Desde pequeña ha sido siempre lo mismo. Cuando una de las chicas de tu colegio quería fastidiar a otra o incordiarla en un clima de complicidad, se plantaba en mitad del patio y gritaba: eres más pringada que Miriam Dougan. También se divertían picándose unas a otras durante las clases: estás sentada al lado de Miriam, tienes la peste. Luego los comentarios se fueron diluyendo, evolucionaron en risitas, en cuchicheos, o en miradas. Pero al menos las chicas ofendían de esa forma difusa, como si todavía se preocupasen de conservar los modales. Nunca, o apenas, hacían referencia a la gordura tal cual. (...)
Hasta que de repente: el milagro. Las chicas. Por fin. Se callaron. Hacia la pubertad, más o menos. Cuando les salieron las tetas y dejaron de prestarte atención para obsesionarse con sus propios complejos. Y ahora pasan de ti. Mejor así. Todas las mañanas te cruzas con ellas a las siete y cincuenta. Quedan en la esquina del instituto y fuman apoyadas en el capó de los coches, las mochilas encajadas entre los pies, los vaqueros ceñidos como una segunda epidermis. Se miran las uñas y lanzan al aire anillos de humo mientras diseccionan series de Netflix. A veces saludas. Solo cuando es muy evidente que las has visto o que ellas te han visto a ti. Casi siempre son bastante simpáticas. Odias su simpatía, su radiante optimismo a primera hora de la mañana. Te sientes como un camión de la basura a su lado. Un camión grasiento y enorme y lleno de estruendos. (...)
Existe una estricta dinámica en lo que respecta a las chicas guapas. Lo más probable es que piensen en ellas a todas horas, que se masturben imaginándoselas, pero luego no tienen huevos para decirles nada. Por eso, porque están buenas. A ti, en cambio, pueden soltarte lo que les venga en gana. Que de qué color llevas hoy las bragas, de qué talla, que si te lo depilas y hasta dónde, y que cuál es el perímetro de tus tetas. Y tú te ríes. Por quedar bien, por vergüenza, o porque no sabes muy bien qué hacer. Reírte es como un acto reflejo, algo que te dicta una parte de tu cerebro a la que no tienes acceso cuando le buscas explicación. Miri, en ese sujetador cabe un puesto de melones y el vendedor incluido. Miriam, tus tetas tienen su propio centro de gravedad. Y tú te ríes, sí, te ríes. Porque es lo que te aconseja la gente. Otras chicas, las revistas, tu madre. Ríete. O pasa de ellos, ignóralos. O sígueles el juego. (...) Hay chicas que te defienden cuando les pilla delante. Menean la cabeza y ponen los ojos en blanco: Miriam, tú ni caso. Tratan de parecer maduras y consideradas, pero sabes que lo único que despiertas en ellas es una terrible vergüenza ajena. Y bueno, qué vas a hacerle. Porque, vamos a ver. Es así desde que el mundo es mundo. Son cosas de chicos. Y ya lo dice siempre tu madre, si te incordian es que les gustas. Y tú te lo crees, porque a tu edad es una fe necesaria. Y mejor que se fijen en ti a que no lo hagan en absoluto. La razón es irrelevante. ¿Verdad? (...)
Las relaciones entre los chicos te provocan curiosidad, es más, te fascinan. Esa inmunidad generalizada, enamorándose sin sufrir, juntándose en el parque para hablar de la Champions League al día siguiente de que les rompan el corazón. La forma en que dicen «lo más seguro es que vaya» o «ya cuando sea te aviso», como si siempre se manejasen en emociones ambiguas a medio hacer. (...)
Le soltaste una pedorreta. Fue así de patético. Pero Vix, qué sabe ella. Nunca ha necesitado esforzarse. No es que sea despampanante, pero su cuerpo se acopla bastante bien a los estándares de belleza, así que está acostumbrada a que los tíos le hagan caso con una periodicidad aceptable. Y tú finges que te da igual, pero no te da igual. De hecho, en vuestras noches de caza mayor, a veces te hubiese gustado que Vix no estuviera. A su lado parecías el premio de consolación. (...)
A ti no te dan nada hecho, y por eso te ves obligada a tomar atajos, sueltas a quemarropa frases del tipo: hoy tú vas a dormir conmigo, por qué no me besas, hola bombón. Les dejas el camino pavimentado, que sepan que hay recompensa al final. Así empezó todo y así lo aprendiste esa noche, arrojándote a los brazos del Hobbit en cuanto se presentó la ocasión. (...) "el Hobbit te toca el pecho de refilón: eh, Miri, las tienes bien gordas. Imbécil, protestas, pero luego te callas, porque tampoco quieres parecer una histérica. Tampoco es para poner el grito en el cielo. Y además, ni que fuera la primera vez. Jordan se restriega los ojos, las pestañas se le recogen en triangulitos mojados. En serio, dice, qué talla usas. Y tú que se calle, que no se lo piensas decir, pero te angustia dar esa imagen de borde. Adivínalo, sueltas. Y él esboza una sonrisita: no tengo que adivinar, solo tengo que preguntarle al Hobbit y a la mitad de los tíos del Dreams. Sus carcajadas son correosas, se estiran y restallan como látigos. Y tú solo quieres que cambien de tema, que cambien de tono, que te dejen en paz. Pero no, porque aquí va la segunda parte. —Miri, ¿a ti te gusta que te toquen...? Últimamente les ha dado por hacer eso. Miri, ¿me dejas que te toque... [silencio dramático] un solo de guitarra? Miri, ¿quieres que te toque... la lotería? No, no quiero que me toques ni un pelo. Pero otra vez no dices nada, porque entonces, joder, Miri, que estamos de broma, eres una amargada, una aguafiestas, y de qué coño vas, en serio, tú flipas. ¿Te crees que me ponen tus michelines, pedazo de foca? Eso ya lo has oído, no quieres oírlo más veces, y por eso les sigues el rollo, un poco solo, lo justo, o eso crees tú, porque siempre se te va de las manos. Los chicos, qué fácil lo tienen, pueden soltar toda clase de barbaridades, pasarse mil pueblos, proferir las preguntas más guarras y sórdidas que les ronden por la cabeza. Pero las chicas, ah no, tú traes el filtro instalado de fábrica. Es otro nivel de maestría. Sacudes un manotazo en la superficie del agua: joder, pesados. Y ellos se apartan: Miri, no te mosquees. Suspiras. Seguro que no lo hacen con mala intención. (...)
Eran cuatro. Al principio quisiste. Al principio. Y con uno. Cuando te estabas riendo y sonaba la música alta y hablabais muy cerca, tan cerca que la punta de su nariz tropezaba continuamente contra tu oreja. Te hacía gracia cómo cortaba las frases, su acento aniquilando el final de los verbos. Y de pronto se separa y te mira. El aliento le huele ácido, como a Listerine y tabaco. Y entonces un empujón desde atrás, uno de sus amigos. Y una risa. Se acerca otra vez, más de lo necesario. Estáis totalmente pegados. Por las mareas de gente, por el bullicio, por el alcohol. Porque no hay hueco. Y porque le dejas. Su brazo cobijando tus hombros. ¿Quieres otro chupito? El calor de la plaza se te agarra a la cara. Y este chico que de pronto se acerca y tiene los ojos de un azul muy intenso, casi de ciencia ficción. ¿Qué quieres hacer cuando acabes el instituto? Enfermera cachonda. Ah, enfermera, qué flipe, y además cachondona. (...)
¿Te gusta este chico? Hombre, pues claro. ¿Ah, sí? ¿Te gusta mi amigo? Un trago de vodka. Ven, dame la mano. Sus dedos envuelven los tuyos, eso te encanta, y cómo se inclina hacia ti, encorvándose a causa de la diferencia de altura. Piensas: a qué hora nos iremos los dos. Piensas: quizá hoy habrá sexo. En su casa. En su coche. La garganta te quema de tanto fumar, debía de ser costo del bueno. Un parloteo de chicas, una hebra de música, un beso. Un beso largo, y entonces. Ven, entra, no hagas ruido. En el portal está oscuro, apenas vislumbras sus caras, y una mano que te coge y te guía, y otra que te agarra por la cintura. Luego otra. Tres manos. Cuatro. Más de las que caben en un solo cuerpo, una jauría de manos. Y ya no le ves, te tiran rápido de la ropa, te bajan los leggings, las bragas, hace frío, una boca, un aliento a cerveza, y otro aliento más dulce, mostaza, espera, deprisa, el pilotito frágil de un interruptor de la luz que se refleja en las baldosas vitrificadas, y un tirón, una risa, un jadeo pegado a tu oreja, aire que entra y que sale, que entra y que sale, ven aquí, de varias bocas, te late el corazón por dentro del cráneo, el golpe del mármol, y la arenilla que pincha en lo blando de la rodilla, pero, respira, respira, se te encasquilla la voz, el bofetón de la carne sudada contra tus muslos, y piensas, no, un momento, el olor rasposo de sus colonias, estabas mojada, ven aquí, mira, toca, tiene las bragas mojadas, eso después te lo echaron en cara, separas los labios, vas a decir una cosa, ¿la dices?, carcajada, ya no estás, silencio, ya no eres, métete esto bien dentro, cómo se llama este hueso. Quieres correr. Quieres chillar. Quieres que te quiten las manos de encima. Y entonces cierras los ojos. (...)
Porque ahí está la clave. Porque entre todos esos líos casuales y explosivos, es siempre la misma fantasía la que pervive. Y lo que anhelas con todas tus fuerzas es que en alguno de esos portales y callejones, después de los revolcones fugaces tras la caseta de las hamacas, te caiga en los brazos, para siempre y por fin, el amor. (...)
Lo verdaderamente patético es que te marcharías de buena gana si no existiese la más remota posibilidad de ver a Jordan, pero él ya ha avisado de que vendrá en cuanto acabe el partido. Y el problema es que la esperanza funciona así, igual que una enfermedad autoinmune. Atacando los sentidos y ensordeciendo cualquier otro método de discernimiento. De modo que, por triste que suene, y sin necesidad de someterlo a una reflexión laboriosa, levantas la vista hacia Lukas y con gesto sumiso le dices que no. Que te quedas. (...)
Lachance no es el más bocazas del grupo, aunque tampoco se caracteriza por su discreción. Se podría decir que es el típico chaval de carácter ambivalente: inseguro y engreído a partes iguales. Su código moral está todavía en vías de desarrollo, y a veces —por motivos de supervivencia— se sirve de los puntos débiles de los otros para salir a flote. En cambio, su novia Victoria —Vix— es más comprensiva. Tiene un lado tierno que destaca sobre otros rasgos secundarios de su personalidad, y todo indica que, a medida que pasen los años, su talento para la empatía prevalecerá sobre el resto de sus cualidades. También, y hablando de todo un poco, no hay coyuntura más jugosa en la adolescencia que verse con un secreto entre manos. Los secretos son, de hecho, un atajo para consolidar la amistad y tienen el don de rescatar a las parejas de la abulia. Un secreto escabroso refuerza un ego debilitado, y un secreto compartido crea vínculos que, en adelante, solo necesitarán renovarse con miradas, sonrisitas y codazos en el costado. Interceptar un secreto en la adolescencia es algo así como que te toque la lotería. Uno puede admirar este precioso regalo durante un tiempo, abrigarlo, mimarlo, adornarlo un poquito incluso, y luego escoger oyentes entre su círculo de favoritos. Conviene también detenerse a considerar: ¿qué voy a hacer con él?, ¿de qué forma voy a sacarle partido? Otra ventaja de los secretos es que son editables, porque siempre se cuentan en diferido. Difícilmente podrán rastrear los protagonistas en qué tramo de la cadena se trapicheó con los pormenores.
MIRA A ESA CHICA.Cristina Araújo Gámir.Premio Tusquets de Novela 2022.
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