martes, 26 de noviembre de 2024

Los mejores fragmentos de PRESENTES de Paco Cerdá



Los personajes barrocos llegaron a paso lento al panteón de los caídos, donde descansan los muertos recientes de una guerra que ha dejado España como un rasgado lienzo tenebrista. Era el momento de identificar los restos. Y allí, dentro de la caja, estaba José Antonio. Lo que era una vida y luego una idea se iba haciendo mito: transubstanciación franquista. El cadáver fue trasladado de ataúd. Tomaron los extremos de la bandera española que lo envolvía y encima colocaron una bandera de Falange. Sudario final. Cómo no evocar aquella alborada fría. Hoy hace tres años. Su cruz. Amanecía otro 20 de noviembre como hoy, pero de 1936, y el conserje de este cementerio vio llegar a unos milicianos al mando de una ambulancia, un camión y tres coches. Ahí tienes a José Antonio Primo de Rivera y a otros fascistas, le dijo el teniente al mando. Acababan de ser fusilados en el patio de la cárcel de Alicante. Tomás el conserje y un sepulturero los enterraron. Luis y Vicente, tradicionalistas. Ezequiel y Luis, falangistas. Y enterrado con ellos, José Antonio, cadáver 22.450, arrojado a la fosa número 5, fila 9, cuartel 12, a dos metros y medio de profundidad mirando al este, cara al sol, con treinta centímetros de tierra encima de su carne, y arriba, más arriba, una losa de cemento armado para sellar a aquellos fusilados. Tenía treinta y tres años. (...)

Comienza la ceremonia más inverosímil de la Historia contemporánea de España. El mayor culto a un político fallecido en la Europa occidental en lo que va de siglo. Van a ser 467 kilómetros recorridos al paso marcial de la Falange. Un paso, otro, silencio, temblor de cirios y luceros, rumor de hojas secas pisoteadas. Serán once días y diez noches caminando a la intemperie, con el cuerpo del Profeta siempre a hombros, bajo los rigores de este otoño con muerte y hambre enmascaradas de Victoria. Diez noches y once días a pie bajo el frío, la escarcha, el rocío, la lluvia y el viento gélido de la madrugada. Un camino místico, espiritual. Desde la arena fina del Mediterráneo hasta la piedra dura de El Escorial, morada de reyes, sepulcro imperial. Durante el traslado encenderán hogueras nocturnas y entonarán letanías diurnas. Pasarán por trincheras aún abiertas. Los labriegos se asomarán a la vera del camino. Los pueblos se emocionarán al paso del joven mártir y sus santas reliquias. Yo lo vi pasar, yo lo cargué sobre mis hombros, yo dije joseantoniopresente delante de él muerto y redivivo. Yo y Él: lo único que precisa toda fe. Nosotros: lo único que tolera este país herido de odio. Comienza la mayor operación de propaganda, armada con las mejores plumas que han quedado en el país, para asentar el relato de una nueva España. Para que nadie olvide a José Antonio, el hombre que soñaba imperios, prometía la revolución y denostaba el ideal conservador. Para que el pueblo idealice a José Antonio, el candidato al que casi nadie votó medio año antes de ser fusilado. Para que nadie —nadie más que el poder instituido, nadie más que Él, demiurgo del drama, titiritero de marionetas azules— se adueñe, tergiverse y manipule la figura de José Antonio, el pionero del fascismo español, el jefe nacional de la Falange, el enemigo del Frente Popular, el azote de la República, el gran desconocido al que todos van a desconocer. Aquel joven serio, tímido, apasionado, impulsivo, elegante, exigente, recio, orgullosísimo, culto, inteligente, perfeccionista, sarcástico hasta lo hiriente, carismático, seductor, admirado, reverenciado, idolatrado. Mesiánico. Un joven ambicioso con un concepto trágico de la vida: el destino, el sacrificio, la misión. Media España va a convertirse en un teatro. Las luces se han apagado. La función va a comenzar. (...)

Han erigido una cruz de madera en el patio donde fusilaron al Camarada Mártir, justo en el punto donde cayó abatido su cuerpo. Ante ella ora Miguel, también reza Pilar Primo de Rivera, su hermana, la mujer que dirige la Sección Femenina de Falange, caudilla de España, pura ambición. Es la mujer más poderosa del país. Así se siente ella, fuerte. Ahora, frente a la cruz del patio, camisa azul boina roja, Pilar se santigua y sus yemas, al acariciarse el pecho, rozan la enseña falangista bordada en rojo. Ayer. Hoy, José Antonio vive. Pervive. Eso también lo quieren recalcar: Que el Fundador está en el cielo, pero su credo de redención permanece, inquebrantable, en la tierra. (...)

A continuación, centro de todas las miradas, va el féretro, llevado a hombros por doce falangistas. Junto a ellos marchan otros doce camaradas que han de relevarlos. Se harán relevos cada diez kilómetros aproximadamente. Todas las provincias de Falange, las cincuenta de España, tendrán el honor de llevar en andas, sobre sus hombros, el cuerpo de su Fundador. Junto a los doce relevistas preparados, a cada lado, marcha la escolta de doce camaradas armados, con la boca del fusil mirando al suelo y la culata mirando al cielo en señal de duelo. El cortejo es largo, imponente, impregnado de estética falangista, pasión religiosa y nervio militar. Tras el féretro desfila la presidencia, las altas jerarquías de Falange, el Ejército, las banderas, otra escuadra armada, las escuadras de portadores, los cientos de personas que acompañan los restos de José Antonio y, ya al final, alejados de la comitiva, los vehículos de servicio para la logística: ambulancias, camión y muchos coches y camionetas a distancia suficiente para no ensuciar con ruido de motores un traslado que se quiere silencioso. Sin gritos, sin proclamas. La orden es clara: Grave seriedad y sobrio silencio. El que alborota no siente; hace política, y es, por tanto, un farsante más en la desacreditada fauna de murmuradores y revoltosos de la España decadente que es preciso borrar. Eso han mandado. Por eso solo se oye el rumor de las plegarias y el ras ras, ras ras, de las suelas contra el asfalto. Un paso rápido y firme, vibrante y seco, procesional, militar. Un paso, literalmente, detrás de otro, sin avanzar más que esos treinta centímetros de un zapato. Un andar lento, grave, solemne. Majestuoso. Como de legionario romano. Un andar que empequeñece, que deja estático el afuera y aleja toda idea de progreso. Un millón y medio de pasos por delante. Y todo empieza con este primer relevo fuera de Alicante, en el kilómetro diez de la marcha. (...)



Tiene diecinueve años y escribir se ha convertido en un refugio entre tanta penuria. Los piojos, las pulgas a pasto, la plaga de ratas. Los platos con catorce garbanzos. La taza de agua color café con pedazos de pan. El frío del amanecer con dos mantas y periódicos encima. Las derrotas encadenadas desde que cruzaron, andando, Portbou, como medio millón de españoles. Los sollozos nocturnos de nostalgia, cállate ya y deja dormir. El espectáculo impresionante del hambre, con aullidos matutinos. Los gritos de hombres que han soportado una guerra y que, súbitamente, lejos de casa, enloquecen. El dolor impotente de los mutilados. La agonía en la enfermería que precede a la estaca blanca con letrero en un cementerio sin nombre; así ha acabado el pobre Iniesta, con su cara pecosa y alargada, bajo esta tierra desértica, tierra de paso, tierra final para él. El sol arriba, hileras de cruces, un cura y cinco amigos; Pedro Iniesta, repose en paix. El paludismo, la colitis, la anemia. Y la náusea. Esa maldita náusea que provoca el olor. Olemos la mierda y somos olor de mierda. Estamos en el Paraíso de la Mierda. Nos falta saliva para escupir el asco, escribe Lalio. Así empezaron estos nueve meses de confinamiento. En la playa de Argelès-sur-Mer se amontonaban los cadáveres de españoles muertos por tifus. Se infectaban por el agua extraída de un mar alimentado con sus propias heces. Bebían lo que cagaban y morían por ello: eso es 1939. (...)
La mierda fue el principio. Ahí sigue. Pero ellos intentan que no se note. Carmona susurra sus canciones flamencas. Miguel toca tangos en el acordeón. Alguien pinta en la calva de Aurelio, con carboncillo negro, el sueño caduco del nopasarán. Otro despliega cada domingo la bandera republicana de su batallón y grita, solemne, Primero muerto que arriarla. El 14 de abril chillaron un vivalarepública que sonaba a vivalavida, a resistencia y a esperanza. El Primero de Mayo, rodeados de alambradas, los anarquistas cantaron Hijo del pueblo, te oprimen cadenas; los comunistas replicaban Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan. El 14 de julio cantaron todos juntos La marsellesa. Y el 19 de julio, día oscuro de recuerdos, después de un toque largo y lento de corneta, el campo guardó un minuto de silencio. Porque las noticias siguen llegando de España. Cuenta Jordi —escribe Lalio en su diario— que las cárceles de España están llenas de gente y que la represión es más brutal que nunca. El paseo y el fusilamiento imperan en todo lo que se llama zona liberada. ¿Es posible que el odio siga arruinando a España? No entendemos, no lo entenderemos nunca, cómo después de una victoria que ha costado tres años de destrucción y muerte los triunfadores se empeñan en acumular venganzas. (...)


