sábado, 15 de abril de 2023

"EL REINO" DE EMMANUEL CARRÈRE (o cómo nació el cristianismo)


Los fariseos eran los especialistas de la Ley, hombres de estudios y de fe cuyos dictámenes, como los de los ulemas en el islam, sentaban jurisprudencia. Saúl soñaba con convertirse en un segundo Gamaliel. Leía y releía sin descanso la Torá y escrutaba con fervor cada palabra de sus páginas. Un día oyó hablar de una secta de galileos que se llamaban a sí mismos «los que siguen la Vía» y se distinguían de los demás judíos por una creencia extraña. Su maestro, unos años antes, a causa de unos motivos bastante oscuros, había sufrido el suplicio de la cruz, cosa en sí llamativa pero que no intentaban disimular: al contrario, la reivindicaban. Más singular todavía: se negaban a creer que había muerto. Decían que habían visto cómo lo sepultaban y luego, a continuación, lo habían visto vivo, hablando y comiendo. Decían que había resucitado. Querían que todo el mundo lo adorase como el Mesías. Al oír esto, Saúl podría haberse encogido de hombros, pero reaccionó exactamente como lo hacen ahora los más piadosos de sus oyentes: claman que es una blasfemia, y no bromean con las blasfemias. Su piedad llegaba al fanatismo. No se conformaba con aprobar que lapidasen ante sus ojos a un adepto del crucificado: quería actuar, intervenir personalmente. Vigilaba las casas donde le habían dicho que se reunían los seguidores de la Vía. Si sospechaba que alguien formaba parte de la secta, lo denunciaba a los sumos sacerdotes, hacía que lo detuvieran y lo encarcelasen. Según su propia confesión, aquellos heréticos sólo le sugerían amenaza y asesinato. Un día decidió partir a Damasco, donde le habían indicado la presencia de adeptos, con la intención de trasladarlos a Jerusalén cargados de cadenas. Pero cuando recorría, en pleno mediodía, un sendero pedregoso, una luz intensa le cegó de repente, una fuerza invisible lo derribó de su caballo. Una voz le cuchicheó al oído: «¡Saúl! ¡Saúl! Soy yo ese a quien persigues. ¿Por qué me persigues?» (...)

Pablo decía que el fin de los tiempos estaba próximo. Estaba absolutamente convencido y era una de las primeras cosas de las que convencía a sus interlocutores. El fin de los tiempos estaba próximo porque aquel hombre al que él llamaba Cristo había resucitado, y si el hombre llamado Cristo había resucitado era porque el fin de los tiempos estaba próximo. No estaba próximo de un modo abstracto, como se puede decir que lo está la muerte de cada uno de nosotros, en cualquier instante. No, decía Pablo, tendrá lugar mientras estamos vivos, nos sucederá a nosotros, los que estamos hablando. Ninguno de los que estamos aquí morirá sin haber visto al Salvador ocupar todo el cielo con su poder y separar a los buenos de los malos. Si el interlocutor se encogía de hombros, no valía la pena continuar. Sería tan inútil como exponer la vía de Buda a alguien indiferente a la primera de sus nobles verdades –todo es cambio y sufrimiento en la vida humana–, y a la pregunta lógica que sigue: ¿existe algún medio de escapar a esta sucesión de cambios y sufrimientos? Quien no se adhiere a este diagnóstico y no se plantea la cuestión de un remedio, quien considera que la vida está muy bien como está no tiene razón alguna para interesarse por el budismo. De la misma forma, alguien que en el primer siglo de nuestra era no tenía ganas de creer que el mundo se encaminaba hacia su fin inminente no era un cliente para Pablo. (...)

Todo el proyecto de Renan consiste en dar una explicación natural a acontecimientos considerados sobrenaturales, en devolver lo divino a lo humano y la religión al terreno de la historia. Quiere que cada cual piense lo que quiera, crea lo que quiera, es cualquier cosa menos sectario, simplemente que cada uno ejerza su oficio. Él ha escogido el de historiador, no el de sacerdote, y la función de un historiador no es, no puede ser decir que Jesús resucitó, ni que es el hijo de Dios, sino sólo que a un grupo de personas, en un determinado momento, en circunstancias que merecen ser contadas con detalle, se les metió en la cabeza que había resucitado, que era el hijo de Dios, e incluso consiguieron convencer a otros. Renan se niega a creer en la resurrección y, más en general, en los milagros, y refiere la vida de Jesús tratando de saber lo que real, históricamente, pudo suceder y que los primeros relatos describen deformándolo con arreglo a las creencias de sus autores. Hace una criba ante cada episodio del Evangelio: esto sí, esto no, esto quizá. Bajo su pluma, Jesús se convierte en uno de los hombres más notables e influyentes que hayan vivido en la tierra, un revolucionario moral, un maestro de sabiduría como Buda, pero no es el hijo de Dios, por la sencilla razón de que Dios no existe. (...)
la Vida de Jesús es sólo la parte visible del iceberg. Lo más apasionante son los seis volúmenes siguientes de la Historia de los orígenes del cristianismo, donde hace la crónica detallada de una historia mucho menos conocida: el modo en que una pequeña secta judía, fundada por unos pescadores analfabetos, unida por una creencia absurda por la cual ninguna persona razonable hubiera dado un sestercio, devoró desde el interior, en menos de tres siglos, al imperio romano y, contra toda verosimilitud, perduró hasta nuestros días. (...)
El imperio practicaba en los países conquistados una política de laicismo ejemplar. La libertad de pensamiento y de culto era allí absoluta. Lo que los romanos denominaban religio tenía poco que ver con lo que nosotros llamamos religión y no entrañaba la profesión de una creencia ni una efusión del alma, sino una actitud de respeto, manifestada mediante ritos, hacia las instituciones urbanas. A la religión tal como nosotros la entendemos, con sus prácticas extrañas y sus fervores inoportunos, la llamaban desdeñosamente superstitio. Era algo de orientales y de bárbaros, a los que se les permitía que se entregasen a sus ritos siempre y cuando no alterasen el orden público. (...)

Paul Veyne dice que los lugares de culto en el mundo grecorromano eran pequeñas empresas privadas, el templo de Isis de una ciudad tenía con el templo de Isis de otra la misma relación que, pongamos, dos panaderías entre sí. Un extranjero podía dedicar un templo a una divinidad de su país del mismo modo que abriría hoy día un restaurante de especialidades exóticas. El público decidía si entraba o no. Si aparecía un competidor, lo peor que podía ocurrir era que se llevase a la clientela, como le reprochaban a Pablo que hiciera. Ya los judíos se despreocupaban menos de estas cuestiones, pero fueron los cristianos los que inventaron la centralización religiosa, con su jerarquía, su Credo válido para todo el mundo, sus sanciones para quien se aparta del sistema. Esta invención, en la época de que hablamos, ni siquiera se hallaba todavía en sus balbuceos. Más que a una guerra de religiones, cuyo simple concepto era incomprensible para los antiguos, lo que trato de describir se parecía más a un fenómeno que se observa a menudo en las escuelas de yoga y de artes marciales, y sin duda en otros círculos, pero yo hablo de lo que conozco. Un alumno adelantado se decide a enseñar y arrastra con él a una parte de sus condiscípulos. El maestro rezonga, más o menos abiertamente. Algunos alumnos, con ánimo de concordia, siguen un curso con uno, otro curso con el otro y dicen que está bien, que los dos se completan. Al fin y al cabo, la mayoría elige. (...)

