jueves, 4 de mayo de 2023

BEBER (PERE AZNAR)


Es una palabra con una musicalidad divertida, tiene algo de lenguaje payaso, tiene incluso una sílaba muerta, como el alma de uno que lo sea. Alcohólico. Cruz de mi vida, fuego de mis entrañas, pecado mío, alma mía. La lengua emprende un viaje de cinco pasos desde el borde del paladar para apoyarse en el quinto, allá donde pueda. Al-co-hó-li-co. ¿Qué? Entre borrachos nos plagiamos sin problema. Ser alcohólico no es nuevo, no es una moda pasajera. Ser un experto borracho es ancestral, es bíblico, es universal, es uno de los dos pegamentos que han unido a todos los pueblos: la religión y el alcohol, una pareja inseparable. Y todas las culturas del mundo y de la historia tienen en común el uso de ambas cosas. Las dos sacan lo mejor y lo peor de todos los seres humanos. No es casualidad que la mayoría de las liturgias de muchas de las religiones incluyan algunas excusas fantásticas para, siguiendo las sagradas escrituras, echarse un lingotazo. (...)
Sea como fuere y volviendo a lo de la asociación de la que hablamos, me parece muy acertado el saludo de los «anónimos», porque lo suyo es ir directo al quid de la cuestión y con la verdad por delante, tanto en terapia como en este libro. Además, bastantes mentiras contamos ya como para no decir al menos una verdad. Y no hay nada que te lleve más al grano que decir «soy alcohólico». A lo que añado: lo soy y lo seré siempre. (...)


Este es un primer aspecto que hay que tener en cuenta y es importante porque, cuando hablas abiertamente de tu problema, el estímulo más habitual que recibes de vuelta es una cierta mueca de asombro e incluso incredulidad. Todo seguido de posibles trazas de repudio basadas en la imagen mental que se tiene de la enfermedad (cartón de vino y hablar solo, mayormente, y estereotipando al máximo) y, para terminar, un alegre y ligero: «Pero, bueno, seguro que estás un par de meses sin beber y luego te bebes una cervecita y no pasa nada». Pues créeme que me jode más a mí que a ti, pero, si tienes un problema de alcoholismo, sí que pasa algo. Lo que para ti es una cervecita y no pasa nada, para mí es, con solo un sorbo, abrir ligeramente una puerta que estaba cerrada y que deja un pensamiento muy peligroso flotando en la cabeza. Pensamiento que, en un día, dos semanas, un mes o una hora, retumbará con la fuerza de los vientos y te susurrará un mensaje muy tentador: «¿Lo ves?, te has bebido una y no ha pasado nada. Te puedes beber otra con tranquilidad. Ya lo tienes dominado. Lo has hecho muy bien, claro que sí, confía en ti, has aguantado un tiempo más que prudencial. Te has limpiado por dentro y ya estás estupendamente; además, tú ya sabes cómo controlarlo, que te lo has demostrado a ti mismo». Toda esta información mental no dura más de un microsegundo, pero es muy intenso y demoledoramente atractivo. Y sabe el cielo lo fácil que es caer en esa venta. Compras como un señor mayor compra preferentes, como un desencantado de la política compra mentiras. No hay mejor comprador que un adicto, y no hay mejor vendedor que una adicción. (...)

Pero no quiero ser alarmista. Tal vez, si no tienes un problema real de alcoholismo, eso sea cierto y puedas hacer todas esas cosas que te dice el susurro y seguir, al cabo de un mes, con eso que llaman «consumo responsable» y que en mi cabeza suena como el concepto de los Reyes Magos: ojalá fueran verdad. Eso sí, si eres como yo y haces caso a la voz del fermento que te invita a un traguito, que tampoco pasa nada, lo que hoy es una puerta entreabierta, en una semana será una puerta abierta, y en dos una puerta abierta de par en par, y en un mes será una casa sin puertas. Y entrará todo. Y saldrás tú. He salido mucho y ha entrado todo durante muchos años de mi vida. De eso va este libro. Es lo único que te puedo decir para que entiendas que esto no es el tratado de un experto en nada. Solo sé de lo que he hecho mal, de lo que no he hecho y de lo que he sentido al hacer algunas cosas y no hacer otras en las que se me esperaba pero nunca aparecí. No es una guía, ¡para guiar a nadie estoy yo! Simplemente es un retrato de una persona que tiene un problema mucho más común de lo que pensamos. Es probable que a tu alrededor lo veas, lo sufras, lo vivas, y, aún más, no descarto que lo lleves dentro. Si es el caso, no puedo ofrecerte más que empatía, un abrazo por escrito y el hecho de compartir contigo por lo que pasé, lo que paso y lo que me queda por pasar. (...)