Ahora, escribe Lalio, es ya una correspondencia amorosa, como si ambos necesitáramos de ella. Idealizamos esta relación con esa capacidad de ilusión sentimental que atiza la distancia y vive dentro de nosotros como una potencia secreta. El amor por carta es más intenso, porque estimula la imaginación en un vuelo que no tiene límites. Adivinar su voz, su andar, su mirar: son incógnitas que multiplican la sensibilidad amorosa. La amo y quisiera romper todas las barreras que nos separan para estar juntos, navegando hacia la aurora del ideal amoroso. En él vivo; desde él sueño. Igual que el pobre Iniesta fantaseaba con fugarse del campo, Silvia y Lalio fantasean con verse en los Campos Elíseos y pasear de la mano los adoquines de París. Sin embargo, están en los campos del cautiverio, los campos de concentración. Lalio ya ha pasado por tres. Primero Argelès. Luego Bacarès. Ahora este de Saint-Cyprien. Lleva siete meses encerrado. Las horas de espera consumen, escribe en su diario. La miseria aplasta. Nadie pensó que la permanencia en los campos de concentración se alargaría tanto. Vivo un destino que me ha sido impuesto y con respecto al cual sólo puedo manejar un arma, la de la esperanza, anota. A veces, esa esperanza reviste la forma de una figura alargada, un espectro. Lo ha descubierto gracias a aquel miliciano extremeño con el que se cruzó en Port-Vendres. A cambio de una cajetilla de tabaco le ofreció ese libro que le está transformando por dentro. No para de leerlo y releerlo. Hoy, en este lunes casi invernal de viento frío y mar picado, dentro de la barraca de Saint-Cyprien, bajo la luz del candil, Eulalio Ferrer, para todos Lalio, escribe: Don Quijote. Sueño con él y me hace soñar. Es un personaje familiar al que creo saludar frecuentemente, de uno a otro campo, de una a otra alambrada. Baja del mito para ser un personaje que vive a nuestro lado, que nos acompaña en el drama de la subsistencia frente al ideal. Como don Quijote, no se puede ser hombre de ideales sin un ánimo invencible. (...)




Dice Camus que un hombre rebelde es aquel que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. Eso hizo Archibald. Como capitán de la marina mercante inglesa ha comandado barcos que comerciaban con la España republicana. El último viaje, a finales de marzo, fue especial. Recibió instrucciones de sus armadores para dejar Marsella y llegar a Alicante: tenía que embarcar un cargamento. Un barco destructor del bando nacional le ordenó en alta mar que no entrara en Alicante. Archibald dijo no. Y continuó. Así llegó al puerto, y al cabo de unos días sin obtener la carga recibió un telegrama de sus armadores: tenía que zarpar inmediatamente y no subir refugiados a bordo. Archibald miró el muelle. Allí estaba la desbandada final. Miles de fugitivos de todos los rincones de España, con la esperanza de salvar la vida ante la capitulación definitiva. Ya era de noche. Y ahí estaban sus siluetas: hombres, mujeres, niños, recién nacidos en brazos, un anciano de setenta y ocho años llamado Primitivo, un centenar de mutilados y heridos de guerra evacuados a toda prisa de los hospitales, soldados llegados directamente del frente, andrajos humanos vestidos de dignidad, gente con fardos, bolsas, líos, grandes pañuelos, maletas, y muchos gritos, llantos, sofocos, la declinación entera de la desesperación, las caras del hambre, el miedo tamizado por el agotamiento, la derrota arrastrada en las suelas, el hundimiento moral, la pobreza andante, déjennos subir, por favor: la estampa final de una guerra. Archibald tenía una orden. Archibald dijo no. Y Archibald dijo sí. Empezaron a subir los espectros. Primero de una forma ordenada, mostrando los pasaportes, pasen, muchas gracias. Luego, en forma de una masa que subía en estampida, que iba abarrotando la cubierta del buque, que veía su vida salvada en ese barco. Subieron médicos, periodistas, escritores, industriales, arquitectos, ingenieros, comerciantes, agricultores, soldados, obreros, empleados de todo tipo, clases populares, diputados, jueces, gobernadores, alcaldes, comisarios políticos, dirigentes republicanos, socialistas, comunistas, cenetistas, faístas, nacionalistas vascos y hombres a montones como Amado, Amado de Burriana, rostro picassiano y orejas de soplillo, viejo legionario, enlace antifascista, voluntario del Ejército Popular, comandante de la 49 Brigada Mixta: Amado, algún día Amado Granell. (...)

El puerto estaba oscuro por completo. Madrid había caído esa mañana. A la Valencia republicana le quedaban pocas horas. Alicante era el último palmo de tierra con tricolor izada. Y sobre las diez y media de la noche de aquel 28 de marzo, el mercante inglés a las órdenes del capitán Dickson soltó amarras y se hizo a la mar. (...)


Nuestro, vuestro. Todas las conjugaciones del odio, trincheras verbales, se formulan al paso de un cadáver glorificado que es también símbolo de victoria, de resurrección de la patria, de inmortalidad. Porque José Antonio va muerto, pero está Presente. Y no siempre fue así. Hubo un tiempo en que fue el Ausente: un misterio inaccesible a la razón, un vacío metafísico donde fermentó el mito. Sucedió después de su fusilamiento. Su muerte fue ocultada durante dos años en la zona nacional para no desmoralizar, para no dividir, para no desalentar a los voluntarios que se alistaban al Movimiento. Entonces, José Antonio se convirtió en un espectro. Los rumores se desataron. Se hablaba de un falso fusilamiento. Alguien decía que lo había visto. Aparecían cartas presuntamente firmadas por José Antonio. Circulaba entre las élites que José Antonio había sido enviado a Moscú y castrado. Otros mantenían intacta la fe de que siguiera vivo. Cuando vuelva José Antonio, decían. Cuando vuelva José Antonio, insistían. Dónde fuiste, José Antonio, que te busco y no te encuentro. Todas las noches rezando con los rosarios del sueño, les pregunto a las estrellas si estás vivo o si estás muerto, declamaban en verso. Había esperanza en su regreso. Esperanza en la esperanza, tal vez la peor desesperanza. Entonces, el escritor Agustín de Foxá, siempre ocurrente, siempre joseantoniano, inventó el término: el Ausente. Así lo llamarían los falangistas. Pasó el final del 36 y la guerra se enquistaba. El Ausente. Pasó todo el 37 y la guerra se estancaba. El Ausente. Pasó la mitad del 38 y la guerra no devolvía al Ausente. Su imagen idealizada comenzó a extenderse. La de ese rostro quieto, extático, en cierto modo ausente de la Historia. Una esfinge fuera de todo tiempo y lugar, hipnótica, indescifrable. Presente en los escaparates de las tiendas, en las librerías, en los periódicos, en los carteles de propaganda, en los primeros opúsculos hagiográficos. Ese rostro juvenil, grave, noble y humano permanecía en el limbo. Cuando vuelva José Antonio, suspiraban los camisas viejas mientras la guerra se estancaba y los caídos caían y los que no caían mataban. Y José Antonio volvió. (...)

Lo hizo a los dos años, bajo la forma aséptica de un decreto. En Burgos, a dieciséis de noviembre de mil novecientos treinta y ocho, III Año Triunfal. Decreto del Caudillo: El 19 de noviembre de 1936 fue asesinado, en Alicante, José Antonio Primo de Rivera. El Estado Español, que surge de la guerra y de la Revolución Nacional por él anunciada, toma sobre sí, como doloroso honor, la tarea de conmemorar su muerte. El ejemplo de su vida, decisivamente consagrada a que fuese posible la grandeza de España por la honda y firme comunidad de todos los españoles, y el ejemplo de su muerte, serenamente ofrecida a Dios por la Patria, le convierten en héroe nacional y símbolo del sacrificio de la juventud de nuestros tiempos. Su llamamiento a esta juventud española, cuya alma partida supo ver con dolorosa pasión, será 
motivo de perenne recuerdo para la que heroicamente combate en los campos de batalla. (...)