Pablo no sólo era soltero, lo cual atenta contra la moral judía, que considera incompletos a los hombres no casados. Era casto, se jactaba de ser virgen y proclamaba que era con mucho el mejor estado. De boca para afuera, reconoce en una carta que «es mejor casarse que abrasarse» –por «abrasarse» entiende lo que él llama la porneia, que quiere decir exactamente lo que el lector piensa– y que en estas cuestiones «soy yo el que habla, no el Señor». Nos preguntamos a veces en virtud de qué criterios, pero el hecho es que Pablo distingue con claridad entre las cuestiones sobre las que se expresa como portavoz del Señor y aquellas en las que se limita a expresar su opinión personal. Así pues, es Pablo el que, «debido a las angustias presentes», juzga ventajoso permanecer virgen. El Señor es menos exigente. Dice solamente que hay que permanecer en el estado en que uno se encontraba en el momento en que fue llamado. Casado si estabas casado, etc. Pablo, por su parte, precisa: «El que tiene mujer, que haga como si no la tuviera. El que llora, como si no llorase. El que se alegra, como si no se alegrara. El que tiene bienes, como si no los tuviera. Porque la figura del mundo pasa, y lo que quiero ante todo es que no estéis preocupados.» (...)

Me gustaría que el lector, aquí, se preguntase qué significa para él la palabra «oración». Para un griego o un romano del siglo I era algo muy formal: una invocación pronunciada en voz alta, en el marco de un rito, y dirigida a un dios en quien sería falso decir que no se creía, pero en el que se creía como en una compañía de seguros. (...)
Agap-e, de donde Pablo sacó la palabra «ágape», es la pesadilla de los traductores del Nuevo Testamento. El latín lo vertió como caritas y el francés como «caridad», pero es bien evidente que esta palabra, después de siglos de buenos y leales servicios, ya no sirve hoy. ¿Entonces «amor», sencillamente? Pero agap-e no es ni el amor carnal ni el pasional, que los griegos denominaban eros, ni el amor tierno, apacible, y que ellos llamaban filia, de las parejas unidas o de los padres por sus hijos pequeños. Agap-e va más allá. Es el amor que da en lugar de recibir, el amor que se empequeñece en vez de ocupar todo el espacio, el amor que desea el bien del otro antes que el suyo propio, el amor liberado del ego. Uno de los pasajes más alucinantes de la alucinante correspondencia de Pablo es una especie de himno al agap-e que es tradicional leer en las misas de matrimonio. (...)

«Yo podría hablar todas las lenguas de los hombres y las de los ángeles, pero si no tengo el amor no soy nada. Nada más que un sonido de metal o un choque de platillos. »Podría ser profeta, podría tener acceso a los conocimientos mejor guardados, podría saberlo todo y poseer además la fe que mueve montañas. Si no tengo el amor no soy nada. »Podría repartir todo lo que tengo entre los pobres, entregar mi cuerpo a las llamas. Si no tengo el amor no me sirve de nada. »El amor es paciente. El amor presta servicio. El amor no envidia. No se jacta. No se da importancia. No hace nada feo. No busca su interés. No tiene en cuenta el daño. No se alegra con la injusticia. Se alegra con la verdad. Lo perdona todo. Lo tolera todo. Lo espera todo. Lo sufre todo. No falla nunca. »Las profecías caducarán. Las lenguas perecerán. La inteligencia se abolirá. La inteligencia tiene sus límites, las profecías tienen los suyos. Todo lo que tiene límites desaparecerá cuando aparezca lo que es perfecto. »Cuando yo era niño hablaba como un niño, pensaba como un niño, razonaba como un niño. Y después me hice hombre y puse fin a la infancia. Lo que veo ahora lo veo como en un espejo, es oscuro y confuso, pero llegará el momento en que lo veré de verdad, cara a cara. Lo que conozco por el momento es limitado, pero entonces conoceré como soy conocido. »Hoy existe la fe, la esperanza y el amor. Los tres. Pero de los tres el más grande es el amor.» (...)

Que es mejor ser bueno que malo, altruista que egoísta no era obviamente una novedad, ni era algo extraño a la moral antigua. Griegos y judíos conocían la regla de oro, de la que Hillel, un rabino contemporáneo de Jesús, decía que resumía ella sola toda la Ley: «No hagas a otro lo que no quisieras que te hagan.» Que es mejor ser modesto que jactancioso no es tampoco nada extraordinario. Humilde que soberbio: pase, es un lugar común de la sabiduría. Pero yendo de una cosa a otra, si se escuchaba a Pablo uno llegaba a decir que era mejor ser pequeño que grande, pobre que rico, enfermo que saludable, y, llegado a este punto, el espíritu griego ya no comprendía nada, mientras que los recién convertidos se exaltaban con su propia audacia. (...)

Los Hechos de los Apóstoles abundan en aventuras y milagros, pero en ellos no hay ningún episodio de este género. Sin embargo, estoy convencido de que la fuerza de persuasión de la secta cristiana nacía en gran parte de su capacidad de inspirar gestos asombrosos, gestos –y no sólo palabras– que diferían del normal comportamiento humano. Los hombres están hechos de tal modo que quieren –los mejores de ellos, lo que no es ya poco– el bien de sus amigos y el mal para sus enemigos. Que prefieren ser fuertes que débiles, ricos que pobres, grandes que pequeños, dominantes que dominados. Es así, es normal, nadie ha dicho nunca que esté mal. La sabiduría griega no lo dice, la piedad judía tampoco. Ahora bien, hay unos hombres que no sólo dicen, sino que hacen exactamente lo contrario. Al principio no se les comprende, no se ve la ventaja de esta extravagante inversión de los valores. Y después empiezan a comprenderlos. Se empieza a ver la ventaja, es decir, la alegría, la fuerza, la intensidad vital que extraen de esta conducta en apariencia aberrante. Y entonces ya sólo queda el deseo de hacer lo mismo que ellos. (...)
En todas las ediciones del Nuevo Testamento aparecen con el nombre ostentoso de «epístolas» –que no quiere decir otra cosa que «cartas»–, después de los Evangelios y los Hechos. Este orden es engañoso: son como mínimo veinte o treinta años anteriores. Son los textos cristianos más antiguos, los primeros rastros escritos de lo que todavía no se llamaba el cristianismo. Son también los textos más modernos de toda la Biblia, y por modernos entiendo los únicos cuyo autor se identifica claramente y habla en su propio nombre. Jesús no escribió los Evangelios. Moisés no escribió el Pentateuco ni el rey David los Salmos que la piedad judía le atribuye. Por el contrario, al menos dos terceras partes de las cartas de Pablo, según los críticos más severos, son indudablemente suyas. Expresan su pensamiento tan directamente como este libro expresa el mío. No se sabrá nunca quién era Jesús realmente ni lo que dijo, pero se sabe quién era y qué decía Pablo. Para conocer los giros de sus frases no debemos fiarnos de los intermediarios que las recubrieron de espesas capas de leyenda y teología. (...)

Pablo no escribía para crear una obra literaria, sino para mantener el contacto con las iglesias que había fundado. Enviaba noticias, respondía a las preguntas que le hacían. Quizá no lo preveía cuando escribió la primera, pero sus cartas llegaron a ser muy pronto circulares, boletines de enlace bastante semejantes a los que Lenin, desde París, Ginebra o Zúrich, enviaba antes de 1917 a las diversas facciones de la Segunda Internacional. Los Evangelios no existían aún: los primeros cristianos no tenían un libro sagrado, pero las cartas de Pablo ocuparon su lugar. Las leían en voz alta durante los ágapes, antes de compartir el pan y el vino. La iglesia que había recibido una carta original la conservaba piadosamente, pero sus feligreses hacían copias que circulaban por las otras iglesias. Pablo insistía en que las leyeran todos, porque a diferencia de muchos gurús no utilizaba un lenguaje críptico ni se andaba con tapujos. No tenía la menor inclinación al esoterismo, ningún escrúpulo en adaptarse a su público: en este rasgo también se asemeja a Lenin cuando dice que hay que «trabajar con el material existente». (...)

la pequeña secta judía que iba a convertirse en el cristianismo, con los acontecimientos públicos y oficiales de entonces, de los que cabía pensar que llamarían la atención de los auténticos historiadores. Lucas tiene bien presente que, aparte de su pequeña secta, nadie sabe quiénes son los héroes de su relato, Pablo, Timoteo, Lidia e incluso Jesús, y al contrario que a los demás evangelistas esto le inquieta porque se dirige a lectores extraños a esta secta. Por eso está tan contento cuando puede citar, en apoyo de estas personas y estos oscuros sucesos, acontecimientos y personas que el mundo conoce, (...)