Y, ya que estamos en harina, cabe aclarar que esta no es una historia marcada por escenas de decadencia, agresividad y episodios turbios, aunque alguno hay, pero no son, ni de coña, los protagonistas absolutos. Lo que yo he vivido y vivo todavía es lo que se podría etiquetar como «alcoholismo funcional». Es el más común de todos, sin duda. Gente que se despierta cada día pensando cuándo podrá beber y a la que ese pensamiento, a pesar de lo que pudiera parecer, no le impide continuar con su vida y cumplir con sus responsabilidades. Incluso puede llegar a ser una motivación. ¡Anda que no he hecho yo cosas pensando en las copas de después! ¡Desde trabajos a compromisos varios! Estamos hablando de la gente a la que nunca han despedido de un curro por ir mamada, pero ha ido mamada. Gente a la que nunca ha detenido la policía por ir desnuda por la calle gritando «El final está cerca», pero en su cabeza «El final estaba cerca». Gente que en todas y cada una de las celebraciones familiares aprovecha la coyuntura para poder beber con los suyos ese poquito de más que siempre le apetece. Sí, este es el libro que habla de tu tío, el que todos tenemos, que va un poco más torcido de la cuenta en Nochebuena y todos dicen: «Madre mía, el tío Pere qué gracioso se pone en Navidad». Un alcohólico funcional es, a mi modo de ver —o de beber—, el más complicado de identificar, porque precisamente su funcionalidad hace que la enfermedad nunca toque techo o fondo, dependiendo. Nadie se lo ha encontrado en el portal tumbado sobre su vómito, nadie le ha pillado metiéndose golosina nasal en el trabajo, nadie le ha rescatado de un embrollo peliagudo y, por lo tanto, nadie le ha dicho aquello de «Creo que tienes un problema». Solo si él mismo se da cuenta saldrá de la espiral de la mamela eterna. Y, hasta que eso suceda, así seguirá: funcional y borracho. (...)

Este libro pretende hablar de ese espacio que hay en medio, en el hueco que pulula entre el estereotipo más callejero y sucio del alcohol de los sustratos más profundos de la sociedad, y el vicio de la vida glamurosa y llena de lujos y champán a todas horas. Los del grupo intermedio somos más, muchos más. No somos los que van gritando solos por la calle con manchas de orina en el pantalón. No somos los que consumen cocaína sobre mármol de Carrara a la vuelta de su viaje a Saint-Tropez. Sencillamente, somos los que bebemos al salir del curro cada día, los que comemos con cerveza y vino, los que tenemos latas en la nevera, la clase media espirituosa, la inmensa mayoría. Pero, más que los que tenemos eso —cervezas, vinos y copas— a nuestro alcance, somos los que necesitamos tenerlo para lidiar con esto de estar vivos. (...)

Serán muchas las conclusiones que saquemos juntos de esta experiencia escrita, pero te avanzo lo que no encontrarás, así que no lo busques. No hallarás una redención, una moraleja o, peor aún, una moralina que demonice el alcohol y sus usos y costumbres. Si algo tengo claro en estos momentos es que ojalá yo pudiera beber, pero no puedo. (...)
Eso sí, siempre trataba de cumplir con la ley de la Constitución Española del Beber, cuyo artículo 3 establece la idoneidad de esperar a la hora correcta, la hora a la que beber alcohol ya no es un problema. La hora a la que beber ya es una costumbre maravillosa, una celebración de la vida, un cuadro cotidiano alegre y habitual. Las doce del mediodía es la hora estipulada, ¿verdad? Beber antes de las doce es un poco raro, ¿no? Si bebes antes de las doce es que tienes un problema: eres alcohólico o no tienes reloj. O ambas cosas. (...) 
Me sentía culpable con cada trago, pero la adicción es capaz de disipar cualquier brizna de impedimento, de tumbar cualquier resquicio de muro, de tapar el sentido común para seguir alimentando o, mejor dicho, hidratando a la bestia. (...)