Decía Eugenio Montes: Fue José Antonio Primo de Rivera el índice que puso en marcha la rueda de la nueva Historia de España. Decía Agustín de Foxá: José Antonio fue el primer político español que afirmó que a los países los hacían los poetas. Él saturó de poesía su doctrina, y sus luceros, sus rosas, entrañas, sangre y vida hicieron que la política se convirtiera en Historia. Decía el conde de Mayalde: Nuestro camarada salió para una empresa de la que no se vuelve. Sabía lo que valía la sangre de cada uno de los suyos, y su postrera oración desde la tierra fue para pedir a Dios que su sangre fuera la última que se vertiera en la contienda. Decía Julián Pemartín: Con su palabra nos ensenó que la vida es milicia y hay que vivirla en perpetuo servicio; que nadie es más libre que quien renunció a una parte de su libertad; que sólo alcanza la completa libertad el que se aviene a formas disciplinadas en el cumplimiento de una gran empresa. Decía José Antonio Giménez-Arnau: El más grande espíritu que hace tres siglos conociera España continúa vivo y operante. Y así ha de continuar por siglos, llenando páginas gloriosas de nuestra Historia y ganando las mejores batallas, como Rodrigo Díaz después de la muerte de su cuerpo. Y por encima de todos ellos, siempre excesivo, hiperbólicamente mayestático, oportunista, un ojo en el papel y otro en la puerta que debe entreabrir, se puede, mi general, mi Caudillo, generalísimo, decía Ernesto Giménez Caballero, alias Gecé, que José Antonio ascendió, por la voluntad y las oraciones de todo un pueblo, a la diestra de Dios Padre Todopoderoso. Ascendió beatificado por la gratitud de todo un pueblo conmovido hasta las entrañas por su martirio de héroe nacional. Ascendió a presidir ese día la Falange española de todos los Caídos. Que es hoy la suprema Falange de España: la inmortal. (...)



Sois las mulas de la nueva España, les ha dicho. Ya hay noventa mil mulas en la nueva España. Las mulas construyen puentes, carreteras, aeródromos, vías férreas, canalizaciones de agua. Lo que haga falta. Lo que ordene a las mulas la nueva España. (...)
Para que el miedo secuestrara su voluntad. Hasta mearse encima, si hace falta. Para eso están aquí. Lo dice el librito de sesenta páginas, impreso en Burgos, que este mes ha editado la nueva España. Es el Reglamento provisional para el régimen interior de los Batallones de Trabajadores. Sus páginas manifiestan qué han de hacer las mulas de la nueva España. Primero, ser útiles al país. Segundo, compensar la carga que acarrea su sustento. Tercero, contribuir a la reparación de los danos y destrozos perpetrados por las hordas marxistas. Y cuarto, disponerse a una rehabilitación moral, patriótica y social. Y hay una mano anónima que fantasea con la conversión total de estos rojos con la T en la cabeza. Por eso insta en el reglamento a que canten los himnos oficiales, den los vítores reglamentarios y rindan honores a la bandera nacional con una solemnidad que nunca decaiga. Y se les hablará de cuando España era respetada como Cartago y Roma. Y del valladar que opuso a la opresión mahometana. Y de cómo España salvó la civilización occidental y triunfó en Lepanto. Y de cómo abatió el orgullo de Napoleón y derrumbó su imperio. Y se les hará observar cómo en estas luchas fabulosas, casi imposibles de sostener por otro pueblo que no sea el español, se venció gracias a que nuestros combatientes han sido siempre inflamados y sostenidos por dos ideales totalmente fundidos: Cruz y Patria. (...)

Y todo eso se hará, dice el reglamento, para combatir y desarraigar en los prisioneros sus errores y sentimientos de desafección a España, en su Grandeza y Unidad, a causa de sus ideas de internacionalismo marxista o anarquista y las disgregantes de los odiosos separatismos internos. Todo eso se hará para corregir esa aberración suya de sentir pena y vergüenza de llamarse españoles. (...)


Los dedos fuertes en el brazo. El coche. El acelerador. Demasiado acelerador. Lavapiés, Recoletos, Cibeles, pero no Alcalá. Y entonces la alarma. Ese no es el camino de la Dirección General de Seguridad. Y entonces la pistola. El culatazo en la cabeza. Espera, todavía no. Y esa amenaza: todavía no. El qué. Eso no lo sabe. Los Altos de la Castellana. La llave de contacto. Silencio. Oscuro. Luces de chalets lejanos. Solo eso: el paisaje del terror. Y el primer empujón. Al suelo. Por qué. Por marica y por rojo. El revólver en el pómulo. Dame la máquina. Qué máquina. Los brazos sujetados. Como si fuera un santo cristo. Y la máquina desbrozando el pelo. Arrancando la brillantina a tirones. Con brusquedad. El cuero cabelludo ensangrentado. Los gritos. Cobardes. Otro golpe con pistola. El frasco de vidrio en la boca. Toma, bebe. Puaj. No lo escupas, maricón. Aceite de ricino y vaselina líquida. Bebe hasta la última gota. Que no. Y la hostia en la cara. Dos dientes rotos. Sangre. El labio roto. Sangre. Por la nariz también sangre. La pistola en el estómago. Tómalo todo o disparo. El fantasma de Federico, aquel Federico al que una noche conoció y dio la mano delicada, delicada como la suya, y que de un paseo sonámbulo como este ya no regresó, verde viento verdes ramas, verde carne pelo verde, y los ojos de fría plata. Golpe. Empujón. La cara en el suelo. La tierra áspera. La sangre negra con sabor a hierro. Un raro gusto de hiel. Los pasos que se alejan. La llave de contacto. El rugido del motor. Silencio. Oscuro. Dolor y miedo y dolor en espiral. La humillación. Por marica y por rojo. Y hoy, otra vez, Miguel de Molina canta y baila en el Pavón. Atrás va quedando el miedo, pero queda. Es viscoso, el miedo. Pringa. Deja cerco. A veces es como el estribillo de un cuplé: se te incrusta en la cabeza, te tiene él a ti, no te suelta. (...)


En verdad puede decirse que nunca en la Historia ha sucedido nada semejante. Jamás, dice, insiste, y lo recalca para que se inscriba en el cerebro de los adictos y de los enemigos, la tierra ha contemplado un espectáculo parecido. Una vez sí. Fue en 1506. Y por eso la llamaron Loca. La reina de Castilla, veintisiete años, amor constante más allá de la muerte y del maltrato, por qué me encierras en el cuarto, por qué te acuestas con otras, por qué destierras a mi padre, y es el porqué lo que enloquece, organizó con el cadáver de su marido un cortejo fúnebre por los páramos de Castilla. No habían pasado tres meses de la muerte repentina de Felipe el Hermoso. Al rey lo habían embalsamado, su corazón había sido enviado a Flandes para que reposara en el sepulcro de su madre, y el cuerpo del monarca había sido enterrado en la cartuja de Miraflores, Burgos. Allí se presentó Juana de Castilla, la joven viuda, y ordenó su exhumación. Majestad, no conviene. Señora, es pecado. Pero Juana lo ordenó. Levantó el cadáver de su esposo y se dispuso a cumplir su voluntad, desatendida, de ser inhumado en Granada. El cadáver embalsamado fue colocado dentro de una caja de plomo, protegida por otra de madera y recubierta con regio ornato de seda y oro. El carruaje lo tiraban cuatro caballos traídos de Frisia; animales grandes, negros, fuertes, majestuosos en el trote, de largas y espesas crines, una raza milenaria para un cortejo histórico. Así comenzó aquel peregrinar lúgubre en el crudo invierno castellano, donde una reina, o mejor una pobre viuda veinteañera, abatida por la desventura, con el ceño fruncido, meditabunda día y noche, sin apenas hablar y con tantos porqués en la cabeza, legó una estampa para la Historia. (...)

Cuatrocientos años después, Dionisio Ridruejo ha tenido la idea. Es menudo, delgado, rápido de movimientos, la cara huesuda, el pelo oscuro repeinado hacia atrás. Es, sobre todo, astuto y muy inteligente. Viste la camisa azul desde los primeros tiempos de Falange, año 33, y es el jefe de Propaganda de la nueva España. Hace dos años estuvo en Berlín con Hitler. El año pasado hizo un viaje a Roma y acordó cooperar con la Italia de Mussolini. Quiere algo parecido para España. Un carácter revolucionario, de rebeldía insatisfecha. Un espíritu juvenil donde se unan la poesía, la intelectualidad y la grandeza imperial. Por eso quedó cautivo de José Antonio. De su ímpetu y de su espiritualidad; de ese romanticismo, casi un idealismo quijotesco, que José Antonio sentía y al mismo tiempo aborrecía. Y eso a Dionisio lo fascinó. Sigue soñando con esa España moderna, totalitaria, revolucionaria. El viejo sueño falangista. Por eso, en la reunión de la Junta Política de Falange del 9 de noviembre, el viejo camisa azul defendió la propuesta: trasladar los restos de José Antonio, a hombros de sus camaradas de Falange, desde el cementerio de Alicante hasta la basílica de El Escorial. (...)

