma distancia entre una colonia remota y la capital del Imperio, la misma que entre esas chabolas de arrabal y la Roma papalina. Esta es la cruda realidad que Pasolini ha puesto valientemente sobre la mesa. Por eso los ragazzi di vita parecen pertenecer a un territorio hostil que no figura en los mapas. Setenta años más tarde, debemos reconocer que el Pasolini novelista cumplió una función que siempre es importante: nos descubrió una realidad, una realidad que antes no había sido explorada en la narrativa. Ni siquiera nuestro Juan Marsé llegó tan lejos en sus incursiones por las barriadas de Barcelona. El poeta friulano nos hizo ver a esos chicos de suburbio, los más pobres de Roma, y nos lo hizo ver de una manera bastante extraña y sorprendente. (...) 

Y de pronto el milagro: unos Juegos Olímpicos en Roma para el año 1960. La ciudad es presa de un ardor desconocido desde los césares, que culminará en un profundo cambio de rostro: la nueva Italia ya no es la tierra de Mussolini, sino un país democrático con creciente presencia internacional. Este país es el mismo de La dolce vita, de la Fontana di Trevi, de las actrices bellas e insinuantes, de Via Veneto, del milagro económico, del diseño y de la moda. En este marco de euforia colectiva, los «personajes» de Pasolini se verán favorecidos: todos aquellos ragazzi di vita que ya no lo son tanto, se reciclan en albañiles y peones que aportarán su precioso grano de arena: estadios, velódromos, gimnasios, villas... Roma será aquel verano la capital del mundo. ¿Y qué hace Pasolini? Observarlo todo con avidez, registrar sus impresiones, escribir sobre el evento como un cronista... Y luego opinar, claro, opinar a contracorriente del resto de los italianos. Una vez más. (...)

En paralelo los abogados de la parte civil solicitan al tribunal un examen pericial del acusado, basándose en unas notas de Aldo Semerari, catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Roma. Aunque el tribunal deniega la petición, se produce una filtración y las notas caen en manos de una agencia de informaciones —Stampa Internazionale Médica— que las facilita a la prensa con el sello de «reservado». Los jefes de redacción pudieron leer este pasaje: Pasolini es un psicópata del instinto, un desviado sexual, un homosexual en el más absoluto sentido de la palabra. Pasolini es tan profundamente anómalo que acepta su anomalía con plena conciencia, hasta el punto de ignorarla como tal. Es un homosexual exhibicionista y skeptofilo. En el caso que nos ocupa existe la sospecha fundada de que el acto criminal cometido por Pasolini es la expresión de una enfermedad mental que le ha arrebatado, o al menos mermado mucho, su capacidad de entender y de querer. El profesor Semerari aconsejaba luego declarar al acusado «persona socialmente peligrosa». (...)

En realidad la incredulidad de Pasolini obedece a su total desconcierto porque sabe que es inocente. A diferencia del incidente de Ramuscello, no ha hecho esta vez nada reprobable. Pese a ello, el ministerio fiscal vuelve a poner sobre la mesa el episodio friulano, a los que se une la lectura pública de pasajes de Chicos del arroyo y Una vida violenta. Más que el juicio por un hecho concreto basado en meras suposiciones, se diría que Pasolini está siendo sometido a un proceso por toda su vida. Para alguien dotado de un profundo sentido de la justicia, el verse en el banquillo le arroja a los abismos kafkianos. (...)

Un par de meses después, un joven romano proclamó sentirse aludido en un personaje de Chicos del arroyo y se querelló con el autor por «difamación mediante imágenes». La prensa de derechas, como Il Tempo de Roma, no perdió ocasión para azuzar de nuevo la hoguera, pese a la evidencia de que al final se retiraban todas las demandas o los jueces apagaban el fuego. Tenía mucha razón Laura Betti al señalar que Pasolini se pasó su vida ante los tribunales de justicia, porque como en Italia los fuegos no se apagan en una noche, cualquier proceso se podía alargar durante años. Incluso alguno de ellos prosiguió después de su muerte para vergüenza del sistema. (...)