Séneca se pone nervioso, desvaría y ni siquiera hace falta leer el prefacio o las notas a pie de página para comprender lo que ocurre: se defiende, con uñas y dientes, contra una campaña que le acusa de vivir contrariamente a sus principios filosóficos. Sus detractores poseían argumentos. Séneca era un caballero español que había hecho una carrera fulgurante en Roma, lo cual dice mucho sobre la integración en el imperio: pasaba por ser la encarnación del espíritu romano y nadie habría pensado nunca que era español, del mismo modo que nadie pensará que San Agustín era argelino. Hombre de letras, autor de tragedias de éxito, gran vulgarizador del estoicismo, era también un cortesano dominado por la ambición, que conoció el favor imperial bajo Calígula, cayó en desgracia bajo Claudio y recuperó su posición al comienzo del reinado de Nerón. Era, por último, un avispado hombre de negocios, que utilizó sus prebendas y sus redes para convertirse por sí solo en una especie de banco privado y amasar una fortuna valorada en 360 millones de sestercios, es decir, el equivalente de otros tantos millones de euros. Cuando se sabía esto, y todo el mundo lo sabía, se estaba tentado de tomarse a guasa sus elogios sentenciosos del desapego, la frugalidad y el método que aconsejaba para ejercitarse en la pobreza: una vez por semana, comer un pan tosco y dormir en el suelo. (...)

¿Qué dice Séneca para defenderse de estas críticas que acabaron convirtiéndose en una conjura? Primero, que nunca ha pretendido ser un sabio consumado, sino que sólo se esfuerza en llegar a serlo, y a su ritmo. Que incluso sin haber recorrido él mismo todo el trayecto, es hermoso indicar la dirección a los demás. Que al hablar de la virtud no se pone como ejemplo y que al hablar de los vicios piensa ante todo en los suyos. ¡Y, además, a la mierda! Nadie ha dicho que el sabio debe rechazar los dones de la fortuna. Debe sobrellevar la mala salud si le toca en suerte, pero alegrarse de la buena. No avergonzarse de ser enclenque o contrahecho, pero preferir una buena estatura. En cuanto a las riquezas, le brindan la misma satisfacción que un viento favorable al navegante: puede apañarse sin él, pero prefiere que sople. ¿Qué hay de malo en comer en una vajilla de oro si por medio de la meditatio te aseguras de que la comida sabe igual de bien en una zafia escudilla? Yo también me río un poco, pero en el fondo estoy bastante de acuerdo con esta sabiduría: me conviene. Pablo, en cambio, no estaba de acuerdo. Llamaba a esto la sabiduría del mundo y proponía otra, radicalmente distinta (...)

Galión, según testimonio de sus contemporáneos, era un hombre benevolente, cultivado, lo mejor que podía ser un alto funcionario romano. Mucho mejor que Poncio Pilatos, que ejercía las mismas funciones en Jerusalén veinte años antes y se encontró en una situación similar. Dicho esto, Poncio Pilatos intentó responder a los que le intimaban a castigar a Jesús de Nazaret del mismo modo que Galión a los que le llevaron a Pablo atado de pies y manos: que las querellas religiosas no eran de su incumbencia. Si Poncio Pilatos tuvo que decidirse a condenar a Jesús fue porque Jerusalén era un desbarajuste colonial donde estallaban rebeliones nacionalistas, mientras que en Corinto el orden romano gobernaba pacíficamente y podían permitirse la tolerancia. Pero Poncio Pilatos y Galión tienen en común que ni el uno ni el otro sospechó por un instante la magnitud de lo que tenían delante. Jesús para el uno, Pablo para el otro, eran judíos oscuros y piojosos a los que otros judíos oscuros y piojosos arrastraban ante su tribunal. Galión mandó liberar a Pablo y se olvidó del asunto al instante. Poncio Pilatos tuvo que ordenar que crucificaran a Jesús y quizá la conciencia de haber permitido que se cometiera una injusticia para prevenir desórdenes le hizo pasar una mala noche o dos. Eso es todo. Y siempre ocurre lo mismo. Es posible que en el momento en que escribo se agite en una barriada o un township un individuo oscuro que, para bien o para mal, cambiará la faz del mundo. Es posible también que por un motivo cualquiera su trayectoria se cruce con la de un personaje eminente, considerado por todos los que importan uno de los hombres más lúcidos de su tiempo. Se puede apostar con toda seguridad a que el segundo pasará de largo al lado del primero, que ni siquiera lo verá. (...)

«Si se proclama que Cristo ha resucitado, ¿cómo algunos de vosotros podéis decir que los muertos no resucitan? Si no hay resurrección de los muertos, Cristo no ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado nuestra predicación es vana y lo que creéis es una ilusión. Seríais, seríamos los hombres dignos de la mayor compasión del mundo, y tendrían razón los que sostienen que toda la filosofía consiste en decir: comamos y bebamos porque mañana estaremos muertos.» (A decir verdad, es lo que pensamos muchos de nosotros. Que la resurrección es una quimera, al igual que el Juicio Final, que hay que gozar de la vida mientras estamos vivos y que los cristianos despiertan compasión si el cristianismo es eso: lo que enseñaba Pablo.) (...)

Es un fenómeno conocido, observado a menudo por los historiadores de las religiones: los desmentidos de la realidad, en lugar de arruinar una creencia, tienden por el contrario a reforzarla. Cuando un gurú anuncia el fin del mundo en una fecha precisa y cercana, nos reímos con sarcasmo. Nos asombra su imprudencia. A menos que suceda algo tan extraordinario como que tenga razón, pensamos que se verá obligado a admitir que se había equivocado. Pero no es así. Durante semanas y meses, los seguidores del gurú rezan y hacen penitencia. Se preparan para el acontecimiento. En el búnker donde se han refugiado todos contienen la respiración. Finalmente llega la fecha fatídica. La hora anunciada suena. Los fieles emergen a la superficie. Esperan descubrir una tierra devastada, vitrificada, y ser los únicos supervivientes, pero no: brilla el sol, la gente se dedica como antes a sus ocupaciones, nada ha cambiado. Normalmente, los fieles deberían curarse de su fantasía y abandonar la secta. Por otra parte, algunos lo hacen: son los razonables, los tibios, que se vayan con viento fresco. Pero los demás se convencen de que la ausencia de cambios es sólo una apariencia. En realidad se ha producido un cambio radical. Permanece invisible para poner su fe a prueba y hacer una selección. Los que creen lo que ven han perdido, y los que ven lo que creen han ganado. Si desprecian el testimonio de los sentidos, si se liberan de las exigencias de la razón, si están dispuestos a que los tomen por locos han superado la prueba. Son los auténticos creyentes, los elegidos: es suyo el Reino de los cielos. (...)

