Entre las citas de la faja de la nueva edición de Pura pasión en Tusquets, llama la atención que Luna Miguel diga haber leído el libro tantas veces en tan pocos días. Hasta que te haces con el libro y compruebas que este ejercicio de autoficción, aparentemente una confesión cargada de honestidad brutal, es una novelita muy corta que, sin dificultad, se lee de un tirón más o menos apasionado.
Dejo a continuación, como siempre, algunos de sus párrafos más destacados con la precaución habitual a la hora de destripar lo menos posible de una trama que, probablemente, sea lo de menos.
Sin duda, una acaba por acostumbrarse a ver estas cosas, pero la primera vez trastorna bastante. Han pasado siglos y más siglos, centenares de generaciones, y tan solo ahora se puede contemplar algo así, un sexo de mujer y un sexo de hombre que se unen, el esperma; lo que no se podía contemplar casi sin morir se ha convertido en algo tan fácil de ver como un apretón de manos. Me ha parecido que la escritura debería tender a eso, a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y a este estupor, a una suspensión del juicio moral. (...)
Desde septiembre del año pasado no he hecho más que esperar a un hombre: he estado esperando que me llamara y que viniera a verme. Iba al supermercado, al cine, llevaba la ropa a la lavandería, leía, corregía exámenes, actuaba exactamente igual que antes, pero si no hubiera tenido la costumbre de hacer estas cosas, me habría resultado imposible, salvo a costa de un esfuerzo aterrador. Al hablar es cuando tenía, sobre todo, la impresión de vivir llevada por mi impulso. Las palabras y las frases, hasta la risa, se formaban en mis labios sin la intervención real de la reflexión o la voluntad. Por lo demás, tan solo guardo un vago recuerdo de mis actividades, de las películas que vi, de las personas con las que me relacioné. Todo mi comportamiento era artificial. Los únicos actos en los que actuaba con voluntad y deseo, y algo que debe de ser la inteligencia humana (prever, sopesar los pros y los contras, evaluar las consecuencias), tenían todos alguna relación con ese hombre: (...)
Así, al leer en Vida y destino de Grossman que «cuando se ama se cierran los ojos al besar», pensaba que A. me amaba, puesto que me besaba de esta manera. Después, el resto del libro volvía a convertirse en lo que supuso para mí cualquier actividad a lo largo de un año, una manera de pasar el tiempo entre dos citas. (...)
Aquello solo duraba unas horas. Yo no llevaba reloj, me lo quitaba justo antes de que llegara. Él se dejaba puesto el suyo y yo temía el momento en que lo consultara discretamente. Cuando me dirigía a la cocina a buscar cubitos de hielo, levantaba la mirada hacia el reloj de pared colgado encima de la puerta, «solo quedan dos horas», «una hora», o «dentro de una hora yo estaré aquí y él se habrá marchado de nuevo». Me preguntaba con asombro: «¿Dónde está el presente?». Antes de irse, se volvía a vestir con calma. Yo le miraba mientras se abrochaba la camisa, se ponía los calcetines, los calzoncillos, el pantalón, se giraba hacia el espejo para hacerse el nudo de la corbata. En cuanto se hubiera puesto la americana, todo se habría acabado. Yo no era más que tiempo pasado a través de mí. (...)
Naturalmente, no me lavaba hasta el día siguiente para conservar su esperma. Calculaba cuántas veces habíamos hecho el amor. Tenía la impresión de que, cada vez, se había añadido algo más a nuestra relación, pero también de que precisamente esa acumulación de gestos y de placer era, sin duda, lo que iba a alejarnos al uno del otro. Estábamos agotando un capital de deseo. Lo que se ganaba en el orden de la intensidad física se perdía en el del tiempo. (...)
En la peluquería vi a una mujer muy locuaz, a la que todo el mundo contestaba con absoluta normalidad hasta que, con la cabeza echada hacia atrás en la pila, dijo que «la estaban tratando de los nervios». Al punto, de manera imperceptible, el personal empezó a dirigirse a ella con distante circunspección, como si esa confesión irreprimible fuera la prueba de su desvarío. Yo también temía parecer anormal si hubiese dicho: «Estoy viviendo una gran pasión». (...)
hubiera preferido mantener esta historia completamente en secreto ante mis hijos, al igual que antaño siempre les había ocultado a mis padres mis ligues y mis aventuras. Sin duda, para evitar que me juzgaran. También porque padres e hijos son los que menos pueden aceptar sin malestar la sexualidad de quienes carnalmente les son más cercanos y les están siempre más prohibidos. Pues aunque los hijos nieguen la evidencia que se manifiesta en la mirada perdida y en el silencio ausente de su madre, en determinados momentos para ella no cuentan más que para una gata en celo que se muere de impaciencia. (...)
No estoy narrando una relación, no estoy contando una historia (que solo capto a medias) con una cronología precisa, «vino el 11 de noviembre», o aproximada, «transcurrieron unas semanas». Para mí no había cronología en esa relación, solamente conocía la presencia o la ausencia. (...)
Yo tenía el privilegio de vivir desde el inicio, constantemente, con plena conciencia, lo que siempre acaba por descubrirse con asombro y perplejidad: el hombre al que se ama es un extraño. (...)
es un error considerar a quien escribe sobre su vida como un exhibicionista, porque este último solo tiene un deseo: mostrarse y ser visto en el mismo instante.) (...)
Me hallaba en un estado en el que ni siquiera la realidad de su voz conseguía hacerme feliz. Todo era una carencia sin fin, salvo el momento en que estábamos juntos haciendo el amor. Y, aun así, me obsesionaba el momento que vendría a continuación, cuando se hubiera marchado. Vivía el placer como un dolor futuro. (...)
El pretérito imperfecto que he utilizado de manera espontánea desde las primeras líneas corresponde a un tiempo que yo no deseaba que acabara, el de «en aquel entonces la vida era más hermosa», el de una repetición eterna. (...)
Cuando empiece a escribir este texto a máquina, cuando se me aparezca en letras de molde, mi inocencia se habrá terminado.(...)
Él me había dicho: «No escribas un libro sobre mí». Pero no he escrito un libro sobre él, ni siquiera sobre mí. Me he limitado a expresar con palabras —que sin duda él no leerá, ni le están dirigidas— lo que su existencia, por sí sola, me ha dado. Una especie de obsequio devuelto. (...)
Cuando era niña, para mí el lujo eran los abrigos de pieles, los vestidos de noche y las mansiones a orillas del mar. Más adelante, creí que consistía en llevar una vida de intelectual. Ahora me parece que consiste también en poder vivir una pasión por un hombre o una mujer. (...)