En cierto sentido es la película más genial de su autor, o eso al menos creía Moravia, quien la comentó con entusiasmo. Sin embargo Moravia también percibió algunas fisuras que no tenían nada que ver con el arte sino con la falta de tacto de su amigo, quien en boca de Welles lanzó varios dardos a la sociedad de su país. Perlas como: «Italia tiene el pueblo más analfabeto y la burguesía más ignorante» no podían contentar a nadie. Ni a los partidos de derecha ni a los de izquierda. Menos aún esta declaración: «El hombre medio es un peligroso delincuente, un monstruo. Es racista, colonialista, esclavista...». Pasolini venía decir que la Italia del pasado era el país del hombre, en toda su humanidad; en cambio, «la Italia de hoy solo es el país del hombre medio». Una vez más se había metido en su propia trampa. Al poco del estreno la película fue secuestrada por delito de vilipendio a la religión del Estado. Tres días más tarde se celebró un acto de solidaridad con Pasolini en la sede de la Asociación de Prensa, donde un grupo de escritores, directores y periodistas expresaron su temor a que la magistratura interpretara la película desde una visión reaccionaria. Como así fue. El debate procesal tuvo lugar esa misma semana. Su protagonista fue Giuseppe di Gennaro, fiscal sustituto de la República, que defendió a ultranza una concepción única de la fe, como en los mejores días de la Inquisición. Exaltado, desplegó un discurso ardiente y afectado que contenía esta llamada apocalíptica: «Que estén atentos los católicos a llevar a la ciudad de Dios el caballo de Troya de Pasolini». En ese momento el director se alzó del banquillo y le dijo: «Tú me condenas porque no entiendes la religión. Te propongo un debate público y hacerte algunas preguntas sobre la religión. Tú me respondes y veremos si tienes categoría para condenarme». (...)
Víctima de su propio estar en el mundo, Pasolini es lo suficientemente honesto para establecer el parte de daños que afecta a las vidas de los demás. Pero también se siente cautivo de esa malla de compromisos y servidumbres —por no hablar de sentimientos— que ahogan su vida. La sensación de asfixia creciente tiene su epicentro en la madre: esa figura sensible y delicada que de un modo involuntario no le deja vivir. Pese a que Pasolini goza de una libertad casi absoluta de movimientos, ella siempre permanece a su lado como una sombra que no cesa. Por estas fechas el poeta le dedica el poema más extraño e inquietante que hayamos podido leer sobre las relaciones maternofiliales. Se trata de «Súplica a mi madre»: Es difícil hablar con palabras de hijo Cuando en el corazón bien poco lo parezco. Tú eres la única en el mundo que sabe de mi corazón Lo que siempre ha sido, antes de cualquier amor. Por eso lo que debo decirte es horrible Es dentro de tu gracia que nacen mis angustias, Eres insustituible, y eso ha condenado A soledad la vida que me has dado. Y no quiero estar solo, tengo hambre infinita de amor. De amor de cuerpos sin alma. Porque el alma está en ti Pero tú eres mi madre y tu amor es mi esclavitud. Toda mi infancia he sido esclavo de este alto Compromiso; inmenso; irremediable. No habría otra forma de sentir la vida Ni otra perspectiva; pero ya se acabó. Sobrevivimos con el desasosiego de la vida Que se rehace por fuera de la razón. Te suplico, ah, te suplico no quieras morir. Estoy aquí: solo contigo, en un futuro abril... (...)


La idea de hacer una película sobre el Evangelio de Mateo, en cambio, fue fruto de una furiosa ola irracional. Quizá la más potente. Pese a ello, no se dejó obcecar por esa furia intuitiva y viajó varias veces a Asís con el propósito de reunirse con franciscanos y jesuitas para hablar a fondo de la película. En carta al productor Bini le explica sus planes: «Quiero hacer una obra de pura poesía, arriesgándome incluso a los peligros del esteticismo (Bach y en parte Mozart como comentario musical: Piero della Francesca y, en parte, Duccio para la inspiración figurativa; la realidad, profundamente prehistórica y exótica del mundo árabe, como fondo y ambiente)». A Pasolini no se le oculta que toda esta toma de partido estética asombrará al público y pondrá en peligro de paso su carrera de escritor. Hablamos del marxista en crisis de Las cenizas de Gramsci, del artista acosado por sus demonios de Poesía en forma de rosa, del intelectual introspectivo y desencantado de La religión de mi tiempo. Hablamos del creador de izquierdas más polifacético que ha dado Europa. No va a serle fácil cambiar de «bando», pero está decidido a correr el riesgo. No es solo un escritor: es un director de cine, y el cine permite otra clase de compromisos. (...) No hay ni una sola obra en toda la historia del arte que haya estado tan próxima a la esencia evangélica; no hay nada comparable al Evangelio de Pasolini salvo los Evangelios mismos. El poeta consigue un nivel de lectura inédito y, a diferencia de sus predecesores, hace arte con objetos no artísticos. No hay el menor adorno. Ahí está el genio. (...)

Teorema plantea, pues, algo universal, los efectos que puede tener sobre nuestras vidas la irrupción de un elemento que quiebra los esquemas. Nadie queda a salvo de una situación que sacude nuestros principios, sean de clase o morales. Los cimientos se tambalean. Pero tras esta experiencia chocante y desgarradora se abre una puerta a la libertad. (...) Por primera vez en la trayectoria pasoliniana, y esto es importante, dicho grito no surge de los arrabales sino de una mansión burguesa donde acecha la soledad de quien ha perdido el sentido de lo sacro. Al principio no le fue fácil a Pasolini aceptar el reto de retratar fielmente ese mundo que detestaba. Dice: «Mi odio por la burguesía es en realidad una especie de repugnancia física de la vulgaridad pequeñoburguesa, la vulgaridad de las “buenas maneras” hipócritas, etcétera. Y quizá sobre todo porque su pobreza cultural me parecía insoportable». Pero en el fondo Pasolini es un gran artista que siente algo, por pequeño que sea, hacia todas las personas. (...)
Pasolini sabe que el significado primigenio de la revolución no es otro que una gran acción popular encaminada a instaurar una sociedad más justa. Pero ¿realmente los «pijos» de la Facultad de Arquitectura de Roma aspiraban a ese objetivo, o simplemente pretendían hacer un poco de ruido y armar una revuelta? Una revuelta no es una Revolución. (...)
Desde el principio Pasolini alberga serias dudas, basadas en el conocimiento de la historia. Al fin y al cabo creció en una época, acaso la última, en que los jóvenes observaban la burguesía como un objeto, como un mundo separado e independiente. Podían contemplar la burguesía desde fuera, objetivamente, amparados en su propia mirada, que era la de los obreros y los campesinos. Pero los jóvenes de 1968 ya pertenecen a otra clase social, debido a que la clase media está triunfando en todo el país, convirtiendo en «burgueses» a los campesinos y los obreros. (...)