José Antonio ya era Jefe Nacional. Comenzaba el tiempo del suprematismo ideológico: cuadrado azul mahón sobre fondo azul mahón. Malevich, Lissitzky y José Antonio. Tratando desesperadamente de liberar la política del lastre del mundo representativo, buscó refugio en la forma del yugo y la flecha. Nada más. Eso los fascinó a todos. Lo radical. Lo puro. Lo nuevo. Y él, arriba. Arriba de todos, más vertical cada día. Un camarada le escribía: Te sobra llaneza, bondad y simpatía. Debes establecer distancia entre tú y todos los demás. Nada de familiaridades: la teatralidad es necesaria. Que a tu despacho no entre sino quien tú llames, y que se te vea siempre por encima de la masa y de los demás escalones de mando. Muéstrate autoritario, terminantemente autoritario. Quien no pueda resistir esto no es fascista ni merece serlo, le escribía. Él lo resistía. Le gustaban las formas del fascismo. Y todos le rendían pleitesía. Lo adoraban. Lo adulaban. La palabra bien modulada. El verbo preciso. Una voz de corno suavísimo. Una inteligencia casi celestial. Su ansia de horizontes en la mirada. Será como César. No, será más bien como Augusto. Qué bien te sienta ese traje. Y la corbata. Gran discurso. Excelente artículo. Buena idea. Y cada vez era mayor el servilismo, la genuflexión intelectual de su corte. Esa corte de prosa barroca, de estilo arcaizante, estaba magnetizada por su presencia, por su liderazgo innato, por su carácter fuerte, tajante, seco castellano. Por su ascetismo poético. Por sus modos castrenses. Fascinación, enamoramiento, electromagnética neuronal; tal vez un casto homoerotismo. Crecía la lisonja por ganarse el puesto más cercano al Jefe. Por ser uno de los que elegía el Jefe para subirse al coche e ir a comer. Por ser uno de los que escogía el Jefe para dar un paseo por la Castellana de regreso a casa. Algunos —muy pocos— se hartaron. Denunciaron la farsa del señorito, tercer marqués de Estella, que quería pasar por proletario. Cargaron contra el liberal que se veía perdido y quiso vestirse de pronto y capciosamente a lo fascista, con una camisa que no le tapaba los faldones del frac parlamentario. Sin embargo, el Jefe resistió. Su corte lo arropaba. Hoy lo lleva a hombros. La fascinación se ha extendido; la adulación, magnificado. Profeta de Dios, Apóstol de la verdad, Príncipe de la juventud, Vencedor de la muerte, Héroe del Imperio soñado, Apóstol nacional, Profeta de la redención española, Inmortal Caído. Todo discurre como soñaba Ridruejo: con estética guerrera, desnudez poética, mística triunfal. Pero detrás hay una sombra. (...)

Él ha escrito crónicas de guerra bajo el zumbido de los aeroplanos y atravesado las líneas enemigas dentro de un tanque donde rebotaban las balas. Sabe que su oficio es buscar emociones, pulsar la vida, sentirla. Pero conste que no lo hago con alegría, dice. Me duele que el periodista tenga que caminar por campos enlodados, por sendas de sangre, destrozándose el corazón. Por eso no presume de valiente. No hay nadie que no tenga miedo. Eso dice. En un cuaderno, a bordo del Massilia, escribe: He pasado en la guerra momentos de terrible pánico, hasta creer que las sienes iban a estallar. Pero el miedo tiene disfraces: unas veces es la serenidad, otras la conciencia de que el peligro no es inminente, otras el humor, una carcajada nacida de una lágrima. Y yo escribo así el reportaje, buscando a veces el perfil cómico de lo trágico. Y algo de cómica tuvo su fuga de España. Al caer Madrid, Constantino se disfrazó de requeté. Con un pasaporte falso pasó a La Coruña, y de ahí a Portugal, refugio seguro, donde lo esperaba el subdirector de La Nación. Tras descansar unos días en París se ha embarcado en el Massilia. En tierra le mordían los presentimientos. En el mar le fustiga la melancolía. Va comprendiendo que siempre, en suelo firme o entre olas, será un perseguido por el pasado o por la amargura del futuro incierto: sin reposo, sin calma, sin dejar de ver sangre, sin dejar de ver dolor. Es su palabra serena. Tras una larga navegación, el Massilia atracó en Buenos Aires hace dos semanas. Ya han llegado. Constantino se prepara para una vida de periodista en la redacción central de La Nación. Encarna se sienta a escribir una carta. Teclea en la máquina la fecha: Buenos Aires, 22 de noviembre de 1939. Queridísimos hijos, dos puntos. Ya estamos un poco inquietos sin noticias vuestras. (...)



—Se informa en Estados Unidos —le dije— que ustedes están haciendo una depuración aquí en la Biblioteca Nacional. ¿Puede decirme algo sobre esto? En particular, quisiera saber si están sacando de la Biblioteca libros y trabajos publicados durante la República. 
—Sí, claro —respondió—. Estamos haciendo una depuración. Estamos sacando libros que han hecho daño al país. A continuación enfatizó que debían ser eliminados los «libros malos, libros falsos» que habían sido responsables de gran parte de los crímenes y horrores que había sufrido la Patria. 
—¿Y qué están haciendo con esos libros? —le pregunté. 
A esto respondió: 
—Por el momento no sabemos exactamente qué haremos con ellos. Luego le pregunté si esos libros iban a ser quemados o destruidos. Con énfasis, me respondió que no habría destrucción de libros en las bibliotecas españolas. 
—Nosotros —afirmó—, que dedicamos nuestra vida a conservar y a coleccionar libros, no los destruimos. Porque debe darse cuenta de que los libros que hoy son malos pueden seguir siendo útiles mañana. En el futuro, los estudiosos estarán interesados en saber que personas como los republicanos han existido. Que personas como los republicanos han existido. Esa frase. El memorando continúa. Habla de que España va a elaborar un índice de libros prohibidos. La embajada americana no lo explica, pero ya circulan prohibiciones explícitas de libros en el país. Los libros son un peligro. Siempre lo han sido. Ahora más. (...)
Cuatro siglos antes, el Santo Oficio había purgado en el fuego o en el infierno los textos de Erasmo de Róterdam, los ensayos de Lluís Vives, la vida del Lazarillo, las pasiones de la Celestina, el teatro anticlerical de Bartolomé Torres Naharro y otros dos mil libros más. La Inquisición lo hacía á fin de quitar a los católicos las ocasiones que el demonio y sus ministros ofrecen con libros, tratados y escritos, que son los maestros que á todas horas enseñan y persuaden sus errores. El Santo Oficio azul es más directo. Dice: Para edificar la España Una, Grande y Libre condenamos al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos, e incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, Juan Jacobo Rousseau, Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y al Heraldo de Madrid. Se persigue así La república de Platón, aunque nada tuviera que ver con el 14 de abril ni con iglesias, o quizá algo sí con cavernas y mitos. A Caperucita Roja se la torna Caperucita Encarnada, roja nunca. Se incinera la Enciclopedia de la carne, aunque sea un libro de gastronomía. Y se persigue todo aquello que levante sospechas. La rebelión de las masas de Ortega. La poesía de Antonio Machado y de Miguel Hernández. Los pazos de Ulloa de Pardo Bazán y las novelas de Blasco Ibáñez. Los pensamientos sombríos que agobian a Raskólnikov. Esa frase de Victor Hugo, tan de posguerra: Solo se puede contener una cierta cantidad de desesperación. Cuando la esponja está empapada, el mar puede pasar sobre ella sin hacer penetrar una lágrima más. La depuración de libros avanza. Durante toda la guerra, y una vez acabada, ha habido quemas de libros. Auténticos bibliocaustos. Aquelarres de ira donde el fuego ha querido borrar ideas, silenciar herejes; secar el veneno. Solo en Barcelona dicen que se han destruido setenta y dos toneladas de libros procedentes de editoriales, librerías y bibliotecas públicas y privadas. Y ahora, como transmite a Washington la embajada americana, las bibliotecas van llenando sus infiernos. Se retiran las almas muertas por las que Gógol viaja a través de Rusia. O los artículos críticos de Larra. O las penas del joven Werther. O la educación sentimental de otro joven, Frédéric Moreau. O el triángulo amoroso tras la celosía de Vetusta. O aquel retrato al óleo donde Oscar Wilde reflexiona sobre el narcisismo megalómano. O la comedia humana infectada de dinero que cuestiona Balzac. O el burro pequeño, peludo y suave de Juan Ramón. O la Celestina, otra vez la Celestina —siempre peligrosa la Celestina—, con esa frase de Fernando de Rojas, tan de posguerra también: No es vencido sino el que se cree serlo. (...)

PRESENTES.
PACO CERDÁ.
ALFAGUARA, 2024.

sábado, 26 de octubre de 2024

Algunos poemas de PROXONETO de VÍCTOR MARTÍN IGLESIAS


Is it human to adore life?
Adore, Savages


Me tientan o me impulsan solo acaso
las ganas de marchar sobre el abismo,
un ímpetu de hablar conmigo mismo,
anhelos de explicarme mi fracaso.

