Más que ninguna persona o acontecimiento, eso fue lo que conformó la experiencia de vivir en los noventa: el antagonismo a la actitud, tan indecorosa, de esforzarse demasiado. Todas las generaciones creen, melodramáticamente, que serán la última, y algo de eso hubo también en los noventa, pero no tanto como en la década anterior y mucho menos que en las décadas posteriores. Fue quizá el último periodo de la historia estadounidense en la que el compromiso personal y político se vio aún como algo opcional. Muchos de los asuntos polarizadores que dominan el debate contemporáneo ya estaban en marcha, pero solo como casos teóricos en círculos académicos. Visto a posteriori, era una época en la que la vida era muy fácil. Seguía habiendo armas nucleares, pero no iba a estallar una guerra nuclear. Internet estaba llegando, pero a regañadientes, y no había ningún motivo para creer que no fuera a cambiar nuestras vidas a mejor. Estados Unidos vivía un periodo prolongado de crecimiento económico, sin las complicaciones de una guerra fría o caliente, lo que hacía posible centrarse en la propia subsistencia, como si el resto de la sociedad apenas estuviera allí. Había preocupaciones y ansiedades por todas partes, pero lo que estaba en juego era impreciso: los adolescentes vivían presuntamente angustiados y el porqué era algo que se barajaba una y otra vez, sin que hubiera una respuesta satisfactoria. (...)
Las liberalizaciones bancarias, y sobre todo la derogación en 1999 de la legislación que separaba la banca comercial de la de inversión, desvincularon la superestructura financiera de la ortodoxia frugal. Aumentó la desigualdad salarial. Muchos de los objetivos que ahora se asocian con los ochenta no se hicieron realidad hasta los noventa. Pese a la sobreabundancia de información histórica, el recuerdo colectivo que se tiene de la década tiende a la simplificación y a la minimización, a causa más de la textura del tiempo que de cualquier acontecimiento que ocurriera. Y aun así, la textura es lo que importaba. La sensación que transmitía esa era, y lo que esa sensación supuestamente significaba, aleja a los noventa tanto de su pasado lejano como de su futuro inmediato. Fue un periodo de ambivalencia, definido por la suposición arrolladora de que la vida, y en concreto la vida en Estados Unidos, era decepcionante (...).
Una persona nacida en el siglo XXI no es capaz de entender por qué alguien pagaría 13,25 dólares por doce canciones preseleccionadas que solo podían reproducirse en un aparato electrónico concreto de gama alta sin ninguna otra función. Sobre todo porque ahora es posible acceder al instante y desde cualquier lugar del mundo a gran parte de la música existente por menos de 10 dólares al mes. Para quienes han experimentado esos dos paradigmas en primera persona, la explicación de por qué el primero no parecía una idiotez es tan simple como abstracta: «Porque funcionaba así. Eso era lo que se hacía». Para los que no vivieron esa época, la diferencia es tan desquiciante que apenas merece consideración. No es como la distancia que existe entre conducir un coche o montar a caballo. Es como la distancia que existe entre encender un fuego o acurrucarse en la oscuridad a esperar a que salga el sol. (...)
Así es como funciona la mente, por un proceso de refuerzo cognitivo y confabulación mental. Los falsos recuerdos han existido desde que el primer humano intentó recordar algo por primera vez. Lo que hace únicos a los noventa es la enorme cantidad de información que era posible recordar erróneamente, a lo que se sumaba la no existencia de un repositorio cibernetizado en el que esa información pudiera ser categorizada. No solo había más cadenas de televisión que nunca, sino que todas ellas emitían durante un número de horas sin precedentes (la práctica tradicional de las cadenas de dar por finalizada la programación a medianoche o a las dos de la madrugada —por lo general con la emisión del himno nacional— había desaparecido del todo al finalizar la década). Mucho de lo que se emitía en directo no se guardaba de forma permanente, y a menudo se grababa encima para ahorrar costes (parte del poco material que se conserva de ese periodo lo grabó una ciudadana de a pie, Marion Stokes, una mujer de Filadelfia que grabó y almacenó de manera compulsiva más de 40.000 cintas de VHS de informativos entre los años de 1979 y 2012, y que acabó donando su colección al Archivo de Noticias de Televisión Vanderbilt). Los noventa fueron la edad de oro de la prensa local y de las revistas femeninas, pero la mayoría de los ejemplares se destruían o reciclaban al cabo de un mes y nunca se convirtieron en archivos digitales. Fue una década en la que lo veías todo antes de no volver a verlo nunca más. Es muy común (y quizá razonable) reivindicar que ponerle una etiqueta a cualquier generación1 es una tontería y en la mayoría de los casos un error, pero es algo que cumple una función fundamental: permite expresar prejuicios hacia amplios sectores de la población sin correr ningún riesgo. Es imposible ser sexista o racista o clasista si el único enemigo es la fecha de nacimiento de alguien. Las generaciones más jóvenes desprecian a las anteriores por crear un mundo en el que tienen que vivir sin haberlo pedido, una acusación imposible de rebatir. Las generaciones más mayores desprecian a las que han venido después por múltiples razones, aunque la mayoría son variaciones de dos: esas versiones actualizadas de sí mismos les parecen o bien más blandas o bien más perezosas (o ambas cosas). Ese tipo de clasificaciones suelen ser acertadas. Pero eso es positivo. Es la consecuencia del progreso. (...)
la forma de pensar de la Generación X giraba en torno la aversión visceral al pensamiento boomer y el miedo a las fuerzas invisibles del mercado que se infiltraban por todas partes. No había fin para los lamentos sobre aquellos amorfos opresores. Pero esas quejas eran la excepción. El hastío y la alienación propios de la Generación X tenían una ventaja en el ámbito social: la indignación nacida de la superioridad moral no se consideraba guay, y en esa época ser guay lo era casi todo. Se prefería el solipsismo al narcisismo. Juzgar la moralidad de los demás o culpar a un desconocido por el estado de la propia existencia era fiscalizador y ordinario. Si no eras feliz, lo preferible era encogerse de hombros y aceptarlo. Sentirse lleno de una ambigua decepción no tenía nada de malo. (...)
La era de mediados de los noventa señaló un máximo estadístico en desafección social; en ella era inusualmente habitual dar por sentado que la propia felicidad estaba desconectada de la felicidad de los demás. Todo vendría a indicar que aquel fue un periodo de una soledad emocional generalizada, pero debo admitir que en aquel momento no lo parecía. ¿O sí, y mi desafección me impidió darme cuenta de ello? (...)
Generación X es obra del canadiense Douglas Coupland, que tenía veintinueve años en el momento de su publicación. Inicialmente concebido como una obra de no ficción, oscila entre el humor irónico y el pesimismo desesperado («Empecé a preguntarme si el sexo no era más que una excusa para mirar profundamente a los ojos a otro ser humano»). Su impacto fue más cultural que literario. Podría afirmarse sin dudar que los más de 60 millones de personas nacidas en los sesenta y setenta habrían recibido otro nombre si Coupland le hubiera puesto a su novela otro título. (...)
Así, en esencia, es como se hizo realidad la identidad de la Generación X: con un escritor canadiense de pocos recursos conduciendo por el desierto de California con la esperanza de meterse en el interior de la abstracción del tiempo. No consigue escribir un libro de no ficción y en su lugar construye una novela que es a la vez experimental (lo que es importante) y accesible (lo que todavía lo es más). Los personajes que se inventa se parecen a personas reales que viven una existencia cotidiana. El título del libro es fácil de recordar y sirve para referirse con pocas palabras a todas las personas nacidas en unos años concretos, quince en total, muchas de las cuales no están de acuerdo con los atributos asociados a esa clasificación. En 1994, el título del libro ya se ha convertido en un término de marketing. En 1999, pasa a ser una expresión que se usa sobre todo de forma irónica. Lo que —de forma todavía más irónica— es la principal característica asociada con el propio término. «Estuvo Slacker, de Richard Linklater, estuvo Generación X y luego Nevermind, de Nirvana. Y solo hacen falta tres objetos para formar una constelación —dice Coupland—. Así que eso es lo que me pasó a mí.» (...)
Los primeros intentos de describir quiénes eran supuestamente esas nuevas personas surgieron de los mismos sitios que habían definido torpemente a los baby boomers en los sesenta. Time hizo un intento en julio de 1990. La portada de la revista era una imagen de cinco personas mirando en direcciones distintas, a las que unía la palabra «Veintitantos». El titular del reportaje en sí era «Proceder con precaución». Se publicó antes de que se popularizara el término «Generación X»,7 así que en él una de las personas consultadas llamaba despreciativamente a esa franja demográfica «los Nuevos Petulantes»: La generación de los veintitantos huye del trabajo, el matrimonio y los valores de los baby boomers. ¿Por qué son tan escépticos los jóvenes de hoy? Les cuesta tomar decisiones. Prefieren ir de excursión al Himalaya a escalar posiciones dentro de una empresa. Tienen pocos héroes, ningún himno y ningún estilo que puedan considerar propio. Les gusta el entretenimiento, pero su umbral de atención dura lo que un cambio de canal televisivo. Odian a los yupis, a los hippies y a los yonquis. Posponen el matrimonio porque temen el divorcio. Se burlan de los Range Rover, los Rolex y los tirantes rojos. A lo que le dan importancia es a la vida familiar, el activismo local, los parques nacionales, los mocasines y las bicicletas de montaña. No tienen más que un vago sentido de su propia identidad, pero lo que sí sienten es una enorme preocupación por todos los problemas que la generación anterior va a dejarles por resolver. (...)