 

Pasolini nos viene a decir que el neocapitalismo ha conseguido que toda la sociedad sea burguesa y coincida ya con la historia del mundo. Ya no queda, por tanto, un ángulo externo para observar y discutir objetivamente el fenómeno burgués. Salvo en el tercer mundo. (...)
¿Qué había detrás de ese posicionamiento tan arriesgado? Según Dacia Maraini, la nueva compañera de Moravia: Pier Paolo amaba la paradoja, como cuando defendió a los policías: era su forma de ponerse a contracorriente. Esto formaba parte de la complejidad de su persona y de las contradicciones. Era un hombre que vivía hasta el fondo sus contradicciones, que eran muy profundas. Él las conocía, no las ignoraba. Y esta era una de ellas: ser marxista y amar la riqueza, por ejemplo, o propugnar una nueva moral, incluso sexual, y luego «comprar» cuerpos. Eran las contradicciones que él vivía hasta el límite. (...)
Los chicos y los jóvenes son en general seres adorables, llenos de esa sustancia virginal del hombre que es la buena voluntad y la esperanza. En cambio, los adultos son en general unos imbéciles, se han hecho viles e hipócritas, dependientes de las instituciones sociales, en las que, creciendo, han llegado lentamente a quedar prisioneros. Por eso el esquema de la crisis juvenil es siempre idéntico: se repite en cada generación. Y aún irá más lejos en su juicio: «Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En no ser un trepador social. Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos, ante esta antropología del ganador prefiero mil veces al que pierde». Antropología del ganador contra Apología del perdedor. ¿Qué maestro de los años sesenta, incluso de hoy mismo, hablaría así? Solo un verdadero profeta que intuye los peligros que va a traer la idolatría del triunfo para la humanidad. (...)
Pasolini en otra reflexión maestra: «Una sociedad destinada a desaparecer no se salva nunca, mientras que un hombre puede salvarse siempre, tiene la posibilidad de comprender, de corregirse, de encontrar una relación más amplia y más confiada consigo mismo y con la realidad». (...)
Pasolini sabe que hay un puritanismo de izquierdas —¡y con cuánta antelación se mueve aquí!— y no parece dispuesto a aceptar su moralina. Lo había sufrido casi veinte años antes, cuando fue expulsado del PCI por el turbio incidente de Ramuscello. No quiere ahora que la «revolución» estudiantil se impregne de viejos idearios o de prejuicios represores y contaminantes. No visitó la tumba de Gramsci para nada. En unas declaraciones de la época expone: «Me he pasado la vida odiando a los viejos burgueses moralistas, y ahora, demasiado precozmente, debo empezar a odiar a sus hijos descarriados, descontando del grupo a los pocos que tendrán un destino desgraciado como el mío, y quizá un destino aún peor, dado que sus compañeros de vida multiplicarán por mil el moralismo de sus padres». Y de nuevo el dardo en la diana. Desde la irrupción de la nueva izquierda, el hombre europeo del siglo XXI está viviendo una experiencia represiva más propia de las novelas de Orwell. (...)

 

Mientras la industria cultural apuesta definitivamente por las masas Pasolini sigue elaborando la teoría de la incomunicabilidad. Obviamente no nos referimos al concepto de «incomunicación» de Antonioni, que se centraba en el mundo conflictivo de la pareja moderna. Hablamos de la idea pasoliniana de que el producto artístico moderno ha de ser, por así decir, «aristocrático» y destinado a una élite cultural. Es tanto el desprecio que el poeta siente por el auge de la sociedad de consumo, que se refugia en una nueva estética asociada a lo impenetrable. Dado que por diferentes razones el gran público le da la espalda —sea en cine o en literatura—, nada puede resultarle más sádicamente placentero que producir obras que sean inaccesibles a la mayoría. (...)
A la aceleración artificial de la nueva sociedad industrial, que quiere destruir el pasado para instaurar solo el presente, el poeta opone la nostalgia de lo sagrado, de los antiguos valores de las antiguas épocas. Esta nostalgia del ayer le dota de un falso perfil conservador que entra en colisión con su imagen de intelectual provocador, laico, marxista y homosexual. Pero como bien dice: «Lo que nos impulsa a retroceder es tan humano y necesario como lo que nos impulsa a ir hacia delante». (...)
Tanto en el caso de El Decamerón como en Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury) o Las mil y una noches (Il fiore delle mille e una notte) ha de quedar claro que Pasolini renuncia a una adaptación plana y respetable, en la línea del cine americano, a favor de una lectura personal que genera una nueva obra en sí misma. (...)
Si en Teorema el poeta planteaba la posibilidad de que el sexo fuera un arma secreta para acabar con la burguesía, en El Decamerón la burguesía se encuentra en su etapa auroral. ¿Por qué destruirla? Este punto es importante porque plantea el hecho de que la furia anti-establishment de Pasolini nace, en realidad, de su odio al padre violento, y se nutre luego de la nefasta evolución burguesa hacia el capitalismo salvaje que va a acabar con todo. De ahí su rabia y su pesimismo. En la época de Boccaccio, en cambio, la burguesía era fruto de una revolución maravillosa que anunciaba una nueva era. En ese periodo crucial de la historia, la burguesía estaba aún comprendida en lo popular, estaba mucho más cerca del pueblo, como si los arrabales de Accattone y la mansión de Teorema se alzaran a pocos metros de distancia. (...)

Hay serios motivos para pensar que toda la pulsión masoquista de Pasolini, acentuada con los años, era un modo inconsciente de buscar aquella penitencia que como laico él mismo se negaba. Quizá no practicaba el sacramento de la confesión, eso es seguro, pero dejaba sus «confesiones» para el arte, mientras se imponía su propia penitencia provocando la ira de la sociedad y el daño físico de las criaturas de la noche. Para una existencia como la suya, hecha de hondos claroscuros, la necesidad de perdón era íntima y secreta. Pero le quemaba. (...)