Hace mucho que Pablo no ha visto a esos buenos gálatas, pero piensa en ellos con frecuencia, con ternura y nostalgia. Y he aquí que un día del año 54 o 55 recibe en Corinto noticias de ellos sumamente alarmantes. Han ido a verlos unos alborotadores. Los han desviado de la verdadera fe. A esos agitadores me los imagino de dos en dos, como los testigos de Jehová o los asesinos en las películas policiacas. Vienen de lejos, el polvo del camino cubre sus oscuras vestimentas. Tienen el rostro severo. Si les cierras la puerta en las narices, la retienen con el pie. Dicen que para salvarse hay que circuncidarse, según la ley de Moisés. Pablo induce a error a sus adeptos si les dispensa de la circuncisión. Les promete la salvación pero en realidad los arrastra a la vía de perdición. Es un hombre peligroso, un lobo disfrazado de pastor. Al principio los gálatas no se inquietan. Esas acusaciones no son nuevas para ellos. Las han oído en los labios de los jefes de sinagoga, y Pablo les ha enseñado lo que deben responder: «No somos judíos, ¿por qué íbamos a circuncidarnos?» Lo cual no basta para desarmar a los visitantes. «Si no sois judíos, ¿qué sois?», les preguntan. «Somos cristianos», responden los gálatas, con orgullo. «Somos la iglesia de Jesucristo.» Los visitantes se miran con esa clase de miradas, a la vez expertas y consternadas, que intercambian dos médicos a la cabecera de un enfermo grave que desconoce su mal. Luego ponen el hierro en la llaga. Conocen muy bien la iglesia de Jesucristo: incluso vienen de su parte. Sólo que es la verdadera iglesia de Jesucristo: la de Jerusalén, la de los compañeros y parientes de Jesús, y la triste verdad es que Pablo utiliza su nombre fraudulentamente. No tiene ningún derecho para arrogárselo. Desnaturaliza su mensaje. Es un impostor. Los gálatas se quedan atónitos. Sólo tienen una idea muy vaga de los orígenes de su creencia. Pablo les ha hablado mucho de Cristo pero muy poco de Jesús, mucho de su resurrección pero nada de su vida y menos aún de sus compañeros o de su familia. Se ha presentado siempre como un maestro independiente, predicando lo que él llama «mi evangelio», y nunca ha mencionado, salvo de un modo muy impreciso, la existencia de una casa matriz de la que él sería el representante. Tanto para los gálatas como para los tesalonicenses, la cadena se detenía en Timoteo, que era el emisario de Pablo y le rendía cuentas. Por encima de Pablo no había nadie. O sí: Kristos, Cristo, y Kirios, el Señor, pero ningún ser humano. (...)


Y he aquí que llegan de Jerusalén estas gentes que primero se presentan como los superiores de Pablo y, segundo, afirman que él ya no forma parte de la casa. Han tenido que separarse de él, porque no es la primera indelicadeza que comete. Ya ha abierto filiales aquí y allá, bajo la prestigiosa enseña que sin embargo le han prohibido utilizar. Le han desenmascarado varias veces pero él se va cada vez más lejos, siempre encuentra nuevas almas cándidas. La casa, por suerte, tiene inspectores celosos que le siguen la pista, abren los ojos de los engañados y lo único que piden es ofrecerles, a cambio de la falsificación, el producto auténtico. Cuando llegan a un lugar, el estafador, por lo general, ha volado. (...)

Pablo es categórico al respecto: no debe nada a la iglesia de Jerusalén. Es el propio Cristo quien le convirtió en el camino a Damasco, no alguien de esa iglesia. Y, una vez convertido por Cristo, no fue a ofrecer vasallaje a la iglesia de Jerusalén. No, se retiró solo a los desiertos de Arabia. No fue a Jerusalén hasta tres años más tarde, y allí reconoce, un poco a regañadientes, que había pasado quince días con Cefas y había visto brevemente a Santiago. Aquel al que Pablo llama Cefas, y cuya existencia los gálatas descubrieron sin duda en esta carta, se llamaba en realidad Simón. Jesús le había puesto este sobrenombre, que en arameo quiere decir «piedra», para significar que era sólido como una roca y que se podía contar con él. De igual manera a Jonatán, al que nosotros llamamos Juan, le había apodado Boanerges, «hijo del trueno», debido a su carácter impetuoso. Pedro y Juan, que procedían como él de Galilea, habían sido sus primeros y más fieles discípulos. Jacob, al que llamamos Santiago, era distinto: era el hermano de Jesús. ¿Su hermano, de verdad? Exégetas e historiadores discrepan profundamente sobre este tema. Unos dicen que la palabra «hermano» tenía un sentido más amplio y se podía aplicar a los primos, los otros responden que no, que ya había una palabra para designar a los primos y hermano quería decir hermano, y punto final. Esta querella lingüística oculta evidentemente otra sobre la virtud de María y, como se dice en términos técnicos, su virginidad perpetua. ¿Habría tenido otros hijos después de Jesús, y por vías más naturales? ¿O bien –hipótesis transaccional– fue José el que tuvo otros hijos, lo que haría de Santiago un medio hermano? Se piense lo que se piense sobre estas graves cuestiones, hay una cosa cierta, y es que en los años cincuenta del siglo I nadie se las planteaba. No existían ni el culto a María ni la preocupación por su virginidad. Nada de lo que se sabía de Jesús se oponía a que hubiera tenido hermanos y hermanas, y es como «hermano del Señor» que se venera a Santiago, al igual que a sus compañeros del comienzo, Pedro y Juan. (...)

Los tres, Santiago, Pedro y Juan, eran judíos muy piadosos que observaban estrictamente la Ley, rezaban en el Templo, sólo se distinguían de los demás judíos religiosos de Jerusalén en que tenían a su hermano y maestro por el Mesías y creían que había resucitado. Los tres tenían evidentemente buenos motivos para desconfiar de aquel Pablo que después de haberlos perseguido aseguraba que se había pasado a su bando. Que decía que había tenido el privilegio de una aparición de Jesús, que sin embargo sólo se había aparecido a los muy próximos, y sólo en las semanas que siguieron a su muerte. Que decía que le había convertido él, que sólo a él tenía que darle cuentas y que había recibido de él el título glorioso de apóstol, reservado a los discípulos históricos. (...)

Pablo no dice cómo le acogieron Santiago y Pedro. Únicamente dice que en Jerusalén sólo los vio a ellos y que al cabo de quince días partió a Antioquía, en Siria. Así termina el primer episodio de su mirada atrás. El segundo empieza, precisa Pablo, catorce años después. A raíz de una revelación, considera que ha llegado el momento de elaborar un informe sobre sus catorce años de actividad en lugares lejanos, «para no correr en vano», dice. Esta nota es importante. Muestra que Pablo, por independiente que sea, tiene una necesidad absoluta del aval de la troika compuesta por Santiago, Pedro y Juan, a los que llama las «columnas» de la Iglesia. Su autoridad procede de las razones históricas a las que Pablo, en su fuero interno, concede poca importancia. No obstante, si las columnas le desaprueban juzgará que ha «corrido en vano». No se rompe con el Partido. Pablo llega esta vez acompañado de dos cristianos de Antioquía, Bernabé, que es judío, y Tito, que es griego, y el debate gira de inmediato en torno a la circuncisión. Ni que decir tiene que los cristianos de origen judío deben ser circuncisos, como Bernabé y el propio Pablo. Pero a los que no son judíos, como Tito, ¿hay que imponerles que se circunciden para seguir a Cristo, y no sólo que se circunciden, sino que observen todos los preceptos de la Ley judía? Las columnas afirman que sí. Lo exigen. Pablo podría acatarlo: al fin y al cabo, ha circuncidado con sus propias manos a Timoteo. Pero en este caso lo hizo in situ, por pragmatismo, para evitar problemas adicionales con los judíos locales, mientras que el caso de Tito tiene un valor de ejemplo. Ceder en esto tendría consecuencias incalculables, piensa Pablo, y se niega. Tal como la refiere Pablo en su carta a los gálatas, lo que los historiadores llaman «la conferencia de Jerusalén», o incluso «el concilio de Jerusalén», fue una confrontación muy violenta. Casi medio siglo después, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, dará una versión claramente más pacífica, que recuerda a esos manuales de historia soviética donde todo el mundo, retrospectivamente, se ha mostrado de acuerdo sobre lo que más tarde será la línea del Partido, y donde unos dirigentes que en realidad se mataban entre ellos se besan y brindan enternecidos por la amistad entre los pueblos y la dictadura del proletariado. En la crónica de Lucas, entre Pablo, por una parte, y Pedro y Santiago, por la otra, sólo se producen ataques de tolerancia y comprensión mutuas, no se habla nunca de la circuncisión, que era sin embargo el meollo del problema, y toda esta concordia desemboca en una carta de recomendación como es debido, dirigida a los gentiles por las columnas y en la que se da carta blanca a Pablo. (...)

 

Los historiadores judíos hacen poco caso a Santiago, hermano del Señor, le consideran un renegado. Los historiadores cristianos, por su parte, suelen presentarle como el jefe puntilloso de una iglesia estrictamente judía, apiñada alrededor del Templo, convencida de estar en posesión de la verdad y que a la vez prefiere guardársela para ella. A este personaje respetable pero de bajo rango oponen la figura grandiosa de Pablo, visionario, inventor de la universalidad, que abre todas las puertas, derriba todos los muros, elimina todas las diferencias entre judíos y griegos, circuncisos y no circuncisos, esclavos y hombres libres, hombres y mujeres. Pedro, en cuanto a él, zigzaguea entre los dos: menos radical que Pablo, más abierto que Santiago, pero un poco a la manera de los «liberales» que a los kremlinólogos les gusta oponer a los «conservadores» en el Politburó de antaño. (...)

Pablo debió de impresionar a Pedro, que le respetaba y hasta le reconocía el derecho a reprenderle. Pero también debía de pensar que había algo de verdad en lo que decía Santiago: ellos habían conocido y amado a Jesús, mientras que Pablo no, y era éste el que venía a decirles lo que tenían que pensar de él. A Pablo no le interesaba que le contaran anécdotas, recuerdos, nimiedades sobre el hombre con el que habían vivido, que les había enseñado y con el que habían compartido codo con codo la comida y la vida durante tres años. Sabía que Cristo había muerto por nuestros pecados, que nos salvaba y nos justificaba, que pronto habrían de entregarle todo el poder en el cielo y en la tierra, y esto le bastaba. Con aquel Cristo su alma estaba en comunicación permanente, aquel Cristo vivía dentro de él, hablaba a través de él, y en consecuencia no tenía paciencia con los hechos y los gestos terrenales de Jesús de Nazaret, y aún menos con los recuerdos de los rústicos que le habían rodeado en vida. «Al Cristo de carne y hueso», como él decía, no tenía interés en conocerle, un poco como esos críticos que prefieren no leer los libros o ver las películas de las que hacen la reseña, para asegurarse de que no influyen en su dictamen. Renan formula este brillante comentario a propósito de Pablo: era protestante para sí mismo, católico para los demás. (...)

Él se reservaba la revelación, el comercio sin intermediario con Cristo, la total libertad de conciencia, el rechazo de toda jerarquía. A los demás les tocaba obedecer sin rechistar, obedecer a Pablo porque Cristo le había encomendado que los guiase. Es cierto que había motivos para irritarse. De ser un electrón libre con el que, por una debilidad culpable, habían aceptado tratar, tras el episodio de Antioquía Pablo se había convertido para Santiago en el equivalente de Trotski para Stalin. Se organizó una campaña contra él, enviaron emisarios de todas partes para denunciar su desviacionismo. En el entorno del hermano del Señor se negaban a pronunciar el nombre del herético. Algunos empezaron a llamarle Nicolás, deformación de Balaam, que es un nombre de profeta pero también de demonio. Sus adeptos se convirtieron en los nicolaítas y sus iglesias en las sinagogas de Satanás. Renan, de nuevo, para dar una idea de la hostilidad contra él, cita un pasaje impresionante de la carta de Judas. Judas era uno de los hermanos de Jesús, menos conocido que Santiago. (...)


Él creía con una certeza absoluta que el fin del mundo era inminente, que el proceso ya estaba en marcha. Que toda la creación sufría las angustias de este parto. Los tesalonicenses lo creían, todas las comunidades lo creían. Pero a medida que pasaban los años y el acontecimiento no se producía, no tuvieron más remedio, para que no les tomaran por locos, que explicar este retraso y, en la medida de lo posible, interpretar o limar los textos en los que la profecía incumplida se expresaba con mayor vehemencia. A ello se aplica con celo el autor anónimo y tardío de la segunda carta a los tesalonicenses. En la primera, Pablo describía el Juicio Final como algo a la vez repentino e inminente. Pasarían sin transición de la paz aparente a la catástrofe. Todos los que le leían serían testigos. El autor de la segunda epístola describe un proceso largo, complejo, laborioso. Si Jesús tarda en volver, nos explica, es porque antes tiene que venir el Anticristo. Y si también éste tarda es porque algo o alguien «le retiene para que sólo aparezca en su momento». ¿Qué es ese algo o quién es ese alguien que impide que el Anticristo se manifieste antes de que llegue su hora? Desde hace dos mil años es un motivo de perplejidad para los exégetas, nadie en verdad sabe nada al respecto y el objetivo real de la carta es patentemente dar largas al asunto, imponiendo la idea de que todo esto va a tardar mucho tiempo. Así pues, paciencia, y sobre todo no os dejéis engañar por unos iluminados. (...)

Pablo de Tarso no era Philip K. Dick ni Stalin, aunque tenía un poco de estos dos hombres singulares. Los siglos que le separan de ellos, sobre todo del último, han perfeccionado notablemente la paranoia. Lo cual no impide que cuando leo esta frase de la carta a los gálatas: «Aun cuando yo os dijera algo distinto de lo que os he dicho, no deberíais creerme», encuentro ahí el germen de un terror desconocido en el mundo antiguo. A Pablo le había sucedido algo desconocido en aquel mundo y debía de temer, más o menos conscientemente, que le sucediera de nuevo. En el camino a Damasco, Saúl había sufrido una mutación: se había transformado en Pablo, su contrario. El Pablo de antaño se había convertido en un monstruo para él, y Pablo se había convertido en un monstruo para el hombre que había sido antaño. Si el de ahora hubiera podido acercarse al de otro tiempo, éste le habría maldecido. Habría rogado a Dios que le matase, como los héroes de las películas de vampiros obligan a jurar a sus compañeros que les traspasarán el corazón con una estaca si llegan a morderles. Pero eso es lo que se dice antes. Una vez contaminado, sólo piensas en morder a tu vez, y en especial al que se acerca con la estaca para cumplir el deseo de alguien que ya no existe. Pienso que una pesadilla parecida hostigaba las noches de Pablo. ¿Si volviera a ser Saúl? ¿Si, de un modo tan inesperado y portentoso como se había transformado en Pablo, se convertía en alguien distinto a Pablo? ¿Si este otro Pablo, que tendría la cara, la voz, la persuasión de Pablo, se presentaba un día ante los discípulos de Pablo para arrebatarles a Cristo? (...)

Calumniado y perseguido por la iglesia de Jerusalén, Pablo podría haber roto con ella. Hasta entonces, toda su estrategia había consistido en desarrollar su actividad misionera lo más lejos posible de la casa central, en lugares donde no tenía filiales. Había instalado bases en regiones aisladas y lejanas como Galacia, y después sólo se había arriesgado en ciudades grandes como Corinto. Podría haberse establecido totalmente por su cuenta, y como los partidarios de Santiago le causaban tantos quebraderos de cabeza, como consideraba caduca la Ley a la que se apegaban tanto, declarar que fundaba una religión completamente nueva. No lo hizo. Debió de pensar que, desgajado del judaísmo, su predicación se atrofiaría. Entonces quiso dar garantías de buena voluntad, buscar una transacción, y se le ocurrió la idea de organizar entre las iglesias relativamente prósperas de Asia y de Grecia una colecta en beneficio de la iglesia de Jerusalén, crónicamente menesterosa. Era, a su entender, un gesto de apaciguamiento, un signo de comunión entre cristianos de orígenes judíos y paganos. (...)

De todas las comunidades a las que escribía Pablo, los corintios eran los que más le preocupaban. Bebían, fornicaban, transformaban los ágapes en orgías, y ahora al libertinaje añadían la escisión. «¿Acaso Cristo se ha dividido?», clama Pablo en la primera carta de recriminaciones que les dirigió. Apolo, Pedro, Pablo, Santiago...: esas pequeñas querellas están bien para las escuelas filosóficas, para los estoicos o epicúreos que se arrojan a la cara nombres y citas de escritores. Son buenas para los aficionados a la sabiduría, que creen que se puede alcanzar la felicidad llevando una vida con arreglo a las exigencias de la razón. Pablo no nombra a Apolo, sería delicado en un texto encaminado a denunciar toda polémica, pero se adivina que lo mete en el mismo saco, y cuanto más avanza la carta más se comprende que Pablo no critica la división, sino claramente la sabiduría. Sin embargo, la sabiduría es lo que busca todo el mundo. Incluso los vividores, los voluptuosos, los esclavos de sus placeres suspiran por ella. Dicen que no hay nada mejor, que si fueran capaces serían filósofos. Pablo no está de acuerdo. Dice que es una ambición miserable y que Dios no la ama. Ni la sabiduría ni la razón ni la pretensión de ser dueño de la propia vida. Si se quiere conocer la opinión de Dios sobre esta cuestión, basta con leer el libro de Isaías, y he aquí lo que dice, letra por letra: «Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé la inteligencia de los inteligentes.» Pablo va todavía más lejos. Dice que Dios ha elegido salvar a los hombres que escuchen no palabras sabias, sino palabras locas. Dice que los griegos se extravían buscando la sabiduría, y los judíos también reclamando milagros, y que la única verdad es la que él anuncia, ese Mesías crucificado que para los judíos es un escándalo y para los paganos una locura. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres. (...)

Y es así, débil, temeroso, temblando, como les enseña que la sabiduría del mundo es locura a los ojos de Dios. Que lo que es locura a los ojos del mundo Dios lo ha escogido para avergonzar a los sabios. Lo que es débil en el mundo para deshacer lo que es fuerte. Lo más vil, lo más despreciado –lo que no es–, para aniquilar lo que es. Lo que escribe Pablo es alucinante. Nadie lo ha escrito nunca antes que él. Se puede comprobar. En ninguna parte de la filosofía griega, en ninguna parte de la Biblia se encuentran palabras semejantes. Quizá Cristo haya pronunciado algunas tan osadas, pero en esa época no existe constancia escrita de este hecho. Los corresponsales de Pablo no saben nada al respecto. Mezclado con exhortaciones morales y reprimendas del coco con que se amenaza a los niños, y que no me apetece precisar, oyen algo absolutamente nuevo. 37 Tito, al que Pablo ha encargado que lleve su carta a los corintios, vuelve unas semanas después diciendo que le han recibido bien, que la colecta progresa poco a poco, pero también –y Tito tarda más en desembuchar esto– que en Corinto se dicen cosas raras de Pablo. Que es vanidoso, que siempre se jacta de las maravillas que el Señor opera en él. Voluble, pues no cesa de anunciar su llegada y no deja de postergarla. Hipócrita, porque cambia de mensaje según su interlocutor. Un poco chiflado. Por último –y no lo he dicho todo–, que la severidad y la energía de sus cartas contrastan con la mediocridad de su aspecto y su palabra. Imperioso de lejos, achantado de cerca. ¡Bueno, pues que venga! ¡Veamos si cara a cara se da esas ínfulas! En la segunda epístola que ha escrito a los corintios, Pablo no responde de inmediato a sus reproches. Rememora, minimizándolos, los incidentes del pasado, asegura que Tito le ha tranquilizado plenamente, felicita a sus corresponsales por su buena conducta actual y, cuando por fin termina estos preámbulos diplomáticos, habla muy concretamente de la colecta. De pasada nos enteramos de que los propios corintios han propuesto la idea de esta recaudación y, por consiguiente, a juicio de Pablo, podrían mostrarse más generosos, tanto como las iglesias de Macedonia y Asia. «Imitad», dice a los corintios, «a nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre para enriqueceros con su pobreza.» Dad pródigamente, dad con alegría, porque «el que siembra poco cosechará poco», y haríais el ridículo ante las demás iglesias, vosotros, de quien ha sido la idea, si ven que sois los más tacaños... (...)

Aquí comienza la parte más extraordinaria de la carta, que un epígrafe encantador de la BJ resume así: «Pablo se ve obligado a elogiarse a sí mismo.» De hecho, se defiende de las acusaciones de doblez y de chifladura de las que Tito le ha informado. El conjunto es asombroso y recuerda los grandes monólogos de Dostoievski. Estilo oral, lleno de repeticiones, de atascos, de trivialidades, de estridencias: da la sensación de que oyes a Pablo dictar a Timoteo, reponerse, ponerse nervioso, dar vueltas en redondo... (...)

Es lo que siempre han querido ver, oír, tocar, pero no como esperaban verlo, oírlo, tocarlo. Es todo el mundo y no es nadie. Es el primer llegado, es el último mendigo. Es aquel del que decía, y debieron de recordarlo: «Tuve hambre y no me disteis de comer. Tuve sed y no me disteis de beber. Estuve en la cárcel y no me visitasteis.» Quizá también se acordaron de esta fórmula fulgurante, que no han conservado los Evangelios, sino un apócrifo: «Corta la madera: estoy ahí. Levanta la piedra: me hallarás debajo. Mira a tu hermano: ves a tu dios.» ¿Y si fuese por esto por lo que nadie describió su rostro? (...)
Aunque asegure «haberse informado con gran exactitud de todo desde el origen», debo resistir a la tentación de prestarle las preguntas que yo me haría y que intentaría formular a mi alrededor si me encontrara en el lugar donde se desarrollaron hechos tan insólitos, veinticinco años después de acontecidos y cuando buena parte de los testigos aún viven. ¿Y había una, dos o tres mujeres? ¿Las creyeron enseguida? ¿Y qué creyeron exactamente? Una vez comprobado que el cuerpo no estaba ya en la tumba, ¿cómo es posible que abandonaran tan pronto la hipótesis realista según la cual lo habían robado y acepten de inmediato la historia estrafalaria de la resurrección? ¿Quién podía ser ese sujeto impersonal que lo había «robado»? ¿La autoridad romana, deseosa, como el comando norteamericano que aniquiló a Osama bin Laden, de evitar que se propagase un culto en torno a sus despojos? ¿Un grupo de discípulos piadosos que quisieron rendir un último homenaje y ocasionaron todo aquel embrollo al no prevenir a los demás? ¿Un grupo de discípulos maquiavélicos que organizaron adrede la colosal impostura destinada a prosperar con el nombre de cristianismo? (...)
«Nadie puede saber lo que ha encontrado Horselover Fat», decía Philip K. Dick a propósito de su álter ego, «pero una cosa es segura: encontró algo.» Nadie sabe lo que sucedió el día de Pascua, pero una cosa es segura: sucedió algo. Cuando digo que no se sabe lo que pasó me equivoco. Lo sabemos muy bien, sólo que dependiendo de lo que uno crea son dos cosas diferentes e incompatibles. Si eres cristiano crees que Jesús resucitó: en eso consiste ser cristiano. Si no, crees lo que creía Renan, lo que creen las personas razonables. Que a un grupito de hombres y mujeres –a las mujeres primero–, desesperados por la pérdida de su gurú, se les metió en la sesera esta historia de la resurrección y la contaron, y que ocurrió algo nada sobrenatural, pero alucinante, y que vale la pena contarlo con detalle: su creencia ingenua, singular, que normalmente debería haberse marchitado y después extinguido con ellos, conquistó el mundo hasta el punto de que hoy aproximadamente una cuarta parte de los seres humanos que viven en la tierra la profesa. (...)

No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme que sé mucho más, sin creerlo ya, que los que lo creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en mi punto de vista. (...)

 

Pablo les había conquistado tan bien que nunca hablaba de rebelión, sino que por el contrario invitaba a todo el mundo a permanecer en su condición, a acatar escrupulosamente las leyes. Cada vez que había tenido un conflicto con los judíos, los funcionarios romanos le habían sacado del aprieto. Una vez había ocurrido en Corinto, con el juicioso gobernador Galión, y ahora acababa de suceder en Jerusalén, donde la cohorte le había salvado del linchamiento. (...)
Sobre la misma cruz en que había muerto, el centurión encargado de la ejecución había clavado un cartel señalando al condenado, para que los que pasaran se burlasen de él, como «Jesús, rey de los judíos». Cometió un error: los que lo veían no se burlaban. Descontando a algunos seguidores del sumo sacerdote, la mayoría de los habitantes de Jerusalén simpatizaban con la resistencia, aunque no hubieran tenido el valor de participar en la lucha. Los que habían creído que Jesús era el Mesías estaban cruelmente decepcionados. Los que no habían creído que Jesús era el Mesías le compadecían. Nadie tenía corazón para burlarse. Lo había intentado y había fracasado. El horror y la injusticia de su tortura confirmaban que había motivos para rebelarse. Lo que evidenciaban el cartel, la cruz y el pobre hombre que agonizaba en ella era la arrogancia de los romanos. (...)

No contentándose con ser un curandero de inquietante popularidad, multiplica en un estado religioso las provocaciones contra la religión oficial y sus representantes. Se encoge de hombros ante los preceptos rituales. Se toma la Ley con ligereza. Se mofa de la hipocresía de los virtuosos. Dice que lo grave no es comer cerdo, sino denigrar a tu vecino. A este historial ya cargado, añade desde su llegada a Jerusalén un verdadero escándalo en el Templo: mesas volcadas, mercaderes azotados y, como se diría hoy, usuarios tomados como rehenes. En una sociedad teocrática, un disturbio semejante se asemeja más, habida cuenta del riesgo asumido, a un acting out en medio de la gran mezquita de Teherán que al desmantelamiento de un McDonald’s por los chicos de José Bové. Por ello no sólo son los fariseos, sus adversarios hasta entonces, sino los sumos sacerdotes saduceos los que, al enterarse de esta nueva provocación, deciden que su autor merece la muerte. Como el delito que le imputan es la blasfemia, deberían lapidar a Jesús. Sólo que el sanedrín no tiene el poder de imponer la pena de muerte. Somete el caso, por consiguiente, a la autoridad romana, cuidando de presentarlo no como un asunto religioso –el gobernador Pilatos, al igual que Galión en Corinto, les mandaría a paseo–, sino político. Jesús no ha reivindicado explícitamente que se considera el Mesías, pero tampoco lo ha negado. Mesías quiere decir rey de los judíos, quiere decir subversivo. Este delito se castiga con la pena de muerte, y Poncio Pilatos se resistirá, pero no le queda otra alternativa. Comprende que Jesús no es más, a lo sumo, que un enemigo de la Ley, pero han amañado bien el expediente para presentarlo como un enemigo de Roma. (...)
Según Maccoby, cada vez que en los Evangelios aparece la palabra «fariseo» para designar a un malvado, habría que leer «saduceo». Viene a ser lo mismo que utilizar la función «reemplazar» de un procesador de textos. ¿Por qué este trucaje? Porque los evangelistas decidieron, despreciando la realidad histórica, retratar a Jesús como un rebelde de la religión judía y no como un combatiente contra la ocupación romana. La realidad histórica es que era una especie de Che Guevara al que los romanos, secundados por sus hombres de paja saduceos, pero no por los buenos fariseos, detuvieron y ajusticiaron con la brutalidad expeditiva que acostumbraban cuando el orden público se veía amenazado. En suma, lo que los evangelistas presentan como un travestismo de la verdad sería la verdad. (...)

Se explica fácilmente que hayan sostenido e impuesto esta versión revisionista. Las iglesias de Pablo anhelaban complacer a los romanos, y el hecho de que su Cristo fuera crucificado por orden de un gobernador romano les creaba un serio problema. No se podía negar el hecho en sí, pero hicieron todo lo posible por atenuar su alcance. Explicaron, cuarenta años después, que Poncio Pilatos había obrado a regañadientes, forzado por las circunstancias, y que aun cuando formalmente la sentencia y la ejecución fueran obra de los romanos, la instrucción del caso y la auténtica responsabilidad recaían en los judíos, (...)
«Los fariseos y los saduceos», dicen Mateo, Marcos y Lucas, como si en todo momento fuesen ambos de la mano. «Los judíos», dice escuetamente Juan. El partido enemigo. Nacimiento del antisemitismo cristiano. (...)
Detrás de esta contrahistoria se oculta un retrato opuesto de Pablo, de quien Hyam Maccoby ha escrito un libro titulado The Mythmaker; en francés, Paul et la invention du christianisme [Pablo y la invención del cristianismo]. La tesis es la siguiente: si Jesús, al que los Evangelios describen como el enemigo jurado de los fariseos, era de hecho su compañero de viaje, Pablo, que se declara de origen fariseo, no lo era. No sólo no lo era sino que, mejor todavía, ni siquiera era judío. ¿Pablo, ni siquiera judío? Veámoslo detenidamente. Nacido en una familia pagana de Siria, al joven Pablo, según Maccoby, le marcaron a la vez las misteriosas religiones orientales y el judaísmo, que le fascinaba. Ambicioso, atormentado, se soñó profeta o al menos fariseo de primera fila, un gran intelectual como Hillel, Shamai o Gamaliel. Es posible, concede Maccoby, que frecuentara, como nunca pierde la ocasión de recordar, una escuela farisea de Jerusalén, pero sin duda no la de Gamaliel, porque allí sólo aceptaban a alumnos de nivel muy alto y Pablo no lo era. (...)
Pablo, según Maccoby, no es un convertido propiamente dicho. Para convertirse a ella, habría sido necesario que la religión del Cristo existiera, lo que no era el caso. Al igual que Moisés, en quien no pudo evitar pensar, después de su experiencia límite se retiró al desierto de Arabia y regresó con su religión. Lo extraño aquí es que no rompió ni con la pequeña secta galilea ni con el judaísmo. Que para edificar su construcción continuara aludiendo a aquel judío rústico y oscuro al que sin él todo el mundo habría sin duda olvidado. (...)
el Nuevo Testamento, dice él, es siempre la historia escrita por el partido de los vencedores, el resultado de una vasta falsificación destinada a hacer creer que Pablo y su religión nueva son los herederos del judaísmo y no sus negadores; que a pesar de divergencias menores, Pablo era aceptado, apreciado, refrendado por la iglesia de Jerusalén; que Jesús no amaba a los fariseos pero, como Pablo, respetaba a los romanos; que no hacía política, que su reino no era de este mundo, que enseñaba, igual que Pablo, el respeto a la autoridad y la vanidad de toda rebelión; que al autoproclamarse Mesías no hablaba en absoluto de un reino terrenal sino de una nebulosa identificación con Dios, incluso con el logos; que los únicos judíos buenos son los que se consideran desligados de la Ley, es decir, los más judíos; por último, que Pablo es el único que conoce el fondo del pensamiento del verdadero Jesús, precisamente porque no le ha conocido en su encarnación mortal, imperfecta y confusa, sino como hijo de Dios, y que toda verdad histórica que amenace con comprometer este dogma no sólo debe declararse falsa sino, lo que es más seguro, borrosa. (...)

He aquí la mentira que se impuso hace dos mil años, con la fortuna que sabemos. Las pocas voces discordantes que se elevaron fueron silenciadas: ya se tratase de pequeñas sectas surgidas en la iglesia de Jerusalén, las únicas que saben y conservan en sus tradiciones lo que ocurrió realmente, o, dentro de la Iglesia dominante, de un paulino honrado y consecuente como Marción, que en el siglo II quería poner fin a la ficción según la cual el cristianismo era la continuación del judaísmo y rechazar de la Biblia las Escrituras de los judíos. (...) Lo que sí es cierto, en cambio, es que circulaban esta clase de rumores sobre Pablo en el entorno de Santiago. Que ni siquiera era judío. Que habiéndose enamorado en Jerusalén de la hija del sumo sacerdote, se hizo circuncidar por sus bellos ojos. Que esta operación, realizada por un aficionado, fue una carnicería y le dejó impotente. Que como la hija del sumo sacerdote se burló cruelmente de él, se puso por despecho a escribir panfletos furiosos contra la circuncisión, el sabbat y la Ley. Y que, en el colmo de su bajeza, desfalcó dinero de la colecta para comprar el favor del gobernador Félix, pues Hyam Maccoby no desaprovecha la ocasión de acusarle también de esto. (...)

María Magdalena, la que expulsó a siete demonios, sería evidentemente la captura más grande. Todos los testimonios concuerdan: esta histérica curada por Jesús fue la primera en hablar de su resurrección, la primera en divulgar el rumor y quizá, en este sentido, la que inventó el cristianismo. (...)

