martes, 22 de junio de 2021

Lo mejor de "PRÓRROGA" (Antonio Agredano)

 


La Revista Panenka cumple 10 años. Para celebrar su espíritu en este aniversario han realizado el vídeo conmemorativo que pueden ver justo encima, han editado un número especial sobre la Eurocopa y, sobre todo, han presumido de cantera con la publicación de la primera novela de uno de sus escritores estrella, el cordobés Antonio Agredano quien, tras un poemario interesante (Teta, Ediciones en Huida) y una crónica emocionante para Hooligans Ilustrados (En lo mudable), se estrena en la narrativa de ficción.
Lo ha hecho con una novela escrita en primera persona desde el punto de vista de un exportero fracasado que se ve obligado a volver a casa y reflexionar sobre el fútbol y otros demonios, el amor, las mujeres y la birra. 
Prórroga ofrece un argumento sencillo pero eficaz, oficio narrativo y, sobre todo, una prosa cargada de lirismo con facilidad para la metáfora cómplice, la analogía eficaz, el pellizco interno, el remate inapelable y las ganas de abrazarse con el compañero de grada.

Como muestra de su innegable calidad técnica, dejo a continuación algunas de sus mejores jugadas ("highlights", que dicen los youtubers). Como siempre en este blog, intentando destripar lo menos posible del argumento de la novela de fútbol (pero no solo eso) que tanto tiempo llevábamos esperando:

Existen dos tipos de dolor: el afilado, que es como un relámpago en la carne, y el líquido, que sobrevive oscuro y calmo como un charco bajo la piel. Con el primero damos un salto hacia atrás, gritamos, nos frotamos la herida y buscamos consuelo en el estruendo. Con el segundo, convivimos. A veces, nos giramos en la cama, o respiramos profundo, pero se mantiene ahí, silencioso, arrastrándose por las entrañas de un lugar a otro, como una fierecilla incómoda buscando el calor de nuestro lamento. La punzada nos mantiene vivos. El animal nos quiere ver muertos. A los afilados me acostumbré. Son los huesos rotos y el escozor en las rodillas. A los otros, los líquidos, esos humores negros vertidos hacia dentro, uno nunca termina de habituarse. Suceden a las derrotas, a las despedidas. Borbotean en las cafeterías del tanatorio. Arrastran, como olas siniestras e inesperadas, las sombrillas, las chanclas y la esperanza. De nada sé, excepto de las resacas. Las he sufrido abombadas y sarmentosas. Amarillentas y azules. Lujosas y cochambrosas. Holgadas y concisas. A todas sobreviví, en todas me dejé algo. (...)

Cuántos polvos se construyen con los adoquines de las verdades a medias. (...)

Las citas sin alcohol son ajedrez, yo quiero tener el nervio etílico de la oca. Aún me dura el dolor de cabeza, el ron de anoche, el escozor en la nariz. Amar requiere esfuerzo, mis músculos no están preparados. De todas las ideas de amor, me quedo con la de Elisa Naithen: «Es pequeño el deseo, inmensa la barbarie». Ella cantaba sobre convivencias rotas, maletas sobre la cama. El deseo es un hermano pequeño que no nos deja concentrarnos en nada. (...)

No elegimos el escenario y pocas veces tenemos la sensación de poder elegir qué personaje nos toca interpretar. Muchos mueren sin saber por qué recorren esas y no otras calles. Por qué reciben la bronca de esos y no de otros jefes. Por qué follan con esas y no otras personas. Por qué frecuentan esos y no otros bares. Por qué aman a esos y no a otros hijos. Posibilidades invisibles, lanzadas a uno mismo, como una red entre las olas de plata. Eludimos contestar a nuestras propias dudas. Nos vamos por las ramas, como un niño que excusa sus travesuras. A veces yo también fantaseo con otras familias, con otros trabajos, con otras casas. Pasadas. Futuras. (...) La familia es una mandíbula mellada. Una mordida cada vez más blanda. Una carcajada hueca. Pasa el tiempo como pasan los niños en sus bicicletas nuevas: embalados y siempre a punto de caerse. También con esa mezcla de entusiasmo y duda. De algarabía y miedo. La familia: unidad de medida, tropa, flor. Más allá del refugio, ese nosotros que tiembla. Sacudido por los días. Por las llamadas de madrugada. Por los adioses que vendrán. Por las ilusiones que parpadean y chispean, como bombillas, justo antes de romperse. (...)


Soy el alunicero de mi propia existencia. Estrello el coche y saqueo lo que puedo entre los cristales. Vivo así, con esa urgencia delictiva. Me hago viejo y no mejoro. No soy vino, soy otra cosa. Líquido, igualmente. Me amoldo a los espacios, me pierdo en las grietas, calmo la sed de otras bocas, desconozco mi sabor, aunque me quiero amargo. He tenido otras familias. Me he emborrachado en muchas mesas. He brindado por cosas en las que no creía. He sufrido por cosas que apenas recuerdo. ¿Soy lo que fui o soy, exclusivamente, lo que seré? (...)

La memoria es un hámster devorando a sus crías. La memoria es una estantería llena de libros que abandonamos a medias. He amado con tanta dureza y esa pasión que es como el gas que primero hace temblar el termo y luego se empequeñece y se mantiene ahí, llamita silenciosa y duradera, para calentarnos en el frío, para empañar los cristales, para fregar los platos. Entre aguantar y huir, decidí huir muchas veces. No hay valentía ni cobardía en salir disparado de donde no queremos estar. Es sólo electricidad al músculo. Un chispazo y luego la luz. (...) Llevo 20 años habitando los créditos interminables de una película que fue maravillosa. (...)

«En todas las habitaciones llega un día en que el hombre se despelleja vivo, cae de rodillas, pide piedad, balbucea, se vuelca como un vaso y sufre el suplicio espantoso del tiempo», leí de Louis Aragon. Las verbenas son esas alcobas del exceso. Antagonistas de la fiesta ibicenca. Desaliñadas, terrenales, concupiscentes. Enemigas del decoro. Vivir es un combate de boxeo en el que el mundo es George Foreman y tú eres Webster. Armarios llenos de juguetes viejos. Cartas sueltas del Imperio Cobra. Un cansancio por dentro. (...)

¿En qué momento resumimos nuestras aspiraciones a esto? A beber, dejar el tiempo pasar, gastar el poco dinero que ganamos en cerveza y ron. ¿Qué hay fuera de esto? Los que tienen hijos quieren estar también aquí. Muchos se divorcian para volver a este espacio que huele a ambientador industrial y a sudor. Muchos dejan atrás niños e hipotecas y sueños y promesas y malviven solo para pisar este suelo peguntoso un viernes a las once como el de hoy. Hay dos formas de entrar en un bar: con droga en el bolsillo o con los bolsillos vacíos. Lo mejor de la cocaína es saber que tienes. Si no tienes, si no hay camello, si perdiste los contactos o eres nuevo en la ciudad, no harás otra cosa que buscar camellos entre los parroquianos. Si preguntas al camarero, creerá que eres policía. Si estás demasiado borracho y preguntas al camarero, él sabrá que no eres policía, pero jamás mandará a su camello de confianza a un borrachuzo como tú. No hay más lombriz que tener buen ojo, que mostrarse serio, que dejar claro con la mirada que te mueres por gastarte 30, 60 o 90 euros en la primera mierda cargada de piracetam. Mirar y que te miren. Medir los movimientos. El que sale mucho a la puerta, el que tiene un móvil viejo, el que entra en el aseo con amigos distintos. Y aún así, hay que tener cuidado con eso. A los que consumen no nos gusta que nos pregunten por camellos. Es como atravesar una puerta a patadas, sin llamar, sin girar suavemente el pomo. La cocaína es un paraíso íntimo. (...)

Se comparte por compromiso, por recibir en días de sequía, pero no hay nada como entrar solo a un bar cuando recién has pillado. Ir al baño, cerrar el pestillo, cerrar la tapa, quitar la presilla, poner la cartera, meter la punta del bonobús en la bolsita, volcar las piedrecitas nacaradas, malas, durísimas, aplastarlas contra la piel, picarlas, dibujarlas, exclamaciones, rutas contra el sueño, enrollar el billete de diez euros y esnifar con seguridad y un jadeo como de niño que sacia su sed en la fuente de la plaza tras jugar a ese fútbol demoníaco y desordenado al que juegan los niños cuando se juntan. (...)

No tengo miedo a morir, pero estoy aterrado si empiezan a morirse los demás. ¿Y si la luz al final del túnel es sólo un frigorífico que se ha quedado abierto? ¿Y si las grandes esperanzas se quedan sólo en fruslerías y palmaditas en la espalda? ¿Y si la vida no es un carrerón de Fórmula 1 sino una partidita del Mario Kart? Madurar es no sentir culpa por dejar un libro a medias. Madurar es que se nos empiece a notar que no nos estamos enterando de nada. Madurar es escuchar sólo discos que tengan más de veinte años. Converse falsas y botellines de Mahou. Erasmus alemanas. Los recuerdos, como los tentáculos de las medusas, son urticantes al tacto. ¿Qué es la vida sino el sueño de lo que dejamos atrás? Cuando vivimos las mejores tardes de nuestra vida no sabíamos que estábamos viviendo las mejores tardes de nuestra vida. Y ahora que lo hemos descubierto, ya sólo nos queda la gimnasia triste de la memoria. Como un mapa del tesoro que nos arde entre las manos. (...)

Como salir de la piscina sabiendo que ya no hace tiempo de piscina. Que no habrá más baños, que damos el verano por clausurado, que los amores ya serán de otoño y rebequita, de café y petisú, de apuntes, teclados y cláxones en los semáforos. Pisando hojas secas mojadas tras la lluvia. Y pasarán los bares como pasaron los besos y pasarán los besos como pasaron los partiditos en la plazoleta. Del bollycao en el recreo al vermú de los domingos sólo hay un paso. El problema es que ese paso separa el risco del abismo. Quiero llegar a viejo con buen beber y una erección aceptable, con mi biblioteca intacta, con curiosidad por todo, con mis dientes y esta ferocidad pausada que llevo años cultivando. Quiero llegar y quedarme en el descansillo a oscuras como quien entra, tras un largo viaje, en casa. Levantar las persianas, abrir las ventanas y las puertas, deshacer las maletas, darme una ducha, tenderme en el sofá con una cerveza fría en la mano. Dejar que el viento caliente de la tarde pellizque las mejillas de mi casa. A eso aspiro, y a poco más. A gruñir de vez en cuando, a reírme con José Mota, a compartir chistes por el WhatsApp. No quiero darme tanta importancia. Llevo toda la vida rodeado de jefes, ahora quiero bailar en la fogata con los indios. (...) Sólo quiero un espejo donde mirarme sin que se me caiga la cara de vergüenza. ¿Y si la vida fuera un uy y no un gol? ¿Y si lo importante no era ganar, sino perder recibiendo menos goles de los esperados? (...)

Quizá el fútbol es simplemente la mirada de ese adulto que se gira hacia sí mismo, que se retuerce y se abraza a lo que tuvo y sintió, que está incómodo con un presente, que ni entiende ni pretende entender. Que lega el dolor y lega la euforia a sus hijos, que aún conservan la ternura y la tragedia. Porque hasta de sentir se cansa uno. Porque madurar es enfriarse. Porque los años son de hueso. La caótica arquitectura del pasado, del recuerdo, el recuerdo que es un mármol ensortijado, una grieta decorada con pan de oro, una bóveda nervada como una higuera arrancada por el viento. Quizá el fútbol es una lupa que apunta a lo que fuimos, que nos agiganta pese a ser livianos, que nos ruboriza y rescata de la afilada mandíbula del tiempo. Quizá el fútbol es un partido contra nosotros mismos. Firmar un empate. Gritar uy. Maldecir nuestros colores atravesando los vomitorios o apagando el televisor o tirando la radio sobre la cama. Quizá el fútbol es sólo un ensimismamiento, una bobada, un cajón lleno de trastos que ya no sirven para nada. En todas las casas hay uno. Una caja de lata llena de botones para reemplazar los botones de chaquetas que ni siquiera conservamos. Me pregunto si los recuerdos son así, relevos irrelevantes, un manojo de bagatelas, un espejo roto del que conservamos los trocitos soñando con poder mirarnos de nuevo en él. Quizá el fútbol nunca ha sido nuestro. Como la mariposa que muere apresada entre las manos diminutas. (...) Por eso creo que el fútbol es una coreografía enfangada, enredada en lo que fuimos y que ahora es otra cosa. Ya no es eso que sentíamos entonces. Es otra cosa. Una emoción que burbujea en la memoria. Un estado de ánimo. Un terremoto del ayer que llega al presente con una frágil vibración, una onda blanda, una tímida sacudida en el corazón. Quizá el fútbol es sólo una esperanza. Una celebración pendiente. Los colores que vemos cuando cerramos los ojos. Un íntimo armisticio. Un plural tenebroso. Un sobresalto común. Abrazar a los desconocidos. Amar lo inesperado. Creer en los que están y en los que vendrán a besar un escudo que sentimos nuestro. Un tribalismo irrenunciable. Yo me recuerdo de niño alzando los brazos al cielo y celebrar el gol como si la vida me fuera en ello. Y quizá es que mi vida iba en ello. Esta forma de sentir y de querer. Esta lealtad y esta paciencia. Siempre enzarzado en lo pequeño, siempre expectante ante lo grande. Esta bravura callada. Quizá el fútbol sólo sea una forma de entender el mundo, de mantener unidos los carriles en nuestro salvaje e incierto camino. El eco de un gol que aún nos resuena por dentro. (...)

Menguo. Soy un gigante. Nunca sé qué galleta morder, qué jarabe beber, que champú elegir, qué guantes comprarme, qué culo comerme. Una mujer me amó mucho durante muy poco tiempo. Una mujer me amó poco durante mucho tiempo. A ambas entregué el corazón y de regalo las entrañas. Yo amé mucho todo el rato, pero no fue un amor del que un hombre deba sentirse orgulloso. Fue una catarata invisible. Yo sentía que caía, despeñado, hacia las piedras, en el fondo, liviano y callado. No pierde quien no ha vencido. A veces, a los ganadores, hay que darlos por perdidos. Yo perdí y me perdí. Que la vida es un empate lo estoy aprendiendo ahora. (...)

Perder no es un ejercicio romántico, duele como un padrastro, pero uno aprende. Todas las victorias se parecen, pero cada derrota lo es a su manera; hay muchas formas de llorar, pero todo el mundo bebe champán del mismo modo. Este no es un libro de fútbol. No sólo. Porque en el fútbol cabe una vida. En esos 90 minutos está arañada la existencia, el resumen de todas las miserias y heroicidades, sueños y fracasos, odios de diamante y amores gelatinosos. (...)

 Prórroga.

Antonio Agredano (Panenka, 2021) 

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