Al final el lector comprueba por sí mismo un hallazgo que el propio Pasolini hizo al abordar su última obra poética: la libertad es tan intolerable para el hombre (especialmente si es joven) que se inventa mil obligaciones y deberes para no vivirla. (...)
Antes de la Trilogía de la vida, el poeta se movía en términos ideológicos, ahora en términos ontológicos. No es una diferencia banal. El motivo es claro. Nos dice: «Quizá se debe a mi envejecimiento. Cuando se es joven se tiene más necesidad de ideología para vivir. Con la vejez, la vida se hace más estrecha y se basta a sí misma. Ya no tengo el problema del futuro, porque he comprendido que el futuro es como hoy». (...)
En junio de 1970, el director concede una entrevista a Lui, legendario magazine francés para hombres. En el transcurso de dicha entrevista, se le pregunta cuál es su definición del amor. Y Pasolini recoge el guante. Vale la pena: Cuando falta el amor, la gente deja de vivir. Es aniquilada. Es la melancolía, el final de todo. La sociedad se ha dado cuenta y por eso se empeña tanto en exaltar el amor. Es una llave de la productividad, porque sin el amor el hombre no puede producir. Pero, al mismo tiempo, todo tipo de sociedad reprime el mundo sexual porque la energía que gasta el ser humano en hacer el amor no va en beneficio del capital. Cada sociedad es ante todo puritana. Nosotros creemos vivir en una época de completa libertad sexual, pero es una ilusión. El día en que la humanidad alcance la industrialización completa, asistiremos a la llegada de un drástico moralismo propio de las sociedades más retrógradas y puritanas. (...)
Indudablemente Pasolini recoge aquí los ecos de Eros y civilización, de Herbert Marcuse, pero su aportación personal dibuja bastante nuestra época. En esta revista erótica se atreve a decir que las relaciones sexuales que comenzaban a imponerse entonces —y que son la marca de nuestro tiempo— no son otra cosa que una licencia del Poder que nos recompensa, así, por nuestro esfuerzo laboral a favor de la industrialización. La consecuencia terrible, claro, es que no se prioriza el amor sino la satisfacción sexual. De este modo, la sociedad moderna nos impide que conozcamos a fondo la potencia del amor y aplicarla de verdad en la vida. Concluye: «La sociedad sugiere en el individuo un concepto falso de sus deseos y de su libido. Quiere que el hombre tenga una idea equivocada del amor, como la tiene de sí mismo». (...)
Poco antes de morir, Pasolini declaró en una entrevista a Gideon Bachmann: Si creyera que mi cine está totalmente integrado en una sociedad que también quiere la clase de films que hago, entonces quizá no los haría. Estoy convencido de que hay algo que no puede ser integrado. La sociedad burguesa digiere todo: amalgama, asimila y digiere todo. Pero en cada obra donde la individualidad y la singularidad se afirman, con originalidad y violencia, hay algo no integrable. (...)
Como sabemos, la película es una lectura bastante libre de Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela del libertinaje, que Sade escribió en la cárcel de la Bastilla a finales del XVIII. Sobre esta base, Pasolini dividió el guion en «círculos», le dio una suerte de verticalidad y un orden inspirado en la Divina Comedia. Pero mientras trabajaban en el texto, Sergio fue perdiendo interés y Pier Paolo, en cambio, se fue enamorando de la historia. Ese enamoramiento fue total cuando le vino la iluminación de transportar el drama a la República de Saló de Mussolini. La elección no es fortuita. Rescatar una obra de Sade, el maldito entre los malditos, y ambientarla en el último bastión del fascismo italiano era una nueva provocación. Pasolini proponía de este modo una lectura moderna del texto, convirtiendo así la relación sexual sádica en una metáfora del poder nazi-fascista. Este poder está representado aquí por cuatro figuras respetables: un juez, un obispo, un aristócrata y un financiero, personajes que serían de mera fantasía, dicho sea de paso, si no ostentaran todavía hoy el control sobre nuestras vidas. Ellos representan el Poder, el brazo secular del Poder; por tanto, son los que reclutarán a la fuerza a jóvenes de la comarca para encerrarlos en una mansión y someterlos allí a tormentos y vejaciones. Desde el principio estos caballeros burgueses nos muestran su concepción del mundo en frases como: «Todo es bueno cuando es excesivo», «El principio de cualquier grandeza sobre la Tierra ha estado totalmente empapado de sangre. No hay perdón sin derramamiento de sangre» (...).
"PASOLINI: El mundo moderno será una síntesis entre el mundo de la burguesía occidental de hoy y el mundo de las poblaciones subdesarrolladas que se unen ahora a la historia. La racionalidad occidental será modificada por la presencia de otro tipo de visión del mundo que expresan estos pueblos. La modernidad consiste en esta modificación. Es verdad que el hombre es siempre el mismo, pero también es verdad que cambia. Tanto más porque en este momento nos está amenazando una verdadera mutación antropológica. El verdadero apocalipsis es que la tecnología, la era de la ciencia aplicada, hará del hombre algo distinto de lo que era antes. Ha sucedido algo que no tiene equivalentes en la historia de la humanidad. (...)

En sus invectivas contra los poderosos se atribuye el papel de fiscal. Se diría que se han girado las tornas. Aquel que había sido perseguido durante tanto tiempo, ya no ofrece demasiados flancos vulnerables. O en todo caso no le dan miedo. Toda Italia sabe que es un marxista homosexual, un cineasta de prestigio, un escritor notorio, un polemista incómodo, insoportable, que se crece en el castigo. En todos estos años ha logrado crearse una coraza de hierro donde resbalan los dardos de sus enemigos. Cada semana se presenta ante el Palacio y deja oír su voz como el Bautista ante la imponente residencia de Herodes. No es otra la función del profeta, siempre a un paso de convertirse en un provocador y un adalid de la blasfemia. (...)
Según él, hay que señalar la diferencia entre «desarrollo» y «progreso». Entre ambas palabras hay una diferencia abismal: no solo designan dos cosas muy distintas, sino que son palabras opuestas e incluso irreconciliables. «Yo creo en el progreso, no creo en el desarrollo. El desarrollo persigue la producción intensa, desesperada, ansiosa de los bienes superfluos; en cambio, los que defienden el progreso quieren sobre todo la creación de bienes necesarios (...)
Llegados aquí, el Poder que representa la derecha económica —no la ideológica, sino la que practica una economía de derechas— necesita crear un tipo de ciudadano nuevo y robotizado cuyo gran objetivo sea el consumo de dichos bienes superfluos. La creación de este nuevo ciudadano pasa forzosamente por la destrucción del hombre anterior, su mundo y sus tradiciones. Dicho en corto: nuestros abuelos jamás habrían consumido bienes superfluos, solo los necesarios. Nosotros sí. (...)


