Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuando lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tienen que hacer muchas cosas «antes de asentarse». Que ahora somos más libres y que nuestros padres no pudieron estudiar dos carreras y un máster en inglés ni se pegaron un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón. (...)
cuando lo digo la gente piensa con frecuencia que soy gilipollas y en respuesta lo que pienso yo es «tienes treinta y dos, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer “antes de asentarte” son ahorrar durante un año para irte a Tailandia diez días aunque en la vida te hayas interesado por qué pasa o qué hay en Tailandia, comerte una pastilla y hacerle arrumacos a tus colegas en festivales en los que no conoces ni a medio cartel pero tienes que fingir que sí y creer que las series que eliges ver y los libros de Blackie que eliges leer forman parte de tu identidad como individuo». (...)
seguramente nuestros padres se casaron y tuvieron hijos y se metieron en hipotecas por eso que se ha convenido en llamar «imperativo social», porque «era lo que había que hacer», pero que creer que sobre nuestras cabezas no sobrevuelan otros imperativos igual es la mayor prueba de que lo hacen y de que quizá nos hemos creído lo de la libre elección y lo del progreso y lo de la democracia liberal como única arcadia posible. Y menuda arcadia. Nos lo llevan diciendo diez años y nos negamos a creerlo. Somos la primera generación que vive peor que sus padres, somos los que se comieron 2008 saliendo de o entrando a la universidad o al grado o al instituto y lo del coronavirus cuando empezábamos a plantearnos que igual en unos años podríamos incluso alquilar un piso para nosotros solos. Nuestros imperativos existen y son materiales (...).
aunque nuestros padres tenían menos papeles académicos que un galgo, sí que tenían, con nuestra edad, hijos e hipotecas y pisos en propiedad. Porque era lo que había que hacer, seguramente. Pero también porque podían hacerlo. Nosotros, sin embargo, ni tenemos hijos ni casa ni coche. En propiedad no tenemos nada más que un iPhone y una estantería del Ikea de treinta euros porque no podemos tener más y ese es nuestro imperativo y es material. Pero nos autoconvencemos pensando que la libertad era prescindir de críos y casa y coche porque «quién sabe dónde estaré mañana». Nos han hecho creer que saber dónde estaremos mañana es una imposición con la que menos mal que hemos roto, que la emigración y la inmigración son oportunidades para aprender nuevas culturas y para convertir el mundo en un crisol de lenguas y colores en lugar de una putada, y que compartir piso es una experiencia de vida en lugar de, llegada una edad, un detalle denigrante que da vergüenza confesar. (...)
El gráfico de Nolan, ese que está tan de moda en Twitter y que te dice cuál es tu ideología según dos vectores, la opinión económica y la personal, tiene también dos vertientes, la teórica y la antropológica, pero no parecemos darnos cuenta y ese es uno de los logros del liberalismo: que sus lógicas nos han calado hasta los huesos sin que reparemos mucho en ellas. Su mayor logro, además de haberse hecho pasar por la neutralidad, por la ausencia de ideología, por lo normal y lo aséptico, ha sido hacernos olvidar que en paralelo a su modelo económico corren también unos valores. Y que parece compatible decir que uno rechaza lo primero y celebrar y vivir de acuerdo a lo segundo y que de hecho en esas estamos muchos. (...)
Durante la adolescencia había escrito mucho sobre Madrid como escribimos sobre Madrid los chavales que vivimos en la periferia, como si Madrid fuera una especie de Macondo en el que no llueven ranas pero qué bien se está en Comendadoras cuando atardece. Durante la adolescencia y la primera juventud me había imaginado con treinta y pico, ya con alguna cana y un par de bebés en un piso en el centro con una terraza y costillas de Adán y troncos de Brasil y muchos libros de Taschen en el salón. Durante la adolescencia y la primera juventud había desdeñado a los que se quedaban en Aranjuez porque menudos paletos, quedarse en un sitio tan pequeño y con tan poco que ofrecer. Pero la paleta y la que tenía poco que ofrecer era yo, y pequeñas mi alma y mis miras. (...)