«No hay orgullo intelectual ni sustancia en esta generación», era uno de los comentarios denigrantes que aparecían en el texto, y que solo es digno de mención por quien lo decía: Matt Groening, el creador de Los Simpsons, que tenía entonces treinta y siete años. Cambió, de repente, la percepción que se tenía de los deseos estéticos de la cultura juvenil. No era solo que se creyera que los integrantes de la Generación X tenían mal gusto; lo que llamaba la atención era que se consideraba que tenían mal gusto a propósito. «Hablamos de Chicos que son sibaritas de la comida basura —aseguraba el conservador Washington Times en 1991, poniendo a conciencia la letra inicial de la palabra “chicos” en mayúsculas—. Ven arte en la basura. Le rinden pleitesía a todo lo que pueda venderse como una Gran Idea.» El meollo de esa crítica cada vez más frecuente venía a decir algo como que Andy Warhol tenía razón en todo. La cultura había pasado a ser solo una mercancía, así que no había motivos para diferenciar entre la cultura de élite, la cultura de consumo y la cultura de lo kitsch. Todas cumplían un mismo propósito popular. Dicho esto... ¿Eran acertadas esas valoraciones? (...)
La complejidad, los matices y las aplicaciones del término «venderse» eran tan omnipresentes como díficiles de comprender. Nada era tan inadvertidamente dañino para la psique de la Generación X. El origen semiótico de la acusación de «venderse» es técnicamente desconocido, aunque el músico y crítico Franz Nicolay sitúa su primera aparición en el diccionario inglés de Oxford de 1862.1213 Su aplicación como epíteto artístico era universalmente conocida para cuando The Who publicaron The Who Sell Out (The Who se vende) en 1967, y el día en que Bob Dylan tocó una guitarra eléctrica en el festival de folk de Newport, en 1965, podría ser su zona cero. En 2010 no era fácil explicarle a una persona joven por qué en algún momento algo así podría haberse considerado problemático; en 2020, ya no era fácil explicar lo que el término expresaba de forma literal. Pero su uso y su centralidad alcanzaron su punto álgido a principios de los noventa. (...)
No se refería solo a que alguien estuviera intentando vender algo para hacerse rico. Se refería a que alguien estaba comprometiendo los valores que antes defendía a cambio de algo superficial (que solía ser dinero, pero no siempre). El problema de verdad venía cuando la persona comprometida seguía haciendo el mismo trabajo que hasta entonces, pero lo empaquetaba de forma que fuera más digerible para una audiencia menos exigente. Como la intención importaba más que el resultado, el éxito del intento era casi irrelevante: venderse y fracasar no era ni mejor ni peor que venderse y triunfar. Cada transgresión se puntuaba en una escala móvil, y los que seguían las normas de forma más dogmática eran los que recibían un castigo más duro, mientras que si te regías solo por el éxito convencional nunca se te consideraría creíble, pero tampoco se te podría criticar por abandonar los valores que nunca defendiste en primer lugar. (...)
Era un juego en el que solo se podía perder, y todo el mundo lo sabía. Pero era un juego que aun así había que jugar. Saber que el concepto era absurdo no lo hacía menos ubicuo. El resultado fue un periodo de disonancia cognitiva colectiva. Era una locura tomarse en serio lo de venderse, pero seguía siendo imperdonable hacerlo. Había microejemplos de ello por todas partes, aunque ninguno tan explícito como la película Reality Bites. Estructurada como una comedia romántica convencional, es hoy un manual de instrucciones para un conjunto de valores efímeros que solo tenían sentido en 1994. Situada en Houston, es un triángulo amoroso del que forman parte una documentalista de mucho talento pero incapaz de conservar un trabajo (Winona Ryder) a la que pretenden al mismo tiempo un ejecutivo de televisión que la apoya, pero que no mola (Ben Stiller, que también dirige la película) y el miembro más prototípico de la Generación X de la historia del cine (interpretado de forma brillante por Ethan Hawke). La mejor amiga de la documentalista es una pragmática hastiada que trabaja en Gap y teme haber contraído el sida. Esa misma amiga tiene a su vez a un amigo, un chico que quiere decirle a su madre que es gay. Todos son blancos. El argumento entero de la película —incluido todo lo que motiva las relaciones amorosas— refleja la lucha sobre el significado y las consecuencias de venderse. La propia producción de la película está impregnada de ese residuo: el guion de Reality Bites, escrito por la aspirante a poeta Helen Childress y basado libremente en la vida de sus propios amigos, pasó por setenta revisiones y se ha criticado en ocasiones que sea una interpretación artificial y convencional de la cultura alternativa que trata de encapsular. (...)
Lo que al parecer ha pasado es que el retrato de la Generación X ha experimentado una especie de efecto Mandela a la inversa. No es que determinadas verdades contrastadas se hayan recordado mal colectivamente; es más que determinadas abstracciones se han enraizado hasta tal punto que no puede haber realidades alternativas. Los mitos y los hechos no se contradicen unos a otros. Es la definición de una verdad tautológica: el desinterés generacional por contradecir cualquier acusación de apatía demuestra que la acusación es correcta. A las acusaciones de apoyarse demasiado en la ironía se responde con réplicas irónicas. Es como un procedimiento judicial en el que el demandante y el demandado intentan ganar con argumentos idénticos. El retrato que se hace se acepta como certero porque nadie está particularmente interesado en defender lo contrario, y seguirá siendo así mientras la generación sea recordada. (...)
La caída del Muro de Berlín y la caída de las Torres Gemelas. Se supone que esos son los acontecimientos que enmarcan el momento en el que los noventa (de verdad) empezaron y el momento en el que (de verdad) acabaron. Es muy simétrico y parece intuitivamente correcto, y el hecho de que ambos acontecimientos tuvieran una importancia global le da peso a la afirmación. Es la descripción simple y racional. Pero hay un problema con esa simplicidad. El problema es que el Muro de Berlín cayó en el otoño de 1989 y que durante los dieciocho meses siguientes Estados Unidos siguió clavado en la década anterior. Las cosas cambiaron, pero en realidad no. En la primavera de 1990, New Kids on the Block emprendió el Magic Summer Tour, una gira de verano de 303 días que recaudó 57 millones de dólares. La película más taquillera de ese año fue Ghost, y el fantasma de Patrick Swayze no estaba generado por ordenador. David Lynch estrenó Twin Peaks en la ABC, un melodrama alucinatorio desconectado tanto del tiempo lineal como del resto del universo televisivo, donde Cheers seguía siendo la serie más popular. Joe Montana aún era el mejor jugador de la liga profesional de fútbol americano. En el catálogo de Navidad de Sears seguían anunciándose teléfonos en forma de Garfield por 49,99 dólares. Estos miniejemplos tan notorios no deberían sorprender a nadie: la gente no arranca la página del calendario, ve un nuevo número de cuatro cifras y decide que quiere una vida distinta. Siempre hay una resaca cultural inexacta. Pero lo inquietante de 1990 fue hasta qué punto el futuro parecía preprogramado. Se tenía la sensación, casi siempre tácita, de que la atmósfera de los ochenta continuaría robóticamente. (...)
Una y otra vez, Reagan insistía en que la vida estadounidense estaba mejorando porque estaba haciéndose más prototípicamente estadounidense, y el derrumbe de la Unión Soviética pareció validar esos valores. Los símbolos visuales de la época —la ropa de vivos colores, los peinados que desafiaban a la gravedad, los llamativos accesorios de marca— se hicieron cada vez más pronunciados. Parecía no tanto lo que gustaba en la época sino la órbita que seguiría la moda a perpetuidad. Durante la mayor parte de los setenta, la industria cinematográfica había sido la pista de juegos de los directores; en los ochenta, se convirtió en la de los productores, lo que engendró una receta anodina para la realización de películas de predecible rentabilidad. El público se acostumbró a esperar éxitos de taquilla veraniegos siempre iguales. La radio local era cautelosa y conformista, y estaba muy condicionada por la presencia en todo el país de la MTV (una cadena que seguía emitiendo contenido musical veinticuatro horas). La línea entre lo que era para todo tipo de públicos y lo que era alternativo estaba muy clara, igual que la línea entre la alta y la baja cultura. La elección de George H. W. Bush prolongó la presidencia de Reagan y afianzó una sensación de normalidad permanente. Era como si ciertas cuestiones sobre la producción de la cultura hubieran quedado resueltas. Esa fue la meseta estática de la que partió 1990. Eran los ochenta en piloto automático, y el avión no se estrellaría contra la montaña hasta septiembre de 1991. Las canciones del Nevermind de Nirvana no cambiaron el mundo de forma palpable. Hay límites a lo que el arte puede hacer, a lo que un disco puede hacer, a lo que el sonido puede hacer. El vídeo de «Smells Like Teen Spirit» no fue más relevante que la reunificación de Alemania. Pero Nevermind es el punto de inflexión en el que acaba un estilo de cultura occidental y comienza otro, en gran parte por razones solo vagamente relacionadas con la música. En el universo posterior a Nevermind, todo debía filtrarse a través de la idea de que esa representación concreta de la modernidad era el modelo de lo que todo el mundo quería ahora de todo, y que cualquier intento de entender a los jóvenes tenía que empezar por entender por qué el líder de Nirvana, Kurt Cobain, vestía y actuaba como lo hacía. Del mismo modo que la separación de los Beatles se vio solo medio en broma como el final del Imperio británico, el encumbramiento público de Nevermind es el momento en el que los noventa se convirtieron en un periodo de tiempo reconocible, con valores inmutables. (...)