En esencia, lo que viene a decir Pasolini es que el Consumismo es el nuevo fascismo, y por tanto todos somos fascistas. De nada sirve que los gobiernos sean democráticos, porque su influencia sobre el ciudadano es más «represiva» que en los regímenes autárquicos. ¿Cómo? Lo que el fascismo no logró obtener por las armas —una sociedad idéntica y obediente— lo ha conseguido el Poder de hoy, es decir, el Poder de la sociedad de consumo. Esto se ha conseguido destruyendo las distintas realidades particulares, las distintas formas de paisaje, por ejemplo, e incluso los distintos modos de ser persona (...). Todo es igual. Esa es la «homologación» del mundo moderno; también la «aculturización». Todos somos iguales, todos hemos perdido las raíces. Ataviados con un chándal de Nike —el nuevo uniforme— todos somos el mismo. La misma. Como marionetas de Hitler. (...)
La falta de esperanza no solo obedece a este escenario, sino al hecho de que las personas que podrían obrar el milagro ya han sido abducidas por el sistema desde la cuna. Cuando Pasolini se lamentaba de la pérdida de los antiguos ritos, se refería también al hecho de que los niños de hoy ya nacen consumidores. No hay una iniciación a la sociedad de consumo: no hace ninguna falta. Los jóvenes tienen la misma autoridad como consumidores que los ancianos. O más. Por tanto ya no es necesario que los jóvenes sean personas educadas, decentes y con valores humanos. Basta con que sean buenos consumidores, alimentando la rueda que permite la producción tan necesaria para el sistema. Ello explicaría la grave crisis pedagógica, por ejemplo, la perversión de la escala de valores, la incultura, la superficialidad, la falta de verdadero compromiso político de la masa juvenil, etcétera. (...)
Todavía hoy es difícil identificar todos los ingredientes que componen la rabia pasoliniana, porque se trataba de una combinación bastante compleja donde intervenían elementos muy dispares e incluso contradictorios. Pero algo es seguro: esa rabia era en el fondo otra forma velada de autodestrucción, o al menos de convocar inconscientemente una cita con su verdugo. Sin entrar en factores obvios como el desprecio del homosexual hacia la sociedad que lo ha estigmatizado —ni en su caso el rechazo a sus ideas, que le impulsaba a entrar en polémicas—, la rabia de Pasolini se activó a finales de los años sesenta. Fracasada la revolución de 1968 a causa de su propio ADN burgués, el poeta fue perdiendo ilusión por la poesía: la gran compañera de viaje. La suma de ambos factores se convierte en la raíz de su metódica desesperación cultural. (...)

Escribe Pasolini: Cuando era un muchacho, la burguesía, en el momento más delicado de mi vida, me excluyó. Me puso en la lista de los desechos, de los diversos, y no pude olvidarlo. De ello ha quedado en mí una sensación de ofensa y, precisamente, de mal: el mismo que debe de sentir un negro de Harlem cuando pasea por la Quinta Avenida. No es una simple coincidencia el hecho de que yo encontrara consuelo, expulsado de los centros, en las periferias. Quizá ahí se oculta la clave de todo. Pero esa búsqueda de consuelo en la tierra de los desheredados —que acaso esté en el origen de lo mejor de su obra— siempre fue un anhelo individual. No colectivo. (...)
El poeta-profeta ha librado un combate sin tregua a la espera del veredicto final. Ya no es el abrumado maestro de escuela que tuvo que rendir cuentas por el incidente de Ramuscello: ahora se pone en pie para plantar cara al monstruo. Él mismo lo reconoce en este pasaje autobiográfico: «Desde hace unos quince años no desaprovecho ninguna ocasión para arremeter contra el código fascista en medio de la indiferencia general». En efecto. En el mejor de los casos se le considera como una especie de Casandra, la sacerdotisa de Apolo cuyas profecías funestas no lograron convencer a los troyanos. (...)


