La Revista Panenka cumple 10 años. Para celebrar su espíritu en este aniversario han realizado el vídeo conmemorativo que pueden ver justo encima, han editado un número especial sobre la Eurocopa y, sobre todo, han presumido de cantera con la publicación de la primera novela de uno de sus escritores estrella, el cordobés Antonio Agredano quien, tras un poemario interesante (Teta, Ediciones en Huida) y una crónica emocionante para Hooligans Ilustrados (En lo mudable), se estrena en la narrativa de ficción.
Lo ha hecho con una novela escrita en primera persona desde el punto de vista de un exportero fracasado que se ve obligado a volver a casa y reflexionar sobre el fútbol y otros demonios, el amor, las mujeres y la birra.
Prórroga ofrece un argumento sencillo pero eficaz, oficio narrativo y, sobre todo, una prosa cargada de lirismo con facilidad para la metáfora cómplice, la analogía eficaz, el pellizco interno, el remate inapelable y las ganas de abrazarse con el compañero de grada.
Como muestra de su innegable calidad técnica, dejo a continuación algunas de sus mejores jugadas ("highlights", que dicen los youtubers). Como siempre en este blog, intentando destripar lo menos posible del argumento de la novela de fútbol (pero no solo eso) que tanto tiempo llevábamos esperando:
Existen dos tipos de dolor: el afilado, que es como un relámpago en la carne, y el líquido, que sobrevive oscuro y calmo como un charco bajo la piel. Con el primero damos un salto hacia atrás, gritamos, nos frotamos la herida y buscamos consuelo en el estruendo. Con el segundo, convivimos. A veces, nos giramos en la cama, o respiramos profundo, pero se mantiene ahí, silencioso, arrastrándose por las entrañas de un lugar a otro, como una fierecilla incómoda buscando el calor de nuestro lamento. La punzada nos mantiene vivos. El animal nos quiere ver muertos. A los afilados me acostumbré. Son los huesos rotos y el escozor en las rodillas. A los otros, los líquidos, esos humores negros vertidos hacia dentro, uno nunca termina de habituarse. Suceden a las derrotas, a las despedidas. Borbotean en las cafeterías del tanatorio. Arrastran, como olas siniestras e inesperadas, las sombrillas, las chanclas y la esperanza. De nada sé, excepto de las resacas. Las he sufrido abombadas y sarmentosas. Amarillentas y azules. Lujosas y cochambrosas. Holgadas y concisas. A todas sobreviví, en todas me dejé algo. (...)
Cuántos polvos se construyen con los adoquines de las verdades a medias. (...)
Las citas sin alcohol son ajedrez, yo quiero tener el nervio etílico de la oca. Aún me dura el dolor de cabeza, el ron de anoche, el escozor en la nariz. Amar requiere esfuerzo, mis músculos no están preparados. De todas las ideas de amor, me quedo con la de Elisa Naithen: «Es pequeño el deseo, inmensa la barbarie». Ella cantaba sobre convivencias rotas, maletas sobre la cama. El deseo es un hermano pequeño que no nos deja concentrarnos en nada. (...)
No elegimos el escenario y pocas veces tenemos la sensación de poder elegir qué personaje nos toca interpretar. Muchos mueren sin saber por qué recorren esas y no otras calles. Por qué reciben la bronca de esos y no de otros jefes. Por qué follan con esas y no otras personas. Por qué frecuentan esos y no otros bares. Por qué aman a esos y no a otros hijos. Posibilidades invisibles, lanzadas a uno mismo, como una red entre las olas de plata. Eludimos contestar a nuestras propias dudas. Nos vamos por las ramas, como un niño que excusa sus travesuras. A veces yo también fantaseo con otras familias, con otros trabajos, con otras casas. Pasadas. Futuras. (...) La familia es una mandíbula mellada. Una mordida cada vez más blanda. Una carcajada hueca. Pasa el tiempo como pasan los niños en sus bicicletas nuevas: embalados y siempre a punto de caerse. También con esa mezcla de entusiasmo y duda. De algarabía y miedo. La familia: unidad de medida, tropa, flor. Más allá del refugio, ese nosotros que tiembla. Sacudido por los días. Por las llamadas de madrugada. Por los adioses que vendrán. Por las ilusiones que parpadean y chispean, como bombillas, justo antes de romperse. (...)
Soy el alunicero de mi propia existencia. Estrello el coche y saqueo lo que puedo entre los cristales. Vivo así, con esa urgencia delictiva. Me hago viejo y no mejoro. No soy vino, soy otra cosa. Líquido, igualmente. Me amoldo a los espacios, me pierdo en las grietas, calmo la sed de otras bocas, desconozco mi sabor, aunque me quiero amargo. He tenido otras familias. Me he emborrachado en muchas mesas. He brindado por cosas en las que no creía. He sufrido por cosas que apenas recuerdo. ¿Soy lo que fui o soy, exclusivamente, lo que seré? (...)
La memoria es un hámster devorando a sus crías. La memoria es una estantería llena de libros que abandonamos a medias. He amado con tanta dureza y esa pasión que es como el gas que primero hace temblar el termo y luego se empequeñece y se mantiene ahí, llamita silenciosa y duradera, para calentarnos en el frío, para empañar los cristales, para fregar los platos. Entre aguantar y huir, decidí huir muchas veces. No hay valentía ni cobardía en salir disparado de donde no queremos estar. Es sólo electricidad al músculo. Un chispazo y luego la luz. (...) Llevo 20 años habitando los créditos interminables de una película que fue maravillosa. (...)
«En todas las habitaciones llega un día en que el hombre se despelleja vivo, cae de rodillas, pide piedad, balbucea, se vuelca como un vaso y sufre el suplicio espantoso del tiempo», leí de Louis Aragon. Las verbenas son esas alcobas del exceso. Antagonistas de la fiesta ibicenca. Desaliñadas, terrenales, concupiscentes. Enemigas del decoro. Vivir es un combate de boxeo en el que el mundo es George Foreman y tú eres Webster. Armarios llenos de juguetes viejos. Cartas sueltas del Imperio Cobra. Un cansancio por dentro. (...)
¿En qué momento resumimos nuestras aspiraciones a esto? A beber, dejar el tiempo pasar, gastar el poco dinero que ganamos en cerveza y ron. ¿Qué hay fuera de esto? Los que tienen hijos quieren estar también aquí. Muchos se divorcian para volver a este espacio que huele a ambientador industrial y a sudor. Muchos dejan atrás niños e hipotecas y sueños y promesas y malviven solo para pisar este suelo peguntoso un viernes a las once como el de hoy. Hay dos formas de entrar en un bar: con droga en el bolsillo o con los bolsillos vacíos. Lo mejor de la cocaína es saber que tienes. Si no tienes, si no hay camello, si perdiste los contactos o eres nuevo en la ciudad, no harás otra cosa que buscar camellos entre los parroquianos. Si preguntas al camarero, creerá que eres policía. Si estás demasiado borracho y preguntas al camarero, él sabrá que no eres policía, pero jamás mandará a su camello de confianza a un borrachuzo como tú. No hay más lombriz que tener buen ojo, que mostrarse serio, que dejar claro con la mirada que te mueres por gastarte 30, 60 o 90 euros en la primera mierda cargada de piracetam. Mirar y que te miren. Medir los movimientos. El que sale mucho a la puerta, el que tiene un móvil viejo, el que entra en el aseo con amigos distintos. Y aún así, hay que tener cuidado con eso. A los que consumen no nos gusta que nos pregunten por camellos. Es como atravesar una puerta a patadas, sin llamar, sin girar suavemente el pomo. La cocaína es un paraíso íntimo. (...)
Se comparte por compromiso, por recibir en días de sequía, pero no hay nada como entrar solo a un bar cuando recién has pillado. Ir al baño, cerrar el pestillo, cerrar la tapa, quitar la presilla, poner la cartera, meter la punta del bonobús en la bolsita, volcar las piedrecitas nacaradas, malas, durísimas, aplastarlas contra la piel, picarlas, dibujarlas, exclamaciones, rutas contra el sueño, enrollar el billete de diez euros y esnifar con seguridad y un jadeo como de niño que sacia su sed en la fuente de la plaza tras jugar a ese fútbol demoníaco y desordenado al que juegan los niños cuando se juntan. (...)
No tengo miedo a morir, pero estoy aterrado si empiezan a morirse los demás. ¿Y si la luz al final del túnel es sólo un frigorífico que se ha quedado abierto? ¿Y si las grandes esperanzas se quedan sólo en fruslerías y palmaditas en la espalda? ¿Y si la vida no es un carrerón de Fórmula 1 sino una partidita del Mario Kart? Madurar es no sentir culpa por dejar un libro a medias. Madurar es que se nos empiece a notar que no nos estamos enterando de nada. Madurar es escuchar sólo discos que tengan más de veinte años. Converse falsas y botellines de Mahou. Erasmus alemanas. Los recuerdos, como los tentáculos de las medusas, son urticantes al tacto. ¿Qué es la vida sino el sueño de lo que dejamos atrás? Cuando vivimos las mejores tardes de nuestra vida no sabíamos que estábamos viviendo las mejores tardes de nuestra vida. Y ahora que lo hemos descubierto, ya sólo nos queda la gimnasia triste de la memoria. Como un mapa del tesoro que nos arde entre las manos. (...)
Como salir de la piscina sabiendo que ya no hace tiempo de piscina. Que no habrá más baños, que damos el verano por clausurado, que los amores ya serán de otoño y rebequita, de café y petisú, de apuntes, teclados y cláxones en los semáforos. Pisando hojas secas mojadas tras la lluvia. Y pasarán los bares como pasaron los besos y pasarán los besos como pasaron los partiditos en la plazoleta. Del bollycao en el recreo al vermú de los domingos sólo hay un paso. El problema es que ese paso separa el risco del abismo. Quiero llegar a viejo con buen beber y una erección aceptable, con mi biblioteca intacta, con curiosidad por todo, con mis dientes y esta ferocidad pausada que llevo años cultivando. Quiero llegar y quedarme en el descansillo a oscuras como quien entra, tras un largo viaje, en casa. Levantar las persianas, abrir las ventanas y las puertas, deshacer las maletas, darme una ducha, tenderme en el sofá con una cerveza fría en la mano. Dejar que el viento caliente de la tarde pellizque las mejillas de mi casa. A eso aspiro, y a poco más. A gruñir de vez en cuando, a reírme con José Mota, a compartir chistes por el WhatsApp. No quiero darme tanta importancia. Llevo toda la vida rodeado de jefes, ahora quiero bailar en la fogata con los indios. (...) Sólo quiero un espejo donde mirarme sin que se me caiga la cara de vergüenza. ¿Y si la vida fuera un uy y no un gol? ¿Y si lo importante no era ganar, sino perder recibiendo menos goles de los esperados? (...)
Quizá el fútbol es simplemente la mirada de ese adulto que se gira hacia sí mismo, que se retuerce y se abraza a lo que tuvo y sintió, que está incómodo con un presente, que ni entiende ni pretende entender. Que lega el dolor y lega la euforia a sus hijos, que aún conservan la ternura y la tragedia. Porque hasta de sentir se cansa uno. Porque madurar es enfriarse. Porque los años son de hueso. La caótica arquitectura del pasado, del recuerdo, el recuerdo que es un mármol ensortijado, una grieta decorada con pan de oro, una bóveda nervada como una higuera arrancada por el viento. Quizá el fútbol es una lupa que apunta a lo que fuimos, que nos agiganta pese a ser livianos, que nos ruboriza y rescata de la afilada mandíbula del tiempo. Quizá el fútbol es un partido contra nosotros mismos. Firmar un empate. Gritar uy. Maldecir nuestros colores atravesando los vomitorios o apagando el televisor o tirando la radio sobre la cama. Quizá el fútbol es sólo un ensimismamiento, una bobada, un cajón lleno de trastos que ya no sirven para nada. En todas las casas hay uno. Una caja de lata llena de botones para reemplazar los botones de chaquetas que ni siquiera conservamos. Me pregunto si los recuerdos son así, relevos irrelevantes, un manojo de bagatelas, un espejo roto del que conservamos los trocitos soñando con poder mirarnos de nuevo en él. Quizá el fútbol nunca ha sido nuestro. Como la mariposa que muere apresada entre las manos diminutas. (...) Por eso creo que el fútbol es una coreografía enfangada, enredada en lo que fuimos y que ahora es otra cosa. Ya no es eso que sentíamos entonces. Es otra cosa. Una emoción que burbujea en la memoria. Un estado de ánimo. Un terremoto del ayer que llega al presente con una frágil vibración, una onda blanda, una tímida sacudida en el corazón. Quizá el fútbol es sólo una esperanza. Una celebración pendiente. Los colores que vemos cuando cerramos los ojos. Un íntimo armisticio. Un plural tenebroso. Un sobresalto común. Abrazar a los desconocidos. Amar lo inesperado. Creer en los que están y en los que vendrán a besar un escudo que sentimos nuestro. Un tribalismo irrenunciable. Yo me recuerdo de niño alzando los brazos al cielo y celebrar el gol como si la vida me fuera en ello. Y quizá es que mi vida iba en ello. Esta forma de sentir y de querer. Esta lealtad y esta paciencia. Siempre enzarzado en lo pequeño, siempre expectante ante lo grande. Esta bravura callada. Quizá el fútbol sólo sea una forma de entender el mundo, de mantener unidos los carriles en nuestro salvaje e incierto camino. El eco de un gol que aún nos resuena por dentro. (...)
Menguo. Soy un gigante. Nunca sé qué galleta morder, qué jarabe beber, que champú elegir, qué guantes comprarme, qué culo comerme. Una mujer me amó mucho durante muy poco tiempo. Una mujer me amó poco durante mucho tiempo. A ambas entregué el corazón y de regalo las entrañas. Yo amé mucho todo el rato, pero no fue un amor del que un hombre deba sentirse orgulloso. Fue una catarata invisible. Yo sentía que caía, despeñado, hacia las piedras, en el fondo, liviano y callado. No pierde quien no ha vencido. A veces, a los ganadores, hay que darlos por perdidos. Yo perdí y me perdí. Que la vida es un empate lo estoy aprendiendo ahora. (...)
Perder no es un ejercicio romántico, duele como un padrastro, pero uno aprende. Todas las victorias se parecen, pero cada derrota lo es a su manera; hay muchas formas de llorar, pero todo el mundo bebe champán del mismo modo. Este no es un libro de fútbol. No sólo. Porque en el fútbol cabe una vida. En esos 90 minutos está arañada la existencia, el resumen de todas las miserias y heroicidades, sueños y fracasos, odios de diamante y amores gelatinosos. (...)
El Departamento de Lengua Castellana y Literatura del IES Ágora (Alcobendas), capitaneado por los profesores Juan Luis Calbarro y Myriam Maeso, han llevado a cabo el Proyecto POEMAS PARA COMBATIR EL CORONAVIRUS recopilando textos de hasta 42 autores emitidos en formato vídeo. Además, editarán una antología. Desde aquí felicitamos su maravilloso trabajo y agradecemos que se nos haya incluido en el mismo.
Pueden ver todos los vídeos de los diferentes poetas haciendo que se reproduzcan de forma continua en el enlace que encabeza esta entrada y/o pinchar en este enlace de su site.
A continuación les dejo mi colaboración junto con, de nuevo, mi agradecimiento a los responsables:
Escohotado ha sido uno de los intelectuales más importantes de España en las últimas décadas y Ricardo F. Colmenero es uno de mis columnistas preferidos desde hace años. Por tanto, no podía dejar escapar esta crónica de los últimos días del pensador madrileño en su retiro ibicenco, a pesar de que también lleva tiempo en lo que considero una deriva ideológica y en una decadencia incoherente que provoca que su personaje se coma al autor casi por completo.
He disfrutado mucho de varios libros suyos, como El espíritu de la comedia o los monumentales ensayos Historia general de las drogas y Los enemigos del comercio. Este último me parece un esfuerzo hercúleo por explicar la evolución de la sociedad y defender el libre mercado como garantía de progreso y desarrollo. Sin embargo, este libro o, más bien, su recepción puede ser una de las causas de su cerrazón fanática. Como digo, se trata de un ensayo titánico que loa el capitalismo y ataca con saña el intervencionismo comunista. Según parece, fue ignorado por los medios progresistas y sólo encontró eco en aquellos que, bajo la hipócrita bandera de un falso liberalismo, defienden posiciones absolutamente conservadoras, en ocasiones muy próximas a la derecha más extrema, especialmente la de multitud de internautas que creyeron haber encontrado a un profeta a quien no habían leído y no serían capaces de entender...
Vaya por delante que Escohotado siempre ha sido clasista y misógino, como podemos ver en Sesenta semanas en el trópico o Rameras y esposas pero, lógicamente, ahora se siente arropado en sus juicios y cómodo en la conversación con Colmenero, por lo que el despliegue es mayor. Encontramos encendidísimas loas a empresarios de trayectoria tan turbia como Florentino Pérez o Amancio Ortega, usa a menudo el adjetivo "guarra" para referirse a alguna actriz o antigua amante e incide en el desprecio a los yonkis del que ha hecho gala siempre. Su bizquera resulta alarmante: el único expresidente español a quien desea la cárcel (perpetua, concretamente) es al único a quien jamás se le ha acusado de corrupción, se muestra comprensivo con Franco ("jamás tuvo un Gobierno de criminales o asesinos, eran unos meapilas") y arde de indignación contra las políticas de inmersión lingüista en las comunidades bilingües hasta que Colmenero le indica que, tanto en Galicia como en Valencia, el PP hizo lo mismo.
Mención aparte merece su encono hacia Pablo Iglesias: mientras, como comentaba, muchos medios optaron por silenciar Los enemigos del comercio, este le hizo una entrevista muy interesante, amable y en profundidad, hasta el punto de que el propio filósofo pareció disfrutarla. Arrepentido luego de su actitud blanda (por, según dice, haberse tomado un par de copas de más), decidió escribirle un mail insultándole y declarándose su enemigo que, evidentemente, no tuvo respuesta.
Su radicalismo le lleva a confundir la tenue socialdemocracia del Gobierno actual con algo próximo a un régimen social-comunista asustaviejas y, es negacionista de las vacunas y, a pesar de dedicar muchas páginas a defender con pasión el derecho a la muerte digna, olvida que ese mismo Gobierno que odia ha aprobado la ley de eutanasia...
¿A pesar de todo lo dicho merece la pena el libro? Sin duda, recomiendo su compra para disfrutar de una crónica narrada con estilo, gracia y encanto, y porque también hay hueco para pasajes tan interesantes como algunos de los que destaco a continuación:
El profesor había quedado reducido a una escuálida estatua de mármol a la que se le leían las venas como garabatos en un pergamino. Ahí estaba escrita la primera lección, que el saber no solo no ocupa lugar, sino que parece devorar la materia. Daba la sensación de que en cualquier momento Escohotado iba a consumirse en una nube junto a su cigarrillo, como la bruja malvada del oeste, dejando tras de sí la camisa blanca y su anillo rojo. (...)
Cada momento que pierdes el tiempo se van horadando tu alma y tu cuerpo. Y llega un punto en el que las motas de polvo se convierten en un montón. En Escocia llaman Monroe a las montañas de más de 900 metros. Es una palabra gaélica. Cosa que tampoco averiguas hasta que estudias un poco de fonética gaélica, que viene muy bien para estas cosas. Bueno, pues si sabes esto, tienes la sensación de no haber perdido el tiempo. El que ha perdido el tiempo ni siquiera tiene la sensación de haberlo perdido. Solamente tiene la secreta desdicha de saber que, cuando le llegue la muerte, en vez de abrazarla, va a querer aplazarla. Y que con eso mismo está condenando su hoy inmediato. Tenga la edad que tenga. ¿Me explico? Escohotado tiene unos dedos larguísimos y afilados, perfectos para escarbar, y que tiemblan de parkinson. Parecen sometidos a los designios de su anillo rojo, como un demonio de dibujos animados. De no haber sido demonio o filósofo, Escohotado habría sido un magnífico topo. (...)
No se me ocurre mejor escondite para el demonio que un anciano enfermo y solo, del que puede acreditarse que ha buscado en todos los recovecos del saber antes de proclamar que el infierno no existe. Probablemente desde el anillo pueda velar las almas perdidas del averno mientras se distrae con breves dosis de cocaína, heroína y oxicodona en la Tierra. De no ser así, solo se me ocurre que uno de los hombres más inteligentes del planeta, ha descubierto que después de la muerte, para ocupar un lugar privilegiado en el cielo, uno debe pasar una oposición en la que Kant, la geología de Islandia y la fonética noruega caen fijo. Pues sí que sería muy bueno tener una plaza especial y que te den un gin-tonic y un extra. No, cuando digo no perder el tiempo me refiero a usar la vida en algo que no te dé vergüenza. A mí me da vergüenza todo uso de la vida donde predomina el yo, con lo delgadito y pobre que es cada yo sobre el resto de la inmensidad del universo. El yo es una fina película, abajo está el inconsciente, arriba el superyó. No hay que darle peso a lo que no lo tiene. Si le das tanta importancia al yo luego te resulta difícil morir, y vives amargado pensado que vas a tener que morirte pero tú no quieres, y cada vez te haces más viejo, la vida se despide más de ti, pero tú te aferras más a ella. Qué tremenda tragedia. Afortunadamente, me hurté de eso. Calculo que hacia los trece o catorce años me di cuenta de que la condición para estar abierto al mundo era no estar abierto al ombligo. Me tomó mucho tiempo. Diría que me ha tomado más de sesenta años la operación. Veo a otros viejos de mi edad intentando evitar o saber lo inevitable, y me da pena y me da orgullo. Pena de ellos y orgullo de haber llegado a mi situación, donde prestarle atención a la fonética noruega y a la geología de Islandia es lo único que me permite sentir lo previo, es decir, si la vida se despide, yo me despido antes, ¿tú pataleas ante lo inevitable? Yo no. (...)
¿Ganas de morir? Pero para tener ganas de morir hay que tener la sensación de la vida cumplida. Es que ni siquiera te haces… Ahora me doy cuenta, pobre de ti, estás con un señor que te habla de la Antártida, pero nunca has visto la nieve. O sea, ¡no sabes de lo que hablo! Me ha hecho gracia porque te he visto preguntarme con toda ingenuidad. Digo pobre hombre, este es de los que han vivido siempre en el Congo. O sea, ni se hace una idea de lo que es la nieve. La muerte es frío, básicamente. Y claro, en los sitios así como Tailandia nunca hay frío. Pero el tailandés muere de frío, claro. Todos morimos de frío. Para entender de lo que hablo hay que haber pasado, digamos, de los cincuenta en adelante, cuando la vida empieza realmente a recortarse. Cincuenta años es una edad muy joven ahora. Es como en tiempos de mi padre y de mi madre treinta. Se ha retrasado todo en ese sentido. Pero, digamos, a partir de los sesenta, las cosas ya están claras. Y lo que siempre te ha sido fácil empieza a ser difícil. Y la vida te va dando señales de despedida cada vez más fuertes. Ya eso a los setenta años es ubicuo. A los ochenta ni te cuento. Cuántos de ochenta y de setenta en ese momento dicen, uf, gracias a Dios estoy al borde, esto se va a acabar cualquier día y, si no se acaba, tengo mi eutanásico. ¿Cuántos? Pues solo esos han vivido. Solo esos son felices. Solo esos son propiamente humanos. ¿Los otros? Son bestias, como decía Heráclito en Fragmentos, que se atiborran. Les lleva a esa absurda creencia de que ellos para qué van a plantearse el morirse. No le pueden sacar ningún tipo de ventaja a estar preparados para morirse, al derrame cerebral, al infarto, como si eso no formara parte de la vida. El sabio quiere dejar buen nombre, el insensato solamente quiere devorar glotonamente. Y claro, cómo vas a devorar glotonamente cuando, por ejemplo, llegas a mi edad, tienes parkinson y te cuesta hasta masticar. (...)
Reconozco que estos últimos meses los puedo contar como los más felices de mi vida. Pero tengo una cantidad de achaques que sería indigno mencionar y que son un coñazo inverosímil. Cualquier cosa que sea una desgracia, si puedes sacarle un filo de grandeza, un filo de heroísmo, vale, la atraviesas, pero es que a los achaques no hay forma de sacarles un filo, o yo por lo menos no sé. De modo que lo mejor que se puede hacer es correr un tupido velo y no hablar de ellos. (...)
Si me preguntaran a mí, diría que he ido a recoger los restos inmateriales de Antonio. Lo que queda flotando en el aire del comunista, del voluntario del Vietcong, del directivo del Instituto de Crédito Oficial, del traficante de cocaína, del presidiario. Del hombre convertido en cobaya de estupefacientes, del primer repudiado por políticamente incorrecto cuando aún no existía lo políticamente incorrecto, del escritor, del filósofo, del abogado, del economista, del astrofísico, del traductor de Newton. Del enemigo de Menem y Maradona, del líder espiritual de Calamaro, del inventor de lo de la casta, del simpatizante de Podemos, del enemigo de Podemos, del simpatizante de Ciudadanos, del enemigo de Ciudadanos. Y de un montón de cosas más que, unitariamente, justificarían toda una vida, e invitan a pensar si los demás, los últimos ochenta años, hemos hecho de atrezo. (...)
"Un padre enseña a su hijo a andar en bicicleta, no a morirse bien, por mucho que haya más posibilidades de que un hijo vaya a morir algún día a que gane el Tour. A veces me dan ganas de llamar a su hijo Jorge y soltarle una de las frases más famosas de Amanece que no es poco: «De los años que llevo de médico, nunca había visto a nadie morirse tan bien como se está muriendo tu padre. Qué irse, qué apagarse, con qué parsimonia. Estoy disfrutando que no te lo puedes ni imaginar». Para Jorge, papá es «El Escota». Un padre atípico, claro. Una mente capaz de descifrar a Newton y a Hobbes, pero incapaz de sobrevivir en un Carrefour, o en una oficina de Correos, o de ir a buscar a un hijo al colegio, o de felicitar un cumpleaños. Que dormía por las mañanas y se encerraba en su despacho por las noches. La habitación de Jorge estaba justo al lado, y se dormía con la melodía de los dedos de su padre golpeando las teclas, hasta que soñó que se hacía periodista. (...)
Al poco de iniciar nuestras conversaciones le escribí un mail al «Escota» diciéndole que igual era mejor dejar la publicación de este libro para después de su muerte. En plan, últimas palabras, o últimas voluntades, o algo así como Los últimos días de Kant, de Thomas de Quincey, del que hablamos un par de veces, por si la cabeza no me daba ni para un buen título. También le dije que, en el caso de que muriera yo, me prometiera que lo publicaría igual, pero mejorando mis intervenciones. Así la sociedad, o mi madre, podría lamentar el fallecimiento de un periodista ingenioso y despierto. Lo que teníamos bastante claro era que al ritmo que íbamos de cervezas, vino, margaritas, Campari, Bayleis, tequila, licor de hierbas, rapé, oxicodona, cocaína, orfidal, heroína, MDMA, bicarbonato y marihuana, uno de los dos no iba a sobrevivir a los encuentros. (...)
Uno se documenta para una entrevista con el fin de encontrar preguntas, pero en Escohotado solo había respuestas. La sensación de que ya estaba todo dicho. La misma que le contaba un abogado a Arcadi Espada cuando investigaba a Pla en Contra Cataluña: «Usted es un buen periodista. Sigue bien las huellas. Pero enfrente tiene a un gran periodista que va tapándolas, que lo dispuso todo para que esas huellas no condujeran nunca a ninguna parte, que se preocupó a conciencia de que esa historia no pudiera saberse». Manuel Jabois añadiría meses más tarde: «Es una gran definición de escribir bien y de vivir aún mejor. Llenar el folio mientras lo vacías». (...)
Internet es maravilloso. Es lo mejor que le ha pasado al ser humano nunca. Es el gran aliado del pensamiento libre. Eso de que Internet es un riesgo tiene dos variantes. Uno, que las personas no están preparadas para Internet, pero menos preparadas estarán para la prensa sectaria e ideologizada, ¿verdad? Otro, que te inspeccionan, que te buscan, que quieren averiguar quién eres, con big data. Y yo contesto, pero tú por qué te das tanta importancia, muchacho, quién te crees que eres. Tú no importas para nada. Si te quieres hacer la fantasía de grandeza, vale, el delirio de grandeza es antiguo y seguro que va a pervivir, pero eso no quiere decir que lo tuyo tenga futuro. Ahora tenemos Internet, ahora tenemos la paz. Aprovechémosla. Y entonces vienen los tontainas, que si es para espiarme a mí, o para manipular a fulano. Bueno, piense usted lo que quiera. Es la noticia de larga distancia y a velocidad de la luz. No sé si te acordarás de que los griegos a la velocidad de la luz le llamaban velocidad del pensamiento. (...)
La universidad ha quedado periclitada. Es anacrónica. Por alguna extraña razón, cuando ha empezado a pagarse relativamente bien al profesor; y los alumnos, de tener tres años, a tener nueve de enseñanza, y encima gratis, todos han perdido interés por la cosa. No entiendo cómo se ha producido un fenómeno tan… vamos, lo estoy estudiando. Creo que es el tema principal de estudio actual, en términos de antropología y sociología. Cómo es posible que haciendo que la educación se extienda en el tiempo, teóricamente en profundidad, lo que se obtenga como resultado es literofobia, horror a la letra impresa. (...) Lo que sí sé, con más de treinta años de experiencia en la universidad, es que los profesores que me enseñaron tenían muchísima más vocación, muchísima más dignidad, y muchísima más capacidad de actualizarse que los actuales, aunque cobraban una tercera parte. Y también que los alumnos, que eran muchos menos, tenían mucho más interés por formarse que ahora. ¿De dónde ha salido eso? ¡De dónde ha salido! ¡Es acojonante! Fíjate que nos ha costado a la generación de mis padres y a la mía, muuuchas horas de trabajo e impuestos, para que nuestros hijos tuvieran más horas de estudio, y mira la consecuencia. Una juventud literófoba. Jo-der. Y unos maestros desmotivados. Una cosa inexplicable. Aumentas el periodo lectivo y reduces drásticamente el interés por la lectura. Eso es innegable. No se puede discutir. Forma parte de las consecuencias no pretendidas del obrar, que se puede considerar el campo científicamente más interesante de las ciencias humanas. (...)
Escohotado me suele poner deberes. A veces me vacila, y otras hace voluntariado, especialmente cuando le obligo a añadir alguna nota a pie de página a lo que acaba de decir y que él considera cultura general. De Antonio no se sale más listo, simplemente no se sale. Le preguntas por qué se quiere morir mañana y te manda a leerte la epopeya de Gilgamesh, como si la respuesta llevara escrita cinco mil años. Le preguntas cuál es el futuro de la universidad, y se pone a explicarte el pasaje de la dialéctica del amo y el esclavo de la Fenomenología del espíritu de Hegel. Le preguntas por Podemos o por el coronavirus y te lleva a la lógica de Aristóteles. Le preguntas por lo políticamente correcto y se va hasta el reflejo condicionado de Pávlov. Al principio me sentía tan desorientado como Karate Kid. ¿Quieres saber artes marciales? Pues pon cera y quita cera. (...) A veces regresaba a casa en coche sin haberme enterado de casi nada. Volvía a escuchar las grabaciones, y nada. Las transcribía, y nada. Tiraba de diccionario, que si «molicie», que si «periclitado», que si «adláteres», que si «traslaticio», que si «onfaloscopia», y nada. Una vez le preguntaron a Faulkner: «Hay quien dice que no entiende lo que usted escribe, ni siquiera después de leerlo dos o tres veces. ¿Qué les sugeriría?». «Que lo lean cuatro», respondió. A punto de confirmar que Antonio ya no sabía lo que decía, en contra de la exactitud de cada dato que aportaba, volvía a leer varias veces lo transcrito, y de repente sabía hacer el salto de la grulla. (...)
Los griegos querían morir jóvenes, temían la arruga, eran muy frívolos. Estoy aceptando la arruga. Estoy aceptando, digamos, las debilidades de la edad, pero tampoco te creas que tengo tanta paciencia. Ya veremos. Me parece que el hombre no debe renunciar nunca a la capacidad de matarse, pero claro, hay que tener eutanásicos dulces. Obligar al hombre a que se tire a una locomotora de tren es una grosería, o que se tire por una ventana. Hay que tener unas pastillitas que le aseguren a uno que primero se duerme de muy buen tono y luego ya no se despierta. Eso lo hemos tenido hasta ahora en todas las farmacias. Desde hace unos treinta años, la maldad absolutista impide que sean materias manejables, al diluirlas en aceite en vez de en agua, como se había hecho hasta ahora. Eso significa que condenas a las personas a matarse por vía intravenosa, a buscarse un auxilio al suicidio. ¿Que quién gana con eso? Ganan los hijos de perra que controlan la administración endovenosa, ganan los anestesistas y los productores de las sustancias diluidas en aceite, fortunas inconcebibles, miles de millones a la hora. (...)
Soy coqueto en ese sentido, Ricardo. Si a los seres humanos les quitas la capacidad de suicidarse de una forma cómoda y elegante estás haciendo la más brutal canallada concebida hasta ahora contra la especie. Que luego gran parte de los seres humanos no se den cuenta de que con la edad se van volviendo más y más tontos, y quieren vivir un día más, o una hora más, aunque sea horrible ese día más o esa hora más, allá esos seres humanos, pero que tú les quites físicamente la posibilidad de elegir con dignidad y elegancia su muerte es una barbaridad. (...)
si tú le dices al cobarde que no te importa aquello que para él es el centro del mundo, te va a odiar para siempre, porque le pones en ridículo. Las personas aceptan ser acusadas de crímenes incluso capitales, pero no aceptan de buena gana ser puestas en ridículo, por eso mataron a Sócrates, que no hizo daño a nadie, pero puso en ridículo a muchos. (...)
Antes me matan que ponerme la vacuna (contra el coronavirus). Ten en cuenta, por ejemplo, que la vacuna de Salk para la polio es evidente que funciona, que la vacuna de la viruela también, o la de la rabia, pero esta habrá que ver. Como todas las vacunas, habrá que darle un plazo de cinco años. Antes de ir al hospital me pego un tiro. Tú no me conoces. Que venga un médico y que me diga, por ejemplo, ¡a mí! ¡Que no puedo fumar! Es que no soporto ni medio milímetro de intromisión en mi vida privada, ni medio milímetro. (...)
Como el coronavirus retrasó el viaje del presidente del Real Madrid, ambos empezaron a hablar por zoom. Antonio no es de los que le mira la cuenta corriente a los que se le acercan. Hace tres años, tras dar una conferencia en el Club Financiero Atlántico de A Coruña, justo antes de regresar a Madrid, recibió en su hotel la llamada de un señor pidiéndole si podía desayunar con él. Era Amancio Ortega. Escohotado no desvela demasiado de estas conversaciones. ¿Por qué querrían conocer dos de los bolsillos más acaudalados del mundo a una de las mentes más acaudaladas del mundo precisamente cuando está a punto de extinguirse? Hoy se lleva mucho entre los directivos exitosos que hacen de coach señalar entre los secretos de su éxito tratar de ser los más tontos en el consejo de administración. Más precisa me parece la frase de Jeremy Irons en Margin Call, inspirada en lo de Lehman Brothers: «Hay tres maneras de ganarse la vida en este negocio: ser el primero, ser más inteligentes o hacer trampa». Si eres un tipo que puede llamar al móvil a David Beckham, o al líder de casi cualquier país del mundo, o que Coldplay toque en la boda de tu hija, o solo para ti, porque esta mañana te da pereza poner un CD, podemos descartar entre las causas el fetiche. Por lo que me imagino que le preguntarían principalmente por el destino de sus almas. En un día malo, seguro que Antonio les pidió ayuda para conseguir un arma. En un día bueno, unos mil millones para fundar un nuevo partido político. (...)
Aproveché para confesarle que nunca he tomado drogas ilegales, pero lo que más le dolió fue que le dijera que de vez en cuando salía a correr. Fíjate que eso sí es verdadero masoquismo, ir a correr. ¿Qué sacas de ir a correr? ¿Quieres decir que después de correr te encuentras mejor? Pues perfecto. Es la razón por la cual tomo drogas, que me encuentro mejor después de tomarlas. (...)
Una vez le pregunté a Marcos, un amigo de la infancia que se hizo doctor en ingeniería de telecomunicaciones, si el teléfono móvil podía dejarme estéril. Y me respondió que dependía de la fuerza con la que me lo tirasen contra los huevos. En un momento de desesperación acabé comentando en un grupo que de vez en cuando visitaba a Escohotado. Que si se había mudado a la isla y que si tenía intención de morirse en breve. También expliqué que una vez me preguntó si sabía liar porros, que él ya no podía, que le temblaban mucho las manos. Y le confesé no solo que no sabía, sino que no había fumado uno en mi vida. Antonio me miró como si no valiera para nada. O quizá solo me lo dijo y ni me miró. O a lo mejor ni una cosa ni la otra y, tras cerrar la puerta de su cabaña y ver desaparecer las luces de mi coche, empezó a replantearse la inexistencia de Dios, que le había enviado a un periodista que desconocía las drogas, formado por el Opus Dei, con déficit de atención y escasos o nulos conocimientos de astrofísica, botánica, filosofía, economía, matemáticas, ciencias políticas y de la historia del Real Madrid a levantar acta de lo último que se le pasaba por la cabeza. Y que vaya mierda. (...)
Hay un dosier tremendo de la maría. Dicen las cosas más salvajes. Incluso disfunciones genéticas hasta la octava generación. Y se les olvida lo básico, que es que no debe tomar maría la gente que está haciendo el bachillerato. ¡Y es lo que están tomando! Es una estupidez. Con la maría no vas a aprobar, te vas a pelear con los profesores. Son imbéciles, pero claro, como son todo mentiras. Si me hicieran caso a mí, voy yo, me sacan delante y les digo mirad, esto se puede tomar en todas las épocas de la vida, pero hay una en la que aprendes a estudiar, a concentrarte, y en esos precisos años, vamos a decir entre los catorce y los dieciséis, no se debe tomar. ¡Os lo digo yo que tengo seis hijos, y he visto cómo los seis tienen mucha menos capacidad para concentrarse que yo! Por eso. —¿No te han hecho caso tus hijos? Pues vaya currículum. —Ya, ya. Es que mis hijos son muy rebeldes, amigo. El único que me hizo caso es el que perdí. Román era el único que se parecía a mí. Los otros es que… se creen como muy machitos, se rebelan ante mí. (Y se pone como a hablarles a ellos de broma). Sabiendo que os adoro es muy fácil. Aparte de que de vez en cuando os llevarais una hostia, es muy fácil. Pero rebelaos ante el mundo, como yo. Veréis cómo eso no es tan fácil, cabrones. Hay 80.000 personas inscritas en YouTube diciendo quiero tenerle de padre. Y resulta que los seis que tengo de verdad dicen que qué horror. Será posible, macho. (...)
El de las drogas, el de las drogas, que se lo metan por el culo los que lo dicen. A mí me encantan las sustancias artificiales, pero es que las veo más naturales que nada. Dicen, el paraíso artificial de la droga, pero ¿hay algo más natural que la química? Lo que veo artificial es el paraíso, el más allá. Por favor, explíqueme cómo es eso, ¿dónde está? ¿Entonces no has probado una droga en tu vida? Pues eres un insensato, macho. Es como si me dijeras que no has tocado un coche en tu vida. No me niegues que no es un asunto bastante frecuente lo de la droga. Además no es cierto. ¡Tomas vino, cabrón! Pero si es que la mera expresión la droga ya es un despropósito. Es como la montaña. Pero ¿a qué montaña se refiere? ¿Cómo que la montaña? ¿Qué montaña? ¿Me estás pidiendo que te dé alguna droga? —Nooo, Antonio, lo que digo es que la mayoría de los que empiezan no tienen la más mínima idea de lo que están haciendo y eso supone… —En tu caso eso no vale porque estás charlando conmigo. —Digo si no estuvieras. —Pero por qué vas a suponer que no estuviera si estoy. Es absurdo. Tú no tienes derecho a hacer supuestos tan absurdos como negar la realidad actual. ¿No me estarás echando los tejos y pidiendo que te dé alguna droga? Yo he experimentado conmigo mismo. Eso es un riesgo. Mucho-mucho. Hay que ser muy valiente porque te juegas el alma. Te juegas el amor propio. El hombre es un animal de prestigio. Sin prestigio se arruina, se neurotiza y se paraliza. Mi motivación era conocer. Conocimiento. Exclusivamente. Ex-clu-si-va-men-te. También se puede decir de manera más básica: curiosidad. La curiosidad es un instinto. Lo tienen todos los animales. ¿O no? Pues eso, por curiosidad. —Yo tengo curiosidad, pero no me veo tomando, qué sé yo, ácido. —El ácido es la droga que te pone más en cuestión. Que te dice aquí estás pisando la demencia. Aquí te estás jugando el alma. De aquí es muy fácil que no vuelvas. Porque todo el mundo sabe que nadie ha muerto de ácido. O sea, es completamente no tóxico. Se han dado hasta veinte millones de dosis a un elefante y se ha quedado tan fresco. —Pues lo siento mucho por el elefante. —Yo he tomado cantidades colosales. Albert Hofmann (Químico e intelectual suizo. Inventor del LSD. Miembro del comité del Premio Nobel. En 2007 The Telegraph le colocó en el número uno de los cien mayores genios vivos. Al año siguiente falleció), que fue medio padre espiritual mío durante ocho o diez años, también tomó cantidades colosales. Nada, no es tóxico. Es una cosa tan profundamente introspectiva, te vas tan a fondo, que como te descubras un trauma que más o menos tenías tapadito, te lo destapa y puedes cambiar de carácter para siempre. (...)
Pues tomando un éxtasis tampoco me veo. —Un éxtasis es una gran experiencia de la naturaleza, no deberías no tomarlo con tu mujer. Es una experiencia única, y es hora y media nada más. Yo me muero de vergüenza, porque te da un derrame emocional tan grande, te quieres tanto, te abres tan… Yo lo llamo la puerta que abre el corazón. Es una droga mágica. O sea, no entiendo cómo está prohibida para psiquiatría, sobre todo en casos, por ejemplo, de traumas, violaciones, malos tratos paternales. No hay nada parecido. Todo corazón y serenidad y eternidad. Nada del feeling este tipo cocaína. Es la típica droga que, por ejemplo, tú tienes una mujer muy celosa y le has puesto los cuernos, y piensas que hay que decirle que le has puesto los cuernos. Vale. Le das un X (éxtasis), y a la hora que está subiendo le dices, «mira, perdona, pero por tal y por cual»… Ya verás cómo te dice, «pues bueno, lo entiendo». Primero reflexiona, luego «sí, lo entiendo, yo en tu caso quizá, pero ya sabes cuánto te quiero». «Sí, sí, me alegro, yo también te adoro». «Ay, qué bueno es estar juntos». ¡Esto! O un padre y un hijo que se desprecian mutuamente, o unos hermanos que se odian. Es maravilloso. Es mano de santo. —¿Y para follar también? —No, el éxtasis no te permite correrte. Es muy bueno para ligar pero es fatal para follar. Para follar hay que tomar 2CB. ¿Qué es eso? Pues 4-bromo-2,5-dimetoxifeniletilamina, pero qué más te da. Es otra sustancia de las descubiertas por Shulgin, a mi juicio la más interesante de todas las que ha descubierto, que tiene una capacidad introspectiva como el ácido, pero que en vez de durar veinte horas, pues dura dos. (...)
Miro la mesilla de yonki de Antonio. Ahora mismo. Los objetos parecen cubiertos por la niebla, o en mitad de una tormenta de arena: una cerveza a medias, un vaso de licor de hierbas a medias, una lamparita, un bote de crema hidratante, un vaso de cristal con dos tijeras, cápsulas de pastillas dislocadas, boquillas. De tres botes de Redoxon saca sobrecitos de papel diminutos, como para guardar secretitos de niña, pero que contienen «caballo bueno, caballo para invitar y cocaína»; y una navaja de unos 15 centímetros, que maneja con destreza de cirujano con parkinson, con la que corta, tritura y aplasta toda clase de sustancias. Si algún día le diera por apuñalarme con ella moriría de sobredosis. Durante la corrección de este libro, añade al leer esta descripción: Tú y yo somos como el perro y el gato en el sentido de las drogas. Esa parte en la que dices que las mesillas de los yonquis son neblinosas. Esa mía no es nada neblinosa, lo que pasa es que esa luz es blanca-blanca. Una jodida bombilla que me vendieron. Yo la quería amarilla. Pero es de las pocas cosas que, digamos, no es de yonqui. El resto de mi vida sí, pero mi mesilla no. Me ha sorprendido. Eso es que has sufrido tener cerca a yonquis, yonquis de los antiguos, de esos coñazo, de dar la lata, de oye préstame atención, y yo-yo-yo, yo-yo-yo. Y haz esto por mí, porque yo no puedo y tal… y el chantaje emocional. A mí me lo hacen mucho, por eso acabaron llamándome nazi, porque los ponía verdes. Fui el primero en decir en la tele y en todos los sitios que son unos falsarios, unos farsantes. Señora, a usted le está tomando el pelo su hija o su hijo, pero le está tomando el pelo en una forma ignominiosa. O sea, es usted mucho más dependiente de sus medicinas que él de la supuesta heroína o cocaína. Mucho más. Y sin embargo se deja chantajear, porque en el fondo no está dispuesta a reconocer que tiene un hijo maligno o con una fase maligna de conducta. Usted prefiere cualquier cosa antes que aceptar que su hijo es un miserable. (...)
El Valium es mucho más adictivo que la heroína o que la morfina. ¡Mucho más! Porque la morfina o la heroína la dejas y tienes un par de días de incomodidad. ¡Un par de días! El Valium te puede llevar un par de meses de muy severos síntomas raros: insomnio agudo, irritabilidad muy grande, dolores de cabeza, calambres musculares. Lo que pasa es que la mayor parte de la gente que toma Valium es sensata y no exagera. Entonces, pues bueno, se tolera. Pero el peor síndrome de abstinencia que hay es el del alcohol y luego el del Valium. (...)
Se trata, en la medida de lo posible, de que los seres humanos disfruten con las drogas en vez de padecer con ellas. O padecer sin ellas. Muchas veces una droga te serviría para una cosa que te hace sufrir y no tomarla te mantiene el sufrimiento y es una chorrada, claro. No se le ocurre ni al que asó la manteca. Sé que la heroína es perfectamente compatible con la vida, y lo feliz que me ha hecho tomarla con toda generosidad. Hoy me la has visto tomar. ¡Dos veces! No me pincho. Lo de pincharse es muy truculento. Porque tampoco te vas a pinchar una vez al día. Tendrán que ser por lo menos dos, por no decir tres. Y todos los días. El año tiene 365 días. En un año es pincharse más de mil veces. Qué trabajera. ¿No te parece? No es mejor. Mentira. La he tomado pinchada, esnifada y fumada. Y el efecto se percibe en las tres. Se ahorra mucho pinchando, eso sí. Es un fármaco tremendamente activo. En pequeñas cantidades produce grandes efectos. Lo contrario que la cocaína, que es un fármaco muy avaro. El primer día tomas y, para que el segundo te haga un efecto igual, tienes que tomar el doble. Ya está la avaricia. Luego resulta que en vez de durarte siete u ocho horas, como el caballo, te dura media. Bueno. Otra avaricia. He odiado la cocaína toda la vida. Hasta cuando veía grandes cantidades tomaba muy poco. Por esta sensación de droga avara. Por eso he preferido la maría, el ácido, el caballo, el opio, el éxtasis. ¡Hay muchas! Los estimulantes no crean síndrome de abstinencia. La cocaína, por ejemplo. ¡Qué gente más pesada! Yo-yo-yo, yo-yo-yo, yo soy el que importo. Y todos aquí centrados en mí porque yo-yo-yo. Es un error considerarlos unos enfermos. Son unos caraduras. (...) Ahora tomo bastante cocaína. ¿Por qué? Porque soy un espectro, amigo, porque necesito energía, porque ahora por primera vez en la vida me levanto y no estoy seguro de llegar a los sitios a donde voy. Eso no me había pasado nunca. Lo hago por coraje, pero no estoy seguro de llegar. Y sé que me puedo rozar con una cosa y hacerme una herida de dos palmos. Y entonces voy mirando, con una mezcla de desconfianza y rabia. Yo que fui tan galán, y tan fuerte, y ahora me toca esta mierda. (...)
Tomo drogas para sentirme mejor, como te he dicho varias veces. Pero hay que ser elegante, «mesurao», responsable, y encontrar lo que buscas. Pero para encontrar hay que saber buscar. La oxi, ¿sabes el problema que tiene? Es un derivado del opio interesante. Qué euforia la del opio. Qué bárbaro. Es única. Es un sentirte bien que lo mismo te sirve para estar inmóvil que para ponerte a fregar. ¡De verdad! Es increíble. Si no hubiera opio y si no hubiera heroína, la oxi bien podría considerarse el producto más interesante de todo el vademécum farmacéutico a efectos de combatir el dolor. Su relación con el paracetamol y el ibuprofeno es como la del cero y el infinito. Pero si lo comparas con el opio y la heroína, la verdad es que se queda muy, muy cortito. La heroína se ha vendido como el paracetamol. Lo que pasa es que hay varias cuestiones que hay que añadir. Y es urgente. El paracetamol es un placebo. Tenemos pruebas de experimentos concretos de personas, grupos de miles de hombres, mujeres, todos adultos, a quienes se les da un placebo y prácticamente más del 90 por ciento no se da cuenta. Cree que ha tomado paracetamol y no le han dado nada. Y el personal se siente igual de bien o de mal. Pero claro, el poderío de los laboratorios es de tal dominio sobre las publicaciones de esta materia, que en la prensa ordinaria no es posible meter una información en contrario como la que te acabo de dar, sin que encuentres obstáculos infranqueables. A esas mismas personas les das un opiáceo diciendo que es paracetamol o ibuprofeno e inmediatamente dicen, ¡oh Dios mío, qué maravilla absoluta! ¡Se me ha quitado el dolor! ¡Me he curado! (...)
Volvamos a la legislación de 1920. En esa legislación verás que la heroína se vendía como ahora el paracetamol. Sin receta. Y encima con un prospecto falso. Aparte de decir cosas verdaderas, como que nunca tendrá un catarro ni una gripe si toma esto, que es verdad, también decía otras falsas, como que quitaba el hábito del opio y la morfina sin crear un hábito nuevo. Eso no es cierto. Pero así se vendió cincuenta años. Y sin embargo no hubo ni un solo caso de yonqui registrado. ¡Ni uno solo! Cuando la sacaron de la farmacia tardaron como quince años en que apareciera el primer yonqui, que fue William Burroughs, que a su vez era sobrino del último señor que se había suicidado porque le habían quitado de la farmacia el opio y la morfina. Su tío había estado buscando en el mercado negro, en los años treinta y cuarenta, pero acabó no encontrando nada. Se tiró por la ventana porque había dejado de ser surtido por la farmacia como llevaba siendo surtido treinta años, lo que fue una novedad salvaje y cruel para mucha gente. Él fue el primero, digamos notorio, que dio signos de esos. Los Burroughs eran millonarios porque el abuelo había descubierto la calculadora. Gente de San Luis. Veinte años más tarde que su tío, su sobrino fue el primero que escribió un librito que decía aquello de «troto la calle en busca de caballo, el álgebra de la necesidad». Si tienes, tomas hasta atracarte y, una vez que te has atracado, te pones a buscar, y otra vez lo mismo. A eso le llamaba álgebra de la necesidad. Y si robas, matas, o lo que sea, no te preocupes, eres una víctima. Pues bueno, así empezó la peli. (...)
La prohibición, como sabes, empieza en los años veinte con la ley seca. E igual pasa con la ley Harrison, casi simultánea, que prohíbe cocaína, opio y morfina. No heroína. Y la ley seca prohíbe vino, cerveza y cualquier tipo de espíritu ardiente, como dice ahí, incluyendo el éter, por ejemplo, la acetona, el cloroformo. Alcoholes, de un tipo u otro. ¡Menudo discurso! La cruzada contra las drogas, cien años después, es la mejor forma de fastidiar la empresa que buscábamos. Y que la juventud tome drogas sensatamente, o no las tome. Y que, en general, haya menos demanda de drogas, y más drogas puras y personas formadas. Hemos descubierto que la prohibición es justo lo contrario. (...)
Estaba convencido de que el hombre siempre había tenido problemas con las drogas. Y como soy así de sistemático y jurista, me puse a estudiar legislación antigua. Y lo primero que me veo es el Código de Hammurabi, que es lo más antiguo que tenemos, claro. ¿Lo conoces? ¡Ay por Dios eres así de analfabeto! (Primer conjunto de leyes de la historia. Escrito en 1750 a. C. por el rey de Babilonia Hammurabi). Me voy al código y digo pues habrá algo en materia de drogas. Pues sí que lo hay. Hay una pena de muerte para el tabernero que agüe el vino. Eso es todo. Y digo uy, qué raro. Vamos a ver derecho griego. No encuentro nada. Me voy al derecho romano. Como el derecho romano está muy bien codificado, sobre todo el Corpus Iuris Civilis de Justiniano, veo que hay una ley romana de sicaris et veneficiis, sobre sicarios y envenenadores, donde se menciona lo siguiente: droga es algo neutro. A esta ley solo le interesa el caso en el que productos que llamamos drogas, que sirven tanto para curar como para matar, se emplean para lo segundo. (...) Para mí todo esto es una sorpresa enorme, porque vengo con la mente cuadriculada y diciendo bueno, la droga siempre ha sido un problema. Y me encuentro que por lo menos desde el comienzo de la historia recordada hasta el siglo VI es algo neutro. Así, sin más, neutro, salvo para los asiáticos, donde resulta que se desmarca la marihuana por buena, y el vino y las cervezas por malos. Es un descubrimiento para mí enorme. O sea, pasar de un universo a otro. Estaba totalmente equivocado. Y entonces me di cuenta de en qué consiste aprender. (...)
Los esclavos romanos no dejaron de insurgirse hasta que el cristianismo les dijo resignación, vosotros vais primero para el cielo. Entonces se calmaron. Los grandes fármacos visionarios son el origen de casi todas las religiones de la Tierra, porque en origen, comer y beber el dios, comer la hostia, es siempre comer una hostia psicoactiva. Primero vinieron las hostias psicoactivas, luego ya vinieron las hostias coactivas formales, las de un credo, las de un dogma. Ahora llevamos 2.000 años con esta doctrina en la que se persigue toda relación directa del individuo con la naturaleza. Y no hay más lógica. Es un puro disparate. Luego también se persiguieron las brujas y el erotismo, porque lo que no tolera el monoteísmo es la inmanencia. Dios tiene que estar muy lejos. (...)
Las formas de Antonio a los ochenta años son las de un tío que ha sido guapo y ha tenido cierto éxito con las mujeres probablemente toda su vida. Y empecé a pensar si esa percepción personal se la guarda uno para siempre. Es decir, que si uno no se mira en el espejo durante un tiempo, puede olvidarse de su aspecto y seguir teniendo una percepción de sí mismo con veinte, o con treinta años. Congelado en este párrafo de Homero en la Ilíada: «Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu templo: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último, todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más hermosa de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí...». Y que en cualquier momento Antonio podría sentir la necesidad de levantarse de la silla y pegarle a Maradona porque ha olvidado que ha muerto, o de fundar Amnesia, o de alistarse en el Vietcong, o de simplemente colocarse la melena rubia detrás de la oreja. (...)
Ahora mismo veo una causa para coger un fusil de asalto y plantarme en una cárcel y decirle al alcaide, al director, «saca a este hombre o entraré a tiros». Y es la cárcel de Nueva York, donde tienen con dos prisiones perpetuas al muchacho Ross Ulbricht, con treinta y pico años. Inventó la ruta de la seda (Silk Road) y pacificó el mercado de drogas a través de la red profunda. Es una compra-venta de drogas donde el vendedor no cobra hasta que el comprador dice «estoy conforme con la mercancía». Se retienen los fondos que tú has puesto y no llegan a transferirse a quien te mandó la droga hasta que tú le mandas a él y a la central un mail diciendo «lo he recibido, conforme». Con esto, hay que ser malo y memo para no darse cuenta de que se han acabado los cientos de miles de crímenes directos que ocurrían en las entregas de droga. Venía el muy listo que quería quedarse con la droga, y mataba al que venía con el dinero. O venía el muy listo con dinero a quedarse con la droga. Eso, Ross Ulbricht lo ha e-li-mi-na-do. Ross Ulbricht ha salvado millones de vidas. La Silk Road sigue siendo la base de todas las transacciones. Eso lo inventó Ross, creo que hará diez años (cree bien). Y sin embargo se mantuvieron las apariencias. Qué rabia le entró a la DEA de que aquel muchacho se hubiese salido con la suya. Es una invención tan genial, tan pacífica, tan humana, tan buena, tan positiva, que meterle dos condenas a perpetua no revisables… ¡pero que se os ve el plumero, chicos! Aquí tenemos un filántropo y vosotros, teóricamente, sois los clementes, los jueces, los representantes de lo justo. Pero si este hombre ha salvado millones de vidas y las sigue salvando. ¡Cómo os atrevéis a ignorar esto! (...)
Antonio debe de tener una especie de alerta en el ordenador que salta cuando tipos brillantes, o con cierto reconocimiento académico, anuncian de repente que consumen drogas. Un día me habló de Carl Hart, un neurólogo que da clase en Columbia, que acababa de decir que consumía heroína, cocaína y MDMA. «El peligro que tienen todas las drogas es tu ignorancia», declaró Hart a La Vanguardia, como si citara a Escohotado. Antonio siempre ha vivido como un náufrago, por lo que estos anuncios cada ciertos años deben de parecerle la lucecilla de un barco que pasa a muchas millas, o un avión a muchos pies de altura, que no le ven, ni le buscan, ni irían a rescatarlo, pero que le recuerdan que no está solo en el mundo. (...)
Mira, si yo me quedo con cuatro pensadores me quedo con Heráclito, Aristóteles, Spinoza y Hegel. Y si me metes uno más, te meto a Freud, y dos, te meto a Einstein. Y si me metes uno más te meto a Prigogine y a Mandelbrot, de los ya modernos, casi vivos. Y punto. (...)
Desconfío de las soluciones impuestas. Me parece que la cruzada fracasa por el hecho mismo de ser cruzada. Sea o no justa la iniciativa, el camino elegido no es bueno. Es igual que las brujas. ¿Cuántas brujas había en los siglos IX, X, XI? Pues mira, eran seres muy raros. Tenemos documentos fehacientes de la época de que a lo mejor había una por país. ¡Una! Y países, pues las nacionalidades de entonces, los francos, los lombardos, los visigodos. ¿Y qué paso cuando empezó la primera legislación contra las brujas? El Roman de la Rose, que es el libro más importante del siglo XIII, calcula que una de cada tres mujeres es bruja. Imagínate qué éxito ha tenido la cruzada contra la brujería que la ha multiplicado por varios millones. Exactamente igual ha pasado con las drogas. Es como un factor llamada, tan potente, tan irresistible, que el que lo niegue está ciego. (...)
Estamos en un mundo «deslibinizado». Lo describían las Elegías de Duino de Rilke, donde dice: «Extraño es no volver a desear los deseos». No lo digo con el tono este melancólico de Rilke, sino en plan acusatorio. Hemos llegado a no desear nuestros deseos en el sentido de qué pocos arrestos le echamos a la vida. Nos hemos dejado llevar por la molicie. Estamos invertebrados. La libido es como un fluido, como el que contienen las presas, y están los embalses en mínimos. (...)
Pregúntate a ti mismo, conócete a ti mismo. Hay tres condiciones del sabio: nada en exceso, no pidas imposibles y conócete a ti mismo, cumple esas tres y serás dichoso. Y no es difícil, está en manos de todos. No le pedimos al hombre que sea una lumbrera. Le pedimos que sea fiel a su condición de animal racional.
No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. (...)
Cuando recibí el encargo de escribir esta historia, pensé que no me extendería mucho. Y en ese pensar me mantuve hasta el final, porque como lector siempre he preferido los libros cortos a los largos. No obstante, no me queda más remedio que dar los rodeos que exija la construcción del relato. Porque tan estúpido es confundir la brevedad con el buen ritmo (...).
La dolorosa realidad fue que, sin siquiera planteárselo quien demonios tuviera que hacerlo, les habían montado un campamento de verano en nuestro campamento de verano. Es decir, habían desvestido a un santo para vestir a otro. Y eso, tarde o temprano, iba a tener sus consecuencias, porque no existe peor escuela que la del aburrimiento ni patria más salvaje que la juventud. (...)
Es lamentable cuando alguien que se dice lector no entiende nada de lo que ha leído, pero más triste es confundirlo todo. La vida con la literatura. Las personas con los personajes. El autor con el narrador. La verdad con la verosimilitud. Y, lo más preocupante, lo biográfico con lo autobiográfico. Sucede más de lo que cualquiera podría imaginar. Ir por la vida confundiéndolo todo es como no ir por la vida. No sé si me explico. Es una auténtica pena. (...)
En el año 2019 publiqué una novela titulada Un hombre bajo el agua. Fue un éxito de crítica y de ventas que, por qué no decirlo, me cambió la vida. En ella trataba algunos temas que siempre me habían obsesionado, pero que nunca me había atrevido a abordar literariamente. No es cuestión de que desmigaje aquí lo que ya traté en más de doscientas ochenta páginas, ahí está la novela para quien tenga interés, pero sí apuntaré que emplear en la construcción de la historia hechos de naturaleza biográfica propició que bastantes lectores pensaran que se trataba de una novela autobiográfica. Una auténtica pena, insisto. Allá donde la presentaba, siempre me planteaban las mismas preguntas. «¿Qué opina su pareja de que haya contado esto o aquello?» O «¿podría conocer a su madre? Parece una mujer fantástica». O «¿se sigue hablando con su suegro?». O «¿se acuerda de mí? Yo estuve con usted durante aquella peripecia». O «¿sabe que mi vida se parece mucho a la suya?». Todo era un disparate seguido de otro, la verdad. (...)
un buen día, no hace tanto de esto, almorzando con un amigo escritor, me comentó que a veces es necesario escribir todas las páginas de un libro, publicarlo y que caiga en manos de los lectores para que sea posible hallar la siguiente historia que contar. Ahora me conviene pensar que tenía toda la razón del mundo. En su momento, en cambio, le dije que se trataba de una soberana gilipollez. (...)
Quienes saben de estas cosas afirman que los personajes secundarios son tan o más necesarios que los principales. Yo no diría tanto, pero reconozco que algunos de los secundarios con los que me he encontrado a lo largo y ancho de mis lecturas me han embelesado poderosamente. El problema es que en la novela moderna ya casi no sabemos quién es principal y quién es secundario. Las fronteras, como las cicatrices, si aprovechan la orografía, pueden pasar desapercibidas, y eso empuja al lector contemporáneo a un mar de dudas. Por no hablar, claro está, de los casos en que escritores, críticos, estudiosos y editores se acaban poniendo estupendos y nos cuentan que en tal o cual novela el protagonista es la ciudad, o la atmósfera, o el tono de la narración. Yo, que estudié Filología Hispánica y que he escrito algún que otro libro, he empezado a dejar meridianamente claro qué tipo de personaje es este o aquel, porque he llegado a la conclusión de que una de las principales razones por las que una persona abandona la lectura de cualquier libro, y especialmente de las novelas, es la orfandad de certezas. Que, bien mirado, es un mal que aqueja a ese individuo tan de nuestro tiempo, consumido por el azogue, la precipitación y la compulsividad (...).
Todos habíamos recorrido aquella galería en alguna ocasión. Solos. Muertos de miedo. Uno a uno. El del síncope, el del fallo multiorgánico y yo. Por aquel entonces creíamos que el objetivo de nuestra heroicidad era demostrar la existencia de un poderoso lazo de acero entre los componentes del grupo. Hoy pienso, en cambio, que lo que verdaderamente buscábamos era tocarle los cojones al prójimo, que tampoco estaba mal, teniendo en cuenta lo largas que eran las tardes de verano en el barrio (...)
Quienes saben de esto también dicen que una buena novela debe albergar en su discurrir más de un repecho; que no es bueno que la lectura sea una actividad en descenso zigzagueante todo el tiempo. Y esa es una idea que, aunque con ciertos matices, comparto y procuro llevar a la práctica. Lo que nunca tengo claro es en qué momento he de cambiar la trayectoria y comenzar a dibujar esa línea ascendente. Porque un repecho nunca es un rodeo. Es un cambio de cierta brusquedad en el que perdemos de vista el horizonte. No es que el lector sienta que está siendo obligado a tomar el camino más largo. Más bien se le coloca frente a la disyuntiva de continuar o abandonar la travesía, bien porque no le apetezca, bien porque entienda que no está preparado. (...)
Partiendo de mi propia experiencia con los libros anteriores, me atrevo a decir que es más fácil explicar el principio que llevarlo a la práctica. Como sucede con casi todo lo que es importante en la vida, vamos. Una manera de simplificar el asunto sería la siguiente: la unidad es el conjunto y la variedad son sus partes. Si esa unidad carece de variedad lo más probable es que tropecemos con la monotonía, con ese aburrimiento del que tanto nos obsesiona escapar. Si, por el contrario, nos excedemos en la variedad, lo habitual es precipitarnos hacia un pequeño caos cuya principal consecuencia es el extravío. Se trata de una cuestión de equilibrio y armonía, conceptos sacralizados en el arte por la complejidad que encierra su consecución. O lo que es lo mismo: si te pones insufriblemente pesado con un tema o si, en dirección inversa, te dispersas tocando esto, aquello y lo de más allá, la novela hace aguas por todos lados y lo natural es que las editoriales la rechacen, la frustración se manifieste en acidez estomacal, te acabes autoeditando y tu familia compre el libro y te dé un afectuoso abrazo. Más o menos es así. (...)
Has de saber, antes de cualquier cosa, que a mí me llaman Huáscar Serrano, hijo de Braulio y Wenda, naturales de lugares a tomar por culo el uno del otro. Mi nacimiento se produjo dentro de un viejo hospital en Brasil y fue de esta manera. Mi padre, que Dios le perdone, era español. Creció en un pueblo de Badajoz llamado Villafranca de los Barros, pero su fascinación por el mar lo sacó de allí con diecisiete años. Después de dar algunos tumbos, acabó en Galicia, donde, en la ciudad de Ferrol, se enroló en la tripulación de un barco mercante que lo llevaría a aportar en las ciudades más fascinantes que jamás haya levantado el hombre. Eso contaba él, claro. En una de ellas, al otro lado del océano Atlántico, conoció a mi madre. Wenda, la hija de un molinero que proveía una molienda. Concretamente en Fortaleza, capital de Ceará, en Brasil. Seguro que la conoces porque siempre la destacan en los atlas. Por aquel entonces él tenía veinticuatro años y ella dieciséis. Mi padre solía decir que la encontró en un mercado de guayabas y mangos, loros y cacatúas, embutidos y especias, y que más que un flechazo fue una descarga eléctrica con los pies metidos en agua. Mi madre decía, en cambio, que lo había conocido algunos años después de casarse con él. (...)
De un tiempo a esta parte, no está bien visto que el escritor haga uso del narrador en tercera persona. No estoy diciendo que ya no se emplee. Lo que digo es eso: que no está tan bien visto. ¿Por quién? Por quién va a ser: por quienes saben de estas cosas. Que generalmente nunca somos ni tú ni yo. Al parecer, en una sociedad devorada por el agnosticismo, por una creciente e imparable crisis de fe, por un progreso incuestionable de la ciencia y la tecnología, carece de sentido —y de valor pecuniario— optar, a la hora de relatar una historia, por un narrador omnisciente en tercera persona. Ya nos lo decían en el colegio y en el instituto: el narrador omnisciente es una especie de dios que todo lo ve y todo lo sabe, que domina el arte del silencio, que aguarda el momento propicio para decir cualquier cosa y que ha construido su casa dentro y fuera de los personajes. Así que los que saben de estas cosas les dicen a los lectores e, incluso, a los escritores, que deberíamos estar hasta los cojones de dioses que contemplan lo que se ve y lo que no se ve desde su dorada atalaya. Eso es ahora. Mañana ya veremos. Los escritores nos hemos puesto a escribir en primera persona si queremos tener algún futuro. Ya hemos aprendido que la realidad solo se puede conocer y nombrar desde la subjetiva ruptura de la mirada propia. En realidad, utilizamos una vieja manera de contar las cosas para que la literatura tenga alguna opción de resistir frente a los nuevos modelos de ocio y entretenimiento. Y en ese afianzamiento de la primera persona, el lector ha empezado a confundir la ficción con la realidad, cuando lo interesante y genuino habría sido que alcanzase la realidad a través de la ficción. Que parece lo mismo, pero no lo es. (...)
El paso de la Prehistoria a la Historia vino determinado por el origen de la escritura. Y la llegada a la Historia moderna, por la pandemia de la lectura. La invención de la imprenta en el siglo XV no solo multiplicó el proceso de copiado, sino que hizo posible que los escritos y, por tanto, el ansia lectora, llegaran a un público vastísimo. Hasta ese momento, buena parte de la censura recaía en la figura de los copistas, que eran monjes al servicio del Señor Nuestro Dios. El mismo que nos da distintas caras a ti y a mí. Ellos, con su acto de amanuense, decidían qué sí y qué no.
Quienes saben de estas cosas aseguran que detrás de la mayoría de las buenas novelas hay excelentes editores. Que el entusiasmo que invierten no solo en los libros, sino también en sus autores, contribuye de manera decisiva a que sus obras cristalicen. Es, precisamente, esa forma de cristalizar la que diferencia una buena novela de lo que sencillamente es una historia amorfa, ya que en ese proceso se consigue una estructura íntima ordenada. Por ello suelen hablar de tres coordenadas fundamentales: tiempo, reposo y espacio. Esto, salta a la vista, lo han sacado del mundo de los minerales, no es un secreto. En cualquier caso, me parece que está bien planteado y por eso lo recojo en este capítulo. Tiempo: si es lento y largo el proceso de escritura, mejores novelas tendremos, puesto que lo súbito, aunque alimenta la intuición, propicia el defecto. Reposo: la calma permite una mejor ordenación de las fases del proceso creativo. Espacio: si la historia crece sin problemas de espacio interno —es decir: nada de precipitar el final—, su estructura se manifestará de forma poliédrica, porque ya se sabe que lo peor que se le puede aplicar a cualquier creación es el adjetivo plano. (...)
Asumo que hay cierta estupidez en el ejercicio de rebuscar en el pasado si previamente no se ha puesto la nostalgia en cuarentena. Pero mucho más grave es intentar traer lo de allí hasta aquí; colocar las palabras en el orden adecuado para que cualquier cosa que una vez fue intente volver a ser. (...)
—¿Cómo recuerdas aquella época en el barrio?
—...
—Algún recuerdo destacable tendrás, digo yo.
—Ese es tu trabajo. ¿No crees?
—¿Mi trabajo?
—Escribir esta novela es cosa tuya. Tú eres quien tiene que recordar, apilar el material que consideres útil y hacerlo arder.
—¿A qué novela te refieres?
—A esta. A la que está teniendo lugar.
—No tengo claro que esto acabe siendo una novela.
—Creo que esto ya es una novela. En cualquier caso, puede que escribir sea eso. No tener las cosas claras. Porque quien asegura tener todo claro no se detiene a escribir nada, ¿no? —Si esto acaba siendo una novela, tal y como dices, tarde o temprano te tendré que formular todas esas preguntas que ahora me hacen caminar a ciegas.
—Bueno, ese es precisamente tu trabajo. — (...)
Asumo que hay cierta estupidez en el ejercicio de rebuscar en el pasado si previamente no se ha puesto la nostalgia en cuarentena. Pero mucho más grave es intentar traer lo de allí hasta aquí; colocar las palabras en el orden adecuado para que cualquier cosa que una vez fue intente volver a ser. (...)
Papá, estoy escribiendo una nueva novela y necesito que me eches una mano.
—¿Has probado a preguntarle primero a tu madre?
—Esto en concreto no tiene nada que ver con ella.
—Tu madre es Dios. Todo tiene que ver con ella. Tu madre, ahora mismo, que está en casa de la vecina echándole de comer a las tortugas, te está oyendo.
—Lo dudo.
—Lo dudas porque ya no vives aquí. Pero tu madre no solo lo oye todo, sino que sabe lo que aún no has dicho. Es decir, oye en el interior de las cabezas. ¿Y sabes por qué?
—No, papá.
—Pues porque ese es su don.
—Ya, claro.
—¿Cuál es tu don?
—Escribir novelas.
—Eso no es un don.
—¿Ah, no? ¿Y qué es?
—Una manera, como cualquier otra, de hacer tiempo mientras te llega la muerte.
—No sé para qué pregunto, la verdad. ¿Tú tienes un don?
—Claro.
—¿Y cuál es?
—¿En serio quieres saberlo?
—Por supuesto.
—Cuando estoy viendo en la televisión un programa de preguntas y conozco las respuestas, nunca las digo en voz alta.
—¿Ese es tu don?
—Ese es. Tú, por ejemplo, no lo tienes, porque yo te he oído muchas veces responder para demostrar que eres muy listo.
—Es algo que hace casi todo el mundo.
—Exacto. Es una ordinariez. La vanidad os iguala.
—Bueno, papá, ¿me vas a ayudar o no?
—Claro, adelante. Tú madre y yo te escuchamos. (...)
Quienes saben de estas cosas aseguran que la acción de un libro más que acaecer corre con habilidad entre las piedras. De ahí que muchos escritores no apartemos la mirada del suelo. Vivimos con demasiados temores, esa es la verdad. Por mucho que los escritores hablemos de certezas, impulsos o imposiciones cósmicas cada vez que nos ponen un micrófono delante, lo verdaderamente revelador son los miedos que albergamos, la confusión en la que nos instalamos muy a menudo. A veces, con suerte, sabemos dónde estamos, pero casi nunca hacia dónde nos dirigimos. Navegamos en mar abierto. (...) Quienes saben de estas cosas aseguran que, desde el momento en que renunciamos a la omnisciencia del narrador en tercera persona, estamos condenados a que los personajes definan su esencia a través de sus actos y de sus palabras. Tenemos restringido el acceso a ese espacio donde germina la voluntad que los impulsa a hacer esto o aquello. Llamémoslo como queramos: corazón, espíritu, subconsciente, lóbulo frontal o sala de máquinas. Por tanto, son las decisiones de los personajes, sus palabras, sus silencios, sus impulsos los que nos permiten radiografiar e interpretar qué se cuece en ese remoto lugar de sí mismos. (...)
Alguna vez leí que la literatura servía para explicar la literatura, pero en ningún caso la vida. (...)
Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuando lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tienen que hacer muchas cosas «antes de asentarse». Que ahora somos más libres y que nuestros padres no pudieron estudiar dos carreras y un máster en inglés ni se pegaron un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón. (...)
cuando lo digo la gente piensa con frecuencia que soy gilipollas y en respuesta lo que pienso yo es «tienes treinta y dos, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer “antes de asentarte” son ahorrar durante un año para irte a Tailandia diez días aunque en la vida te hayas interesado por qué pasa o qué hay en Tailandia, comerte una pastilla y hacerle arrumacos a tus colegas en festivales en los que no conoces ni a medio cartel pero tienes que fingir que sí y creer que las series que eliges ver y los libros de Blackie que eliges leer forman parte de tu identidad como individuo». (...)
seguramente nuestros padres se casaron y tuvieron hijos y se metieron en hipotecas por eso que se ha convenido en llamar «imperativo social», porque «era lo que había que hacer», pero que creer que sobre nuestras cabezas no sobrevuelan otros imperativos igual es la mayor prueba de que lo hacen y de que quizá nos hemos creído lo de la libre elección y lo del progreso y lo de la democracia liberal como única arcadia posible. Y menuda arcadia. Nos lo llevan diciendo diez años y nos negamos a creerlo. Somos la primera generación que vive peor que sus padres, somos los que se comieron 2008 saliendo de o entrando a la universidad o al grado o al instituto y lo del coronavirus cuando empezábamos a plantearnos que igual en unos años podríamos incluso alquilar un piso para nosotros solos. Nuestros imperativos existen y son materiales (...).
aunque nuestros padres tenían menos papeles académicos que un galgo, sí que tenían, con nuestra edad, hijos e hipotecas y pisos en propiedad. Porque era lo que había que hacer, seguramente. Pero también porque podían hacerlo. Nosotros, sin embargo, ni tenemos hijos ni casa ni coche. En propiedad no tenemos nada más que un iPhone y una estantería del Ikea de treinta euros porque no podemos tener más y ese es nuestro imperativo y es material. Pero nos autoconvencemos pensando que la libertad era prescindir de críos y casa y coche porque «quién sabe dónde estaré mañana». Nos han hecho creer que saber dónde estaremos mañana es una imposición con la que menos mal que hemos roto, que la emigración y la inmigración son oportunidades para aprender nuevas culturas y para convertir el mundo en un crisol de lenguas y colores en lugar de una putada, y que compartir piso es una experiencia de vida en lugar de, llegada una edad, un detalle denigrante que da vergüenza confesar. (...)
El gráfico de Nolan, ese que está tan de moda en Twitter y que te dice cuál es tu ideología según dos vectores, la opinión económica y la personal, tiene también dos vertientes, la teórica y la antropológica, pero no parecemos darnos cuenta y ese es uno de los logros del liberalismo: que sus lógicas nos han calado hasta los huesos sin que reparemos mucho en ellas. Su mayor logro, además de haberse hecho pasar por la neutralidad, por la ausencia de ideología, por lo normal y lo aséptico, ha sido hacernos olvidar que en paralelo a su modelo económico corren también unos valores. Y que parece compatible decir que uno rechaza lo primero y celebrar y vivir de acuerdo a lo segundo y que de hecho en esas estamos muchos. (...)
Durante la adolescencia había escrito mucho sobre Madrid como escribimos sobre Madrid los chavales que vivimos en la periferia, como si Madrid fuera una especie de Macondo en el que no llueven ranas pero qué bien se está en Comendadoras cuando atardece. Durante la adolescencia y la primera juventud me había imaginado con treinta y pico, ya con alguna cana y un par de bebés en un piso en el centro con una terraza y costillas de Adán y troncos de Brasil y muchos libros de Taschen en el salón. Durante la adolescencia y la primera juventud había desdeñado a los que se quedaban en Aranjuez porque menudos paletos, quedarse en un sitio tan pequeño y con tan poco que ofrecer. Pero la paleta y la que tenía poco que ofrecer era yo, y pequeñas mi alma y mis miras. (...)
Yo que había decidido vivir en un parque temático, yo que había creído que trabajar de lo mío desde los veintipocos aunque fuera por mil euros y mucha incertidumbre era un triunfo, yo que siempre había pensado que tener hijos joven era de pobres porque mis padres lo eran y que no plantearse siquiera hacerlo con menos de treinta era sinónimo de que algo había evolucionado cuando es justo al revés. Yo, que tenía que hacer no muchas pero sí algunas cosas «antes de asentarme» y que ahora cuando me dicen eso respondo que a mí ya no me quedan cosas y que, es más, esas cosas nunca existieron. Que eran vacío y polvo y nada y que no muerto sino asesinado Dios, es el ocio el que es el opio del pueblo y que lo que me pasa es que me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad y me da envidia porque cuando la Ana Mari tenía mi edad tenía un trabajo fijo, el mismo que tiene a día de hoy, más de veinte años después, y eso que le daba la mitad de importancia que yo al trabajo o se la daba de otra forma. (...)
Recordaba haber oído a mi abuela María Solo quejándose de los chinos antes de morirse. No de ellos, sino de sus establecimientos, que empezaban a crecer como setas, pero también la recordaba quejándose de los centros comerciales y del Indiana Bill, que era una piscina de bolas que había en Aranjuez, y de los Pizza Hut, «porque antes el único sitio donde podías comprar juguetes o montarte a los caballitos o comerte una hamburguesa era la feria y ahora mira». «Ahora mira» significaba que las ferias habían dejado de tener sentido porque la vida, el mundo, nuestra propia existencia se había convertido en una. A esas quejas nunca le respondí porque nunca habría sido capaz de contradecir a mi abuela María Solo, pero en mi diario escribí que a mí me parecían bien los chinos y los centros comerciales y el Indiana Bill y el Leclerc y el Pizza Hut, y el Burger King que estaban construyendo enfrente del Palacio de Aranjuez también me parecía bien aunque mi padre me decía que no me iba a llevar, que eso eran americanadas. (...) Años más tarde tuve que darle la razón, pero es que a mi padre siempre tengo que darle la razón, aunque sea años más tarde. Estaba siendo testigo del fin de España, del fin de la excepcionalidad. Y no me daba cuenta. (...)
En la cinta de la boda salían juntas la familia de mi padre y la de mi madre y me enfadaba no estar. Me enfadaba no poder correr por el banquete mientras alguien me decía que no corriera y me enfadaba no poder mezclar sorbetes de limón con pan y con el kétchup que daban para el filete empanado del menú de niños en los salones de Pelos, que es donde se casaron mis padres y donde se casaba mucha de la gente que se casaba en mi pueblo. Me enfadaba no poder salir en ese vídeo al lado de mis tíos mientras comían gambas o bebían DYC o fumaban, porque cuando se casaron mi padre y la Ana Mari, en el noventa, aún se fumaba en los restaurantes y en las discotecas, en los vagones de tren y en las clases y delante de los niños. (...)
Pero más que ETA y quién era ese tal Miguel Ángel lo me inquietaba era que la boda de la Rebeca no fuera a ser tan divertida como la de mis padres o que su vídeo no fuera a tener efecto caleidoscopio por culpa de un desconocido. Tardé muchos años en entender que a mi familia le pusiera tan triste la muerte de un concejal de por ahí, que ni siquiera era de esos que a veces veíamos en Las Cuevas cuando íbamos a tomar café la Ana Mari y yo con Coral y Carmen, que eran las secretarias del Ayuntamiento de Ontígola. Tardé muchos años en comprender que a veces los muertos de los otros son también los propios, lo que es una tragedia, lo que es un malnacido y lo que es un pueblo. (...)
pensaba eso: que tenía las piernas más bonitas del mundo y que era mi madre, aunque no la llamara así hasta primero de primaria, cuando me di cuenta de que todo el mundo tenía una madre pero yo tenía una Ana Mari. Tampoco se lo dije nunca, ni lo de las piernas ni que en primero de primaria me había dado cuenta de que llevaba seis años sin madre ni lo del jersey de angora, porque ser niño es guardar secretos. Empezamos a ser adultos cuando pensamos que todo tiene que contarse y que todo merece la pena ser contado. (...)
"Hacíamos pulseras de hilo y me ponía sus camisetas, que a ella le quedaban por encima del ombligo pero a mí no, y me contó que el 85 del luminoso de su caseta era por el año en el que se habían casado sus padres y me enamoré de ella como se enamoran las niñas de otras niñas más mayores, queriendo parecerse a ellas, queriendo ser ellas. (...)
Cuando estaba hinchando globos en la caseta de tiro o colocando las miniaturas de las botellas de Larios en los estantes de chapa y me veía llegar, me sonreía y me dejaba pasar y me alzaba un poco en brazos y lo sublime no podía ser otra cosa más que esa. Lloré mucho el día que me despedí de ella mientras de fondo sonaba seguramente Camela y aquel fue mi primer amor de verano. (...)
Cuando la profesora, que se llamaba Rosa, nos preguntó qué habíamos hecho en verano, rodeada de una veintena de niños a los que no conocía, no hablé de Mari Luz ni de que me había pasado varias semanas durmiendo con mi abuela María Solo y mi abuelo Gregorio en una caseta, ayudándoles a descargar la Mercedes, lavándome en una palangana y andando descalza hasta la fuente en la que cogíamos el agua mientras mi abuela me gritaba que no fuera descalza, que me iba pinchar e iba a coger el tétano. No hablé de nada de eso porque me daba vergüenza, no fueran a pensar que éramos gitanos y que por eso yo no sabía leer, porque eso era lo que, fuera de la feria, había oído que éramos los feriantes. Cuando me tocó el turno dije que había estado en la playa con mis padres, y cuando me preguntaron en qué playa respondí que en la de La Mata, que era lo que había dicho otro niño que había respondido antes que yo. Gritó «pues no te he visto» y antes de que la profesora lo llamara al orden sentí por primera vez lo que era la sospecha y me acordé de eso que me decía mi abuela María Solo de que «las mentiras tenían las patas muy cortas», así que durante años intenté alargarlas lo máximo posible. Por lo pronto, ese día intenté no cruzarme en el recreo con el niño que sí que había ido a La Mata, para que no me preguntara qué había en ese sitio, porque nunca había estado allí. Ni siquiera había pisado nunca una playa. (...)
La madre está siempre condenada al reproche porque es el amor primero, el amor puro y el dolor sobrevenido de no poder ser el otro, de no poder ser uno con el otro, imposible siempre de satisfacer. La decepción primigenia viene, como el amor primigenio, de la madre. (...)
Acabamos, como siempre, yéndonos por las ramas y despotricando contra el Satisfyer porque no es sino una manera de abrazar la precariedad también en lo sexual y de desvincularnos en nombre de nuestra libertad y de empoderarnos en nombre del sexo vacío y del «bonobocapitalismo», que es un término que se ha inventado mi amigo Gonzalo, que está en contra del porno y de la masturbación y de muchas otras cosas que ahora no vienen a cuento. Después el orden del día viró hacia que si estábamos intentando derruir el mito del amor romántico —que en realidad no es un mito, porque nada puede ser creado de la nada y antes que Blancanieves, amiga, fue Penélope tejiendo y destejiendo— no era porque fuera dañino —que no lo negábamos tampoco, todo tiene sus cosas—, sino porque éramos y somos unos mediocres y a los mediocres no les gusta intuir nada que aspire a lo sublime o a lo épico. Así que trabajan —trabajamos— constantemente para destruir cualquier atisbo de ello. Para hacer como que todo lo relacionado con ello —el amor romántico, por ejemplo— nunca debió existir. O peor aún: como que nunca existió. Concluimos, extasiadas y con un gato acostado entre nosotras en un sofá que no era nuestro, sino de Jaime, que queríamos tener hijos y poder cuidarlos, no pagarle cuatrocientos euros al mes a otro para que los criara, y en que para gustar los hombres tienen que hacer pero a nosotras nos basta con ser y en la posibilidad de que toda mujer ame a un fascista como escribió Sylvia Plath y en que Sylvia Plath también escribió que se preguntaba si no era mejor «abandonarse a los fáciles ciclos de la reproducción y a la presencia cómoda y tranquilizadora de un hombre en casa», así que a ver cuánto tardaban en mandarla a la hoguera. Hablamos de eso y de muchas cosas más que, de haber sido filmadas y colgadas en Twitter o de haber sido expresadas, simplemente, en presencia del resto de nuestras amigas, habrían hecho que nos acusaran de algunas cosas. (...)
No podíamos competir con Alberto, el hijo de la Tere, la vecina, porque él tenía un santo hecho en madera oscura, noble y barnizada, mientras que el nuestro estaba decorado con Pintiplus. Además, él no ponía ni a María ni a Isabel en la cruz para hacer de Jesús, sino a un Nenuco con sangre pintada, y se iba a la era a por flores y decoraba el paso con margaritas y amapolas y retales que le daba su madre, pero hacíamos lo que podíamos. Y aunque todos éramos hijos del ateísmo monoteísta no nos decían nada, porque en Dios no podíamos creer, pero sí en los rituales. Y al fin y al cabo eso es jugar. Creer —aún— en los rituales. (...)
Mi padre es comunista porque mi abuelo es comunista y mi bisabuelo murió exiliado en Francia por comunista. Llegó hasta allí tras escapar de la prisión de Valdenoceda, en Burgos, y aquel exilio y los años que mi abuelo pasó viviendo en Radio Comunista, la emisora del Partido en el pueblo, y arando al sol y trabajando desde Alemania en los setenta para mandar dinero a sus siete hijos y a su mujer, mi abuela, y recibiendo Mundo Obrero de tapadillo marcaron para siempre el linaje de los Simón. Cuando apenas sabía hablar, mi primo Sergio, el que duerme en una litera y arriba España, repetía todo el rato que «España mañana sería republicana y si era lista, comunista». Me atrevería a decir que todos los Simones tenemos, como mínimo, una foto haciendo «lo del puñete», que es como llama Carolina a sus cinco años a levantar el puño derecho cuando le dicen que levante el puño derecho. (...)
En primero de la ESO también me aprendí Primavera, uno de los himnos de la División Azul, porque María, la punki de mi clase, me ponía la versión de Estirpe Imperial en su MP3 no sé muy bien por qué y me parecía muy bonito eso de que un ángel fuera cabalgando con brío y valor y de que le cantaran a una patria que echaban de menos desde la lejana y gélida Rusia, porque una de las discusiones que tenía recurrentemente en la adolescencia con mi padre era por qué los obreros no podíamos tener patria, a lo que me respondía que él tenía más en común con un cartero francés o alemán que con Emilio Botín. A lo de por qué los comunistas parecía que no podían decir España sin sonrojarse directamente no me respondía o me respondía con la eterna pregunta, la de qué era España, y yo le decía entonces que España era precisamente esa pregunta, que nada más español que preguntarse qué es España y qué somos los españoles o incluso si existe tal cosa, si existimos. (...)
A Javi mi padre solía llevárselo a la sede del Partido y le enseñaban a recitar a Lorca y a Hernández y a Marcos Ana y a cantar La Internacional y a decir que había muchos niños que se morían de hambre en el mundo y que por ellos había que combatir, pero que ninguno era cubano. Fue el encargado de entregarle a Concha Carretero, la rosa número catorce, que se libró del fusilamiento, su ramo de flores cuando le hicieron un homenaje en la sede del PCE de Aranjuez y fue el encargado de votar por mi padre desde los ocho y hasta los dieciocho que pudo votar él. La primera vez que lo hizo en su nombre y no en el de mi padre votó por Errejón y fue acusado de traidor, como cuando con diecisiete se metió en las Juventudes Libertarias y nos explicaba entre risas que «no nos rayáramos», que «era para matar al padre». (...)
La Ana Mari nunca le dijo nada a mi padre por inculcarle a Javi que la socialización de los medios de producción era la única manera, pero ella no era comunista. Era del realismo mágico, porque mi abuela María Solo era del realismo mágico y mi bisabuela era del realismo mágico. Y del sentido común. Solía decirme cuando me bañaba con ella, porque las cosas importantes me las decía la Ana Mari cuando me bañaba con ella, que lo de que mi padre odiara el cristianismo no tenía sentido porque Jesucristo fue el primer comunista. Ella, desnuda mientras me enjabonaba el pelo, teóloga de la liberación. A veces me cantaba «Escuela de calor» y otras «Me quedo contigo» en la bañera, y cuando le preguntaba que por qué tenía estrías en la tripa y me respondía que por mi embarazo yo me sentía culpable porque el resto de su cuerpo, pensaba, era tan bonito que no merecía esas estrías. A la Ana Mari le gustaba José Bono porque fue durante décadas el Tomás Guitarte de La Mancha, el que la puso en el mapa e hizo que los niños manchegos tuvieran libros gratis y los viejos manchegos una sanidad que daba gusto. Cuando vino a Ontígola a inaugurar el nuevo Ayuntamiento la Ana Mari se hizo una foto agarrada de su brazo y empezó a llamarlo Pepe, Pepe Bono, como si se hubieran hecho amigos. A su abuela, a mi bisabuela, me contaba la Ana Mari, le gustaba Adolfo Suárez porque era muy guapo, y aun cuando llegó la democracia seguía teniéndoles miedo a los aviones porque de joven cada vez que veía uno pasar tenía que irse corriendo al cementerio, que era el único lugar del pueblo a salvo de las bombas. Y por eso también le gustaba Adolfo Suárez, porque le había hecho tener menos miedo. A su marido, el abuelo de mi madre, lo pilló el bando republicano, y al hermano de su marido, el tío abuelo de mi madre, el nacional. Esto también me lo contaba la Ana Mari y me decía que por eso su familia no era «ni de los unos ni de los otros». (...)
Cuando más me gustaba la feria era por la tarde. Los puestos empezaban a abrir y los ruidos metálicos de los cierres se mezclaban con las primeras frases del de la tómbola, «y otra chochona, y otra chochona; si quiere la chochona, le damos la chochona». Mi abuelo Gregorio le daba a las cajas de juegos de té de plástico o a las muñecas con el trapo en la mano y el cigarro en la boca, mientras le decía a algún crío, sin quitarse el Bisonte de entre los labios, «llora un poco, hombre; llora, que si no lloras, no te van a comprar na». (...)
Igual cuando más me gustaba la feria era a primera hora porque siempre sentí que había llegado tarde a ella, cuando se intuía que su brillo se apagaría pronto, cuando la olla y el gusano loco se habían empezado a oxidar y la gente ya no esperaba impaciente San Lorenzo o la Virgen del Rosario o la fiesta patronal que tocara para comprarse un ato nuevo y pasearlo por el ferial, sino para irse de vacaciones al Levante primero y a alguna capital europea después. Crecí escuchando historias de una feria que ya no era, de pueblos que recibían con aplausos a los circos y a los zoos chicos y al Bombero Torero, que era un grupo de enanos recortadores con los que la Ana Mari tiene una foto que me encantaba de niña en la que van todos vestidos de rosa. Mis titos me contaban que cuando eran pequeños, mi Abuela María Solo y mi abuelo Gregorio les ponía a ellos un puesto aparte al lado del puesto grande; a la Arantxa le tocó de blandiblús y a la Vanessa, que era la hermana menor de la Ana Mari y mi tía favorita porque me llevaba solo nueve años y fue lo más parecido a una hermana mayor que tuve nunca, le asignaron uno de cajas sorpresa. (...)
El progreso trajo consigo, además de rotondas y chalés adosados con las puertas de madera clarita y supermercados que ya no olían a animal muerto, una ola de crueldad, y la trajo no al mundo, sino a nuestros ojos, que de pronto empezaron a ver víctimas que antes no veían y dichosos los que sufren y Mateo 5, 4. La única vez que vi animales en la feria fue cuando vino un tiovivo de ponis y mi abuela se pasó tres días compadeciéndose y «ay pobreticos, tú fijate, con la calor que hace» a la hora de la siesta. La Ana Mari siempre me hablaba de la Tuta, la Tota y la Fátima, tres hermanas feriantas que tenía ella de amigas y que llevaban en su zoo chico hasta una boa y un mono muy listo, pero en las ferias que yo conocí no había rastro ya ni de la Tuta ni de la Tota ni de la Fátima, ni mucho menos de su boa o de su mono, y por eso siempre tuve la sensación de haber llegado tarde a la feria. (...)
Iba por la feria de Criptana como Pedro por mi casa, pero cuando algún Simón, cuando mi tía Ana Rosa o mi prima Marta me decían que había salido a los Bisuteros o que menuda bisutera estaba hecha, me enfadaba. Me enfadaba porque entreveía ahí una acusación, un reproche al que tardé muchos años en ponerle nombre: lumpen proletariado. (...) Pero me daba rabia que me llamaran así porque creía saber lo que había detrás y porque no éramos unos cueveros ni unos quinquis, ni mis abuelos ni mis titas ni por su puesto mi tito José Mari, que acababa de terminar la universidad y que sabía un montón y tenía una sudadera de la Complutense de color azul, pero cómo se lo iba yo a explicar a la Ana Rosa o a mi prima Marta o a mis compañeros del colegio. Tardé más de veinte años en decir que mis abuelos eran feriantes. Normalmente hablaba de que vendían juguetes, pero no decía dónde, no decía que tenían un puesto de dos por diez ni que meaban en una palangana cuando los baños del ferial cogían lejos ni que en otoño e invierno hacían mercaíllos y en primavera romerías y en verano ferias. También tardé más de veinte años en dejar de avergonzarme de que a la Ana Mari le gustara el flamenco pero también el flamenquito; Lole y Manuel y Triana pero también el Parrita y Los Chichos y el Chiquetete. Ella dice que es una de las secuelas que le quedan de la feria, igual que mi tito José Mari dice que tiene de secuela lo de no poder dormir por las noches porque en la feria dormir no se duerme mucho y menos de noche, con el de la Tómbola diciendo lo de avanti tuti a tuti jorobi y los últimos borrachos saliendo del recinto a deshora. (...) Me ocurrió lo mismo con Camela cuando mis amigos lo empezaron a poner en los botellones, que a mí no me salía ponerme a vocear «Cuando zarpa el amor» con el vaso de vodka Knebep del Mercadona en la mano, porque cuando tus padres te llevan al teatro y al Reina Sofía los domingos o cuando simplemente no llevan toda la vida escuchando Camela mientras hacen de sábado es muy fácil apreciar lo que a ti te parece la cultura popular porque tú no perteneces al pueblo, no a ese pueblo, pero cuando te han llamado cueverota porque provienes de un lugar en el que no paran de sonar y sobre todo donde apenas suena otra cosa, pues te hace menos gracia. Años más tarde, en los 2000, me volvió a pasar con el reguetón. (...) Lo que viene después lo sabemos todos: tras el «Lo que pasó, pasó» y el «Rakatá» y el «Agárrala, pégala, azótala», después de lo que mi hermano Javi convino en llamar un día reguetón vintage, porque llegó a España a la par que él al mundo, vino el reguetón empoderado y empoderador, el reguetón como signo de pedigrí, de ausencia de clasismo o racismo en particular y de prejuicios en general. Llegó Bad Bunny como icono revolucionario por pintarse las uñas y por vestirse de tía en un vídeo porque la historia no es sino la historia del adanismo y porque nadie pareció caer en que aquello no solo lo hicieron los que le bailaron el agua a Tierno en la Movida en nombre de la contracultura, sino también Odín y Aquiles y todos nuestros padres, que de jóvenes se vistieron de chica en algún carnaval o en la mili con unas medias por las que se les salían los pelos y dos globos haciendo de tetas. En aquellos tiempos disfrazarse de chica aún no era machista. Ahora sí, salvo si uno es Bad Bunny. Resultó que la decolonización era apuntarse a clases de twerking, ponerse uñas encima de uñas y hacer sentadillas para echar caderas. Y resultó también que el reguetón pasó de ser una cosa zafia y vulgar, lo que sonaba en las macros de los pueblos mientras la gente que quería molar de los pueblos se negaba a ir a las macros porque solo sonaba reguetón, a ser el principal gancho del Primavera y del Sónar y a sonar en cualquier after y a ser incluido como cuñita rompedora en forma de verso en los poemarios de todo aquel que quería ser distinguido precisamente por abrazar la ausencia de distinción, por no tener prejuicios, por valorar lo popular, sin reparar en que popular es también la adicción temprana al alcohol y el fracaso escolar y las casas de apuestas y eso nadie lo celebra como parte de la cultura plebeya. Y Dios me libre de comparar a Bad Bunny con las casas de apuestas, aunque los dos encajen en el cuadradito de arriba del diagrama de Nolan, porque el liberalismo no es solo una cosa económica, es también un señor cantándole a que «estar soltera está de moda / por eso ella no se enamora» porque se conoce que amar es una cosa antiquísima y que la revolución será perreando hasta abajo o no será, y me gustaría a mí saber cuántos banqueros han sido guillotinados con la técnica de romper el piso moviendo el culo hasta abajo o de fingir follisquear con unos y con otros sin orden ni concierto. (...) La otra cara de la clase media aspiracional, de esos pobretones que nos pensamos menos pobretones por vivir en los centros de las ciudades y vestir del COS y tener plantas tropicales en vez de geranios para parecer menos provincianos es la lumpen burguesía, los hijos de las clases medias y altas que habiendo pasado los veranos en Irlanda y teniendo dos másteres y un doctorado sin acabar con treinta y tres y habiendo visto un gitano de cerca por primera vez a los veintiséis cuando fueron a Casa Patas porque les empezó a gustar el flamenco con Los Ángeles de Rosalía, le dicen al que ha crecido en bloques de VPO que menudo clasista por no escuchar reguetón y seguir diciendo que es machista o que le baila el agua al liberalismo, que si no le gusta Camela es porque es un elitista o que no tiene ni puta idea por no ver en el Sálvame y en Jorge Javier el katejon antifascista. Nada nuevo bajo el sol: señoritos diciéndole al pueblo lo que el pueblo es. (...)
Cuando era pequeña pensaba en mis abuelos, pensaba en los Bisuteros como en el titiritero de la canción de Serrat, que me la ponía mi padre en el coche, seguramente más de una vez camino de una feria. Pensaba en mis abuelos, en mis titos y en la Ana Mari no como unos cueverotes ni como unos cerrilleros, sino como una raza que va de plaza en plaza, de feria en feria, siempre risueña, de aldea en aldea. Hoy sigo pensándolos igual pero también como un vestigio de una España que fue y ya no es. Una España en la que había zoos chicos y enanos recortadores y en la que sonaba Camela, pero donde también había recitadores como Waldo, el amigo de mi abuelo Gregorio, que declamaba romances y coplas de pie quebrado en el teatro chino de Manolita Chen. (...)