Nirvana le ofrece a esa audiencia Nevermind, un álbum que en la práctica no es muy punk: lo financia el multimillonario David Geffen y suena, según el propio Cobain, «más como un disco de Mötley Crüe que como un disco punk». Y esos detalles lo avergüenzan, porque Nevermind es, en teoría, completamente punk. Todo en su estructura atómica está basado en valores punk, que se han convertido en los valores por defecto de todos los jóvenes que recuerdan cómo se representó al principio el punk en televisión como algo ridículo e inadecuado. Nevermind se convierte en el disco punk de mayor éxito comercial de la historia, en gran parte porque no suena a música punk (aunque lo es). Es el ideal de la versión adaptada a todos los públicos de una ideología contracultural. La sociedad en general, que sigue atrapada en los ochenta, tiene ahora un producto artístico viable que puede utilizarse como un punto de apoyo para derrocar todo lo demás. Es el pistoletazo de salida de los noventa. Las empresas que venden cosas como el Impreza ven ese cambio y llegan a la conclusión de que «Nirvana es lo que la gente quiere». Pero a Nirvana no le interesa que se mercantilice al grupo descaradamente. Los valores contradictorios de la banda (y sus miembros individuales) rechazan ese proceso. Así que las compañías tienen que adoptar (o fingir que adoptan) esos valores contradictorios ellas mismas. No pueden capitalizar el hecho de que Nirvana es popular. Hacerlo tendría el resultado opuesto al deseado. Deben centrarse en la realidad de que Nirvana es popular en contra de su voluntad, pese a todas las decisiones conscientes que tomaron para llegar a ser el grupo más popular del mundo. No es, como dice Davies en el anuncio, «como el punk, pero para coches». Es más como coches, pero para el punk. (...)
Explicar las cualidades de «Smells Like Teen Spirit» es un poco como intentar explicar el sabor de la Coca-Cola: la descripción de sus ingredientes no es un reflejo de la experiencia. Hay detalles de la canción de los que se ha hablado tanto que se han vuelto casi irrelevantes: el hecho de que el título no se utilice nunca en la letra, el parecido de su riff con el del éxito de Boston de 1976 «More Than a Feeling», el desaliño intencional y no estudiado del solo de guitarra. La receta sonora es a la vez común y singular. No es, sin embargo, un ejemplo de algo que no ha hecho más que aparecer en el lugar adecuado en el momento oportuno. (...)
Cobain, agobiado por la magnitud del éxito de la canción, solía quitarle importancia diciendo que no era más que música pop y que la letra no tenía ningún sentido. Ese análisis es cierto, desde su perspectiva. Pero la melodía no le sonaba a pop a la mayoría de las personas que escuchaban música pop en 1991, y la letra, pese a su agresiva falta de coherencia, casi parecía decir algo. Casi era un mensaje codificado que pedía ser interpretado, aunque fuera imposible.4 A mitad de la canción, Cobain deja caer la frase «Bueno, en fin, da igual», un aforismo de la Generación X tan poco sutil que habría sido ridiculizado si la probóscide generacional no hubiera estado aún in utero. Era casi como si Cobain estuviera inventando la apatía intelectual. El tema concluye con la repetición desesperada de la expresión «A denial» (un rechazo) nueve veces seguidas. ¿Qué es lo que se rechaza? Nunca se explica, lo que hace más profunda la desesperación. Es una versión de la nada tan cercana a algo que sin querer se convierte en todo. (...)
Thom Yorke, de Radiohead, se califica a sí mismo de «raro» en Creep. En su primer éxito, Beck insistía en que era «un perdedor». Billy Corgan, de los Smashing Pumpkins, cantaba que era «un cero». En 1994, la autoflagelación se había convertido en una especie de moda filosófica. A menudo era una pose, y había algo un poco ridículo en la imagen de una megaestrella diciéndole a sus fans lo mucho que se odiaba a sí misma. Pero la mayoría de esos fans eran jóvenes aún por definir y todos habían llegado al mundo en un momento en el que la música rock ya estaba por todas partes. (...)
El grunge fue la banda sonora de facto de los primeros noventa. Es un género al que se ha criticado a veces por sus limitaciones sonoras: la mayoría de los grupos tocaban de la misma manera, a la misma velocidad y con la misma visión del mundo, echando mano, por lo general, de unas mismas influencias. Era, por naturaleza, un género musical derivativo. Pero introdujo al menos una idea nueva en el rock generalista: un escepticismo colectivo consciente de sí mismo. Es algo que fue en gran medida positivo, hasta que se convirtió en negativo. (...) hay dos cosas que incluso el observador más cínico de Nirvana debe aceptar: Nevermind transformó de manera radical la cultura pop estadounidense, y esa transformación marcó el comienzo de una era en la que el rock dejaría de estar en el centro de la sociedad. No era algo que Cobain tuviera como objetivo. Pero, como tantas otras cosas en su vida, lo que quería y lo que acabó consiguiendo acabaron no siendo lo mismo. (...)
Es cierto que la muerte de Cobain recibió más atención que la de Tupac, y que la mayor parte de los medios especializados de Estados Unidos se volcaron más en el fallecimiento de un icono blanco de un mundo en decadencia, el del rock, que en el de un icono negro de un mundo en ascenso, el del hiphop.1 A primera vista, las dos muertes parecían no tener ninguna relación entre ellas y ser descaradamente metafóricas —uno de ellos odiaba aquello en lo que se había convertido su vida mientras que el otro era una víctima de la vida que había perseguido tener—, pero había un aspecto unificador en ambos acontecimientos, algo que tenía que ver con esa obsesión tan de los noventa por la percepción de la autenticidad. (...)
Cobain se había convertido en una estrella de la prensa sensacionalista, una cualidad que él quería esconder. No era capaz de soportar lo que su fama debía parecerles a los demás (cuando su mujer, Courtney Love, compró un Lexus, Cobain le exigió que lo devolviera al concesionario para poder seguir conduciendo un viejo Volvo). Para ser el artista que quería ser, Cobain necesitaba seguir siendo (aunque solo fuera un poco) la misma persona que había sido cuando era un adolescente vulnerable. No soportaba el modo en que él había cambiado. Tupac Shakur vivió la experiencia opuesta. Cambió lo que era para encajar en el personaje artístico que había creado, porque su versión del arte no funcionaba si la imagen no era real. Y esa imagen era la de una persona con una vida extremadamente violenta. Tupac tuvo una infancia atípica, y no solo para un rapero. Sus padres biológicos participaron en el movimiento de los Panteras Negras en los setenta. De adolescente, Shakur fue alumno de la prestigiosa Baltimore School for the Arts. Actuó en obras de Shakespeare, estudió ballet y escribió poesía. Existe un vídeo de una entrevista que le hicieron en la escuela cuando tenía diecisiete años en la que analiza el concepto de pobreza con verdadera perspicacia, insiste en que «desaprueba» a los hombres que no hablan con respeto a las mujeres y dice directamente: «Intento ser lo más maduro posible». El chico de diecisiete años de voz suave de ese vídeo no parece el tipo de persona que no pasará de los veinticinco. No hay en él señales del hombre que pasará ocho meses en la cárcel por agresión sexual. No hay en él señales de la persona que pasará diez días más en prisión por atacar a alguien con un bate de béisbol, que le dará un puñetazo a un director durante la grabación de un vídeo, que sobrevivirá a cinco heridas de bala durante un intento de robo y que finalmente será asesinado por un desconocido2 tras asistir a una pelea de Mike Tyson en Las Vegas. (...)
La tecnología avanzaba más deprisa que la condición humana. Cuando la cadena MTV inició sus emisiones en 1981 se temió, y parecía justificado, que el flujo interminable de vídeos de rock de cuatro minutos pudiera destruir la capacidad de atención de los adolescentes. Pero ¿acaso era posible que eso pasara? ¿No se había expresado exactamente el mismo temor cuando se popularizó la televisión en los cincuenta? En 1987, el filósofo Allan Bloom publicó un sorprendente éxito de ventas, titulado El cierre de la mente moderna, en el que afirmaba que el sistema universitario contemporáneo había dado prioridad al relativismo sobre pensamiento crítico, lo que sin saberlo nos había conducido al nihilismo. Pero a Bloom se lo atacó por elitista, por estar desfasado, por ser secretamente conservador1 y por no ser en realidad filósofo. Como suele ocurrir siempre que se crítica a la modernidad, su punto de vista se tachó de reaccionario. No había evidencias sólidas para ninguna de las predicciones pesimistas que auguraban que una cultura acelerada cambiaría la relación del ser humano con la realidad. Pero entonces llegó la guerra del Golfo y, de repente, las hubo. (...)
