domingo, 6 de octubre de 2024

"La vergüenza" de Cristian Fulaș

 Me dedico a beber mientras contemplo la terraza desierta: se respira una calma de lo más agradable a estas horas. No se mueve un alma. La ciudad se despereza, y aquí estoy yo plantado, viendo un documental de guerra, como de costumbre. Me encanta esta calma, tiene algo distinto. Lo bueno de madrugar es que uno puede disfrutar de este tipo de momentos. Las alegrías de la vida no abundan precisamente, pero de entre todas ellas me quedo de largo con la tranquilidad de una buena taberna. Hay cosas que no tienen precio. (...)
La terraza empieza a animarse. Tiene mucha fama entre los alcohólicos de la ciudad por ser la única del centro con precios asequibles, y a algunos su nombre les suena casi a mito: Argentin. El propietario es un golfo de mucho cuidado que sirve bebida barata y de baja estofa, a juego con la fauna que suele darse cita aquí. A pesar del calor insoportable que hace en torno al mediodía, las mesas se llenan y la bebida corre a raudales. Pintas de cerveza, vino con sifón, gente conversando… el maravilloso mundo de aquellos que se dedican a empinar el codo desde primera hora y no dan palo al agua. Todos los habituales del lugar disponen de alguna fuente de ingresos, aunque ninguna brille por su honradez, que digamos. Y todos ellos, salvo contadas excepciones, andan borrachos de la mañana a la noche. Lo extraño es que no se monte demasiada gresca. Si se da el caso, los muchachos de alrededor la sofocan al instante. (...)

Así nos pasamos los días desde hace años: bebiendo, drogándonos y sacando dinero de lo que va surgiendo. Una vida de ensueño. No hay nada que nos asuste, con el tiempo ya hemos visto de todo. Sabemos perfectamente que un día la cosa puede acabar mal, y aun así seguimos. Nos metemos de todo menos heroína. David tuvo su época de pincharse y sabe lo que es, así que huye de las agujas como de la peste. Hace unos años que lo dejó y que empezó a darle a cosas más suaves, en las venas ya no se mete nada. El mono lo pasó él solo en casa, tumbado en la cama, con un cuchillo a mano y bebiendo vodka sin parar. Al cabo de dos semanas volvió a poner los pies en la calle totalmente curado. Sabe que llegará el día en que vuelva a las andadas, pero procura retrasarlo lo máximo posible. Del mismo modo que sabe, según reconoce él mismo, que precisamente ese día habrá firmado su sentencia de muerte. Con una voz grave y una buena dosis de patetismo se aplica en contar, como recitando, las desgracias que le ha tocado sufrir. Cuanto más puesto va, mejor las cuenta, y cuando está en las últimas se dedica a declamar poemas como si no hubiera mañana, salpicándolos de rimas obscenas. Su preferido es «El jabalí de los colmillos de plata».[7] Se lo sabe de memoria, y con el tiempo ha ido creando unas cinco versiones porno de la balada. (...)

Leí en algún sitio que la única solución es olvidarlo todo, borrar el pasado y volver a empezar de cero. Me parece imposible, aunque esa palabra tampoco me ayuda, necesito otra mucho más potente. Si lo olvidas todo, ¿no significa que has muerto? Y en ese caso, ¿qué te queda por hacer? Me acerco al espejo con precaución. Estoy desfigurado. Tengo la nariz partida y los hombros morados de tanto pinchazo. Los brazos me cuelgan como palos de escoba. Los pantalones casi se me caen. Algo no va bien. (...)

Hemos venido para llevarte allí, el doctor te está esperando. No tienes nada que temer, todo irá bien, nos ocuparemos de que no te falte de nada. No consigo entender lo que me está diciendo. Lo miro con la sensación de ver a través de él. Bajo hasta el baño, vomito, me meto casi media botella de coñac entre pecho y espalda. Vuelvo. —Ya sabemos que cuesta, pero tienes que hacer algo. Tú también te habrás dado cuenta de que no puedes continuar así… Me resulta imposible pensar. Quiero huir, huir hasta los confines del mundo. No me puedo ni imaginar cómo será dejarlo todo, la mera idea despierta en mí un terror inhumano. Me siento como un animal perseguido. Sé que no puedo rechazar su propuesta; el problema es que tampoco se me ocurre ninguna clase de futuro sobrio. Cojo una cerveza, la abro y le pego un trago sin pensar. Nada a mi espalda y nada en el horizonte. ¿Habré vivido en vano? Los Popescu siguen contemplándome sin inmutarse. En sus caras se dibujan la misma paciencia y piedad infinitas. (...)