Ese día está señalado en mi calendario vital como el principio —un principio, al menos—, el día que di de beber al monstruo por primera vez y algo hizo clic en mi cabeza, algo mojó el cable pelado que recorre mi mente. Algo despertó. No lo noté entonces, claro está, pero lo que empezó ese día me acompañaría mucho tiempo. Sin ir más lejos, la forma en la que engullí aquel primer tsunami de calimocho fue la forma en la que he consumido toda mi vida, siempre a tragos gigantes, sin disfrute, sin buscar el sabor, el paladeo, nunca he bebido para divertirme. Solo lo he hecho con ansiedad y deseando que la catarata de alcohol entrara a chorro hasta lo más profundo de mi cuerpo y de mi alma. (...)
Han pasado veinticinco años y todavía me martillean las palabras que se supone que dije y lo que se supone que hice. ¿Salió porque soy en realidad mala persona o porque el alcohol coge todos los esquemas éticos que tengas y se los pasa por el forro de la botella? Es una buena pregunta para la que todavía no tengo respuesta. Quiero creer que soy buena persona, quiero creer que no es cierto eso de que cuando bebes dices la verdad y sale quién eres realmente. En el fondo, quiero creer eso porque creer lo contrario es lo que me ha hecho seguir bebiendo tanto tiempo. La ecuación es tan simple como jodida y difícil de explicar: beber y ser un trozo de mierda en consecuencia, te lleva a seguir bebiendo para no sentirte culpable por beber y ser un trozo de mierda en consecuencia. No lo llaman «círculo vicioso» porque quede bonito, lo llaman así porque es vicioso, cien por cien. (...)
Como puedes deducir, todos los cambios e ingredientes que te acabo de enumerar son gasolina sin plomo 98 para el motor de mi monstruo con sed. Y si siendo un media hostia ya bebía para integrarme, imagina lo que es capaz de hacer un tipo integrado que es capaz de beber como un animal. «Traed lo que sea y en la cantidad que sea, que va a ir todo tráquea abajo sin piedad y sin criterio». Cualquier fiesta necesita su imbécil al que gritar cuando bebe, y yo iba a ser ese imbécil encantado. Una vez que tienes toda la información, el contexto, vamos al previo al apagón. (...)
Lo que me dijeron que había pasado, aun a día de hoy, me jode mucho más que muchas otras cosas muy malas que he hecho por ir borracho. Sobre todo porque, en la mayoría de las ocasiones en que el «beber» se ha apoderado de la persona, el que ha sufrido mayores faltas de respeto he sido yo mismo, pero ese día no fui yo. La víctima fue otra, y desde luego no se lo merecía. (...)
El segundo día que dejé de beber, salí a caminar y pensé en ella. Recordé ese episodio en que mi mente se apagó por culpa del alcohol por primera vez. La primera vez que, al despertar tras moverme por un valle oscuro, un trozo de mí se había ido. Esa noche, después del instituto y de la tarde más larga de la historia, conseguí hablar con Vecino Veloz. «Yo no sé tú, pero yo no vuelvo a beber», le dije. No lo cumplí, es más, bebí durante veinticinco años más hasta que dejé de hacerlo, hasta la última gota, por lo menos de momento. Cruzo los dedos otra vez. Dejar de bufarme casi a diario no fue lo más difícil, porque, como ves, suele ser una hostia contra el suelo la que te saca de una pesadilla, y eso no lo eliges. Desde luego no negaré que bajar el brazo —y el vaso— fue el paso más necesario y el más esperado, pero ni de lejos el que más terror me produjo. (...)