Era como si el conflicto bélico lo libraran solo máquinas, desprovistas de las congojas humanas y de significado existencial. El distanciamiento intelectual era intencionado. El fracaso social y político de Vietnam había enseñado al ejército estadounidense que lo que la opinión pública pensaba de la contienda era casi tan importante como la propia contienda. La guerra del Golfo se configuró de forma que diera a entender que todo el evento no era más que una operación quirúrgica con un mínimo derramamiento de sangre. A corto plazo, esa estrategia funcionó. Apenas la mitad del país había apoyado la intervención militar antes del ataque inicial, pero tras solo una semana los índices de aprobación de la guerra se dispararon hasta casi el 80 %. La guerra del Golfo fue un éxito desde el punto de vista de las relaciones públicas. Pero fue olvidada casi al instante. Tendemos a creer que contemplar un acontecimiento en directo deja una huella más profunda la memoria. Se supone que debería hacer que la experiencia fuera más intensa y que las emociones quedaran mejor grabadas. Pero los largos directos de la guerra del Golfo provocaron el efecto contrario. Como una película de acción con efectos digitales en el que no hay ningún desarrollo de personajes, el argumento se evaporaba al ritmo de las explosiones. (...)
el crítico cultural Jean Baudrillard escribió una serie de artículos a los que tituló La guerra del Golfo no ha tenido lugar, que se publicaron cuando el conflicto seguía vivo. Su título provocador (y el hecho de que los ensayos no se tradujeran por entero al inglés hasta 1995) hizo que su obra fuera objeto de burlas. Contemplada a posteriori, la suya es una opinión profética. Baudrillard no está defendiendo en realidad que la guerra no hubiera tenido lugar. Estaba defendiendo que el modo en que se mostraba la guerra la hacía parecer una simulación, y que lo que en realidad estaba pasando en Irak se entrelazaba al instante con la interpretación de lo que cabía esperar. La cobertura televisiva era en directo, y no se editaba, pero las cadenas dependían, a la hora de grabar, de que el ejército les diera acceso, lo que quería decir aquel material en crudo estaba secretamente adulterado. El público apenas vio víctimas de ninguno de los dos lados. El éxito estratégico fue robótico. (...)
Soy consciente de que es en cierto modo arrogante hablar de un conflicto militar como si fuera un programa de televisión que ha recibido muy buenas críticas antes de ser cancelado a mitad de temporada. A la observación de un acontecimiento no debería dársele el mismo peso que al propio acontecimiento. Pero es la única manera de entender lo poco que esa victoria influyó en el futuro político de George Bush. En apariencia, él lo había hecho todo bien. Aisló al enemigo y formó una coalición. Convenció al Congreso para que apoyara el ataque y convenció a Israel para que no pusiera en peligro el plan respondiendo al bombardeo de Sadam. Ganó una guerra en el desierto casi sin bajas estadounidenses y calibró cómo debía mostrársele esa guerra a la opinión pública. A finales de febrero, su índice de aprobación llegó a su pico más alto: era seis puntos superior al de Franklin D. Roosevelt en los días posteriores a Pearl Harbor. No tenía más que mantenerse allí y recordarle a todo el mundo que esa guerra había tenido lugar. Pero casi inmediatamente su imagen empezó a debilitarse, incluso entre su base de votantes. (...)
El giro definitivo fue la fundación, en 1987, de la Coalición del Sida para Desatar el Poder, más conocida por el acrónimo ACT UP, «actúa». Culminó con dos acontecimientos cruciales en 1990: la formación de la escisión Nación Queer,68 también un grupo activista, y la distribución del panfleto combativo «¡Queers, leed esto!» durante la Marcha del Orgullo de Nueva York. De autor anónimo, «¡Queers, leed esto!» es un folleto infinitamente provocativo: hace un llamamiento a «la suspensión del matrimonio heterosexual, de los bebés, de las demostraciones públicas de afecto entre las personas de sexos opuestos y de las imágenes mediáticas que promueven la heterosexualidad». Esboza unas «reglas de conducta para personas heterosexuales» y habla de forma explícita de la adopción de queer como término de autoidentificación (...)
Todas esas sensibilidades retrógradas estaban a punto de transformarse a una velocidad de vértigo: en diez años, la idea de utilizar, como quien no quiere la cosa, la homofobia como vehículo humorístico no irónico desaparecería casi por completo (al menos en la industria del entretenimiento).79 Pero a principios de los noventa, la relación de los heterosexuales con la cultura gay seguía siendo incomprensible. Conocer a una persona gay y referirse a algo como «gay» en abstracto eran dos realidades desconectadas. La adopción de la palabra queer por parte de los queers añadió una capa más al tiramisú del desconcierto heteronormativo. (...)
Exile in Guyville se presentó como una respuesta tema a tema al álbum de los Rolling Stones de 1972 Exile on Main St. Esa relación sónica no siempre resultó ser coherente, pero la intención bastaba para confirmar la integridad de Phair. A Morissette se la acusaba en ocasiones de tener unos conocimientos superficiales sobre la historia de la música.1114 Phair, en cambio, había hecho un álbum para tíos que coleccionaban álbumes sobre tíos. Incluso sus maquetas caseras con canciones inacabadas, grabadas en una cinta de casete bajo el alias Girly-Sound, se vendían como material preciado pirateadas. Phair parecía diseñada genéticamente en algún tipo de laboratorio del rock indie. Era una feminista del Medio Oeste que criticaba a muerte la opresión masculina hípster al mismo tiempo que encarnaba las fantasías poco realistas de todos los hombres hípster. Enseñaba los pechos en la portada del álbum, pero no de un modo que pudiera interpretarse como gratuito. Sus letras eran inteligentes y su forma de cantarlas inexpresiva. Eran letras, además, autoconscientes y en ellas mostraba una habilidad innata no solo para reflejar sus sentimientos, sino también el modo en que los demás los interpretarían. Pero era la crudeza intermitente de su lenguaje lo que siempre acababa convirtiéndose en el centro de atención. Cuando la revista Spin publicó una crítica (positiva) de su álbum, atribuyó la calidad de la música a la pericia en la producción de su batería (un hombre), mientras que la contribución de Phair se describía de la siguiente manera: Entre [la canción] «Flower» declarando «quiero ser tu reina de las mamadas» y [la canción] «Fuck and Run» preguntándose «qué pasó con lo de tener un novio», la manifiesta inconsistencia de las letras hace que Phair parezca un sueño húmedo freudiano. (...)
Esa crítica se publicó en 1993. Cinco años después, Phair lanzó su tercer álbum y Spin volvió a escribir sobre ella,1215 esta vez un perfil breve antes de que el disco llegara a las tiendas. Ahora se hacía hincapié en que Phair no hablaba de sexo lo suficiente. «La niña bonita del rock’n’roll canta esta vez para todos los públicos», señalaba el pie de foto. Una reseña (no demasiado positiva) del álbum en el mismo número argumentaba que «Su personaje de zorra con cerebro era mucho más convincente que su nuevo papel de adulta sincera». No se contemplaba que Phair pudiera estar cantando desde la perspectiva de un personaje de ficción o como la personificación de una experiencia colectiva. Su obra solo podía hablar de sí misma, hasta el punto en que la artista y la obra eran intercambiables. No había ninguna diferencia entre el lenguaje y el concepto. El lenguaje era el concepto. (...)
Con el tiempo, la adoración que sentía hacia Phair el mismo público masculino al que la cantante criticaba se convirtió en un arma que se volvió contra ella. ¿Cómo podía estar desmantelando el patriarcado si el patriarcado estaba colado por ella? Como en el caso de Paglia, su versión sexualizada y autosuficiente del feminismo parecía diseñada para los hombres, más que para las mujeres. Las críticas feministas hacia Morissette invocaban una contradicción similar, aunque más ligada a su éxito comercial. Se menospreciaba a veces su ira apta-para-la-radio, que se veía como una mercancía esterilizada, como una reproducción apolítica de cantantes femeninas más agresivas como Bratmobile y Babes in Toyland (...)
En los setenta, a todo el mundo le encantaban los cincuenta, una época que se evocaba desde la conclusión ya predeterminada de que había sido una década mejor en la que vivir (lo demostraban Happy Days y Laverne & Shirley en televisión, y American Graffiti y Grease en los cines). En los ochenta, el público se obsesionó con los sesenta, y sobre todo con lo que significaba haber vivido una revolución social fallida que entonces parecía contradictoria y anticuada. Es un patrón fiable: cada nueva generación tiende a sentirse intrigada por la generación que existió veinte años atrás. Los noventa no fueron diferentes, excepto en el modo en que se manifestó ese interés. La fascinación por los setenta era predecible, pero no porque se viera como una época más inocente o más política: su atractivo residía en la certeza de que no había sido ninguna de esas dos cosas. (...)