 

VIRGEN MARÍA
Uno de sus hijos, porque tenía varios, había muerto hacía muchos años de una muerte violenta y vergonzosa. No le gustaba hablar de eso o bien sólo hablaba de eso. En un sentido, tenía suerte: personas que habían conocido a su hijo, y otros que no le habían conocido, veneraban su recuerdo, y por eso le mostraban a ella un gran respeto. Ella no comprendía gran cosa. Ni ella ni nadie habían llegado a imaginar todavía que había alumbrado a su hijo permaneciendo virgen. La mariología de Pablo se resume en pocas palabras: Jesús «nació de una mujer», punto. En la época de que hablo no pasamos de aquí. Esta mujer conoció hombre en su juventud. Perdió la flor. Quizá gozó, esperémoslo por ella, y quizá hasta se masturbó. Probablemente no con tanto abandono como la morena de los dos orgasmos, pero al fin y al cabo tenía un clítoris entre las piernas. Ahora era muy anciana, toda arrugas, un poco chocha, un poco sorda, a la que se podía visitar, y tal vez Lucas, después de todo, fue a visitarla. (...)

Imaginemos que Pablo no haya existido y tampoco el cristianismo, y que de Jesús, predicador galileo en tiempos de Tiberio, sólo haya subsistido esta pequeña selección. Imaginemos que haya sido añadida a la Biblia hebraica como un profeta tardío, o que haya sido descubierta dos mil años más tarde, entre los manuscritos del Mar Muerto. Pienso que su originalidad, su poesía, su acento de autoridad y de evidencia nos dejarían atónitos, y que al margen de toda iglesia ocuparía un lugar entre los grandes textos de la sabiduría de la humanidad, al lado de las palabras de Buda y de Lao-Tsé. (...)



Hay dos hombres en el Templo: un fariseo y un publicano; les recuerdo que publicano quiere decir recaudador, colaboracionista, quiere decir pobre diablo y hasta cabronazo. El fariseo, de pie, reza así: «Señor, te agradezco porque no soy como otros hombres que son ladrones, malhechores, adúlteros, o como ese publicano de ahí. Yo ayuno dos veces por semana, estoy en regla con el diezmo, estoy en regla con todo.» Un poco más atrás, el publicano no se atreve a levantar los ojos hacia el cielo. Se golpea el pecho y dice: «Señor, apiádate de este pecador.» Pues bien, concluye Jesús, la oración que vale algo es la de éste, no la del otro, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado. (...) Yo me identifico con el joven rico. Tengo grandes bienes. Durante mucho tiempo he sido tan infeliz que no me daba cuenta. El hecho de haberme criado en el lado bueno de la sociedad, dotado de un talento que me ha permitido vivir la vida un poco a mi aire, me parecía poca cosa comparado con la angustia, con el zorro que día y noche me devoraba las entrañas, con la impotencia para amar. Vivía en el infierno, realmente, y era sincero al enfurecerme cuando me reprochaban haber nacido con una cuchara de plata en la boca. Después algo cambió. Toco madera, no quiero tentar al diablo, sé que no estoy a salvo, pero de todos modos he aprendido por experiencia que es posible salir de la neurosis. Encontré a Hélène, escribí Una novela rusa que supuso mi liberación. Dos años más tarde, cuando publiqué De vidas ajenas, un montón de gente me dijo que les había hecho llorar, que les había ayudado, que les había hecho bien, pero algunos me dijeron otra cosa: que a ellos les había hecho daño. En ese libro sólo se habla de parejas –Jérôme y Delphine, Ruth y Tom, Patrice y Juliette, Étienne y Nathalie, in extremis Hélène y yo– que a pesar de las pruebas terribles que atraviesan se aman de verdad y pueden aferrarse a ello. Una amiga me dijo, amargamente: es un libro de un rico en amor, es decir, de un rico a secas. Tenía razón. (...)

Lo esencial, repetía incansable Pablo, es creer en la resurrección de Cristo: el resto se da por añadidura. No, responde Santiago –o Lucas, cuando hace hablar a Santiago–: lo esencial es ser misericordioso, socorrer a los pobres, no darse ínfulas, y quien hace todo esto sin creer en la resurrección de Cristo estará siempre mil veces más cerca de él que alguien que cree en ella y se queda con los brazos cruzados y se refocila con la Anchura, la Altura, la Longitud y la Profundidad. El Reino es para los buenos samaritanos, las putas amorosas, los hijos pródigos, no para los maestros del pensamiento ni para los hombres que se creen por encima de los demás, o por debajo, como ilustra esta historieta judía que no me resisto al placer de contar. Dos rabinos van a Nueva York a un congreso. En el aeropuerto deciden tomar el mismo taxi y dentro de él rivalizan en humildad. El primero dice: «Es cierto, he estudiado un poco el Talmud pero comparado con la ciencia de usted la mía es muy pobre.» «¿Muy pobre? Bromea», dice el segundo, «soy yo el que no está a la altura comparado con usted.» «Pues no», contesta el primero, «comparado con usted soy un don nadie.» «¿Un don nadie? Yo sí que soy un don nadie...» Y así continúan hasta que el taxista se vuelve y dice: «Hace diez minutos que les escucho, dos grandes rabinos que pretenden ser unos don nadie, pero si ustedes son unos don nadie, ¿qué soy yo, entonces? ¡El peor de los don nadie!» Entonces los dos rabinos le miran, se miran y dicen: «Pero, bueno, ¿quién se ha creído que es éste?» Veo a Lucas como a este taxista y a Pablo como los rabinos. (...)


 


Alma exigente donde las haya, alma de fuego, en comparación con la cual uno sólo puede sentirse un pobre diablo, prudente, timorato, tibio, Pier Paolo Pasolini tenía un proyecto de película sobre San Pablo ambientado en el siglo XX. He leído el guión, publicado después de su muerte. Los romanos interpretan el papel de los nazis, los cristianos el de los resistentes y a Pablo se lo presenta como una especie de Jean Moulin: muy bien. Me llevé una desagradable sorpresa al descubrir que a Lucas le toca el papel del oportunista, el cauteloso, el que vive a la sombra del héroe y, por último, le traiciona. Pasada la sorpresa, y hasta el espanto, creo haber comprendido el motivo del odio de Pasolini por Lucas. Es el que Alcestes sentía por Filinta. Para Pasolini, para Alcestes, para todos los que, al igual que el Dios del Apocalipsis, execran a los tibios, la frase de La regla del juego sobre que cada cual tiene sus razones y que el drama de la vida es que todas son buenas, es el evangelio de los relativistas y, digámoslo, de los colaboracionistas de todos los tiempos. (...)

Pablo no creía en la sabiduría. La despreciaba, y se lo dijo a los corintios en términos inolvidables. Por mi parte estoy de acuerdo con Nietzsche cuando compara el cristianismo con el budismo y felicita al segundo por ser «más frío, más objetivo, más verídico», pero me parece que tanto al budismo como al estoicismo les falta algo de esencial y de trágico que existe en el corazón del cristianismo y que comprendía mejor que nadie aquel loco furioso de Pablo. (...) Cuando Pablo, oponiéndose a todas las sabidurías, dicta esta frase fulgurante: «No hago el bien que amo, sino el mal que odio», cuando formula esta declaración que Freud y Dostoievski no han dejado de analizar y que no ha dejado de hacer rechinar los dientes a todos los nietzscheanos de opereta, se sale totalmente del marco del pensamiento antiguo. (...)
Pensemos en nosotros, occidentales del siglo XXI. La democracia laica es nuestra religio. No le pedimos que sea exaltante ni que colme nuestras aspiraciones más íntimas, sino sólo que nos proporcione un marco donde pueda desplegarse la libertad de cada uno. Instruidos por la experiencia, desconfiamos por encima de todo de quienes pretenden conocer la fórmula de la felicidad, o de la justicia, o de la realización humana, e imponérnosla. La superstitio que quiere nuestra muerte ha sido el comunismo, actualmente es el integrismo islámico. (...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario