Entender cómo funciona un chiste no tiene por qué arruinarlo, del mismo modo que entender cómo funciona un poema no lo estropea. En esta, como en otras cuestiones, la teoría y la práctica pertenecen a esferas distintas. Conocer la anatomía del intestino grueso no supone ningún obstáculo a la hora de disfrutar de una comida. Los ginecólogos pueden tener una vida sexual satisfactoria, y los obstetras pueden quedarse embobados mirando un bebé. Los astrónomos que se enfrentan a diario con la absoluta insignificancia de la Tierra en el contexto del universo no se dan a la bebida ni se tiran por un barranco, o al menos no por ese motivo. (...)
Las teorías sobre el humor pueden resultar tan útiles como las teorías sobre la poligamia o la paranoia, siempre que se caractericen por cierta humildad intelectual. Como cualquier hipótesis fructífera, tienen que reconocer sus propios límites. Siempre habrá casos anómalos, enigmas sin resolver, consecuencias incómodas, implicaciones poco convenientes y cosas de ese tipo. Las teorías pueden estar plagadas de discrepancias y aun así ser productivas, igual que una foto borrosa de alguien puede ser más útil que no tener ninguna, e igual que, si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo aunque sea mal. El sin par William Hazlitt cita a Isaac Barrow cuando observa que el humor es un fenómeno tan «versátil y proteico» que resulta imposible dar con una definición exhaustiva de él: A veces está escondido en una pregunta maliciosa, en una respuesta aguda, en un razonamiento estrafalario, en una insinuación ladina, en la astucia o la inteligencia con que anulamos o devolvemos una objeción; a veces está emboscado en un discurso planteado de manera audaz e imaginativa, en una ironía ácida, en una hipérbole exuberante, en una metáfora desconcertante, en una conciliación plausible de elementos contradictorios, o en el más puro sinsentido […] una mirada o un gesto imitativos pueden ser una muestra de humor; a veces lo conforma una simplicidad fingida, otras veces una franqueza presuntuosa; a veces surge simplemente de un feliz encontronazo con algo extraño; otras, de exprimir con habilidad un tema obvio; con frecuencia, consiste en una cosa que no se sabe qué es, y que brota sin que se pueda explicar cómo […]. Es, en resumen, una forma de hablar llana y sencilla […] que, por medio de una sorprendente tosquedad conceptual o expresiva, afecta y divierte a la imaginación, mostrando al hacerlo cierto asombro y exhalando a la vez cierto placer. (...)
La risa es un fenómeno universal, lo cual no significa que sea un fenómeno uniforme. En un ensayo titulado «La dificultad de definir la comedia», Samuel Johnson observa que, aunque los seres humanos han sido sabios de muchas maneras, siempre se han reído de la misma manera, pero esta afirmación es claramente cuestionable. (...)
La sonrisa es visual, y la risa es ante todo sonora; sin embargo, cuando T. S. Eliot habla en La tierra baldía de una «risita de oreja a oreja», está fusionando los dos fenómenos. (...)
la risa también puede transmitir una amplia gama de disposiciones emocionales: puede ser alegre, sarcástica, taimada, estrepitosa, afable, maligna, burlona, desdeñosa, nerviosa, aliviada, cínica, cómplice, petulante, lasciva, incrédula, avergonzada, histérica, empática, inquieta, estupefacta, agresiva o sardónica, por no hablar de la risa meramente «social», que no tiene por qué expresar diversión en absoluto.[3] De hecho, la mayoría de las clases de risa que acabo de enumerar tienen poco o nada que ver con el humor. La risa puede ser una señal más de alegría que de diversión, aunque es más probable que uno considere que algo es gracioso si se siente eufórico. (...)
Así pues, la paradoja es que, aunque la risa es una cuestión que pertenece al ámbito del significante —un mero sonido sin sentido alguno—, está codificada socialmente de arriba abajo. Es un hecho físico espontáneo (al menos en la mayor parte de los casos), pero socialmente particular, y por lo tanto se sitúa a caballo entre la naturaleza y la cultura. (...)
En cuanto pura enunciación que no expresa nada más que a sí misma, la risa carece de un sentido intrínseco, como el grito de un animal, pero pese a esto está muy cargada de significados simbólicos. En este aspecto, guarda cierto parentesco con la música. La risa no solo no tiene un sentido inherente, sino que en su dimensión más desenfrenada y convulsiva conlleva la desintegración del sentido, mientras el cuerpo desgarra el discurso, volviéndolo fragmentario, y el ello arroja al yo a un caos momentáneo. Como sucede con la tristeza, el dolor intenso, el miedo extremo o la furia ciega, la risa verdaderamente estrepitosa implica una pérdida del control del propio cuerpo: este se nos va temporalmente de las manos y retrocedemos hasta un estado de falta de coordinación propio de la infancia. Es, de un modo muy literal, un trastorno físico. (...)
La risa nos recuerda nuestra afinidad con los demás animales, lo cual es irónico, desde luego, ya que ellos no se ríen, o al menos no lo hacen de un modo tan perceptible. En este sentido, la risa es algo animal y, a la vez, distintivamente humano: una imitación del ruido de las bestias, pero impropia de las bestias. También es, por supuesto, uno de los placeres humanos más comunes y generalizados. En El libro de la risa y el olvido, Milan Kundera alude a ello citando a la feminista francesa Annie Leclerc: «Estallidos de risa imparable, apresurada, desatada, risa magnífica, suntuosa y loca [...], risa de placer sensual, placer sensual de la risa; reír es vivir profundamente». La risa, por lo tanto, tiene un significado, pero también implica la fragmentación del significado en puro sonido, en espasmo, en ritmo y en respiración. Es difícil formar frases impecables cuando uno está revolcándose descontroladamente por el suelo. La alteración del significado coherente que se encuentra en tantos chistes se refleja en la naturaleza desintegradora de la propia risa. Este desajuste temporal del sentido es muy evidente en el humor absurdo, en el placer de decir o escuchar chorradas y en el surrealismo de cualquier especie, pero en realidad está presente en todas las formas eficaces del humor. En cierto modo, la risa representa el desplome o la alteración temporal del ámbito de lo simbólico —de la esfera del sentido organizado y claro—, mientras que, al mismo tiempo, no cesa jamás de depender de dicho ámbito. Al fin y al cabo, por lo general nos reímos de alguna persona, de algún acontecimiento, de alguna declaración o situación, salvo que nos hayan hecho cosquillas o estemos combatiendo un ataque de tristeza o mostrando el placer que sentimos por estar con alguien; y esto implica el empleo de conceptos, de ahí que algunos autores hayan afirmado que los animales no lingüísticos no se ríen. La risa es una forma de expresión que surge directamente de las profundidades libidinales del cuerpo, pero también tiene una dimensión cognitiva. (...)
Es cierto que la risa puede generar un impulso incontrolable a partir de sí misma, de modo que al cabo de un rato ya no sabemos exactamente de qué nos estamos riendo, o nos reímos solo por el hecho de que estamos riéndonos. Milan Kundera, citando una vez más a Annie Leclerc, dice que «la risa da tanta risa que nos hace reír». También existe la risa contagiosa, que consiste en reírnos porque alguien se ríe, sin necesidad de saber qué es lo que el otro encuentra tan divertido. Como sucede con algunas enfermedades, a uno se le puede pegar una risa sin saber a ciencia cierta cómo ha ocurrido. Pero, por lo general, la risa modifica la relación entre la mente y el cuerpo sin suspenderla del todo. Vale la pena señalar que muchas de estas cosas también podrían decirse del llanto, lo cual es bien curioso. En Finnegans Wake, James Joyce habla de las «carcágrimas», y en Molloy, su compatriota Samuel Beckett, refiriéndose a una mujer cuyo perro acaba de morir, nos dice que: «Pensaba que se iba a echar a llorar, era lo que correspondía hacer, pero, en cambio, se echó a reír. Aunque quizá esa fuera su forma de llorar. O quizá yo me equivocase y en realidad estaba llorando, con el sonido de la risa. Las lágrimas y la risa a mí me suenan a gaélico». Es cierto: la risa y el llanto no siempre resultan fáciles de distinguir. Charles Darwin, en su estudio de las emociones, señala que la risa puede confundirse fácilmente con la tristeza, y que ambos estados pueden ir acompañados de abundantes lágrimas. De hecho, en El mono desnudo el antropólogo Desmond Morris afirma que la risa evolucionó a partir del llanto. La risa, en resumen, no siempre es cosa de risa. Incluso ha habido epidemias de risa letales en China, África, Siberia y otras partes del mundo, episodios de un paroxismo histérico en los que, según se dice, llegaron a morir miles de personas. (...)
Quienes se disfrazan de Papá Noel pueden sonreír, pero no sería adecuado que se pitorrearan de nadie. Es difícil imaginarse a Arnold Schwarzenegger sonriendo tímidamente, pero resulta fácil imaginárselo haciéndolo con malicia. Al presidente del Banco Mundial se le permite que se ría efusivamente, pero no histéricamente. La capacidad de valorar estos modos y tonos pertenece al ámbito de lo que Aristóteles llama frónesis: el lado práctico de nuestra sabiduría social, como darnos cuenta de cuándo el humor es apropiado o está fuera de lugar. Por ejemplo, uno no debería contar el chiste «¿Qué es negro y blanco y yace boca arriba en una zanja? Una monja muerta» a una monja mayor que está rezando en una catedral, como hizo uno de mis hijos a los cinco años. (...)
Este tipo de humor negro mitiga la culpa que podemos sentir por alegrarnos del malestar ajeno socializándola, proyectándola en forma de chiste para compartirla con los amigos y así hacerla más llevadera.
Friedrich Nietzsche afirma que el animal humano es el único que se ríe porque sufre de una manera atroz y ha tenido que inventar un paliativo desesperado para su infortunio. El humor negro, sin embargo, no solo implica una negación de la muerte. Bajarle los humos a la muerte con una burla espontánea también nos ayuda a desahogarnos, a reducir nuestro pesar por el desasosiego que esta nos provoca. También está la cuestión de nuestro deseo inconsciente por aquello que tememos. Lo que Freud llama «Tánatos» o la pulsión de muerte pulveriza los significados y los valores, ligándose así a ese efímero desajuste de la racionalidad que denominamos humor. Como el humor, esta fuerza dionisiaca confunde la razón, subvierte las jerarquías, fusiona las identidades, difumina las distinciones y disfruta de la aniquilación del sentido, motivo por el cual el carnaval, que también escenifica todo esto, nunca se encuentra demasiado lejos del cementerio. (...)
Al echar por tierra todas las distinciones sociales, el carnaval afirma la igualdad absoluta de todas las cosas; pero al hacerlo, se sitúa peligrosamente cerca de la visión fecal del mundo, que consiste en reducirlo todo a la uniforme mierda. Si los cuerpos humanos son intercambiables en una orgía, también lo son en las cámaras de gas. Podríamos llamarlo la nivelación de la muerte. Dioniso es el dios de las celebraciones alcohólicas y del éxtasis sexual, pero también es un heraldo de la muerte y la destrucción. El goce que promete puede resultar letal. Estos chistes de médicos, pues, nos proporcionan cierta tregua respecto a la obligación de comportarnos de una manera decorosa y de tratar a los demás con consideración. También nos permiten dejar de sufrir durante unos breves instantes por la perspectiva de la muerte. La idea de que el humor es una forma de alivio está en la base de una concepción del humor ampliamente extendida y comúnmente conocida como la «teoría de la descarga». El Conde de Shaftesbury, un filósofo del siglo XVII, considera que la comedia permite una descarga del espíritu, el cual, siendo libre por naturaleza, se encuentra constreñido, mientras que Immanuel Kant habla de la risa en su Crítica del juicio afirmando que es «un afecto que resulta de la súbita transformación de una expectativa alta en nada»,definición que combina la teoría de la descarga con el concepto de incongruencia. En sintonía con este enfoque, el filósofo victoriano Herbert Spencer sostiene que «la risa es provocada por el súbito surgimiento de un sentimiento agradable que sigue al cese de una tensión mental que genera malestar». En El chiste y su relación con lo inconsciente, Sigmund Freud afirma que los chistes representan una descarga de la energía psíquica que normalmente invertimos en el mantenimiento de ciertas inhibiciones sociales básicas. (...)
Al mitigar la represión procedente del superyó, nos ahorramos el gran esfuerzo inconsciente que esta represión exige y destinamos esa energía a hacer bromas y a reír. Se trata de una visión económica del humor, por decirlo de algún modo. Desde este punto de vista, el chiste es una insolente bofetada que se le propina al superyó. Aun así, aunque nos sentimos exultantes durante esas escaramuzas edípicas, la conciencia y la racionalidad son facultades que también respetamos, de modo que en nuestro interior se crea una tensión entre la responsabilidad y el amotinamiento. En su Filosofía del arte, Hegel defiende que lo ridículo es el resultado de la colisión entre un impulso sensual ingobernable y el más elevado sentido del deber. Este conflicto se refleja en unas estrepitosas carcajadas, que, como ya hemos señalado, pueden resultar tan alarmantes como agradables. Pero tal vez la mayoría de los chistes genere más bien un murmullo, una risita incómoda ante la perspectiva de perderle el respeto al padre. Temerosos de recibir un castigo por nuestra insolencia, el placer de contemplar al patriarca destronado se acompaña de unas risitas nerviosas provocadas por la culpa, las cuales nos estimulan a reírnos más abiertamente para defendernos del malestar que nos genera toda esta situación. Si se trata de una risa tensa, es porque tememos las consecuencias de este placer ilícito tanto como lo disfrutamos. Por eso nos avergonzamos al tiempo que nos reímos. La culpa, sin embargo, aporta un toque picante a dicho placer. (...)
Por ello, podemos permitirnos ser iconoclastas y aplacar la culpa que nos produce serlo, confiados en que el padre (una figura que, a fin de cuentas, amamos, además de odiarla) no va a quedar incapacitado para siempre a causa de nuestra pequeña insurgencia. Su miserable pérdida de autoridad es meramente temporal. Sucede lo mismo con la fantasía revolucionaria del carnaval, cuando llega la mañana que sigue a los festejos y el sol se alza sobre mil botellas de vino vacías, los restos de las patas de pollo devoradas y las virginidades perdidas y se reanuda la vida cotidiana, no sin una ligera y ambigua sensación de alivio. Podemos pensar también en las comedias teatrales, en las que el público nunca tiene la menor duda de que el orden, que se ha alterado de un modo tan placentero, será restaurado, y puede que incluso salga reforzado por este efímero intento de incumplir las normas o burlarse de ellas, y gracias a eso uno puede combinar cierto placer anarquista con un determinado grado de conservadora autocomplacencia. Como ocurre en El alquimista de Ben Johnson, en Mansfield Park de Jane Austen o en El gato ensombrerado del doctor Seuss, podemos gozar del caos durante una apoteosis de la irresponsabilidad mientras la figura parental está ausente, pero nos sentiríamos devastados si nos enteráramos de que no va a regresar jamás. (...)
En los tipos de chiste más inocuos, según Freud, el humor surge de la descarga de la pulsión reprimida, mientras que en los chistes obscenos u ofensivos procede de la relajación del mecanismo represivo. Los chistes blasfemos también nos permiten atenuar nuestras inhibiciones. (...) Desde el punto de vista de Freud, el hecho de que los chistes sean placenteros en un nivel formal —debido a sus juegos de palabras, al empleo del sinsentido, a las asociaciones absurdas que generan, etcétera— puede ayudar a que el superyó se relaje y suspenda su vigilancia durante un momento, lo cual proporciona al anárquico ello la oportunidad de situar en primer plano una emoción censurada. El «placer preliminar» —como lo llama Freud— que proporciona la forma verbal del chiste atenúa nuestras inhibiciones, nos ablanda y logra engatusarnos para que aceptemos su contenido sexual o agresivo, contenido que en otras circunstancias quizá no estaríamos dispuestos a aceptar. Reírse, en este sentido, es el resultado de un fracaso de la represión (...).
para Freud el chiste es como un bellaco que juega a dos bandas y sirve a dos amos al mismo tiempo. Tiene que inclinarse ante la autoridad del superyó mientras promueve diligentemente los intereses del ello. En la pequeña insurrección que supone una ocurrencia ingeniosa podemos disfrutar del placer de la rebelión al tiempo que la rechazamos, ya que, al fin y al cabo, se trata solo de un chiste. Como dice Olivia en Noche de reyes, un bufón al que se le permite bromear no puede hacer ningún daño; el bufón oficial que pone patas arriba las convenciones sociales es, en realidad, un personaje completamente convencional. De hecho, su irreverencia puede acabar reforzando las normas sociales al demostrar lo extraordinariamente resilientes que son y hasta qué punto son capaces de soportar, sin perder el buen humor, todo tipo de burlas. El orden social más perdurable es el que se siente lo bastante seguro no solo para tolerar desviaciones de la norma, sino también para fomentarlas activamente. (...)
La atribución del sentido también conlleva un cierto grado de tensión psíquica, ya que depende de excluir posibilidades que revolotean frente al inconsciente. Si lo fecal desempeña un papel tan importante en la comedia es, en parte, porque la mierda es el modelo más exacto de la ausencia de significado, pues elimina las distinciones de sentido y de valor y lo nivela todo hasta convertirlo en materia infinitamente idéntica a sí misma. Por lo tanto, la línea que separa la comedia del cinismo puede ser muy fina, en ocasiones demasiado. Considerar que todo es mierda puede suponer una feliz emancipación de los rigores de la jerarquía y del terrorismo de los ideales morales, pero también implica situarse aterradoramente cerca del campo de concentración. Si el humor puede desinflar lo pomposo y pretencioso en nombre de una concepción más viable de la dignidad humana, también puede, como Yago, socavar la convicción de que no todo tiene el mismo valor, lo que a su vez depende de la posibilidad de atribuir significado. (...)
Se podría decir que los chistes se rebelan contra la tiranía de lo que Freud llama el principio de realidad, y que al hacerlo nos proporcionan una especie de satisfacción infantil, pues nos hacen retrotraernos a un estado que precede a las divisiones y precisiones, celosamente reforzadas, del orden simbólico, permitiéndonos arrojar por la borda la lógica, la coherencia y la linealidad cronológica. La falta de coordinación física que genera la risa cuando es muy intensa es una señal externa de este retorno a un estado primario de indefensión. El humor supone para los adultos lo que el juego supone para los niños, es decir, los libera del despotismo del principio de realidad y permite que el principio del placer disfrute de un rato de juego libre, aunque, eso sí, escrupulosamente regulado. Los niños y los bebés tal vez no sean demasiado ocurrentes ni tengan la capacidad de elegir el momento más oportuno para soltar un chascarrillo, pero disfrutan de lo alocado y del sinsentido tanto como de esa especie de balbuceo que quizá más adelante se convierta en poesía («música bucal», como lo llama Seamus Heaney) o humor surrealista. Sin embargo, desconocen por completo esa clase de comicidad que consiste en desviarse de las normas establecidas, ya que todavía no las han asimilado. No se puede desfamiliarizar una situación, y en consecuencia provocar una sonrisa, cuando todo es todavía tan maravillosamente poco familiar. (...)
Si el carnaval supone una subversión en la que lo elevado es rebajado, la sexualidad también pone de manifiesto ese movimiento que va de lo sublime a lo ridículo, de los más ambiciosos ideales a las cosas materiales y ordinarias que conciernen a los sentidos. Esta es sin duda una de las razones por las que el sexo siempre es una fuente de comicidad bastante fiable; también influye el hecho de que la represión en este ámbito de la actividad humana es particularmente fuerte, y en consecuencia, liberarnos de ella nos resulta muy agradable. Como el humor implica una gratificante descarga de tensión que se asemeja al orgasmo, incluso sus manifestaciones no sexuales tienen un sutil matiz sexual. La sexualidad tiene que ver con el deseo físico, pero también con los signos y los valores, y por lo tanto se halla siempre en el límite que separa lo somático y lo semiótico. (...)
El tema central de la comedia tradicional es sin duda el matrimonio, donde lo somático y lo semiótico están —idealmente— en armonía, ya que la unión de dos cuerpos pasa a ser un medio para alcanzar la unión de dos almas. Sin embargo, algunas comedias como El sueño de una noche de verano, de Shakespeare, nos alertan del carácter arbitrario de estas afinidades, que al fin y al cabo podrían no haber existido nunca y que quizá apenas existían unas escenas más atrás. El cuerpo y el espíritu no suelen encajar tan fácilmente. Si Puck, en El sueño de una noche de verano, es un duendecillo demasiado inquieto, los toscos mecánicos son demasiado corpóreos. Algo similar podría decirse de la polaridad existente entre Ariel y Calibán en La tempestad. Hay una fisura en el corazón humano que ni siquiera un final feliz puede curar. La naturaleza y la cultura se encuentran en el ámbito de lo sexual, pero su encuentro es siempre incómodo. Quizá por este motivo al final de algunas comedias hay un elemento caprichoso, obstinado e imposible de asimilar, un hosco Malvolio que se niega a unirse a las celebraciones, para recordarnos el carácter artificial y meramente convencional de estos desenlaces que, de lo contrario, podrían parecer fortuitos. Matthew Bevis dice que la criatura humana es «un animal que considera su propia animalidad o bien inaceptable o bien graciosa», y afirma con gran perspicacia que «somos un dúo cómico».Para Jonathan Swift, en la contradictoria amalgama de cuerpo y espíritu que conocemos como ser humano hay una comedia grotesca, una oscilación entre lo sublime y lo vulgar. «Todos los hombres son inevitablemente cómicos», afirma Wyndham Lewis, «pues son cosas, o cuerpos físicos, que se comportan como personas». «Lo que es divertido, al fin y al cabo —dice Simon Critchley—, es el hecho de que tenemos un cuerpo»; o, para ser más precisos, podríamos decir que lo que es divertido es la incoherencia implícita en el hecho de que no es que simplemente tengamos un cuerpo, sino que tampoco simplemente somos uno. En resumen, somos criaturas cómicas incluso antes de haber dicho nada gracioso, y el humor, en gran medida, se alimenta de esta fisura, de esta escisión constitutiva de nuestro modo de ser. «El propósito de un chiste —afirma George Orwell— no es degradar al ser humano, sino recordarle que ya está degradado.» (...)
Por lo tanto, tenemos con nuestro cuerpo una relación que nos faculta para distanciarnos de él, lo cual no está al alcance de ningún otro bicho, por muy listo que sea. Esta caída súbita desde lo elevado a lo cotidiano implica tanto una descarga como un cierto nivel de incoherencia; y la incoherencia, como veremos más adelante, se halla en el núcleo de la teoría sobre el funcionamiento del humor más extendida en la actualidad. Toda idealización implica cierto esfuerzo psíquico, y resulta agradable combinar este esfuerzo con la relajación y la descarga que supone la risa. La caída de lo sublime en lo ridículo, desde luego, no es la única manera en que puede producirse esta descarga psíquica. Para la teoría de la descarga, todas las formas de humor conllevan este efecto deflacionario: en un ataque de desublimación, economizamos la energía que solemos invertir en cuestiones serias, o en la represión de determinados deseos ilícitos, y la gastamos a través de la risa. (...)
En El libro de la risa y el olvido, el novelista checo Milan Kundera distingue entre lo que él llama la mirada angelical y la mirada demoniaca sobre la existencia humana. El ángel ve el mundo ordenado, armonioso y cargado de sentido. En el reino de los ángeles, todo es instantánea y opresivamente significativo, y no puede tolerarse ni una mínima sombra de ambigüedad. (...)
Este es el mundo, por ejemplo, del dogma soviético en el que Kundera pasó las primeras décadas de su vida, aunque también guarda una clara semejanza con la ideología estadounidense contemporánea, con su imagen de la realidad compulsivamente optimista y su mensaje de que uno puede llegar a ser lo que desee. En este ámbito eufórico no existen las catástrofes, solo los desafíos. El discurso que genera esta visión del mundo se caracteriza, en palabras de Kundera, por «la negación de la mierda», mientras que el discurso demoniaco está lleno de mierda. Como ya hemos dicho, la mirada demoniaca disfruta con la imagen de un mundo desprovisto de sentido y de valores, un mundo en el que, dado que todo es excremento, no es posible establecer distinciones entre las cosas. Si la mirada angelical adolece de un exceso de sentido, la demoniaca sufre por su ausencia. En cualquier caso, la mirada demoniaca tiene sus funciones. Su rol en la sociedad consiste en alterar las anodinas certezas de la mirada angelical asumiendo el papel de la paja en el ojo ajeno, evidenciando el fallo del mecanismo, el elemento perverso y rebelde que subyace tras cualquier orden social. Por ello, tiene ciertas afinidades con lo «real» lacaniano. Lo demoniaco es la estrepitosa risa burlona que desmonta las pretensiones de lo angelical, desinflándolo y desposeyéndolo de su carácter prodigioso. (...)
Lo demoniaco contra lo angelical también aparece en el enfrentamiento de Yago contra Otelo, o en el Satanás de Milton que se burla de Dios, al que considera un burócrata estreñido. «La risa es satánica —escribe Charles Baudelaire— y por ello es profundamente humana.»[23] Los demonios no pueden reprimir un espasmo de incrédula risa ante la absoluta candidez de los hombres y las mujeres, ante sus patéticas ganas de creerse que el sentido y los valores de su mundo, arbitrarios y endebles, son sólidos e indestructibles. En un innovador estudio sobre lo cómico, Alenka Zupančič afirma que los chistes son como un microcosmos de «la constitución paradójica y contingente de nuestro mundo».[24] Lo que los chistes consiguen es hacernos conscientes de que nuestra manera de atribuir sentido a las cosas es completamente azarosa y carece de cualquier fundamento. (...)
También para Freud la ausencia de sentido constituye la raíz del sentido. «El valor de un chiste [...] es su posibilidad de jugar con el sinsentido fundamental de todos los usos del sentido», escribe Jacques Lacan. Los chistes muestran que la realidad social es una construcción contingente, y revelan así su fragilidad. «En cierto nivel —sostiene Zupančič—, nuestro mundo tiene una dimensión precaria y fundamentalmente incierta que se articula o se manifiesta cada vez que se hace un chiste. (...)
La risa, desde el punto de vista de Bajtín, no es solo una reacción ante ciertos eventos cómicos, sino también una peculiar e inconfundible forma de conocimiento. «Tiene un profundo significado psicológico», escribe, y es una de las formas esenciales de la verdad que afectan al mundo en conjunto, que afectan a la historia y al hombre; es un punto de vista peculiar sobre el mundo; el mundo se ve de una manera novedosa y diferente, no con menos (y tal vez con más) profundidad que cuando se ve desde un punto de vista serio. Por lo tanto, la risa es tan admisible en la gran literatura, cuando plantea problemas universales, como la seriedad. Hay algunos aspectos esenciales del mundo que solo son accesibles por medio de la risa.[29] Como cualquier forma artística eficaz, la comedia ilumina el mundo desde un ángulo particular, de un modo que ninguna otra actividad social puede iluminarlo. (...)
Lo cómico y lo serio son modos cognitivos en conflicto, versiones enfrentadas acerca de la esencia de la realidad; no son solo estrategias discursivas o estados de ánimo alternativos. (...)
El «optimismo sobrio» de la mirada cómica muestra un mundo desmitificado, purgado de todas las ilusiones ideológicas, desenmascarado; muestra que su esencia última es temporal, material y voluble. (...)
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