¿Era cierto o falso que el turismo terminaría destruyendo los lugares más bellos del mundo?, ¿era cierto o falso que el desarrollo desatado haría invivibles las ciudades y agotaría los recursos del planeta?, ¿era cierto o falso que el consumo desmedido nos volvería infelices y que la influencia de los mass media dirigiría nuestras vidas?, ¿era cierto o falso que la izquierda era tan puritana como la derecha? Era cierto, era cierto... El listado premonitorio es infinito. Pasolini hablaba entonces de genocidio cultural, de homologación, de mutación antropológica, es decir, de clamorosas evidencias que casi nadie tenía capacidad de ver y en todo caso valor de aceptar. Ni siquiera los espíritus más despiertos de la época reconocen sus méritos: no valoran ese esfuerzo de años ni sus advertencias. (...)
Todo esto provoca frustración en Pasolini, pero lo encaja con agridulce deportividad y se niega a reivindicar su rol de precursor. Es otro de los rasgos de su carácter: «Me siento obligado a reprimir en mí el sentimiento (tan íntimo como poco digno) de ser un profeta incomprendido». No quiere honores tardíos, no quiere subirse al carro del vencedor, ni tampoco quiere verse a sí mismo como lo que en realidad es. La voz que clama en el desierto. Ya ha aceptado que el resto de su vida deberá afrontarlo solo. (...)
Al fin y al cabo Pasolini sufrió en propia carne los abusos de toda una época: desde el fascismo que había hipnotizado a su padre y arruinado el país; el nazismo que había bombardeado e invadido la tierra de su madre; el comunismo que había matado a su hermano; o la Democracia Cristiana, que estaba prolongando la obra de Mussolini bajo una piel de cordero, contribuyendo de paso a la consolidación del Nuevo Poder. El profeta supo reconocerlo y denunciarlo antes que nadie. ¿Y qué decir de la Ley, que le había sentado tantas veces en el banquillo —treinta y tres veces para ser exactos—, o el dedo acusador y persistente de la crítica y de los medios de comunicación? Todo era lo mismo. Si había una víctima del Poder en Europa, no se olvide nunca, se llamaba Pier Paolo Pasolini. (...)

¿Qué hay aquí? Un texto que es como un monstruo informe, algo tan distinto a Chicos del arroyo, por ejemplo, que se nos antoja imposible que ambos hayan brotado de la misma materia gris. Pero eso es Pasolini, esa es su genialidad y su grandeza. Ningún artista es tan distinto al que ha sido, ni siquiera Picasso. Si pensamos que por esas mismas fechas se encuentra encerrado en la sala de montaje construyendo Saló... No vamos a insistir más. Sea como fuere, el reto crítico al que nos somete Petróleo rebasa en mucho el marco de esta biografía. Bestia rara, ejemplar único, experimento azaroso y a la vez peligroso, como luego veremos. Y aun así, Petróleo pertenecía a un conjunto de libros bien reconocible que se escribieron a finales del siglo XX. Estamos hablando de El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon, por ejemplo, esa última hora de la literatura verdadera, inscrita en una época irrepetible de libertad y búsqueda en todos los campos expresivos del arte. En cuanto a la novela de Pasolini había otro elemento: la luz que latía en su interior enviaba un mensaje de soledad, de amenaza inminente, de fase terminal de la experiencia. «He hablado al lector como quien soy», le escribe a Moravia. En tal caso la novela sería entonces algo más que un texto magistral del autor: es una sombra, un rastro, el gráfico de la fiebre que cuelga a los pies de la cama. (...)

De hecho hay quien sostiene que el asesinato de Pasolini debe interpretarse como un episodio más —y nada menor— de esa estrategia orquestada desde el Nuevo Poder para evitar una deriva comunista de la sociedad italiana. Tampoco conoceremos nunca la identidad de los cómplices de Cefis en esta trama que rebasaba lo estrictamente empresarial. Había gente en la cúpula que corría un grave peligro si el escritor comenzaba a deslizar nombres. No era otro el argumento de un legendario artículo publicado en el Corriere della Sera, cuyo hilo conductor era un nuevo «Yo acuso», que golpeaba ya las puertas del Poder. Decíamos antes que nunca sabremos quiénes se ocultaban tras una de las maniobras más perversas que se han registrado en suelo europeo. Y no lo sabremos nunca porque, al día siguiente de la muerte de Pasolini, alguien forzó la puerta de su estudio en la Torre de Chia y sustrajo impunemente de Petróleo el capítulo dedicado a Eugenio Cefis. (...)

En la mente de Pasolini, con todas las diferencias que se quieran, no era extraño reconocer el rastro de la traición que había terminado con la muerte de Guido. En esencia había italianos que defendían a su país por encima de partidos y de intereses, como su hermano, y otros italianos que empleaban Italia como pretexto para obtener sus fines. Eran estos últimos los que se movían cerca del Poder o representaban el Poder mismo. Lo que Pasolini denominaba «Il Palazzo». (...)

Desde aquel lejano viaje por la costa italiana en 1960, las huellas de la decadencia humana y paisajística del país dibujan para él un rastro intolerable de dolor. También constituyen una afrenta: hay que luchar. Algún amigo de la época sostiene que Pasolini le convocó en una cafetería del centro de Roma para comunicarle que al fin tenía los nombres, sí, los nombres de los señores del Mal y que estaba dispuesto a revelarlos públicamente en su columna de prensa. Nombres concretos, acciones concretas, connivencias reales con los servicios secretos de otros países —con la CIA al frente—, destinadas a mantener la «estrategia de la tensión» que asoló el país durante aquellos años. Obviamente esto incluía atentados en lugares públicos y contra la población civil, que en función de los intereses oscuros se atribuirían a unas facciones u otras... Ya fueran radicales de extrema izquierda o de extrema derecha. (...)


 


en la primavera de aquel año Pasolini conoció a un tal Giovanni Ventura, un terrorista de ultraderecha perteneciente a Ordine Nuovo, que se hallaba en la cárcel. Como ocurre a veces con los mafiosos arrepentidos, Ventura decidió contarle la verdad al profeta y le envió un dosier muy detallado acerca de los atentados fascistas y su relación con la Democracia Cristiana. En concreto, las implicaciones de Mariano Rumor: una figura clave del partido que había sido primer ministro pocos años antes, justo en la época de la masacre de la Piazza Fontana de Milán. Aquel sangriento atentado fue atribuido oficialmente a las Brigadas Rojas y dio origen a los Años de Plomo. Pero hoy sabemos que formaba parte de la Operación Gladio de la OTAN. La Operación Gladio era una turbia cooperación de ramas «desviadas» de los servicios secretos italianos con la CIA a través de cuadros neofascistas reclutados y de operaciones de bandera falsa (falsas incriminaciones) contra grupos y personalidades de izquierda. Como hemos sugerido con anterioridad, todo esto produjo una «estrategia de la tensión» que perseguía sembrar un clima de miedo y terror en la opinión pública con el fin de detener el avance de la izquierda encarnada por el PCI. (...)