Supongo que te puedes hacer una idea de lo difícil que fue. No existe nada que quite más el miedo que tres cervezas, nada. Y de miedo yo iba servido. Así que salí del camerino. Fui a fumar. Volví a entrar. Volví a salir a fumar. En uno de los trayectos, me encontré con una compañera que me preguntó qué iba a hacer ese día en el programa. Le dije que algo diferente, que iba a probar algo distinto, más personal (...).



Me volví hacia el público, como avisando de que venían curvas, y ya fue todo del tirón. He dejado de churrar, de mamar, de privar, de pimplar, de soplar, de empinar el codo, de mojar el gaznate, más Solán de Cabras y menos Froilán. Esa es mi movida ahora. Chiste de comparación para abrir boca. Risas tímidas en el plató para empezar. Veamos qué tal el resto. Es que estaba bebiendo fuerte, la verdad. Tenía un problema, estaba Massiel haciendo chistes de beber usando ella mi nombre. Llevo sesenta y siete días sin beber. A ver, alguno pensará que no es mucho, y lo sé, yo mismo estuve trece años sin beber, los trece primeros. Es que no estaba bien, Andreu. Tenía una frustración laboral, bebía; tenía una inestabilidad con mi pareja, bebía. No funcionaba bien la web de RENFE, bebía. Y no solo bebía por cosas malas, por buenas, también. Me ponía bien los calcetines, bebía. Las risas iban in crescendo. Buena señal. Me estaban llegando los paquetes de Amazon al bar, Andreu. Y ojo, que no me hacía falta un amigo, solo me hacían falta un móvil y unos auriculares. Me he pasado un año bebiendo series. Y lo peor es que me las tengo que ver otra vez; no me he enterado de una mierda. Si te cuento yo La casa de papel le pongo Cuenca de nombre a alguien y me quedo tan a gusto. Aquí llegaron las risas más aplauso, la droga del cómico. El fuel espantoso que alimenta nuestros egos y nos empuja a creernos que lo que hacemos mola. A partir de aquí se ponía la cosa un poco más oscura. Estaría muy bien decir que el plan era no perder la conexión con el público, pero sería mentira, no había ningún plan. Recuerdo el día que se lo conté a mi padre. Me siento en la mesa pequeña de esas de cocina y le digo: «Pare, tenía un problema serio y he dejado de beber». Y él: «No jodas». Se levantó, fue a la nevera, sacó una lata y (RUIDO ABRIR LATA) «Cuéntame». En mi familia me apoyan mucho, me apoyan las birras aquí en el hombro. Y eso fue a principios de verano. He dejado de beber y me he puesto a perder peso en el Verano de la Libertad. Eso es como ir a una orgía a leer el periódico. Pero estoy muy contento. Vosotros habéis follado mucho, pero yo me sé El País de memoria. (...)

Hay una numerosa lista de cosas que se echan de menos cuando eliminas el alcohol de tu dieta, y llamarlo dieta es claramente un eufemismo, porque no tenía nada de dieta. De ese listado de cosas que echo de menos de ser un beodo profesional, la que ocupa el número uno es lo bien que dormía. A lo mejor no era un sueño reparador, pero sí instantáneo. No hay tila, melatonina, valeriana ni hierba calmante sobre la faz de la tierra que te haga caer más redondo en un sueño profundo que nueve copas de whisky. Beberse las estrellas y luego soñar con ellas, el combinado perfecto. Dormirse y despertarse en la misma postura es un placer que solo he experimentado cuando iba más piojo que nadie. (...)

Mucha gente basa su personalidad en los amigos muy cercanos que tuvo en la infancia. Yo no tuve, así que mi personalidad era la que hiciera falta ad momentum. Durante los primeros diecisiete años tuve una personalidad de emergencia, de supervivencia. Lo mío no era una personalidad propia, era lo que tocara en cada situación. (...)

presentó a la «golosina albina» mientras Jimmy Page y Robert Plant me hacían flipar, por lo que sea, yo le perdí el miedo de golpe y se peló un nuevo cable de mi cabeza. Una conexión más que se encendió. Otra bestia que cogió de la mano a la bestia primigenia. Esta nueva bestia era increíble, porque complementaba de forma brutal y efectiva a la bestia original. La magia reside en que te permite hacer un reset casi completo con cada ingesta. Es decir, si tras nueve copas le das permiso a pasar al profesor albino a tu nariz, es como si acabaras de llegar a clase de nuevo recién duchado y con ganas de aprender. No hay nada que te espabile más. No hay nada que resucite más a los semimuertos. Tengo mis dudas sobre que en el Nuevo Testamento no haya alusiones encubiertas a lo que pasó con Jesús al tercer día. «Y al tercer día, tras la visita de un señor con pinta sospechosa a la cueva, resucitó de entre los muertos». Ese día resucité, pero morí un poco, en realidad. Lo que me faltaba, acababa de descubrir algo que me permitía seguir bebiendo hasta el infinito. El repóquer de ases de la partida ya estaba en mis manos. (...)

Sabía que mi padre me quería, porque eso es lo que pasa normalmente, ¿no? Los padres quieren a sus hijos por el simple hecho de serlo, ¿no? Lo sabía, pero nunca había tenido la sensación de que estuviera orgulloso de mí. Por alguna razón, esa sensación de cumplir con lo que esperaba de mí era lo único que quería con veinte años y sigo queriendo con cuarenta. Finalmente, ahí estaba la otra cosa que llevaba años buscando: el afecto de mi padre. También te digo que tiene cojones que el primer «estoy orgulloso de ti» que recibí en mi vida por su parte llegó veinte años después de haber nacido, cuando estaba más alcoholizado, más drogado y más deshecho por dentro y por fuera que nunca. Él no sabía nada de lo que estaba pasando conmigo, él solo veía a su hijo sobrevivir y eso le hizo sentirse orgulloso. Pues esa chorrada, esa sensación de orgullo tan absurdamente masculina que me hizo sentir, me llevó a aguantar malviviendo en Londres nueve meses más. Si lo que había que hacer para ser el orgullo de mi padre era sobrevivir a esa mierda de vida, yo de eso, de vida de mierda, iba a ir sobrado. Evidentemente, era una interpretación equivocada de sus palabras, pero eso con veinte años no lo ves, solo actúas desde la rabia y el impulso. (...)
Llegué a Madrid porque estaba enamorado de una chica que vivía allí y estuvimos juntos un tiempo, no demasiado. Creo que es la persona a la que más he mentido sobre mis costumbres. No me dejó por eso; de hecho, nunca se enteró. Simplemente me dejó de querer. Dejar a una persona cuesta bastante menos que dejar una adicción. (...)

Así somos y estamos ahora los jinetes del apocalipsis nocturno. Estos son mis compañeros de farra, las personas con las que bajé una y mil veces al fondo de la piscina vacía. Los miembros honoríficos del club de fans de decenas de camellos ya no son, ya no somos lo que éramos. Mi reencuentro con ellos tras dejar la bebida ha sido dispar, como ves, pero siguen en mi vida ahora que hace casi un año que mis noches ya no se parecen en nada a las noches que nos hicieron ser lo que somos. Solo quedan las cenizas de un grupo de amigos que veneraban de forma infantil y absurda la autodestrucción. Ya no somos aquello en muchos sentidos, pero aún quiero creer que algo nos une y nos unirá para siempre. Que nos quiten lo bailao lo bebío, lo metío, lo no recordao. Bueno, mejor que no nos lo quiten, que es una parte importante de lo que fuimos y seremos: unos muchachos que no se querían ir a dormir, pero al final les entró sueño, afortunadamente.

Pensando en este contraste en los kilómetros posteriores, acerté a concluir que de esas patas está formada mi cabeza y con ellas convivo y viviré siempre: una sensibilidad especial para la belleza y un ansia insaciable para la tontería. Ahí nació el germen de una idea que me acompaña desde entonces. Caminando es como encuentro poesía en el mundo. Y la poesía, como decía el personaje de Ali en el capítulo especial de Euphoria, es a lo que tenemos que agarrarnos los «enfermitos» de la adicción porque, si no, estamos jodidos. Y poesía hay en todo, cuando miras, te lo prometo. (...)

Como te contaba al principio del libro, la voz del vicio que te susurra cosas para que vuelvas a su lado no para nunca. Añado: con el paso del tiempo pasa de susurrar, engancha un megáfono y te grita como un hooligan: «Vuelve a beber, vuelve a beber, vuelve a beber». (...)
Todas las personas que dejan de beber, de drogarse, de jugar o de cualquier otro comportamiento que anestesie o sirva de evasión, cuando son conscientes de que lo han dejado o lo están dejando de verdad, tienen que lidiar con todo lo que la bebida, el juego, las drogas o lo que sea ha estado tapando. (...)


Durante el día me cortaba un poco, pues Paciencia ya se había percatado de que había algo que no estaba bien, y no quería que se preocupara. Perdón, estoy mintiendo. No lo hacía por ella, lo hacía por mí, no quería que me dijera nada y me cortara el rollo. Si un alcohólico te dice que no quería preocuparte y que por eso te mentía y se escondía para beber, es que te estaba mintiendo dos veces. No te lo decía porque no quería que nadie le cortara el rollo, porque sabes que tienes un problema en el momento en el que temes que alguien lo detecte y se te acabe el viaje placentero y solitario hacia la mierda. Pues eso, por el día me cortaba. Que conste que «me cortaba» es que solo bebía cerveza y dos o tres copas diarias. Lo digo porque en mis parámetros eso era cortarse. Pero por la noche, en las fiestas Zoom, en los bares digitales, en 2D y con el descubrimiento de la copa perfecta, la cosa se disparó. De dos o tres botellas semanales incluidas en la compra, pasé a bajar adrede a comprar alcohol exclusivamente. Lo maquillaba de paseos, incluso de deporte, cuando esas eran las dos excepciones admitidas para poder salir. Me ponía ropa deportiva y salía a «correr» para volver a la media hora con la ropa intacta de sudor y una bolsa verde de esas opacas del chino. (...)

Me encantaría decir que aquel desliz alcohólico en el hospital el día que nació fue la única vez que fui un padre que bebía demasiado, pero no puedo. Los cinco primeros años de mi hija estuvieron llenos de idas y venidas con los tragos. ¿Beber y ser un buen padre responsable es posible? Lo es. O por lo menos yo creo que combiné esas cosas, pero desde luego nunca disfruté de ninguna de las dos. Nunca pude hacer ninguna de las dos feliz porque estaba pensando en la otra. Beber, culpa por beber, beber para olvidar culpa por beber. Más culpa, y así hasta el día que ya sabes. No estoy orgulloso de lo que voy a decir, pero en los cinco primeros años de vida de mi hija no hubo ni una sola mañana de Reyes Magos que no estuviera de resaca y prácticamente sin haber dormido. Pero allí estaba siempre. Con la cara desencajada y fingiendo felicidad. Hay vídeos en los que la niña abre sus regalos y se me oye a mí de fondo la voz de haber pasado las cuerdas vocales por un rallador de queso. Me he perdido el vivir esas cosas tan importantes en esos años tan bonitos, y cada vez que me acuerdo de ello me cago en el oro, en el incienso y, sobre todo, en la birra. Y tampoco estoy orgulloso de no haber estado presente al cien por cien en miles de ocasiones, de cumpleaños, de fiestas de fin de curso, de bailes de fin de curso, de recogidas al salir del colegio y un largo etcétera de eventos que forman parte de ser un papá feliz. Estar estaba, pero nunca estaba al cien por cien. Solo espero que con el paso de los años esas «ausencias» no hayan influido muy negativamente en mi hija. Solo espero que el hecho de haber crecido acompañando a su padre a bares, y haberle visto con una copa en la mano todo el rato mientras jugábamos al ahorcado, no haya hecho que el cable de su cabeza esté pelado, como el mío. Eso espero, pero ya veremos. Igualmente, si llega el día en que ella necesite mi ayuda o hablar de ello, aquí estaré. Siempre le digo lo mismo: solo estoy a un «papá» de distancia. (...)

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