Por no saber llevar el propio paso
anduve y andaré siempre yo solo,
buscando sacrificios con que Apolo
bendiga con sus dones este caso.

Apollo citaredo malherido,
dañado en las muñecas y en el torso:
un profeta que sangra por el dorso

de unas manos que el tiempo ha carcomido,
un Apolo borracho en la moqueta
de un ladrón, un camello, un proxeneta.


TODO MODO
No seas como yo, evita todo
aquello que te inspire o te recuerde
a mí, a mi persona, viejo verde,
mi nombre, mi heterónimo, mi apodo.

Desecha mis consejos de beodo,
la Historia nunca fue para el que pierde;
vivir es una araña que me muerde
y el fin es siempre igual de cualquier modo.

Contemplas, examinas o meditas,
dispones el espíritu: no importa,
no importa si te callas o si gritas.

Es el sendero, aquello que transporta
(los cuerpos con sus gozos y sus cuitas),
la única certeza que me exhorta.

¿PARA QUÉ?
Creíste conferencia y es tabarra
la voz de tu discursos escolares,
el lento acumularse de lugares
comunes sobre Lope o sobre Larra.

Pasaste del pupitre a la pizarra,
a lomos de sintaxis y juglares;
leyendo aquellas fábulas vulgares,
cambiaste por hormiga a la cigarra.

Se piensa que tal vez no lo esperabas,
se observa cómo asciende en tu mejilla
el lento deslizarse de una duda.

Huyó lo que con ímpetu buscabas:
cualquiera que conozca la sencilla
respuesta a esa pregunta que te anuda.


Enciendo mi portátil y detecto
si está el cacharro hoy para poemas,
si haré con sus circuitos los lexemas
que expliquen lo que soy en mi dialecto.

Apenas siento el ruido y ya proyecto
los versos desechados, los problemas,
la esquiva inspiración que esconde gemas
si da por coincidir y me conecto.

Las teclas, o bien tiran de mis dedos,
o bien se apartan solas con desprecio:
a veces me parece un videojuego

el juego de intentar purgar mis miedos
y hallar quien los edite y ponga precio,
ayúdame, ¡oh!, Windows, te lo ruego.


Pasamos más de un tercio de la vida
dormidos, casi un lustro caminando;
cinco años discutiendo por el mando
y cuatro que se irán con la bebida.

De dos recordarás solo la herida
y tres los tirarás maleducando
(la clave ha sido siempre escoger bando)
tus ansias infundadas de subida.

Peores estos años que he vagado
perdido en los acentos, santo y seña,
consigna que da entrada a este recinto.

Océanos de tiempo malgastado
y ni un triste soneto nos enseña
a huir, Dédalo cruel, del Laberinto.


Promesa de una noche que no acaba,
mi cuerpo tiene hechuras de fracaso,
el firme desaliento de un ocaso,
ambiente de pirámide o mastaba.

Creí tener la esencia pero erraba,
soy líquido privado de su vaso.
A sílabas contadas rompo el paso,
así le robo al tiempo su rebaba.

No esperen por mi parte explicaciones:
si acaba esta aventura en los juzgados,
aplíquenme atenuante de arrebato.

Intenté conjurar contradicciones,
limar este librito por sus lados,
la vida se me fue, queda el relato.



Crecí, como sabéis, en democracia,
en tiempos de bonanza y Olimpiada,
en aras de una audiencia atrincherada
en redes que maquillan su desgracia.
 
Con próceres que viven de la audacia
de alzarse en asesores de la nada,
de hacer lo que les mande la bancada,
de enterrar su desfalco en burocracia.

Cuánto más vas a hablarle a una pantalla,
qué nueva esperarás que te levante,
qué imagen sacará de su letargo

al tipo que ahora lee y que luego calla,
la dócil ciudadana, la viandante,
armados con sus voces sin embargo.


Conviene no entregar a funcionarios
el alma cada cuatro largos años,
no cabe nuestra vida en los escaños
que ocupan leguleyos y sicarios.

Conviene que ni jueces ni notarios
nos vendan por justicia sus apaños;
conviene que asustado del rebaño
la víctima le exija al victimario.

Conviene que salgamos a la puerta
a escuchar nuestra voz entre las voces,
a fundir nuestro cuerpo con los otros.

Conviene que sigamos en alerta
y firmes, decididos y feroces
sumemos cada yo en un nosotros.


Hace falta esconder en la garganta
los restos fermentados de un gusano,
empeños concluyentes de tirano,
designios de cruzado en Guerra Santa.

Qué se pudre debajo de su manta,
qué ejemplo los conduce, qué malsano
rencor los esclaviza. Ciudadano:
qué prueba necesitas, rabia cuánta.

En traje de salón los potentados
construyen un relato a su medida,
despiezan tu futuro en los mercados.

Sugiero un nuevo punto de partida:
tomad sus parlamentos y senados,
no toda la esperanza está perdida.


Si venden libertad por qué se ocultan,
por qué secretos cónclaves, reuniones,
qué dádivas, qué óbolos, qué dones
los alzan, los sancionan, los facultan.

Qué medios los eximen, los indultan,
qué esconden sobre quién y en qué cajones.
Soldados de los sórdidos salones,
qué sacan a la luz y qué sepultan.

Si cedes tu razón por olimpiadas,
ninguno supondrá lo que barruntas,
humano reducido a papeleta.

Disuélvanlos, envíen las brigadas,
no admite este jurado más preguntas:
entréguense al mercado, el resto es ETA.

PROXONETO.
Víctor Martín Iglesias.
Ediciones Liliputienses, 2024

domingo, 6 de octubre de 2024

"La vergüenza" de Cristian Fulaș

 Me dedico a beber mientras contemplo la terraza desierta: se respira una calma de lo más agradable a estas horas. No se mueve un alma. La ciudad se despereza, y aquí estoy yo plantado, viendo un documental de guerra, como de costumbre. Me encanta esta calma, tiene algo distinto. Lo bueno de madrugar es que uno puede disfrutar de este tipo de momentos. Las alegrías de la vida no abundan precisamente, pero de entre todas ellas me quedo de largo con la tranquilidad de una buena taberna. Hay cosas que no tienen precio. (...)
La terraza empieza a animarse. Tiene mucha fama entre los alcohólicos de la ciudad por ser la única del centro con precios asequibles, y a algunos su nombre les suena casi a mito: Argentin. El propietario es un golfo de mucho cuidado que sirve bebida barata y de baja estofa, a juego con la fauna que suele darse cita aquí. A pesar del calor insoportable que hace en torno al mediodía, las mesas se llenan y la bebida corre a raudales. Pintas de cerveza, vino con sifón, gente conversando… el maravilloso mundo de aquellos que se dedican a empinar el codo desde primera hora y no dan palo al agua. Todos los habituales del lugar disponen de alguna fuente de ingresos, aunque ninguna brille por su honradez, que digamos. Y todos ellos, salvo contadas excepciones, andan borrachos de la mañana a la noche. Lo extraño es que no se monte demasiada gresca. Si se da el caso, los muchachos de alrededor la sofocan al instante. (...)

Así nos pasamos los días desde hace años: bebiendo, drogándonos y sacando dinero de lo que va surgiendo. Una vida de ensueño. No hay nada que nos asuste, con el tiempo ya hemos visto de todo. Sabemos perfectamente que un día la cosa puede acabar mal, y aun así seguimos. Nos metemos de todo menos heroína. David tuvo su época de pincharse y sabe lo que es, así que huye de las agujas como de la peste. Hace unos años que lo dejó y que empezó a darle a cosas más suaves, en las venas ya no se mete nada. El mono lo pasó él solo en casa, tumbado en la cama, con un cuchillo a mano y bebiendo vodka sin parar. Al cabo de dos semanas volvió a poner los pies en la calle totalmente curado. Sabe que llegará el día en que vuelva a las andadas, pero procura retrasarlo lo máximo posible. Del mismo modo que sabe, según reconoce él mismo, que precisamente ese día habrá firmado su sentencia de muerte. Con una voz grave y una buena dosis de patetismo se aplica en contar, como recitando, las desgracias que le ha tocado sufrir. Cuanto más puesto va, mejor las cuenta, y cuando está en las últimas se dedica a declamar poemas como si no hubiera mañana, salpicándolos de rimas obscenas. Su preferido es «El jabalí de los colmillos de plata».[7] Se lo sabe de memoria, y con el tiempo ha ido creando unas cinco versiones porno de la balada. (...)

Leí en algún sitio que la única solución es olvidarlo todo, borrar el pasado y volver a empezar de cero. Me parece imposible, aunque esa palabra tampoco me ayuda, necesito otra mucho más potente. Si lo olvidas todo, ¿no significa que has muerto? Y en ese caso, ¿qué te queda por hacer? Me acerco al espejo con precaución. Estoy desfigurado. Tengo la nariz partida y los hombros morados de tanto pinchazo. Los brazos me cuelgan como palos de escoba. Los pantalones casi se me caen. Algo no va bien. (...)