Y este hombre que no alcanza el metro setenta de estatura está llevando anticipadamente nuestro dolor a sus espaldas, como el mesías que se inmoló por nuestros pecados. Así de duro, así de claro. En ese momento Pasolini ya navega en las aguas de la inmolación. No tiene el menor sentido que lo juzguemos como poeta ni discutirlo como director de cine, del mismo modo que no tendría el menor sentido plantear si Jesucristo o Lutero escribían o hablaban según los cánones literarios de su época. Tales debates escolásticos quedan para aquellos que morirán tranquilamente en la cama, rodeados de la familia y los amigos, no para Pasolini. (...)

Poco antes Pasolini había escrito: «Como no tengo otra alternativa que el suicidio o el exilio, he terminado aceptando a Italia tal cual es ahora. Un inmenso pozo de serpientes donde, salvo alguna excepción y algunas míseras élites, todo son serpientes, estúpidas y feroces, indiferenciables, ambiguas, desagradables». (...) Aunque los escritores e intelectuales puedan gozar del cuerpo como las otras personas, en el momento de conocer prevalece la mente. Pasolini, en cambio, lo hace también con cada centímetro de su cuerpo desde el que recibe el flujo incesante de la vida. En este aspecto está en las antípodas de Borges o de un Umberto Eco. Su punto de vista no es precisamente el del intelectual que aguarda la muerte entre los libros ni el de aquel que «en la alta noche cuenta las sílabas», por citar un verso borgiano. En caso de haber sido así en el pasado, el poeta hace mucho tiempo que ya tiene otro punto de vista: el del alma errante que necesita quemar la alta noche contando las sílabas del deseo. El hecho de que ese poema lo lleve a recorrer las afueras de la ciudad en busca del éxtasis de la sumisión, no es una buena noticia porque de todos los tipos de éxtasis es el más peligroso. Y el poema puede ser mortal. (...)


 

La entrevista de Colombo es un espejo de alta definición que refleja al último Pasolini. Si las fotografías de Dino Pedriali nos hablaban de un ser humano más allá de su tiempo, aquí aparece ese mismo ser humano enfrentado definitivamente a las asperezas de la realidad que le ha tocado en suerte. De nuevo se ponen sobre la mesa los antiguos demonios —el Poder, la televisión, la educación, la evolución nefasta de la sociedad de consumo—, pero en un tono que adquiere un especial sentido dramático a tenor de lo que iba a venir. Dice Pasolini: El rechazo ha sido siempre un gesto esencial. Los santos, los eremitas, pero también los intelectuales, aquellos pocos que hicieron la historia, son los que dijeron que no, y no los cortesanos y los asistentes de los cardenales. Para ser efectivo, el rechazo ha de ser total, no tiene que ser grande o pequeño, no sobre este punto o aquel otro, ha de ser absoluto. (...)
Le dice al entrevistador: «Yo solo pretendo que mires a tu alrededor y que percibas la tragedia. ¿Qué tragedia? La tragedia consiste en que ya no hay seres humanos; hay extrañas máquinas que chocan entre sí». Desde este ángulo Pasolini confiesa que lo que le queda es él mismo, «estar vivo, estar en el mundo, ver, trabajar, comprender». Evidentemente le gustaría asistir a una revolución, entendida como un acto puro y directo de la gente oprimida que acaricia el sueño de ser libre, de ser dueña de sí misma. En nombre de esta revolución soñada advierte: Quiero decirlo con todas las letras: desciendo al infierno y veo y conozco cosas que no alteran la paz de los demás. Pero tened cuidado. El infierno está saliendo de vosotros. Es cierto que llega con máscaras y banderas distintas; es cierto que sueña su propio uniforme y su propia justificación. Pero es verdad, también, que el deseo de ese infierno de dar palos y agredir, de matar, adquieren hoy más fuerza y se extienden a todas partes. (...)

¿Debemos recordar ahora que, antes de seis horas, Pasolini será la víctima de esos palos que surgen del Infierno? En todo caso el profeta no tiene rubor en señalar a los verdaderos culpables: «No os hagáis ilusiones. Vosotros sois, con la escuela, la televisión, con la prensa mojigata, los grandes guardianes de este orden horrendo basado en la idea de poseer y en la voluntad de destruir». Antes de dar la entrevista por terminada, Pasolini declara algo que sigue dando pábulo a demasiadas conjeturas: «No quiero hablar más de mí; ya he hablado demasiado. Todos saben que pago personalmente el precio de mis experiencias. Pero existen mis libros y mis películas. Quizá soy yo el que está equivocado. Pero sigo afirmando que todos estamos en peligro». La voz se apaga. Será la última advertencia de Pasolini. Todos estamos en peligro. Entonces y ahora. (...) Acto seguido, Pasolini fue sacado a la fuerza del coche y comenzó la pelea. Según Enzo Siciliano hubo dos fases: en la primera Pasolini se habría enfrentado a los agresores, que en un mínimo de tres lo golpearon sin piedad con diferentes objetos contundentes, incluso cadenas, hasta provocarle graves heridas en la cabeza. Después el profeta logró escapar, corriendo durante unos setenta metros. Ante aquella visión de la sangre «en chorro», Pasolini se desabrochó la camisa y se la quitó para limpiar la sangre que caía sobre su rostro, hasta que fue alcanzado de nuevo por los asesinos. Esta última carrera de Pasolini junto a un campo de fútbol, está llena de significados terribles y a la vez poéticos. Nos centraremos solo en un detalle: también su hermano Guido había logrado al principio escapar de aquel grupo de comunistas italianos traidores, justo treinta años atrás, antes de que le dieran caza y lo ejecutaran frente a una casa de piedra en los bosques de Porzûs. Otro tanto le estaba sucediendo a su hermano mayor, quien había caído en una encerrona urdida desde lo más alto, desde Il Palazzo, escribiendo una de las páginas más negras de la «estrategia de la tensión». En ella, un pequeño grupo de matones fascistas estaban cumpliendo el papel de sicarios a las órdenes del Nuevo Poder. Capturado de nuevo, un Pasolini lacerado y exhausto recibió una potente patada en los testículos que le provocó una fuerte hemorragia interna y la pérdida parcial del conocimiento. Lo que sucedió después culmina el vía crucis más salvaje que se haya dado en Europa en el último medio siglo. Los asesinos pasaron con su coche varias veces sobre su cuerpo hasta darle muerte. Actualmente ya estamos en condiciones de decir que este fue el final de Pasolini. No otro. El chaperillo apenas tuvo nada que ver. (...)