En enero de 1996 Smashing Pumpkins lanzó un sencillo llamado «1979». Era una canción preciosa, de atmósfera melancólica, pero que no recordaba particularmente a la música de finales de los setenta, ni evocaba a través de la letra nada que pudiera identificarse con ese año en concreto. «1979» era solo el título. No hacía falta más. Nada, no obstante, le sacó tanto partido al interés sarcástico/sincero en los setenta como That ’70s Show (La serie de los setenta). El título de la serie era la serie, lo que desafiaba cualquier posibilidad de deconstrucción. Se estrenó en la temporada de otoño de 1998 en la cadena Fox, y al principio pareció una imitación para la pequeña pantalla de Movida del 76 que serviría, igual que la película, para lanzar al estrellato a un reparto de actores desconocidos (muchos, aunque sobre todo Ashton Kutcher, acabarían teniendo una carrera en Hollywood). Pero a diferencia de Movida del 76, aquella versión televisiva de los setenta no se preocupó demasiado por lo que significaron los setenta: lo único que intentaba decir That ’70s Show era que los setenta, de hecho, existieron. Todos los personajes vestían como invitados a una fiesta de Halloween de temática setentera. Todas las escenas estaban repletas de referencias poco sutiles a cualquier elemento que se hubiera hecho realidad en la segunda mitad de la década (...).
Parte de la obsesión de la Generación X con la ironía era consecuencia de lo aceptada que estaba esa obviedad: si hacías una serie sobre los setenta, podías llamarla sin más That ’70s Show. ¿Era un título ingenioso o era un título pasota? Era imposible saberlo. Pero estaba claro que la serie hablaría de cosas de los setenta, a veces en tono de burla y otras a modo de sincera expresión de alegría. ¿La convertía eso en una sátira? ¿O era un tributo? Puede que ambas cosas. Puede que ninguna. Puede que diera igual. Qué más da. ¿A quién le importa? Tú solo ponla. Mira qué pantalones. (...)
La historia del reproductor de vídeo es una historia de los ochenta. Creados por los japoneses en los cincuenta, perfeccionados por los británicos en los sesenta y pensados para su consumo en todo el mundo en los setenta, los reproductores de vídeo seguían siendo tecnología punta a principios de los ochenta, una época en la que menos del 1 % de los hogares estadounidenses tenía su propio aparato. La razón era el precio: en 1975, los primeros reproductores a la venta costaban entre 1.000 y 1.400 dólares. En 1985, ese precio había caído hasta situarse por debajo de los 400 dólares, y algunos modelos costaban apenas 169. En 1990, el 65 % de los hogares estadounidenses tenía más de un televisor y la mayoría tenía al menos un reproductor de vídeo. El conflicto tecnológico decisivo de la era de las cintas de vídeo —la guerra de formatos entre VHS y Betamax— ya estaba resuelto en 1988. El vídeo, como aparato, históricamente es de los ochenta. Pero la civilización visual que desarrolló vino después. (...)
«Pertenezco a una generación que lo que quiere es consumir una y otra vez su propia mierda», diría el director Joe Swanberg, que tenía trece años cuando Clerks se estrenó en 1994. Swanberg debutó en 2005 con un largometraje que contribuyó a forjar el llamado mumblecore, un estilo de cine en el que los diálogos tenían mucho peso y en el que la influencia de los cineastas independientes de los noventa era patente. Swanberg ahora reniega de su propio periodo de formación autodidacta de videoclub; le parece que fue intrínsecamente anticreativo. «El videoclub, en esa época, era el sitio que me permitía ver una y otra vez la misma mierda. Lo que le pasa a mi generación es que no solo vimos El club de los cinco un par de veces en el cine, sino que la vimos sesenta y nueve veces entre los doce y los veinticinco años, y nos convencimos de que El club de los cinco era genial. Vives en una especie de nostalgia ensimismada y de regurgitación y sobrecompensación de mierda mediocre... y todo eso yo lo relaciono directamente con el videoclub.» Swanberg tiene parte de razón. El eje central de su argumento, sin embargo, no difiere demasiado del que podría emplearse para defender esa misma experiencia. Ver El club de los cinco (o cualquier otra película) sesenta y nueve veces claro que cambia el significado de lo que es y de cómo se entiende. Aleja el foco del mensaje más obvio que recibió la audiencia («esta es una historia sobre lo duro que es ir al instituto») y amplifica los componentes que generan esos mensajes (las pistas musicales, la composición de los planos y la incorporación de pequeñas referencias de la cultura pop con su propio significado autónomo). Los videoclubs pusieron ese proceso de deconstrucción al alcance de cualquiera que quisiera intentarlo. Hicieron también que fuera posible practicarle ese nivel de cirugía mental a cualquier película que se pusiera a tiro, no solo El club de los cinco, sino también Ciudadano Kane y Chinatown, y también Contacto sangriento, Troll 2 y Rocky III. No había que seguir un programa concreto ni respetar ninguna tradición. La cultura del vídeo echó por tierra la idea que se tenía hasta entonces de lo que era canónicamente relevante: una película podía ser importante por lo que era, pero también por lo que había dado pie, inexplicablemente, a que hicieran otros. De una película de serie B irrelevante podía extraerse un detalle interesante, readaptarlo en el contexto de una buena película y que aquello cambiara de forma drástica el significado de ambos filmes. Era algo que siempre había sido posible, solo que a la mayoría de la gente no le interesaba o no reparó en ello hasta la llegada de Quentin Tarantino. Tarantino hizo imposible no verlo. (...)
Kurt Cobain era una estrella de rock cuyo objetivo principal era criticar el concepto de estrellato en el mundo de la música. Seinfeld era una serie de televisión en la que los personajes aspiraban a hacer una serie de televisión exactamente igual a la que enmarcaba su existencia ficticia. Reservoir Dogs era la historia de un crimen falso con otra historia de un crimen falso en su interior, y esa realidad con tantas capas es la esencia de la acometida de Tarantino. (...)
Al intentar señalar defectos tradicionales, los críticos (sobre todo Turan) estaban describiendo inconscientemente el poder incendiario de la estética de videoclub. Los elementos que ellos ridiculizan habrían sido un problema para cualquier película que aspirara a ser otras cosas. Para una película que aspiraba a ser una película, eran fortalezas. (...)
Tarantino quería a Travolta en Pulp Fiction por las mismas razones por las que le había gustado en Urban Cowboy, Fiebre del sábado noche y Welcome Back, Kotter. Puede que la cultura hubiera cambiado pero, en los pasillos del videoclub, todas esas interpretaciones seguían siendo las mismas. Es como la diferencia filosófica entre ver el tiempo como lineal y creer que el tiempo pasa todo a la vez: Travolta seguía siendo Travolta, y Travolta era lo que Tarantino quería. Ese deseo, como señalaba Turan, era «introspectivo y egocéntrico». Pero es también la razón por la que Tarantino era la única persona que podría haber hecho esa película. (...)
La atracción por el deporte es tan individual y multifacética que intentar explicar por qué se da es como intentar explicar por qué a la gente le gusta enamorarse. El deporte puede ser lo que cada uno quiera que sea: escapista, político, simbólico, motivador. Pero en lo que coinciden todas esas proyecciones es en que el deporte es claro, al menos comparado con la realidad convencional: las reglas se recogen en un manual, los resultados no son negociables y el éxito o el fracaso son una extensión directa de la meritocracia fisiológica. A diferencia de la vida, el deporte hace que para una persona corriente sea fácil deducir quién es el bueno y quién es el malo, quién ha ganado y quién ha perdido. Y ese es el motivo por el que resulta tan fascinante que —hasta 1998— la División I del fútbol americano universitario impidiera deliberadamente que eso ocurriera. En el siglo XX, el baloncesto universitario era notablemente más popular que el profesional, debido en gran parte a su torneo de postemporada. La temporada regular universitaria quedaba (y queda) eclipsada por el torneo de 68 equipos que se celebra a finales de marzo. Para la mayoría de los equipos de baloncesto universitario de los noventa, el principal objetivo de toda la temporada era clasificarse para el torneo de la Asociación Nacional Deportiva Universitaria (NCAA, por sus siglas en inglés). El fútbol americano universitario, sin embargo, seguía usando un sistema que hoy parece contrario a la idea de competición, porque no contaba con ningún tipo de eliminatoria. La postemporada consistía en 38 equipos que jugaban un único partido, o bowl, y el título de campeonato nacional era solo humo. (...)
Es posible imaginar un futuro lejano en el que el único logro que la mayoría de las personas asocien con los noventa sea el auge fundacional de internet. En parte tiene que ver con la velocidad a la que se produjo: mientras que la Revolución industrial se desarrolló a lo largo de cincuenta años, la Revolución de internet necesitó solo diez (dos años arriba o abajo, según la edad y la formación del consumidor). La velocidad de esa transformación dividió a la población en tres grupos. Quienes en 1995 eran ya de mediana edad (digamos que cualquier persona nacida antes de la Segunda Guerra Mundial) podían ver internet como un brote interesante de modernidad al que no tenían por qué hacer demasiado caso. No era ni una necesidad ni una obligación. Llamaremos a esos individuos «grupo A». Luego están los nacidos después de 1985, a los que llamaremos «grupo C». Los individuos del grupo C no tienen apenas recuerdos formativos que no estén vagamente relacionados con la informática en red. No tienen ninguna noción de una existencia puramente analógica que no sea anecdótica. Al llegar a la edad adulta, a los individuos del grupo C se los clasificaría como «nativos digitales» (hasta que se convirtieran en la clase predominante y esa designación se volviera superflua). Solo el grupo del medio, el grupo B, se vio obligado a lidiar con una situación que reconstituyó la realidad sin cambiar nada del mundo físico. Esas generaciones entrelazadas —boomers y Generación X— serán las únicas que habrán experimentado ese cambio en directo, y que recordarán tanto el mundo anterior como el que vino después. «Si somos los últimos de la historia que conocen la vida antes de internet —diría Michael Harris en su libro The End of Absence—, somos también los últimos que hablaremos, por así decirlo, ambos idiomas de forma fluida. Somos los únicos traductores entre el Antes y el Después.» (...)
Instrucciones para llegar a cualquier sitio, recetas de repostería y pornografía no tradicional podían encontrarse en un mismo portal, gratis, al instante y temporalmente. Era más fácil comprar cosas y era más fácil venderlas. La letanía de diferencias mecánicas entre la vida cotidiana en 1993 y la vida cotidiana en 1998 es sobre todo una lista de avances menores que aceleraban actividades que en realidad tampoco eran tan complicadas. Pero eso es un poco como decir que el principal impacto del automóvil fue un declive en la compraventa de caballos. El espectro completo de consecuencias sociales y psicológicas que acompañó a la llegada de internet es demasiado amplio como para explicarlo o entenderlo (entonces, ahora o nunca). Amplió exponencialmente los parámetros de la existencia externa al mismo tiempo que redujo el tamaño material de la existencia interna. Permitió que cualquier persona tuviera al mismo tiempo dos identidades enfrentadas: la real y la virtual. Transformó la importancia de conceptos cuyo valor hasta entonces había sido estable y evidente (la soledad, la distancia, la memoria, el conocimiento). Y, lo que es más importante, recontextualizó todos los fragmentos de información que pasaban por su esfera, que acabaría abarcando toda la información disponible. (...)
Ese proceso, en mayor o menor medida, ya había ocurrido antes. Se habían dicho cosas parecidas sobre la televisión, la radio y la prensa escrita. Nadie discute que la tecnología ha estado cambiando constantemente la estructura de la sociedad. Pero esta vez había una diferencia de escala, de profundidad y de intensidad (...)
En 1972, la BBC emitió un programa de televisión de cuatro episodios titulado Ways of Seeing y presentado por el crítico de arte John Berger (sería adaptado más adelante en un libro del mismo título). El primer episodio tomaba como punto de partida la obra del filósofo alemán Walter Benjamin. En él se defendía que la capacidad del mundo moderno de «reproducir» con facilidad cualquier cuadro canónico a través de la fotografía modifica el significado del artefacto original, desvinculándolo del propósito original del artista. En los diez minutos finales del episodio, Berger le habla directamente a la cámara y hace dos observaciones. La primera es que el significado de un cuadro se ve manipulado no solo por cómo se ve, sino por lo que se observa inmediatamente antes o después. Berger explica que cualquier sonido o texto que acompañe a la imagen puede tener el efecto alienante de convertir algo accesible en algo inaccesible. Pero luego añade algo más, una advertencia sobre su propio argumento televisado: Recuerden que estoy controlando y utilizando para mis propios fines los medios de reproducción necesarios para la realización de estos programas [de televisión]. Las imágenes quizá sean como palabras, pero no hay diálogo. Ustedes no pueden responderme. Para que eso sea posible en los medios modernos de comunicación, el acceso a la televisión debe ampliarse más allá de sus estrechos límites actuales. Berger estaba analizando cuadros al óleo que tenían centenares de años, pero sin darse cuenta acababa de explicar lo que a la postre haría que la exploración de la cultura en la era de internet fuera tan distinta de la misma experiencia en el mundo de 1972 que produjo Ways of Seeing. La mayor parte del contenido de internet es una reproducción incompleta de algo que ya existe en otro sitio y que va apareciendo en una secuencia caprichosa decidida por el usuario. (...)
El futuro hipotético de Berger es nuestro presente ineludible. Y, aun así, fue su segunda observación, la referida a los «estrechos límites» de la televisión, la más profética, probablemente por casualidad. Esos límites estrechos han desaparecido. Internet ha convertido a los ordenadores en objetos casi (pero no del todo) inimaginables en 1972, en televisores con los que puedes hablar, y que te escuchan; en televisores que lo saben todo. En televisores hechos a partir de personas. (...)
Para la persona corriente con una vida corriente de los noventa, no hubo nada en su día a día que cambiara de forma tan drástica como su relación con el teléfono. No se trata únicamente de que solo 4,3 millones de estadounidenses tuvieran teléfono móvil en 1990 y diez años después, en 2000, 97 millones lo tuvieran, aunque eso contribuyó. Lo que cambió aún más fue la forma de ver y de priorizar el teléfono desde un punto de vista psicológico. La conexión telefónica fija tenía tal primacía que dictaba cómo se vivía la vida, y la universalidad de su papel en la configuración de la humanidad estaba tan arraigada que casi ni se tenía en cuenta. Era el elemento más importante de todos los hogares, y a nadie le importaba. (...)
No hay estadísticas que reflejen lo poco frecuente que era ignorar el timbre de llamada de un teléfono en 1990. Y tiene que ver con el hecho de que una pregunta así nadie la habría hecho (a nadie se le habría ni ocurrido). Era impensable. Por un lado, el timbre de un teléfono de disco convencional sonaba a 80 decibelios, para que pudiera oírse en todas las habitaciones de una casa de dos plantas. Por otro, un teléfono que no tuviera contestador sonaría sin parar hasta que la persona al otro lado de la línea desistiera. Tenías que contestar al teléfono para que dejara de sonar. Pero la principal razón por la que todo el mundo contestaba siempre al teléfono era por la imposibilidad de saber quién estaba al otro lado de la línea. Cada teléfono que sonaba era, potencialmente, un acontecimiento que podía cambiarte la vida. Podía ser un comercial que quería venderte algo, pero también una muerte en la familia. Podía ser tu vecino, pero también el gobernador, y solo había una forma de averiguarlo. Era un dispositivo extraordinariamente democrático: todas las llamadas entrantes eran igual de importantes, hasta que se probaba lo contrario. Si alguien confinado en su casa quería evitar una conversación concreta, la única solución era descolgar el teléfono y no recibir ninguna llamada. Los tiempos cambian, porque eso es lo que hacen los tiempos. (...)
Todo el mundo se preocupa ahora por la adicción a los móviles, pero el teléfono fijo ejercía un control mucho mayor sobre su propietario. Si estabas esperando una llamada importante tenías que sentarte en el salón de tu casa a esperarla. No había otra opción. Si no sabías dónde estaba alguien, no quedaba otra que esperar a que esa persona quisiera que la encontrasen. Tenías que confiar en los demás, y ellos tenían que confiar en ti. Si hacías planes por teléfono y salías de casa, esos planes no podían cambiarse: todo el mundo tenía que estar donde había dicho que estaría, y todo el mundo tenía que llegar cuando había dicho que llegaría. La vida estaba más pautada y era menos fluida, y la dictaba una máquina que no quería (ni podía) desvelar su ubicación. Y aun con esas limitaciones fascistas, el aparato en sí mismo parecía ser mucho menos importante. Era un electrodoméstico no muy diferente del lavaplatos. La idea de comprar un teléfono nuevo cada dos años3 habría parecido tan descabellada como instalar un nuevo váter un Acción de Gracias de cada dos. No había nada de emocionante ni de provocador en un teléfono. No tenía ninguna relación con el sentido de la estética personal ni con la independencia (todos los miembros del hogar compartían un mismo número). El teléfono se suponía que cumplía una función concreta, y ni siquiera se daba por supuesto que se pudiera confiar en él del todo. En Singles, una película de 1992, el protagonista (Campbell Scott) llama borracho a la mujer de la que está enamorado (Kyra Sedgwick) desde la cabina de una sala de conciertos, pero su declaración incoherente se pierde cuando la cinta del contestador de Sedgwick se enreda. En solo una década, los dos lados de esa ecuación estarían obsoletos. Los teléfonos de pago desaparecerían y los contestadores analógicos serían reemplazados por los buzones de voz digitales. Pero esa escena sigue siendo una representación muy eficaz de lo que era la comunicación de fijo a fijo a principios de los noventa: parecía todo lo buena que podía ser, y sus defectos no resultaron ser inaceptables hasta que ya estuvieron erradicados. (...)
A veces parece que 1995 fue el año en el que empezó el futuro. Ocurre sobre todo si el último libro que has leído es 1995: The Year the Future Began, de W. Joseph Campbell, que viene a decir eso mismo. Fue, sin duda alguna, un año crucial para las operaciones más básicas de internet. Surgió Netscape Navigator, un navegador web viable y práctico (el programario para instalarlo costaba 39 dólares). Un emprendedor de San Francisco con una incipiente calvicie, Craig Newmark, puso en marcha una página web llamada Craigslist, una alternativa a los anuncios clasificados que acabaría sin querer con la industria de la prensa escrita en Estados Unidos. Amazon empezó a operar ese mismo verano, aunque solo vendía libros. La Asociación del Dialecto Estadounidense declaró que «World Wide Web» era una de las palabras del año, tras haberle otorgado esa misma categoría a «cíber» en 1994 y a «super autopista de la información» en 1993 (romperían el molde en 1996, cuando la palabra del año fue «mamá», pero como término peyorativo en determinados contextos). Pero 1995 seguía siendo un periodo en el que internet era sobre todo algo sobre lo que especular, y no tanto algo que usar. Solo un 14 % de los estadounidenses adultos se habían conectado a internet en alguna ocasión. (...)
«La era digital es como una fuerza de la naturaleza: ni se la puede negar ni se le puede poner freno —diría Nicholas Negroponte en El mundo digital, el libro que publicó en 1995—. Tiene cuatro cualidades muy importantes que la llevarán al éxito final: descentralización, globalización, armonización y empoderamiento.» Lo más convincente de esa afirmación no es lo que defiende, ni el hecho de que Negroponte tuviera (en gran parte) razón. Lo convincente es el vigor de su convicción. Negroponte no estaba diciendo que aquello era algo que podía pasar: estaba declarando que era imposible que no ocurriera, y que esa transformación ineludible era intrínsecamente buena. Ese mismo año, Bill Gates, multimillonario gracias a la tecnología, publicó Camino al futuro, también un libro que presentaba el cambio tecnológico con un optimismo casi maníaco. En su libro, Gates emplea el mismo lenguaje utilizado en una circular interna dirigida a sus empleados de Microsoft en la que comparaba internet con un tsunami que se llevaría por delante a cualquiera que no supiera aprender a «nadar en sus olas». (...)
El optimismo se alimentaba de una forma simplista de marxismo a medida entremezclado de libertarismo social, aunque semejante terminología política seguía siendo tabú y raras veces se expresaba. Pero lo que venía a decir era que internet erradicaría los obstáculos institucionales que tradicionalmente solo podían superarse con dinero o estatus. Ese proceso democratizaría la cultura en su conjunto. Aplanaría la jerarquía, y haría que la sociedad se reiniciara desde cero. En la esfera digital, esa premisa era ya evidente, al menos desde el punto de vista social: llegar a ser «famoso en internet» no tenía ninguna relación con la fama en el mundo convencional (...).
Sería fácil preocuparse por las consecuencias de que un algoritmo dictamine la construcción de la realidad, pero aún más fáciles nos ha hecho Google muchos aspectos de nuestra vida cotidiana. Seguimos analizando, décadas después, los cambios mentales y sociológicos de una tecnología que proporcionó a todo el mundo el mismo acceso a un cuerpo calloso común. Le dio la vuelta a la definición de lo que quiere decir ser una persona inteligente: ahora es posible saber un poco de todo y no recordar nada. Con los años, los sociólogos le darían a ese fenómeno un nombre: el «efecto Google», a veces llamado también «amnesia digital». Pero el deterioro de la memoria es solo una pequeña parte de la transformación. La sociedad se aplanó, y todos los sistemas de información se volvieron idénticamente accesibles. Los pensamientos arbitrarios que se volcaban online no desaparecían, lo que generó la falsa impresión de que esos pensamientos quizá no habían sido nunca arbitrarios. Internet era de repente una herramienta de uso universal, de ningún modo exclusiva de los llamados geeks y nerds. Era una herramienta apta para cualquiera, capaz de conseguir objetivos muy específicos de forma rápida e innovadora. En la era anterior a Google, internet había cambiado lo que pensaba la gente sobre los ordenadores y la comunicación. En la era post-Google, internet cambió lo que la gente pensaba sobre la vida. (...)
Los noventa se definieron, desde el punto de vista tecnológico, por una reinvención de la comunicación humana y por el poder creciente de la informática en red. Parece lógico pensar que esa reinvención debería explicar cualquier diferencia psicológica entre una persona de veinticinco años en 1989 y otra de la misma edad en 2001. Pero, por otra parte, la diferencia entre un adulto joven de 1969 y otro de 1981 era igualmente dramática, y ambas versiones de esa persona de veinticinco años empleaban herramientas de comunicación que eran en esencia idénticas. Así que, ¿cómo sabemos que ha sido internet lo que ha transformado el cerebro de la gente? ¿Cómo sabemos que esos cerebros no iban a cambiar de todos modos? La respuesta breve es que no lo sabemos. La respuesta larga es que determinadas dinámicas sociales se invirtieron tan rápido que habría sido imposible que sucediera sin algún tipo de causa no natural, y todas las explicaciones razonables van a parar en un momento u otro a la comunicación online. Pensemos, por ejemplo, en la idea de la privacidad, tal como se aplica a la noción de doxing o doxeo. La palabra dox tiene su origen en la cultura hacker de principios de los noventa y es una abreviatura de la palabra «documentos». Doxear a alguien es publicar su información personal online, exponiendo a esa persona a todo tipo de amenazas y ataques en la vida real. El doxeo ha llegado a considerarse una forma de violencia en sí misma. Lo que podría considerarse gracioso es que, antes de internet, la mayoría de los estadounidenses se doxeaban a sí mismos. Sus direcciones y números de teléfono aparecían en el listín telefónico, que se distribuía anualmente a todos los hogares de forma gratuita. Los abonados a la red telefónica debían pagar una cuota mensual en caso de no querer que su teléfono figurara en esa lista.910 Y ni siquiera era necesario tener el listín físico para acceder a esa información: no había más que llamar a información telefónica y solicitar una conexión inmediata con el teléfono de casi cualquier persona, sin su consentimiento. (...)
En la actualidad, más del 90 % de la moneda mundial es digital. Existe solo como concepto numérico. El dinero tiene valor únicamente porque lo hemos acordado así. Ese valor es ilusorio y depende de nuestra voluntad colectiva de aceptar que la ilusión es real. Y para que esa ilusión siga funcionando a perpetuidad, hace falta que el dinero sea de algún modo finito. Si un ciudadano cualquiera pudiera hacer 10.000 copias idénticas de un billete de dólar, no habría creado 10.000 nuevos dólares de igual valor: habría devaluado imperceptiblemente toda la moneda disponible. Y si 14.000 personas hicieran lo mismo cada minuto, el valor de un billete de un dólar quedaría reducido a la nada. Eso es lo que el intercambio de archivos hizo con la música. (...)
(...) el poder de internet es tan inmersivo y absoluto que parece que haya existido desde antes de que lo hiciera y que su encarnación actual es la que siempre ha tenido (...).
La permeabilidad de la pantalla. El tránsito posible entre quien mira y quien es mirado. La voluntad de ser visto, reconocido, admirado. Una idea al alcance de todos, de cada uno de nosotros. Se acabó la necesidad de construir, de crear, de inventar para tener derecho a nuestros «quince minutos de fama». Bastaría con mostrarse y permanecer en el encuadre, frente al objetivo. La llegada de nuevos soportes no tardaría en acelerar el fenómeno. A partir de entonces, la gente existiría gracias al incremento exponencial de sus propias huellas, en forma de imágenes o de comentarios, unas huellas que pronto descubriríamos imborrables. Internet y las redes sociales, accesibles a todo el mundo, no tardarían en tomar el relevo de la televisión y en ampliar considerablemente el abanico de posibilidades. Mostrarse por fuera, por dentro, por todas partes. Vivir para ser vistos, o vivir vicariamente. La telerrealidad y sus variantes testimoniales se extenderían poco a poco a los más variados ámbitos, imponiendo durante largo tiempo sus códigos, su vocabulario y sus modos narrativos. Sí, ahí fue donde todo empezó. (...)
La preeminencia de la figura de Bell era un producto de la época: aunque era fácil estar loco a principios de los noventa, a los locos con ideas parecidas no les resultaba fácil organizarse. En la era anterior a internet, sostener teorías conspirativas solía querer decir sostenerlas en solitario, es decir, leer libros desacreditados, escribir cartas a revistas minoritarias y escuchar Coast to Coast AM a solas en tu garaje. La idea de que una teoría de la conspiración sin ninguna base pudiera tener algún impacto en la política real (o ser semivalidada por un periódico convencional) era absurda. Solo internet pudo hacerlo posible. Antes de las redes sociales, no había manera de medir el tamaño de una población conspiranoica y los individuos que promovían ideas poco convencionales renunciaban a su credibilidad ante la mirada pública. La película que Oliver Stone estrenó en 1991, JFK, lidiaba con una idea conspirativa que la mayoría de los estadounidenses aceptaba: la de que en el asesinato de John F. Kennedy había participado más de un francotirador. Pero JFK fue ridiculizada por buena parte de las publicaciones serias, en ocasiones incluso antes de su estreno. Se trató a Stone de loco por darle alas a una posibilidad en la que la mayoría de la gente creía.1 El programa de radio de Bell fue un faro de medianoche para los loquitos profesionales pero no normalizó el underground antisocial. Lo que sobre todo hizo Coast to Coast fue perpetuar la suposición de que los conspiranoicos eran narradores no fiables y bichos raros divertidos. Lo que sí que normalizó a los teóricos de la conspiración fue Expediente X, una serie de ciencia ficción estrenada en la Fox en 1993 y protagonizada por dos agentes del FBI que investigaban casos criminales relacionados con monstruos y fenómenos inexplicables. Los agentes se llamaban Fox Mulder y Dana Scully. Mulder, interpretado por David Duchovny, creía en todas las teorías de la conspiración, en parte porque su hermana había sido abducida por extraterrestres cuando él tenía doce años. Scully, interpretada por Gillian Anderson, era una médica que no creía en nada que no pudiera explicar la ciencia. Gran parte de la tensión creativa de la serie surgía de la interacción entre Mulder y Scully, una relación platónica que parecía especialmente sexi por el hecho de que no hubiera nada sexual entre ellos (y cuando finalmente lo hubo los fans se sintieron decepcionados). (...)