Yo que había decidido vivir en un parque temático, yo que había creído que trabajar de lo mío desde los veintipocos aunque fuera por mil euros y mucha incertidumbre era un triunfo, yo que siempre había pensado que tener hijos joven era de pobres porque mis padres lo eran y que no plantearse siquiera hacerlo con menos de treinta era sinónimo de que algo había evolucionado cuando es justo al revés. Yo, que tenía que hacer no muchas pero sí algunas cosas «antes de asentarme» y que ahora cuando me dicen eso respondo que a mí ya no me quedan cosas y que, es más, esas cosas nunca existieron. Que eran vacío y polvo y nada y que no muerto sino asesinado Dios, es el ocio el que es el opio del pueblo y que lo que me pasa es que me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad y me da envidia porque cuando la Ana Mari tenía mi edad tenía un trabajo fijo, el mismo que tiene a día de hoy, más de veinte años después, y eso que le daba la mitad de importancia que yo al trabajo o se la daba de otra forma. (...)
Recordaba haber oído a mi abuela María Solo quejándose de los chinos antes de morirse. No de ellos, sino de sus establecimientos, que empezaban a crecer como setas, pero también la recordaba quejándose de los centros comerciales y del Indiana Bill, que era una piscina de bolas que había en Aranjuez, y de los Pizza Hut, «porque antes el único sitio donde podías comprar juguetes o montarte a los caballitos o comerte una hamburguesa era la feria y ahora mira». «Ahora mira» significaba que las ferias habían dejado de tener sentido porque la vida, el mundo, nuestra propia existencia se había convertido en una. A esas quejas nunca le respondí porque nunca habría sido capaz de contradecir a mi abuela María Solo, pero en mi diario escribí que a mí me parecían bien los chinos y los centros comerciales y el Indiana Bill y el Leclerc y el Pizza Hut, y el Burger King que estaban construyendo enfrente del Palacio de Aranjuez también me parecía bien aunque mi padre me decía que no me iba a llevar, que eso eran americanadas. (...) Años más tarde tuve que darle la razón, pero es que a mi padre siempre tengo que darle la razón, aunque sea años más tarde. Estaba siendo testigo del fin de España, del fin de la excepcionalidad. Y no me daba cuenta. (...)
En la cinta de la boda salían juntas la familia de mi padre y la de mi madre y me enfadaba no estar. Me enfadaba no poder correr por el banquete mientras alguien me decía que no corriera y me enfadaba no poder mezclar sorbetes de limón con pan y con el kétchup que daban para el filete empanado del menú de niños en los salones de Pelos, que es donde se casaron mis padres y donde se casaba mucha de la gente que se casaba en mi pueblo. Me enfadaba no poder salir en ese vídeo al lado de mis tíos mientras comían gambas o bebían DYC o fumaban, porque cuando se casaron mi padre y la Ana Mari, en el noventa, aún se fumaba en los restaurantes y en las discotecas, en los vagones de tren y en las clases y delante de los niños. (...)
Pero más que ETA y quién era ese tal Miguel Ángel lo me inquietaba era que la boda de la Rebeca no fuera a ser tan divertida como la de mis padres o que su vídeo no fuera a tener efecto caleidoscopio por culpa de un desconocido. Tardé muchos años en entender que a mi familia le pusiera tan triste la muerte de un concejal de por ahí, que ni siquiera era de esos que a veces veíamos en Las Cuevas cuando íbamos a tomar café la Ana Mari y yo con Coral y Carmen, que eran las secretarias del Ayuntamiento de Ontígola. Tardé muchos años en comprender que a veces los muertos de los otros son también los propios, lo que es una tragedia, lo que es un malnacido y lo que es un pueblo. (...)
pensaba eso: que tenía las piernas más bonitas del mundo y que era mi madre, aunque no la llamara así hasta primero de primaria, cuando me di cuenta de que todo el mundo tenía una madre pero yo tenía una Ana Mari. Tampoco se lo dije nunca, ni lo de las piernas ni que en primero de primaria me había dado cuenta de que llevaba seis años sin madre ni lo del jersey de angora, porque ser niño es guardar secretos. Empezamos a ser adultos cuando pensamos que todo tiene que contarse y que todo merece la pena ser contado. (...)
"Hacíamos pulseras de hilo y me ponía sus camisetas, que a ella le quedaban por encima del ombligo pero a mí no, y me contó que el 85 del luminoso de su caseta era por el año en el que se habían casado sus padres y me enamoré de ella como se enamoran las niñas de otras niñas más mayores, queriendo parecerse a ellas, queriendo ser ellas. (...)
Cuando estaba hinchando globos en la caseta de tiro o colocando las miniaturas de las botellas de Larios en los estantes de chapa y me veía llegar, me sonreía y me dejaba pasar y me alzaba un poco en brazos y lo sublime no podía ser otra cosa más que esa. Lloré mucho el día que me despedí de ella mientras de fondo sonaba seguramente Camela y aquel fue mi primer amor de verano. (...)
Cuando la profesora, que se llamaba Rosa, nos preguntó qué habíamos hecho en verano, rodeada de una veintena de niños a los que no conocía, no hablé de Mari Luz ni de que me había pasado varias semanas durmiendo con mi abuela María Solo y mi abuelo Gregorio en una caseta, ayudándoles a descargar la Mercedes, lavándome en una palangana y andando descalza hasta la fuente en la que cogíamos el agua mientras mi abuela me gritaba que no fuera descalza, que me iba pinchar e iba a coger el tétano. No hablé de nada de eso porque me daba vergüenza, no fueran a pensar que éramos gitanos y que por eso yo no sabía leer, porque eso era lo que, fuera de la feria, había oído que éramos los feriantes. Cuando me tocó el turno dije que había estado en la playa con mis padres, y cuando me preguntaron en qué playa respondí que en la de La Mata, que era lo que había dicho otro niño que había respondido antes que yo. Gritó «pues no te he visto» y antes de que la profesora lo llamara al orden sentí por primera vez lo que era la sospecha y me acordé de eso que me decía mi abuela María Solo de que «las mentiras tenían las patas muy cortas», así que durante años intenté alargarlas lo máximo posible. Por lo pronto, ese día intenté no cruzarme en el recreo con el niño que sí que había ido a La Mata, para que no me preguntara qué había en ese sitio, porque nunca había estado allí. Ni siquiera había pisado nunca una playa. (...)
La madre está siempre condenada al reproche porque es el amor primero, el amor puro y el dolor sobrevenido de no poder ser el otro, de no poder ser uno con el otro, imposible siempre de satisfacer. La decepción primigenia viene, como el amor primigenio, de la madre. (...)
Acabamos, como siempre, yéndonos por las ramas y despotricando contra el Satisfyer porque no es sino una manera de abrazar la precariedad también en lo sexual y de desvincularnos en nombre de nuestra libertad y de empoderarnos en nombre del sexo vacío y del «bonobocapitalismo», que es un término que se ha inventado mi amigo Gonzalo, que está en contra del porno y de la masturbación y de muchas otras cosas que ahora no vienen a cuento. Después el orden del día viró hacia que si estábamos intentando derruir el mito del amor romántico —que en realidad no es un mito, porque nada puede ser creado de la nada y antes que Blancanieves, amiga, fue Penélope tejiendo y destejiendo— no era porque fuera dañino —que no lo negábamos tampoco, todo tiene sus cosas—, sino porque éramos y somos unos mediocres y a los mediocres no les gusta intuir nada que aspire a lo sublime o a lo épico. Así que trabajan —trabajamos— constantemente para destruir cualquier atisbo de ello. Para hacer como que todo lo relacionado con ello —el amor romántico, por ejemplo— nunca debió existir. O peor aún: como que nunca existió. Concluimos, extasiadas y con un gato acostado entre nosotras en un sofá que no era nuestro, sino de Jaime, que queríamos tener hijos y poder cuidarlos, no pagarle cuatrocientos euros al mes a otro para que los criara, y en que para gustar los hombres tienen que hacer pero a nosotras nos basta con ser y en la posibilidad de que toda mujer ame a un fascista como escribió Sylvia Plath y en que Sylvia Plath también escribió que se preguntaba si no era mejor «abandonarse a los fáciles ciclos de la reproducción y a la presencia cómoda y tranquilizadora de un hombre en casa», así que a ver cuánto tardaban en mandarla a la hoguera. Hablamos de eso y de muchas cosas más que, de haber sido filmadas y colgadas en Twitter o de haber sido expresadas, simplemente, en presencia del resto de nuestras amigas, habrían hecho que nos acusaran de algunas cosas. (...)
No podíamos competir con Alberto, el hijo de la Tere, la vecina, porque él tenía un santo hecho en madera oscura, noble y barnizada, mientras que el nuestro estaba decorado con Pintiplus. Además, él no ponía ni a María ni a Isabel en la cruz para hacer de Jesús, sino a un Nenuco con sangre pintada, y se iba a la era a por flores y decoraba el paso con margaritas y amapolas y retales que le daba su madre, pero hacíamos lo que podíamos. Y aunque todos éramos hijos del ateísmo monoteísta no nos decían nada, porque en Dios no podíamos creer, pero sí en los rituales. Y al fin y al cabo eso es jugar. Creer —aún— en los rituales. (...)
Mi padre es comunista porque mi abuelo es comunista y mi bisabuelo murió exiliado en Francia por comunista. Llegó hasta allí tras escapar de la prisión de Valdenoceda, en Burgos, y aquel exilio y los años que mi abuelo pasó viviendo en Radio Comunista, la emisora del Partido en el pueblo, y arando al sol y trabajando desde Alemania en los setenta para mandar dinero a sus siete hijos y a su mujer, mi abuela, y recibiendo Mundo Obrero de tapadillo marcaron para siempre el linaje de los Simón. Cuando apenas sabía hablar, mi primo Sergio, el que duerme en una litera y arriba España, repetía todo el rato que «España mañana sería republicana y si era lista, comunista». Me atrevería a decir que todos los Simones tenemos, como mínimo, una foto haciendo «lo del puñete», que es como llama Carolina a sus cinco años a levantar el puño derecho cuando le dicen que levante el puño derecho. (...)
En primero de la ESO también me aprendí Primavera, uno de los himnos de la División Azul, porque María, la punki de mi clase, me ponía la versión de Estirpe Imperial en su MP3 no sé muy bien por qué y me parecía muy bonito eso de que un ángel fuera cabalgando con brío y valor y de que le cantaran a una patria que echaban de menos desde la lejana y gélida Rusia, porque una de las discusiones que tenía recurrentemente en la adolescencia con mi padre era por qué los obreros no podíamos tener patria, a lo que me respondía que él tenía más en común con un cartero francés o alemán que con Emilio Botín. A lo de por qué los comunistas parecía que no podían decir España sin sonrojarse directamente no me respondía o me respondía con la eterna pregunta, la de qué era España, y yo le decía entonces que España era precisamente esa pregunta, que nada más español que preguntarse qué es España y qué somos los españoles o incluso si existe tal cosa, si existimos. (...)
A Javi mi padre solía llevárselo a la sede del Partido y le enseñaban a recitar a Lorca y a Hernández y a Marcos Ana y a cantar La Internacional y a decir que había muchos niños que se morían de hambre en el mundo y que por ellos había que combatir, pero que ninguno era cubano. Fue el encargado de entregarle a Concha Carretero, la rosa número catorce, que se libró del fusilamiento, su ramo de flores cuando le hicieron un homenaje en la sede del PCE de Aranjuez y fue el encargado de votar por mi padre desde los ocho y hasta los dieciocho que pudo votar él. La primera vez que lo hizo en su nombre y no en el de mi padre votó por Errejón y fue acusado de traidor, como cuando con diecisiete se metió en las Juventudes Libertarias y nos explicaba entre risas que «no nos rayáramos», que «era para matar al padre». (...)