En este cuadro inconcebible y dantesco hubo un testigo ocular que lleva casi medio siglo semioculto en Nueva York. Se trata de un inmigrante del Este, que vivía por esas fechas refugiado clandestinamente en una de las viviendas cercanas al escenario del crimen. Escuchémosle: Debía de ser medianoche. Yo estaba despierto y oí gritos. Me asomé a la ventana y vi un coche de la policía y otros coches. Pensé que era un accidente de tráfico, pero en realidad estaban persiguiendo a un hombre y dándole una tremenda paliza. Lo vi todo. Había mucha gente, muchas luces, la policía no hizo nada. De creer a este testigo, que ignoraba por completo la identidad de la víctima, la muerte de Pasolini no habría sido un asesinato perpetrado por una sola persona, sino una ejecución pública en toda regla. Un martirio en el Coliseo, por así decir, pero un coliseo que no estaba precisamente en el centro de Roma, ni siquiera en sus amados arrabales. Pasolini murió en un lugar desesperado, fuera de todo, y sin ayuda de nadie. Solo. Eso explicaría algunos detalles chocantes de las imágenes tomadas al día siguiente, donde algún policía sonríe mientras alza la sábana del muerto, o se reconoce la presencia junto al cadáver de un individuo con cazadora de piel que trabajaba para los servicios secretos italianos. Estamos seguros: fue una conjura, no hay la menor duda. (...)



 

la tenaz investigadora Simona Zecchi nos reveló algunos detalles capitales que suponen la resolución del enigma. Escuchemos su testimonio: «Fue un asesinato en grupo de unas seis personas, pero estuvieron implicadas unas trece: un grupo formado por la baja criminalidad romana y calabresa, asociada a elementos de la extrema derecha, Ordine Nuovo y Avanguardia Nazionale. Ellos se aseguraron de que Pasolini no saliera vivo». Entre otros móviles más altos, es obvio que algunos fascistas no deseaban que la información comprometedora de su camarada Giovanni Ventura, ahora en poder del poeta, saliera a la luz pública. La versión de Simona Zecchi coincide además con la de David Grieco, un pionero en la investigación del enigma pasoliniano. (...)
«hacía política» y sobre todo se había atrevido a denunciar las maniobras siniestras del Poder para desestabilizar el país y provocar así una providencial intervención militar. En suma, se había metido en la pelea y pagó con la vida. Pero cuando nos preguntamos quién ordenó su muerte, quizá el principal sospechoso sea la mediocridad y luego la cobardía de los hombres. En La divina mímesis el poeta dejó su autorretrato: «Solo, derrotado por los enemigos, aburrido sobreviviente para los amigos, personaje extraño para mí mismo». Diez años antes del crimen, Pasolini ya había aceptado, pues, la idea de ser alguien que estaba batallando en el desierto, volviendo a lo profético desde el lado más oscuro. Desde entonces, quizá, solo estuvo preparándose para el final de su propia historia. En un texto de los años sesenta titulado «El Plano Secuencia como semiología de la realidad», dejó escrito: Es absolutamente necesario morir, porque mientras estamos vivos carecemos de sentido, y el lenguaje de nuestra vida es intraducible. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea, selecciona las escenas verdaderamente significativas y las pone en orden. Solo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos. (...)
Pero hay algo aquí que nos produce un sentimiento de desolación: la íntima certeza de que Pier Paolo Pasolini habría sido asesinado igual en cualquier otra época de la historia. En todas las épocas. Incluso en aquellos periodos de bonanza, los más apacibles, aquellos que han sido escritos con la tinta dorada de los pasados plenos de armonía, Pasolini también habría sido asesinado. Incluso en un mundo en paz, él habría concitado las últimas iras, los odios primordiales, todo aquello que es anterior a la cultura y la civilización, en suma, a la palabra. Su misma aparición en el foro romano o en un claro del bosque pagano habría concitado los peores instintos de la especie. ¿Por qué? Ya lo hemos dicho: Pasolini siempre será el espejo al que casi nadie tiene valor de asomarse por temor a descubrir al monstruo que lleva dentro. Como individuo y como sociedad. A modo de ironía final, el multitudinario entierro del profeta fue organizado por las juventudes comunistas, que acaso reparaban sin saberlo el crimen cometido treinta años antes en la persona de Guido Pasolini en unas montañas perdidas junto a la frontera. Como bello gesto de adiós, Ninetto Davoli cubrió el féretro con la camiseta de fútbol de Pasolini. Dos días más tarde fue enterrado en Casarsa della Delizia, en el Friuli, su amada tierra de prímulas y temporales. (...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario