Llené todos los formularios enfrente de ella y acudí a mis primeras clases esa misma tarde y de inmediato caí hechizado por la literatura. Aún no sé exactamente por qué. No fue un libro o un autor específico, sino el concepto de la ficción, la idea fundamental de contar historias, la noción de que la literatura, de una manera muy real, también podía ser una boya. Y empecé a leer. Me convertí en lector. (...)
Desde que escribí mi primer libro, quizás desde antes, me he sentido cerca del suicidio. Pero del suicidio, siempre creí, como algo literario. Los cuatro del Viejo Testamento (Sansón, Saúl, Abimelec y Ajítofel), y mi favorito del Nuevo Testamento (Judas Iscariote). Los dos primeros y honrosos suicidios de la mitología griega (Yocasta, la madre de Edipo, ahorcándose, y Egeo lanzándose al mar). La hermosa y tenebrosa descripción que hace Dante de los suicidas cuando visita con Virgilio el séptimo círculo: debajo de los herejes en llamas y los asesinos calcinándose para siempre en ríos de sangre hirviendo, hay una selva oscura y sin senderos donde las almas de los suicidas crecen en forma de espinas enredadas y venenosas, mientras las picotean unas harpías con cuerpos de pájaro y rostros humanos, repitiendo así eternamente la violencia que esa alma se ha causado a sí misma. Las palabras de Libanio el sofista sobre las personas de la antigua Atenas que deseaban morir, y los magistrados del Senado que mantenían siempre un suministro de cicuta para ayudarlos: «Aquel que ya no quiera vivir deberá expresarle sus razones al Senado, y tras recibir autorización oficial, deberá quitarse la vida; si tu existencia te resulta odiosa, muere; si te sientes abrumado por el destino, bebe cicuta». Los suicidios ejemplares de los estoicos, quienes sostenían que la muerte por mano propia, dadas las condiciones adecuadas, era una opción éticamente justificable. Zenón, su fundador, ya demasiado viejo y débil para contribuir a la sociedad, y tras una caída en la cual se rompió el dedo del pie, dejó de respirar hasta quitarse la vida. Catón el Joven, negándose a vivir en un mundo gobernado por su enemigo Julio César, y rehusando otorgarle a éste el poder de perdonarlo, se suicidó tirándose sobre su propia espada (...).
Epícteto, en Disertaciones, habla del suicidio como una puerta abierta. Si hay humo en la habitación, dice, pero no mucho, él se quedará; pero si el humo es ya demasiado, él saldrá. Uno debe recordar, dice, y mantenerse fiel a ello, que la puerta está siempre abierta. (...) Soy, somos, un suicidio en ciernes. Estamos todos a una o dos o quizás tres desgracias —la muerte de un ser querido, el deterioro físico o mental, la depresión o enfermedad, el dolor crónico, las deudas, la esclavitud u opresión— de sentirnos tentados por esa puerta abierta, por esa espada, por esas pastillas celestes en el botiquín del baño, por ese árbol. ¿Cuánto humo es, para mí, ya demasiado humo? Sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio, escribió Camus. Y es que al final, escribió Camus, uno necesita más coraje para vivir que para quitarse la vida. ¿Me suicido?, se preguntó o supuestamente se preguntó Camus, ¿o me preparo un café? (...)
Empezar a escribir fue la consecuencia de haber leído demasiados libros, de haberme llenado de demasiados libros. Fue el derrame. Yo nunca había escrito nada literario. Apenas podía redactar una oración en español, mucho menos un cuento completo (es escritor, decía Roland Barthes, aquel para quien el lenguaje es un problema). Pero estaba convencido, sin duda románticamente, debido a todos los cuentos y novelas que había leído, que cualquiera que anhelaba ser escritor tenía que viajar a París. (...)
Empezar a escribir fue la consecuencia de haber leído demasiados libros, de haberme llenado de demasiados libros. Fue el derrame. Yo nunca había escrito nada literario. Apenas podía redactar una oración en español, mucho menos un cuento completo (es escritor, decía Roland Barthes, aquel para quien el lenguaje es un problema). Pero estaba convencido, sin duda románticamente, debido a todos los cuentos y novelas que había leído, que cualquiera que anhelaba ser escritor tenía que viajar a París. (...)
"Me despertaba en las mañanas con dolores de cuerpo y una fiebre que sólo iba aumentando, pero igual me obligaba a mí mismo a salir al frío y sentarme en cafés a tomar expresos mientras me sentía fatal y garabateaba mis primeros y muy mediocres conatos de cuentos (tú querías escribir un cuento antes de saber escribir una línea, me diría luego un amigo filósofo) y leía las novelas largas de Hugo, de Flaubert, de Zola, de Balzac. También descubrí y leí las novelas cortas de Perec y Duras. Leí a Bolaño, cuando Bolaño aún no era Bolaño. Leí todos los libros que pude encontrar de Cormac McCarthy y de Thomas Pynchon y del más reciente premio Nobel, Günter Grass. Me pasaba los días leyendo libros de la misma manera que el famoso bibliófilo Jakob Mendel, quien leía —escribe Zweig— como otros rezan, como los apostadores apuestan, como los borrachos se quedan con la mirada perdida en el vacío. Mi ideología era esta: no había suficientes horas en el día para leer todos los libros que necesitaba leer, y no había suficientes libros en el mundo. (...)
En aquel tiempo, en París, yo estaba en mi primera fase de lector. Es decir, la fase de alguien que, cualquiera que sea su edad, acaba de descubrir la magia de los libros y siente la necesidad de leerlos todos. La lectura, entonces, como acto personal de anarquía o como inmolación literaria (dependiendo si uno está más próximo a Emma Bovary o a don Quijote). Leer como si la literatura fuese una droga. El lector junkie. Unos años después —es decir, después de París—, cuando ya estaba aprendiendo y afinando la artesanía de la escritura, aquella manera embriagadora de leer dio paso a una segunda fase: el lector artesano. Hoy todavía puedo ver la evidencia de esa forma de leer cuando hojeo mi viejo y gastado ejemplar de Los cuentos completos de Hemingway, o Un buen hombre es difícil de encontrar de O’Connor, o Ficciones de Borges, o Dublineses de Joyce. Los comentarios que anoté en los márgenes de los libros que leí en aquel tiempo no son los comentarios de un lector buscando pasajes hermosos o significados profundos, sino los de un lector que quiere descifrar la artesanía de la escritura. ¿Cómo hace Cheever para lograr una frase tan vigorosa? ¿Qué hace Kafka para que un cuento sea desasosegante? ¿Por qué es tan efectivo el tono de Woolf? Un escritor aspirante aprendiendo a tocar su instrumento —el lenguaje— de la misma manera en que un guitarrista aspirante busca su camino hacia el estilo y la técnica de Clapton o Hendrix. (...)
Unos años después, cuando ya había escrito y publicado un puñado de libros —o sea, dejado atrás el tocar sólo canciones de otros—, ingresé en una tercera fase: el lector hijo de puta. Ya no me sentía obligado a leer más de unas cuantas páginas si sentía que las palabras no estaban bien pulidas («No pretendo soportar nada que pueda abandonar», escribió Edgar Allan Poe en una carta al periodista John Beauchamp Jones). Ya no toleraba frases flojas, ni cacofonías indeseadas, ni lugares comunes, ni palabras que yacían medio muertas en la página. Con el tiempo llegué a comprender que este examen petulante de la prosa de los demás era una consecuencia natural del meticuloso y exigente examen de la mía. Comprendí o más bien racionalicé que tenía ahora muy poco tiempo para la lectura, y que necesitaba aprovechar ese tiempo. Pero también comprendí que me había convertido en un lector impaciente e intolerante. Sigo en esa tercera fase, sigo siendo un lector hijo de puta, pero uno que desea o implora que algún día le llegue una cuarta fase. (...)
Los años han erosionado muchos de los detalles de aquellas semanas de fiebre en París. He olvidado casi todas las novelas que leí y, por suerte, todos los cuentos que intenté escribir. Pero nunca he olvidado la pálida y firme pantorrilla de aquella chica mientras subía las gradas delante de mí. Recuerdo el ángulo de su curvatura, el tono exacto de blanco, una peca solitaria en la parte superior. Recuerdo su pantorrilla con tanta claridad que hasta podría dibujarla, si yo supiese dibujar. Aún no comprendo por qué una imagen tan pasajera terminó fijándose en mi memoria. Ni tampoco comprendo por qué sigo escribiendo sobre ella décadas después. Quizás sea porque un escritor en París nunca escribe sobre París, sino sobre las migas de magdalena mojada en un té de flor de tilo. O quizás sea porque aquella noche helada en París, saliendo de la estación de metro como si estuviese emergiendo de las entrañas mismas de la ciudad, resultó ser una de mis noches más oscuras. Yo sabía que toda mi vida hasta ese momento había sido vivida por alguien que ya no existía, o por alguien que ya no quería existir. Estaba solo y enfermo y abandonado y completamente perdido y de pronto algo en la blancura de una pantorrilla en plena noche de invierno hizo que me sintiera vivo de nuevo, aunque sólo haya sido por unos segundos. Pero, a veces, unos segundos nos bastan. (...)
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