Entro en la habitación y rebusco entre la ropa. Resulta que tengo chándales, así que apretujo un par en la mochila. Meto también algo de ropa interior, unas camisetas y unas zapatillas de estar por casa. Tampoco es que haya estado nunca ingresado en un hospital, pero sospecho que eso es lo que hay que hacer, llegado el caso. Añado también dos o tres libros, aunque lo más posible es que no lea. Salgo de la habitación con paso solemne. Un cortejo fúnebre. Me ronda la cabeza sin parar el verso inicial de la Iliada; el siguiente no consigo recordarlo. Recito el primero en silencio una y otra vez, como un himno funerario. Subo al coche y le dedico a la casa una mirada como si fuera la última. Soy un muerto, y esta gente ha venido para acompañarme en mi último viaje. Me sorprende no estar furioso. ¿Y entonces a santo de qué tanto repetir el maldito verso? No lo sé ni yo. La ciudad va desfilando a mi paso: esas calles tan familiares, los bares, alguna que otra persona conocida… Contemplo el paisaje a través del cristal tintado, consciente de que nada volverá a ser igual, pero incapaz de imaginarme el futuro. Words move, music moves, Only in time; but that which is only living Can only die. Miro por la ventanilla con la botella de coñac sujeta entre las piernas. La ciudad fluye muy despacio, hace calor y las calles parecen cada vez más desiertas a medida que nos alejamos del centro. Bucarest sigue borracha —o al menos así la veo yo— y no hay calle que no me traiga algún recuerdo. El viaje en coche es una canción, una sonata sin aparente principio ni final. Dejo la mente en blanco, decido dedicarme únicamente a mirar, sin articular palabra. No me interesa nada, nada en absoluto. Soy un muerto y esta es mi historia. (...)

Me enciendo un cigarrillo. Las manos me tiemblan a lo bestia. Sé que se ha dado cuenta, pero decido ignorarlo y esbozar una sonrisa incómoda. Fumo con mano temblorosa. Por mucho que lo intente, no hay forma de controlarla. Tengo la camiseta empapada en sudor. Será de los nervios. Sacudo las piernas y miro a cualquier parte menos al psicólogo. No sé muy bien lo que hago aquí. Tengo cientos de preguntas y ni siquiera sé a quién podría hacérselas. —Bueno, pues yo soy Tudor. Soy psicólogo y trabajo como ayudante del doctor en la Facultad. Estoy especializado en adicciones, y eso es básicamente a lo que me dedico a diario. ¿Tú en qué trabajas? —En nada. O igual sí. Ni yo mismo sabría decirlo. Cuando me sobra tiempo, traduzco libros para alguna que otra editorial. Cuando no, salgo por ahí e intento sacar un poco de dinero de donde sea. Estudié Letras, así que de formación soy profesor de Lengua y de Inglés, pero me da la sensación de que lo he echado todo a perder. —No creo que sea para tanto. Ahora estás aquí porque llevas un tiempo abusando del alcohol y de otras sustancias, y nosotros vamos a intentar ayudarte. En nuestra jerga, eres lo que se dice un adicto. Ya sé que la palabra no te hace ni pizca de gracia, pero es lo que hay. —No soy adicto. Solo me he pasado un poco de la raya. Eso sí. —Vale, lo que tú digas. No voy a tratar de convencerte de nada. Lo que sí quiero que sepas es que, si te apetece hablar con alguien, aquí estoy. Vengo por aquí todos los días. —Tampoco veo muy claro en qué podrías ayudarme, sinceramente. —Con el tiempo ya te darás cuenta tú solo de qué va el asunto. Digo yo. —Sí, será eso. ¿Puedo irme? —Yo no te retengo aquí a la fuerza. Claro que puedes irte. Encantado de conocerte. Se levanta, me tiende la mano. Le devuelvo el apretón y me marcho. Necesito tomar el aire. Salgo al jardín e intento calmarme. Han empezado a temblarme las piernas, y descubro lo mucho que me cuesta bajar unos simples peldaños. Una especialidad de la casa, ya me ha pasado otras veces. Me dirijo hacia un rincón del jardín, me siento en un banco, enciendo un cigarrillo. Ahí siguen las ganas de vomitar. Y el sudor. ¿Qué vendrá después? (...)

Cuento los agujeros del enrejado, por entretenerme con algo. Frente a mí, unos cuantos rosales en flor bien tupidos. Me quedo mirándolos. Las flores de la muerte. No sé lo que pasará. ¿Qué es estar ingresado en un hospital: sentarte en un banco, fumar y quedarte mirando las florecitas? ¿Y qué hacemos con los temblores? ¿Me darán algo para que se me pasen? De todas formas, no quiero nada, no pienso moverme nunca más de este banco. Bajo ningún concepto. Lo que no saben es que llevo algo en la mochila. Ya me las apañaré yo de alguna manera. Noto una mano apoyada en mi espalda. 
—¿Qué haces aquí? ¿Pensar? 
—Ni eso. (...)

una mujer corpulenta, pero se mueve a una velocidad pasmosa. Coloca una bolsa de líquido en el gotero y, enseguida, inyecta en ella con una destreza alucinante unos diez viales de sustancias varias. —Siéntate en la cama, haz el favor, que tengo que aplicarte el tratamiento. Obedezco mecánicamente. No me queda ni un ápice de voluntad. Me gustaría resistirme, pero no tengo fuerzas. Destapa la vía. Conecta la punta del tubo a mi cuerpo. Soy un robot y me acaban de enchufar. Se me había agotado la batería. Ajusta el flujo de líquido y se queda mirando. 
—A ver cómo va la cosa —concluye—. Petre, no salgas hasta que no se acabe, por favor. Si ves que se interrumpe, me avisas. Sigue ahí un par de minutos, asiente satisfecha y se marcha. Observo las gotas, tan preciosas ellas sobre el fondo blanco de la pared. 
—¿Tú a qué le das, socio? 
—¿Cómo? 
—Que a qué le das —insiste Petre—. Yo a la bebida. Estoy de mierda hasta el cuello. Llevo aquí dos semanas poniéndome a punto. ¿Tú? 
—No sé, a todo. ¿Te las hacen pasar muy canutas aquí dentro? 
—Según cómo lo mires. A mí me gusta, y ya parece que empiezo a encontrarme mejor. Mira, si quieres fumar, coge mi cenicero. —Oye, ¿y cómo se lleva eso del mono? Que estos no me han contado nada. —Pues te entran así unos temblores y un mal cuerpo... A mí me daban ganas de palmarla, pero ya lo pasé. Pastillas tomé a puñados hasta que me libré. No sé cómo te pegará a ti, porque lo mío es solo con la bebida. Me vino por el curro. Soy mecánico, y bebía día sí y día también. Solo o con mis compañeros, una botella de vodka detrás de otra. Tengo una niña y un Trabant; por lo demás, tampoco hay mucho que contar. El caso es que ahora me da miedo irme, por si vuelvo a las andadas. La niña vino a verme llorando. Llevaba algo más de un año sin dirigirme la palabra y me pidió que lo dejara. Me rompió el corazón. Y, aún así, yo ahora mismo me tomaría algo. Esto es una putada bien gorda, qué quieres que te diga... 
—Yo también me tomaría algo. Lo que fuera. 
—Ya, pero no se puede. Terminarás por quedarte dormido, tú ten paciencia. (...)

Tengo las manos rojas, y los pies tres cuartos de lo mismo, además de hinchados. Llevo tal hinchazón en las venas que es como si tuviera las manos y los pies cubiertos de cuerdecitas trenzadas. Siento un hueco en el estómago y un ligero mareo. Quiero beber, irme de aquí, volver a mi vida. Me duele la aguja esta, la noto clavada milímetro a milímetro. De su punta se desliza gota a gota algo frío en mi cuerpo, un líquido extraño y hostil. Dueledueleduele. Solo puedo expresarlo en una única palabra. Hubo un tiempo, de joven, en que quise ser escritor. Me encantaban las palabras. No es precisamente en lo que me he convertido. De repente me siento desorientado y triste. Sigo observando las gotas deslizarse muy despacio. Tengo sueño, tengo sed, tengo frío. Todo junto y a la vez. Me cuesta creer que mi mano tenga esa pinta, con ese rojo tan intenso. Algo me palpita en la parte derecha del abdomen, no consigo identificar el qué. ¿Será el hígado? No lo sé, y decido que tampoco me importa. Me pongo de costado. El menor movimiento me provoca un temblor en todo el cuerpo. Me palpitan los dedos. Tienen su propio ritmo, como una melodía. Se me han dormido las piernas. Fijo la vista en uno de los árboles del jardín y, como un niño, me dejo maravillar por sus enormes ramas encorvadas. no entiendo por qué cómo he conseguido yo llegar hasta aquí a estas horas tendría que estar en la taberna con los muchachos en la oficina como nos gusta decir no hemos dejado de ir ni un día allí es donde mejor se estaba del mundo mundial ahora mismo me tomaría una birra con un vino bien fresquito con hielo nada me parece bien duele duele tiemblo duele tiemblo pincha pero mira qué blanca está esa pared (...)

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