La Ana Mari nunca le dijo nada a mi padre por inculcarle a Javi que la socialización de los medios de producción era la única manera, pero ella no era comunista. Era del realismo mágico, porque mi abuela María Solo era del realismo mágico y mi bisabuela era del realismo mágico. Y del sentido común. Solía decirme cuando me bañaba con ella, porque las cosas importantes me las decía la Ana Mari cuando me bañaba con ella, que lo de que mi padre odiara el cristianismo no tenía sentido porque Jesucristo fue el primer comunista. Ella, desnuda mientras me enjabonaba el pelo, teóloga de la liberación. A veces me cantaba «Escuela de calor» y otras «Me quedo contigo» en la bañera, y cuando le preguntaba que por qué tenía estrías en la tripa y me respondía que por mi embarazo yo me sentía culpable porque el resto de su cuerpo, pensaba, era tan bonito que no merecía esas estrías. A la Ana Mari le gustaba José Bono porque fue durante décadas el Tomás Guitarte de La Mancha, el que la puso en el mapa e hizo que los niños manchegos tuvieran libros gratis y los viejos manchegos una sanidad que daba gusto. Cuando vino a Ontígola a inaugurar el nuevo Ayuntamiento la Ana Mari se hizo una foto agarrada de su brazo y empezó a llamarlo Pepe, Pepe Bono, como si se hubieran hecho amigos. A su abuela, a mi bisabuela, me contaba la Ana Mari, le gustaba Adolfo Suárez porque era muy guapo, y aun cuando llegó la democracia seguía teniéndoles miedo a los aviones porque de joven cada vez que veía uno pasar tenía que irse corriendo al cementerio, que era el único lugar del pueblo a salvo de las bombas. Y por eso también le gustaba Adolfo Suárez, porque le había hecho tener menos miedo. A su marido, el abuelo de mi madre, lo pilló el bando republicano, y al hermano de su marido, el tío abuelo de mi madre, el nacional. Esto también me lo contaba la Ana Mari y me decía que por eso su familia no era «ni de los unos ni de los otros». (...)
Cuando más me gustaba la feria era por la tarde. Los puestos empezaban a abrir y los ruidos metálicos de los cierres se mezclaban con las primeras frases del de la tómbola, «y otra chochona, y otra chochona; si quiere la chochona, le damos la chochona». Mi abuelo Gregorio le daba a las cajas de juegos de té de plástico o a las muñecas con el trapo en la mano y el cigarro en la boca, mientras le decía a algún crío, sin quitarse el Bisonte de entre los labios, «llora un poco, hombre; llora, que si no lloras, no te van a comprar na». (...)
Igual cuando más me gustaba la feria era a primera hora porque siempre sentí que había llegado tarde a ella, cuando se intuía que su brillo se apagaría pronto, cuando la olla y el gusano loco se habían empezado a oxidar y la gente ya no esperaba impaciente San Lorenzo o la Virgen del Rosario o la fiesta patronal que tocara para comprarse un ato nuevo y pasearlo por el ferial, sino para irse de vacaciones al Levante primero y a alguna capital europea después. Crecí escuchando historias de una feria que ya no era, de pueblos que recibían con aplausos a los circos y a los zoos chicos y al Bombero Torero, que era un grupo de enanos recortadores con los que la Ana Mari tiene una foto que me encantaba de niña en la que van todos vestidos de rosa. Mis titos me contaban que cuando eran pequeños, mi Abuela María Solo y mi abuelo Gregorio les ponía a ellos un puesto aparte al lado del puesto grande; a la Arantxa le tocó de blandiblús y a la Vanessa, que era la hermana menor de la Ana Mari y mi tía favorita porque me llevaba solo nueve años y fue lo más parecido a una hermana mayor que tuve nunca, le asignaron uno de cajas sorpresa. (...)
El progreso trajo consigo, además de rotondas y chalés adosados con las puertas de madera clarita y supermercados que ya no olían a animal muerto, una ola de crueldad, y la trajo no al mundo, sino a nuestros ojos, que de pronto empezaron a ver víctimas que antes no veían y dichosos los que sufren y Mateo 5, 4. La única vez que vi animales en la feria fue cuando vino un tiovivo de ponis y mi abuela se pasó tres días compadeciéndose y «ay pobreticos, tú fijate, con la calor que hace» a la hora de la siesta. La Ana Mari siempre me hablaba de la Tuta, la Tota y la Fátima, tres hermanas feriantas que tenía ella de amigas y que llevaban en su zoo chico hasta una boa y un mono muy listo, pero en las ferias que yo conocí no había rastro ya ni de la Tuta ni de la Tota ni de la Fátima, ni mucho menos de su boa o de su mono, y por eso siempre tuve la sensación de haber llegado tarde a la feria. (...)
Iba por la feria de Criptana como Pedro por mi casa, pero cuando algún Simón, cuando mi tía Ana Rosa o mi prima Marta me decían que había salido a los Bisuteros o que menuda bisutera estaba hecha, me enfadaba. Me enfadaba porque entreveía ahí una acusación, un reproche al que tardé muchos años en ponerle nombre: lumpen proletariado. (...) Pero me daba rabia que me llamaran así porque creía saber lo que había detrás y porque no éramos unos cueveros ni unos quinquis, ni mis abuelos ni mis titas ni por su puesto mi tito José Mari, que acababa de terminar la universidad y que sabía un montón y tenía una sudadera de la Complutense de color azul, pero cómo se lo iba yo a explicar a la Ana Rosa o a mi prima Marta o a mis compañeros del colegio. Tardé más de veinte años en decir que mis abuelos eran feriantes. Normalmente hablaba de que vendían juguetes, pero no decía dónde, no decía que tenían un puesto de dos por diez ni que meaban en una palangana cuando los baños del ferial cogían lejos ni que en otoño e invierno hacían mercaíllos y en primavera romerías y en verano ferias. También tardé más de veinte años en dejar de avergonzarme de que a la Ana Mari le gustara el flamenco pero también el flamenquito; Lole y Manuel y Triana pero también el Parrita y Los Chichos y el Chiquetete. Ella dice que es una de las secuelas que le quedan de la feria, igual que mi tito José Mari dice que tiene de secuela lo de no poder dormir por las noches porque en la feria dormir no se duerme mucho y menos de noche, con el de la Tómbola diciendo lo de avanti tuti a tuti jorobi y los últimos borrachos saliendo del recinto a deshora. (...) Me ocurrió lo mismo con Camela cuando mis amigos lo empezaron a poner en los botellones, que a mí no me salía ponerme a vocear «Cuando zarpa el amor» con el vaso de vodka Knebep del Mercadona en la mano, porque cuando tus padres te llevan al teatro y al Reina Sofía los domingos o cuando simplemente no llevan toda la vida escuchando Camela mientras hacen de sábado es muy fácil apreciar lo que a ti te parece la cultura popular porque tú no perteneces al pueblo, no a ese pueblo, pero cuando te han llamado cueverota porque provienes de un lugar en el que no paran de sonar y sobre todo donde apenas suena otra cosa, pues te hace menos gracia. Años más tarde, en los 2000, me volvió a pasar con el reguetón. (...) Lo que viene después lo sabemos todos: tras el «Lo que pasó, pasó» y el «Rakatá» y el «Agárrala, pégala, azótala», después de lo que mi hermano Javi convino en llamar un día reguetón vintage, porque llegó a España a la par que él al mundo, vino el reguetón empoderado y empoderador, el reguetón como signo de pedigrí, de ausencia de clasismo o racismo en particular y de prejuicios en general. Llegó Bad Bunny como icono revolucionario por pintarse las uñas y por vestirse de tía en un vídeo porque la historia no es sino la historia del adanismo y porque nadie pareció caer en que aquello no solo lo hicieron los que le bailaron el agua a Tierno en la Movida en nombre de la contracultura, sino también Odín y Aquiles y todos nuestros padres, que de jóvenes se vistieron de chica en algún carnaval o en la mili con unas medias por las que se les salían los pelos y dos globos haciendo de tetas. En aquellos tiempos disfrazarse de chica aún no era machista. Ahora sí, salvo si uno es Bad Bunny. Resultó que la decolonización era apuntarse a clases de twerking, ponerse uñas encima de uñas y hacer sentadillas para echar caderas. Y resultó también que el reguetón pasó de ser una cosa zafia y vulgar, lo que sonaba en las macros de los pueblos mientras la gente que quería molar de los pueblos se negaba a ir a las macros porque solo sonaba reguetón, a ser el principal gancho del Primavera y del Sónar y a sonar en cualquier after y a ser incluido como cuñita rompedora en forma de verso en los poemarios de todo aquel que quería ser distinguido precisamente por abrazar la ausencia de distinción, por no tener prejuicios, por valorar lo popular, sin reparar en que popular es también la adicción temprana al alcohol y el fracaso escolar y las casas de apuestas y eso nadie lo celebra como parte de la cultura plebeya. Y Dios me libre de comparar a Bad Bunny con las casas de apuestas, aunque los dos encajen en el cuadradito de arriba del diagrama de Nolan, porque el liberalismo no es solo una cosa económica, es también un señor cantándole a que «estar soltera está de moda / por eso ella no se enamora» porque se conoce que amar es una cosa antiquísima y que la revolución será perreando hasta abajo o no será, y me gustaría a mí saber cuántos banqueros han sido guillotinados con la técnica de romper el piso moviendo el culo hasta abajo o de fingir follisquear con unos y con otros sin orden ni concierto. (...) La otra cara de la clase media aspiracional, de esos pobretones que nos pensamos menos pobretones por vivir en los centros de las ciudades y vestir del COS y tener plantas tropicales en vez de geranios para parecer menos provincianos es la lumpen burguesía, los hijos de las clases medias y altas que habiendo pasado los veranos en Irlanda y teniendo dos másteres y un doctorado sin acabar con treinta y tres y habiendo visto un gitano de cerca por primera vez a los veintiséis cuando fueron a Casa Patas porque les empezó a gustar el flamenco con Los Ángeles de Rosalía, le dicen al que ha crecido en bloques de VPO que menudo clasista por no escuchar reguetón y seguir diciendo que es machista o que le baila el agua al liberalismo, que si no le gusta Camela es porque es un elitista o que no tiene ni puta idea por no ver en el Sálvame y en Jorge Javier el katejon antifascista. Nada nuevo bajo el sol: señoritos diciéndole al pueblo lo que el pueblo es. (...)
Cuando era pequeña pensaba en mis abuelos, pensaba en los Bisuteros como en el titiritero de la canción de Serrat, que me la ponía mi padre en el coche, seguramente más de una vez camino de una feria. Pensaba en mis abuelos, en mis titos y en la Ana Mari no como unos cueverotes ni como unos cerrilleros, sino como una raza que va de plaza en plaza, de feria en feria, siempre risueña, de aldea en aldea. Hoy sigo pensándolos igual pero también como un vestigio de una España que fue y ya no es. Una España en la que había zoos chicos y enanos recortadores y en la que sonaba Camela, pero donde también había recitadores como Waldo, el amigo de mi abuelo Gregorio, que declamaba romances y coplas de pie quebrado en el teatro chino de Manolita Chen. (...)
FERIA.
Ana Iris Simón (Círculo de Tiza, 2020)
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