Hemos venido para llevarte allí, el doctor te está esperando. No tienes nada que temer, todo irá bien, nos ocuparemos de que no te falte de nada. No consigo entender lo que me está diciendo. Lo miro con la sensación de ver a través de él. Bajo hasta el baño, vomito, me meto casi media botella de coñac entre pecho y espalda. Vuelvo. —Ya sabemos que cuesta, pero tienes que hacer algo. Tú también te habrás dado cuenta de que no puedes continuar así… Me resulta imposible pensar. Quiero huir, huir hasta los confines del mundo. No me puedo ni imaginar cómo será dejarlo todo, la mera idea despierta en mí un terror inhumano. Me siento como un animal perseguido. Sé que no puedo rechazar su propuesta; el problema es que tampoco se me ocurre ninguna clase de futuro sobrio. Cojo una cerveza, la abro y le pego un trago sin pensar. Nada a mi espalda y nada en el horizonte. ¿Habré vivido en vano? Los Popescu siguen contemplándome sin inmutarse. En sus caras se dibujan la misma paciencia y piedad infinitas. (...)

Entro en la habitación y rebusco entre la ropa. Resulta que tengo chándales, así que apretujo un par en la mochila. Meto también algo de ropa interior, unas camisetas y unas zapatillas de estar por casa. Tampoco es que haya estado nunca ingresado en un hospital, pero sospecho que eso es lo que hay que hacer, llegado el caso. Añado también dos o tres libros, aunque lo más posible es que no lea. Salgo de la habitación con paso solemne. Un cortejo fúnebre. Me ronda la cabeza sin parar el verso inicial de la Iliada; el siguiente no consigo recordarlo. Recito el primero en silencio una y otra vez, como un himno funerario. Subo al coche y le dedico a la casa una mirada como si fuera la última. Soy un muerto, y esta gente ha venido para acompañarme en mi último viaje. Me sorprende no estar furioso. ¿Y entonces a santo de qué tanto repetir el maldito verso? No lo sé ni yo. La ciudad va desfilando a mi paso: esas calles tan familiares, los bares, alguna que otra persona conocida… Contemplo el paisaje a través del cristal tintado, consciente de que nada volverá a ser igual, pero incapaz de imaginarme el futuro. Words move, music moves, Only in time; but that which is only living Can only die. Miro por la ventanilla con la botella de coñac sujeta entre las piernas. La ciudad fluye muy despacio, hace calor y las calles parecen cada vez más desiertas a medida que nos alejamos del centro. Bucarest sigue borracha —o al menos así la veo yo— y no hay calle que no me traiga algún recuerdo. El viaje en coche es una canción, una sonata sin aparente principio ni final. Dejo la mente en blanco, decido dedicarme únicamente a mirar, sin articular palabra. No me interesa nada, nada en absoluto. Soy un muerto y esta es mi historia. (...)

Me enciendo un cigarrillo. Las manos me tiemblan a lo bestia. Sé que se ha dado cuenta, pero decido ignorarlo y esbozar una sonrisa incómoda. Fumo con mano temblorosa. Por mucho que lo intente, no hay forma de controlarla. Tengo la camiseta empapada en sudor. Será de los nervios. Sacudo las piernas y miro a cualquier parte menos al psicólogo. No sé muy bien lo que hago aquí. Tengo cientos de preguntas y ni siquiera sé a quién podría hacérselas. —Bueno, pues yo soy Tudor. Soy psicólogo y trabajo como ayudante del doctor en la Facultad. Estoy especializado en adicciones, y eso es básicamente a lo que me dedico a diario. ¿Tú en qué trabajas? —En nada. O igual sí. Ni yo mismo sabría decirlo. Cuando me sobra tiempo, traduzco libros para alguna que otra editorial. Cuando no, salgo por ahí e intento sacar un poco de dinero de donde sea. Estudié Letras, así que de formación soy profesor de Lengua y de Inglés, pero me da la sensación de que lo he echado todo a perder. —No creo que sea para tanto. Ahora estás aquí porque llevas un tiempo abusando del alcohol y de otras sustancias, y nosotros vamos a intentar ayudarte. En nuestra jerga, eres lo que se dice un adicto. Ya sé que la palabra no te hace ni pizca de gracia, pero es lo que hay. —No soy adicto. Solo me he pasado un poco de la raya. Eso sí. —Vale, lo que tú digas. No voy a tratar de convencerte de nada. Lo que sí quiero que sepas es que, si te apetece hablar con alguien, aquí estoy. Vengo por aquí todos los días. —Tampoco veo muy claro en qué podrías ayudarme, sinceramente. —Con el tiempo ya te darás cuenta tú solo de qué va el asunto. Digo yo. —Sí, será eso. ¿Puedo irme? —Yo no te retengo aquí a la fuerza. Claro que puedes irte. Encantado de conocerte. Se levanta, me tiende la mano. Le devuelvo el apretón y me marcho. Necesito tomar el aire. Salgo al jardín e intento calmarme. Han empezado a temblarme las piernas, y descubro lo mucho que me cuesta bajar unos simples peldaños. Una especialidad de la casa, ya me ha pasado otras veces. Me dirijo hacia un rincón del jardín, me siento en un banco, enciendo un cigarrillo. Ahí siguen las ganas de vomitar. Y el sudor. ¿Qué vendrá después? (...)

Cuento los agujeros del enrejado, por entretenerme con algo. Frente a mí, unos cuantos rosales en flor bien tupidos. Me quedo mirándolos. Las flores de la muerte. No sé lo que pasará. ¿Qué es estar ingresado en un hospital: sentarte en un banco, fumar y quedarte mirando las florecitas? ¿Y qué hacemos con los temblores? ¿Me darán algo para que se me pasen? De todas formas, no quiero nada, no pienso moverme nunca más de este banco. Bajo ningún concepto. Lo que no saben es que llevo algo en la mochila. Ya me las apañaré yo de alguna manera. Noto una mano apoyada en mi espalda. 
—¿Qué haces aquí? ¿Pensar? 
—Ni eso. (...)

una mujer corpulenta, pero se mueve a una velocidad pasmosa. Coloca una bolsa de líquido en el gotero y, enseguida, inyecta en ella con una destreza alucinante unos diez viales de sustancias varias. —Siéntate en la cama, haz el favor, que tengo que aplicarte el tratamiento. Obedezco mecánicamente. No me queda ni un ápice de voluntad. Me gustaría resistirme, pero no tengo fuerzas. Destapa la vía. Conecta la punta del tubo a mi cuerpo. Soy un robot y me acaban de enchufar. Se me había agotado la batería. Ajusta el flujo de líquido y se queda mirando. 
—A ver cómo va la cosa —concluye—. Petre, no salgas hasta que no se acabe, por favor. Si ves que se interrumpe, me avisas. Sigue ahí un par de minutos, asiente satisfecha y se marcha. Observo las gotas, tan preciosas ellas sobre el fondo blanco de la pared. 
—¿Tú a qué le das, socio? 
—¿Cómo? 
—Que a qué le das —insiste Petre—. Yo a la bebida. Estoy de mierda hasta el cuello. Llevo aquí dos semanas poniéndome a punto. ¿Tú? 
—No sé, a todo. ¿Te las hacen pasar muy canutas aquí dentro? 
—Según cómo lo mires. A mí me gusta, y ya parece que empiezo a encontrarme mejor. Mira, si quieres fumar, coge mi cenicero. —Oye, ¿y cómo se lleva eso del mono? Que estos no me han contado nada. —Pues te entran así unos temblores y un mal cuerpo... A mí me daban ganas de palmarla, pero ya lo pasé. Pastillas tomé a puñados hasta que me libré. No sé cómo te pegará a ti, porque lo mío es solo con la bebida. Me vino por el curro. Soy mecánico, y bebía día sí y día también. Solo o con mis compañeros, una botella de vodka detrás de otra. Tengo una niña y un Trabant; por lo demás, tampoco hay mucho que contar. El caso es que ahora me da miedo irme, por si vuelvo a las andadas. La niña vino a verme llorando. Llevaba algo más de un año sin dirigirme la palabra y me pidió que lo dejara. Me rompió el corazón. Y, aún así, yo ahora mismo me tomaría algo. Esto es una putada bien gorda, qué quieres que te diga... 
—Yo también me tomaría algo. Lo que fuera. 
—Ya, pero no se puede. Terminarás por quedarte dormido, tú ten paciencia. (...)