La televisión es un medio de personajes, y los espectadores tienden a vivir las series de televisión a través del personaje que aparece en pantalla que les cae mejor. Para más o menos la mitad de la audiencia de Expediente X, ese personaje era Fox Mulder, un neurótico guapo y sarcástico definido por una frase que acabaría convertida en un meme: «Quiero creer». No era solo que Mulder estuviera convencido de que las conspiraciones eran reales, sino que él quería que lo fueran, tanto para explicarse cómo funcionaba el mundo como a modo de confirmación de su propio sentido del yo. Mulder era un tipo de conspiranoico aceptable y deseable: una persona inteligente e independiente que hacía muchas preguntas pero que seguía atendiendo a la razón. Si alguien se veía como Fox Mulder, no era porque se viera como el tipo de loco histérico que llamaba al programa de Art Bell; se veía como una persona curiosa, de mente abierta y normal. Y esa era una normalidad que era nueva. (...)
Los esteroides anabólicos son derivados sintéticos de la testosterona, y la testosterona hace crecer los músculos. Pero esa es solo parte de la ventaja que conceden, y podría decirse que ni siquiera es la más importante: lo que los esteroides permiten a los deportistas es entrenarse más y recuperarse antes. Tienen también un impacto psicológico doble: un bateador que toma esteroides sabe que tiene una ventaja física, y un lanzador que sospecha que el bateador que tiene delante está dopándose se sentirá menos capaz de ponerlo en aprietos. Esos detalles ya no nos son desconocidos. Pero, en los noventa, lo que se sabía sobre los esteroides era menos sofisticado. Se creía que un atleta al que le inyectaran esas sustancias se volvía más fuerte al instante, casi como si los esteroides fueran una poción mágica. Dado que las personas racionales están programadas para creer que la magia no existe, parecía ilógico pensar que los esteroides podían convertir un mal jugador en uno bueno, o un jugador bueno en uno excelente. Que los deportistas eran cada vez más grandes y más rápidos era evidente a simple vista, pero eso llevaba décadas pasando. Cada generación era más grande y más rápida que la anterior. Había también cierto desacuerdo marginal sobre hasta qué punto doparse podría ayudar a un deportista a llevar a cabo un ejercicio complejo. (...)
La portada del 15 de julio de la revista Time no se anduvo con rodeos: «Los yanquis al rescate: la historia secreta de cómo unos consultores estadounidenses ayudaron a Yeltsin a ganar». Décadas más tarde, la idea de interferir en las elecciones de otro país (y en particular en las de Rusia) ha adquirido un matiz más siniestro, y existe la tentación revisionista de declarar que se exageró el papel desempeñado por Estados Unidos. Pero ocurrió, y es casi inconcebible imaginarse a Yeltsin ganando las elecciones si no hubiera sido así. Como líder de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, Yeltsin había sido el triunfador indiscutible en las primeras elecciones democráticas de 1991, pero su país estaba empantanado en el caos que cabría esperar de una gigantesca masa continental que estaba pasando del comunismo controlado por el Estado a la democracia soberana capitalista. El Parlamento ruso intentó destituir a Yeltsin en 1993, pero el presidente desplegó al ejército para conservar el control. Había quien decía, medio en broma, que los índices de aprobación de Yeltsin estaban por debajo de los de Stalin, un dictador tiránico que llevaba muerto cuarenta años. Todo apuntaba a que Guennadi Ziugánov, el líder del Partido Comunista Ruso, ganaría las elecciones de 1996 y puede que por un margen amplio. Desde la perspectiva estadounidense, cualquier retorno al comunismo, por descafeinado que fuera, era un paso atrás. Yeltsin (que estaba el último en las encuestas preelectorales) era lo opuesto al candidato perfecto, pero era la mejor opción disponible y a Clinton le caía bien.1 El presidente norteamericano le ayudó a conseguir un préstamo de 10.200 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional. (...)
Ha habido muchas versiones de la nueva sinceridad, todas ellas unidas por lo mismo: la defensa de que las personas deberían ser francas sobre lo que sienten, y de que quienes consumen arte no deberían premiar a los artistas que usan el distanciamiento emocional a modo de muleta intelectual. A finales de los ochenta hubo una escena musical New Sincerity en el este de Texas, aunque los músicos eran demasiado sinceros para triunfar en el ámbito nacional. En septiembre de 1991, Esquire publicó un extenso reportaje sobre la nueva sinceridad que sobre todo se burlaba de la idea, y en el que se afirmaba que hábitos como la cocaína formaban parte de la vieja sinceridad («te hacía improvisar, mentir y engañar por diversión»), mientras que el éxtasis era una droga para la nueva sinceridad («acaba con la ironía»). Esquire utilizó dos portadas diferentes para el número: una con David Letterman sonriendo y otra con David Letterman con el ceño fruncido. La teoría era que las personas que estaban a favor de la nueva sinceridad querrían el ejemplar en el que Letterman ponía buena cara. (...)
La no implicación emocional hacía que ciertas contradicciones fueran divertidas y enriquecedoras. Era posible ver Pavement como la mejor banda de la década y a la vez como cinco tipos que no se lo tomaban muy en serio (y que ridiculizaban a cualquier banda rival que lo hiciera). Una película como Happiness, de Todd Solondz, era un fino análisis de la soledad y un retrato perturbador de la pedofilia, pero también era muy divertida (sobre todo en momentos que en un contexto real serían tremendamente tristes). El proceso de destitución de Bill Clinton era a la vez serio (debido a las implicaciones) y cómico (por las circunstancias). Si todo te daba igual, cualquier situación podía ser graciosa. Y eso incomodaba a las personas reflexivas, incluso en relación a los momentos de mayor alegría. ¿No deberían ser las mejores cosas de la vida también las más importantes? ¿No debería la ficción estar imbuida de la misma moralidad que la realidad? ¿Para qué sirve el arte si no para conectar con lo más hondo de otras personas? ¿Y acaso decir de algo que «es tan malo que es bueno» no es una forma como otra de evitar la maravillosa incongruencia de pensamientos y sentimientos? Lo que constituía el quid del problema psicosomático era creer que debías sentirte culpable por disfrutar de algo que en realidad no te importaba. La solución era ser menos cínico, y una forma de conseguirlo era elevar la expresión de la sinceridad. Pero intentar ser sincero a propósito es como intentar ser espontáneo siguiendo órdenes: acaba teniendo el efecto contrario. (...)
Todos los periodos históricos transcurridos les han parecido sin precedentes a las personas que los vivieron; nadie ha pensado nunca que el proverbio chino «Que vivas en tiempos interesantes» no se aplicaba a la vida que precisamente estaba viviendo. Algo interesante sobre el momento actual —ya que la actualidad es el único lugar en el que podemos estar— es que si le preguntas a una persona joven de Estados Unidos con una formación media que identifique el origen de la mayoría de los problemas del país hay muchas probabilidades de que su respuesta sea «el capitalismo». Las encuestas realizadas durante los mandatos presidenciales de Donald Trump y Joe Biden muestran sistemáticamente que las personas de entre dieciocho y veintinueve años tienen una visión más positiva del socialismo que del capitalismo (...).
en ese sentido el momento actual no tiene nada que ver con los noventa. En aquella época, si le hubieran preguntado a una persona joven de Estados Unidos con una formación media que identificara el origen de la mayoría de los problemas del país, la respuesta más probable no habría sido «el capitalismo». La respuesta más probable habría sido «el comercialismo». Ese cambio da pie a una pregunta capciosa: ¿cuál es la diferencia ideológica de fondo entre esas dos quejas generacionales? A primera vista, parecen dos cepas distintas de un mismo cinismo. Pero eso no es del todo preciso. El odio al comercialismo es inconscientemente optimista. Parte de la premisa (tal vez ingenua) de que, de por sí, las cosas tienen mérito, al margen de lo que sean esas cosas. Los males sociales solo se derivan de la manera en que se presentan esas cosas. El arte es intrínsecamente bueno, pero los intentos de hacerlo digerible por parte de los que no entienden de arte lo convierten en malo. Mola llevar franela, pero no que alguien lleve franela para molar. La Navidad es maravillosa, pero escuchar «Jingle Bells» en un centro comercial a mediados de noviembre es perverso. El problema del comercialismo es el objetivo que persigue, y eso es algo que puede reconocerse en el envoltorio con el que te venden algo. No es lo mismo que el odio al capitalismo, donde el problema es la cosa en sí. (...)
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