Tengo las manos rojas, y los pies tres cuartos de lo mismo, además de hinchados. Llevo tal hinchazón en las venas que es como si tuviera las manos y los pies cubiertos de cuerdecitas trenzadas. Siento un hueco en el estómago y un ligero mareo. Quiero beber, irme de aquí, volver a mi vida. Me duele la aguja esta, la noto clavada milímetro a milímetro. De su punta se desliza gota a gota algo frío en mi cuerpo, un líquido extraño y hostil. Dueledueleduele. Solo puedo expresarlo en una única palabra. Hubo un tiempo, de joven, en que quise ser escritor. Me encantaban las palabras. No es precisamente en lo que me he convertido. De repente me siento desorientado y triste. Sigo observando las gotas deslizarse muy despacio. Tengo sueño, tengo sed, tengo frío. Todo junto y a la vez. Me cuesta creer que mi mano tenga esa pinta, con ese rojo tan intenso. Algo me palpita en la parte derecha del abdomen, no consigo identificar el qué. ¿Será el hígado? No lo sé, y decido que tampoco me importa. Me pongo de costado. El menor movimiento me provoca un temblor en todo el cuerpo. Me palpitan los dedos. Tienen su propio ritmo, como una melodía. Se me han dormido las piernas. Fijo la vista en uno de los árboles del jardín y, como un niño, me dejo maravillar por sus enormes ramas encorvadas. no entiendo por qué cómo he conseguido yo llegar hasta aquí a estas horas tendría que estar en la taberna con los muchachos en la oficina como nos gusta decir no hemos dejado de ir ni un día allí es donde mejor se estaba del mundo mundial ahora mismo me tomaría una birra con un vino bien fresquito con hielo nada me parece bien duele duele tiemblo duele tiemblo pincha pero mira qué blanca está esa pared (...)

sábado, 21 de septiembre de 2024

Algunos poemas de PASTILLAS DEBAJO DE LA LENGUA (un libro necesario de verdad, no como las últimas 713 veces que te han intentado colar gato por liebre)

 
Como habrá notado cualquiera que pase o pasee por este arrebatado blog alírico, los poemarios que más me gustan están, en un alto porcentaje, publicados bajo el ala transoceánica de Ediciones Liliputienses
En los últimos tiempos, el que, sin duda, más me ha impactado ha sido PASTILLAS DEBAJO DE LA LENGUA de Luis Sánchez Martín. Tanto, que llevo tiempo tratando de sentarme a escribir una reseña para probar a hacer, dentro de mis modestísimas posibilidades, algo de eco a un poemario que merece resonar por encima de cualquier estruendo poético, si es que tal cosa existe.
Sin embargo, me confieso incapaz de escribir algo que haga justicia a tamaño librazo. Así que, con su permiso, me voy a limitar a dejar una selección de poemas (que ya me ha costado lo suyo porque de verdad que, si no fuera por el espinoso asunto de los derechos de autor, pondría todos) junto con la más encarecida, encarnizada, arrebatada y arrebatadora de mis recomendaciones.

Y es que PASTILLAS DEBAJO DE LA LENGUA es un libro necesario de verdad. O, al menos, todo lo necesario que puede ser un libro. Y mira que usamos el término con una ligereza rayana en la sunnormalidad. Porque, en realidad, mira que hay pocas cosas necesarias. Jamás son necesarios los abrazos, las copas, los cigarros, las entrevistas. Pocas veces son necesarias las leyes, las reformas o las circunvalaciones. Y, en un 99%, ni remotamente se acercan a ser necesarias las películas, los discos y, menos, los libros. Ni siquiera es necesario que este libro se abra con la siguiente cita de Bukowski, aunque sí resulta un acierto.

Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno pasa,
bebes para celebrar; y si nada pasa, bebes para que hacer que algo pase.
Charles Bukowski

En fin, lo dicho: no hay libros necesarios pero, si hubiera alguno, este estaría entre ellos:

UNA HABITACIÓN PROPIA
Mi hermana vino de visita unos días.

Cuando se marchó
dejó una nota en la cocina:

«Sabes que siempre habrá en mi casa
una habitación para ti.
Te quiero mucho».

Meses después,
tras un intento de suicidio
le pedí alojarme con ella durante un año
mientras me preparaba una oposición.

Me dijo que no.

Intenta encontrar ahora
un mejor final
a este poema.

ORGANIGRAMA
Era más joven que yo
y tan bajita que apenas se veía
tras la mesa de su enorme despacho.

—Un cuatro con ocho, joder
que no es un tres.
—Es que se nota que no vienes a clase.
—Trabajo 50 horas semanales
en un hotel.

No sé qué habrá sido de ella.

La imagino radiante y sonriente
con un buen sueldo como jefa de ventas
en una multinacional hotelera

que sin duda complementará
como hacía entonces
leyendo diapositivas martes y viernes
de cuatro a cinco

conduciendo un Megane Coupé
y adaptada al fin a la mesa de roble
de aquel despacho que tan grande le quedaba
en la Facultad de Ciencias de la Empresa

sin saber que aquel joven (mayor que ella)
que trabajaba 50 horas semanales
ganaba 800 euros
y pagaba 500 de alquiler
abandonó la carrera tras suspender
su asignatura con un cuatro con ocho

y entender y asumir al fin
para quiénes nunca ha habido
ni habrá oportunidad.

MONOSÍLABOS DE CINCO AL CIERRE
Relleno con el vino
que he comprado una copa y tarareo
que no hay mucho que hacer y que, por mí,
ya pueden caer las torres de Manhattan.
Héctor Castilla

Apuro el quinto White Label
y me voy a trabajar.

Mi jefe no se percata
de las cuchillas en la mirada
o el disonante timbre de un saludo
arrítmico y desacompasado.

Me entrega las llaves
—mañana abro yo—
y se va a descansar.

Hace tanto tiempo
que Mr. Hyde tomó las riendas
que puedo seguir bebiendo
ocho horas más
mientras sirvo cafés y licores en bandeja
sin derramar un sola gota
respondiendo con gestos y monosílabos
para que el aliento no me delate.

Al llegar a casa de madrugada
vomito sangre
y no puedo dormir.

Mañana trabajo: me preocupa
no poder dormir.
OTRA COPA A ESCONDIDAS
Si pagan un café
con un billete de cincuenta
no necesito que nadie
me cuente el final:

todo se irá por la ranura
de la máquina de luces.

No debo alejarme mucho
pues irá pidiendo el cambio
poco a poco
billete a billete
mojándose los labios
en el café que quedará
frío y a la mitad
cuando se vaya a buscar un cajero.

En el fondo espero
que no tarde en volver:
no hay nadie más a esta hora
y necesito hacer cualquier cosa
para que pase el tiempo
sin pensar en servirme
otra copa a escondidas.

UN FINAL A LO CHET BAKER
Yo sólo te digo que cansa
que tampoco te hace falta
esa cadencia rota y quejicosa
de blues cañí que te gastas
cuando hablas de tu vida
Ballerina Vargas Tinajero
La esperanza es una enfermedad
que mata mientras esperas
y caminamos, escribimos, bebemos
o encendemos la radio para hacer
más humano el desenlace.

Pero harto, al fin, de buscar sentido a los días
me enfrento al viento helado del exterior
frente a la ventana abierta de este séptimo sin ascensor
que llevo meses sin pagar.

Recuerdo entonces una estúpida película de Tom Hanks
y advierto que un mínimo error podría dejarme tetrapléjico.

Así que mejor me olvido
de un final a lo Chet Baker
y me preparo un descafeinado
de sobre con agua y sacarina
para ver si mientras espero
un giro que nunca se produce
consigo, con suerte,

morirme de asco.

A QUIÉN QUERÍA ENGAÑAR
Tú no quieres morir:
quieres que tu madre
sepa que has muerto.

Era tan joven que
cuando entré a su cubículo
escoltado por la policía
pensé que era un alumno en prácticas

pero aquel psiquiatra —Julián, se llamaba—
del hospital Reina Sofía de Murcia
que me atendió en urgencias
el 12 de diciembre de 2010
a las tres y cuarto de la madrugada
sabía muy bien de qué va todo esto.

NO SÉ SI ES HUMANO
Va llenándose la habitación de una maldita debilidad
por el ser que he matado.
Isla Correyero

¡Oh, madre!
Que me regalaste la muerte.
Cuando vivo
tu presente maldigo en mi yo.
Abel Azcona

Me cuentan que tus ojos
se cierran sin apenas hacer ruido,

por primera vez abrazas
un silencio
sin ecos de violencia.

Mientras tu voz se aleja
concilio al fin el sueño
y esta paz desconocida
no encuentra salida
entre las grietas de una piel
por donde aún sangra la ira.

Y pienso en salir a buscarte
a cualquier precio
y gritarte otra vez
que nadie merece el castigo
de que tú le des la vida.

No sé si es humano
este dolor que siento
por no tenerte aquí
para poder odiarte.
(...)
No has tenido un solo día normal en el último mes. Unos encerrado en casa llorando. Cuando sabes por qué lloras te ubicas, al menos hay un motivo. Cuando no lo sabes la casa se tiñe de apatía y el miedo es indescriptible. Otros, por el contrario, amaneces hiperactivo, ordenando la casa, poniendo infinidad de tonterías en Facebook para no desaparecer —tu avatar es casi lo único que queda de ti—, saliendo a caminar, haciendo planes para un microfuturo a cuatro/cinco días vista que probablemente no lleguen a materializarse, escribiendo mucho y deprisa. Leer o seguir el hilo de una película es imposible, la mente no puede relajarse, comenzarías a pensar y eso es lo peor que te puede pasar. (...) Y vas al psiquiatra y te medicas y haces deporte y meditación y cambias de alimentación y buscas aficiones que desinflen la densidad de los días y se obra el milagro y conoces a una chica que dice que te comprende porque una prima o una amiga o ella misma y te da un ataque y nunca te lo perdona y pasa días, semanas, meses haciéndote sentir la última mierda que hay sobre la tierra y no entiendes por qué la gente espera que actúes como si no te pasara nada y te sientes solo y te abres una cuenta de Tínder y no te gusta nadie y no respondes a los mensajes de tus amigos ni quedas con ellos y cuando alguno te lo reprocha te hundes y te encierras en casa a llorar y detestas tu vida y tu trabajo y consideras la muerte una opción y recuerdas a los culpables que tienen nombres y apellidos y consideras la cárcel una opción hasta que suena el despertador y tienes que ir a trabajar y te vistes y vas y un día despiertas en la oficina porque llevas un rato sin respirar.
Y así, más o menos, funciona esto. Y no te acostumbras.  Lo asumes, pero no te acostumbras.
PUNTO DE PARTIDA
Estas cosas terminan
vaciando una nevera de comida podrida
en un saco de basura
y jurando no volver a probar
una gota de alcohol
al menos mientras dure el tratamiento.

Pero nunca recuerdas cómo empiezan.


HORMIGÓN BAJO LAS MANTAS
Sentir la lentitud con que las horas
taladran el silencio, el dedo frío
con que van presionando los resortes
del miedo, tanto tiempo adormecidos...
Ángel Paniagua

Los insomnes no tenemos salvación.
Luisa Miñana

Lo peor es cuando todo se acumula
en un tiempo indefinido de la noche
y la muerte o la distancia
—nunca el olvido—
impiden toda posibilidad de venganza.

La piel sobre el colchón desnudo
las hormigas y los restos de la cena
la insolente delineación
de las aristas del cuarto
sobresaliendo en la penumbra
el aliento helado de una sombra en la nariz.

Me gusta ponerme pastillas
debajo de la lengua

lejos del nervio
de manera que se mezcle
el sabor de la derrota
con el hormigón bajo las mantas.

Si supiera usar
y dónde conseguir
un arma

pero...

y si después me llaman
de aquella editorial.

Es un buen poemario, joder…
quisiera verlo publicado.

PASTILLAS DEBAJO DE LA LENGUA.
Luis Sánchez Martín.
Ediciones Liliputieneses, 2024

lunes, 24 de junio de 2024

Algunos poemas de EL NUDO (Diego Sánchez Aguilar)



HORARIO DE VISITAS
Nunca hablaste.
No fueron las palabras
nunca 
lengua paterna.

Nunca hablé,
y eso es también herencia.

Tenemos ahora un nudo en la garganta.
De mi ovillo a tus suturas se enredan
estos hilos
con los que te acompaño en silencio
mientras mueres.

hoy sé que, con el mismo amor callado
e impotente,
contemplaste, durante tantos años,
cómo yo iba tejiendo el absurdo tapiz
de todos mis enredos y mentiras.

EL PADRE DEL ESCRITOR
Yo heredé la sintaxis del silencio,
la tímida sonrisa y el miedo en la mirada.
Pero aprendí también lenguajes extranjeros
(malditos sean hoy)
que nunca pudiste entender
(sean malditos siempre).

Mentir se ha convertido en mi oficio.
Y la vergüenza es mi jornal,
que tu mano sedada
me entrega sin quererlo.

ETIMOLOGÍA
Si las palabras tienen una raíz,
tu cuerpo sedad es el árbol;
yo soy la hoja que tiembla.

Si las palabras tienen una raíz,
tu silencio es el barro donde beben,
y mi garganta entonces el sarmiento
donde sin ruido estallan estas flores.

Si las palabras tienen una raíz,
mis dedos son el tallo que se quiebra
cuando poso mi mano en tu corteza.

LA CUEVA
Hoy, lo que más te duele de tu muerte
es molestar la vida de tus hijos.

Si pudieras, irías a vivir a una cueva:
como el animal que se sabe acabado,
buscarías los hilos de la sombra
y con ellos te harías un ovillo.

Esa madeja oscura
araña el interior de mis arterias
y en silencio susurra las palabras
que se atascan al fondo de tu boca:

"No quiero molestaros; seguid con vuestra vida.
Qué vergüenza estar muriendo,
qué manera de estorbar a todo el mundo,
qué vergüenza estar desnudo y ser cuidado.
Qué incordio molestaros de esta forma,
romper así los hilos,
la trama de todo eso que os importa:
el trabajo, la vida, los amigos.
Mejores cosas tendréis que hacer seguro
que estar en esta cueva, que ver cómo me muero".

Hoy, lo que más me duele de tu muerte,
es saber el dolor que se anuda en tu gargante,
con el mismo tejido que la mía.

CUERDAS VOCALES
 Tu idioma paterno era el silencio.
Yo lo heredé;
y lo guardé en aquel cajón oscuro
donde nada ni nadie,
donde toda la noche,
donde todos los años.

Hoy, en este hospital, junto a tu cama,
abro aquel cajón y veo en nuestros ojos
todos aquellos hilos enredados.

Qué tiempo oscuro, cubierto de polvo,
de agujas y botones,
los fue anudando así;
con qué dedos,
qué ácaros de amor
laboraron tantas madrugadas
tejiendo los hilos
ovillando lo suelto
en la caja torácica.

El nudo,
el dique amontonado del torrente;
la oclusión más alta
trepando por las cuerdas de la voz.

NUESTRAS VIDAS SON LOS RÍOS
Si yo fuera Manrique, 
podría con tu muerte hacer un monumento,
una magnífica catedral de piedra
plantada sobre el tiempo de los hombres
para que fuera eterna tu memoria.

Si fuera yo Manrique, aprendería
de tu muerte las grandes lecciones de la vida;
y no me quedaría aquí callado,
viendo contigo el último partido
que perdió, otra vez, el Cartagena.

Si yo tuviera el genio de Manrique
y el don de la poesía
diría que tu vida es un río
que ya está llegando al mar.

Nuestra mar azul del Mediterráneo,
donde un día tus manos elevaron
el cuerpo de aquel niño que no sabía nadar,
y nunca el sol brilló más alto sobre el cielo.

LAVANDERÍA
No vino, como hizo con don Rodrigo Manrique,
la muerte, a presentarte sus respetos.
No hubo escenas de honor y de grandeza,
ni heroísmos o corteses reverencias.

Fue tu muerte un susurro en los pasilos,
un bostezo de anfibios y de estrellas
que ordenó tu silencio en sus estratos.

Fue tu muerte un trámite civil de clase media
bajo una luz halógena y sedada,
y el triste madrugar de los tranvías.

Fue un dolor vertebral y de apellidos
imprimido por tres en formularios;
una cama libre en la planta de oncología,
unas sábanas en la lavadora girando,
sumergidas en agua y en jabones,
hasta que ningún resto de tu cuerpo
quedó entre los perfumes de lavanda.

RETRATO DE MI PADRE
No recibiste medallas ni aplausos,
ni la vida de la fama te espera.

Dicen los sabiso que ni el bien ni el mal existen
pero tú, simplemente, fuiste un hombre bueno.

El mundo ha dado a luz esa palabra
para que yo la escriba en estos versos
y la ponga sobre tu frente con mis labios.

Machado nació y escribió su autorretrato
solo para que yo pueda hoy decir
que tú, simplemente, fuiste bueno.

Platón y Aristóteteles y Descartes,
Rousseau y Kant y Maquiavelo,
y todas las lenguas romances y sajonas,
y todo el pensamiento de oriente y de occidente
nacieron, y amontonaron libros y palabras,
argumentos, páginas y conceptos,
solo para que yo pueda hoy decir
que tú, honestamente, 
en el buen sentido de la palabra
fuiste, ante todo, un hombre bueno.


EL HEREDERO EGOÍSTA
Maldito sea el poema,
porque has tenido que morir
para llegar a estas palabras.

Maldito sea el poema avaricioso
porque eres tú quien está muerto,
y soy yo quien escribe tu ausencia
y está vivo;
y aquí, en estos versos,
tu ausencia es solo mía.

Maldito el infantil egoísmo del poema
que desarma el juguete del recuerdo,
lo desnuda, lo viste, y lo hace eterno.

Maldito sea el poema,
porque en él tu silencio se traiciona
y en amor lo convierte
para que hoy me sirva de consuelo.

EL NUDO.
Diego Sánchez Aguilar.
Eolas Ediciones, 2024.
Premio Antonio González de Lama 2023