domingo, 19 de mayo de 2019

La sabiduría que otorga el fracaso: prólogo a MISERIA, GRANDEZA Y AGONÍA DEL PCE (Gregorio Morán)

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En este blog somos muy de Gregor. Y es que resulta imposible no adorar a un pitufo tan gruñón como el mítico Gregorio Morán, francotirador tan solitario que ha disparado siempre contra todo lo que se mueve. Alguien que, en 1979, con 32 años publica Adolfo Suárez, ambición y destino, una biografía crítica con el primer presidente de la democracia, que entonces gobernaba en mayoría. demuestra ser valiente e inconformista. Pero que luego el blanco de sus trabajadísimos ensayos pasen a ser el PCE, los nacionalistas vascos y catalanes, el PSOE y los diversos intelectuales que se vendieron al poder solo han servido para agrandar su condición de periodista implacable.
En su último libro, Memoria personal de Cataluña, tiene tiempo para analizar el procès en general y, en concreto, su despido como columnista de La Vanguardia por un artículo incómodo para el director y el pensamiento único separatista.

Además de la citada biografía de Suárez, recomiendo muy vivamente su Miseria, grandeza y agonía del PCE. Resulta especialmente conmovedor la carta de amor y despecho al comunismo que resulta su prólogo, de la que extraigo los párrafos que aparecen a continuación.

A los militantes anónimos que murieron por la libertad y que
no tienen tumba, ni familia, ni partido que los recuerde.
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PRÓLOGO
Cuando inicié esta historia del PCE se trataba de algo semejante a tomarle la tensión a un enfermo grave. Estábamos en 1982. Ahora tengo la impresión de que no era otra cosa que la autopsia de un cadáver. En varios años de trabajo he sido testigo de esta mutación suicida. Ni entonces ni después tenía la intención de hacer un alegato contra nadie, sino de contar una historia a la que no será fácil encontrarle precedentes. Intenté describir la recuperación del PCE desde la derrota hasta su momento más esplendoroso, desde el día 1 de abril de 1939 hasta la legalización en abril de 1977. Un fragmento definitivo de la historia de España que iba del final de la guerra civil al restablecimiento de la democracia. Luego, contemplé el minucioso ritual del harakiri, una singularidad que merecerá figurar, quizá, en la ciencia política. En los seis años que dura la transición, el PCE se suicida ante la mirada perpleja de amigos y enemigos. En 1976 podía decirse sin exagerar que se trataba del partido con mayor implantación social, prestigio y autoridad; su líder estaba considerado el profesional político más experimentado y hábil no solo del país, sino allende las fronteras. Pasaron seis años y el partido se convertía en una parodia de sí mismo y su secretario general, dimitido y denostado, en un fantasma sin castillo, un tipo que llama la atención pero que no impresiona ni a los niños y que ni siquiera divierte a los mayores. (...)
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Como todas las historias de la historia, esta es una aventura de enanos y gigantes. Se dice que la Revolución rusa de octubre fue una obra de gigantes que se consideraban enanos y tengo la impresión de que esta historia nuestra, como el propio país, trata de gente bajita, de enanos que nos creíamos gigantes. Este prólogo es la única parte del libro en el que se utiliza el «nos» sin sentido mayestático. Muchos excomunistas son más fanáticos en su papel de renegados que aun en el de militantes. Nos ocurre lo que al poeta catalán Carles Riba y también decimos: «Exijo en el objeto de mi ira o de mi cariño un cierto grado de dureza». Si bien yo he preferido por dignidad y coherencia seguir otra consigna que, a pesar de ser más frívola, se convirtió en leyenda entre algunos caballeros franceses, la de jamás escupir sobre aquello que uno ha amado.(...)
Una recomendación que daría a mis hijos si algún día me pidieran una, lo que es bastante improbable, es que se prepararan para el día que dejen de creer. Porque creer fieramente en algo no lo pueden hacer ni los estúpidos, ni los mediocres, ni los viejos, pero es bueno que, si algún día abandonan sus firmes convicciones, lo hagan con dignidad, sin aspavientos y sobre todo sin nuevas conversiones. Admito que respeto a aquellas personas que defienden la idea de que la Organización del Atlántico Norte es un baluarte de la democracia; aunque no la comparta. Lo que me indigna es escuchar a los mismos que han defendido de modo implacable que el Pacto de Varsovia era el garante de la «nueva democracia» convertirse en acérrimos cantores de la OTAN. Hay una generación de conversos del siglo XX que recuerda demasiado a los del XVI. (...)
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Pienso que cuando uno se ha equivocado una vez debe ser muy discreto a la hora de declarar nuevas adhesiones incondicionales. De algo hay que vivir, pero la ventaja de un régimen democrático respecto a otro totalitario es que no te obligan todos los días a proteger el condumio declarándote feroz partidario del sistema. Con que lo hagas una vez al mes basta. Nuestra generación —que abarca algo así como tres décadas— está condicionada desde su más tierna adolescencia por ser «ex» de algo; hemos tenido que sufrir esa especie de tara que no permitía ser una cosa sin renunciar de manera inapelable a otra. Hemos vivido durante cuarenta años bajo un Régimen que obligaba a ser consecuente con los principios o a no tenerlos. No dejaba opciones. Por eso es muy difícil que en España alguien tire la primera piedra; tenemos techos de cristal, algunos ni eso. La diferencia quizá está en que algunas gentes procedentes de la izquierda tienden a revisar su historia con escalpelo y a dejarse en carne viva, mientras que es infrecuente, por no decir insólito, que ciertos personajes que deben su cátedra a méritos de guerra, o su categoría de funcionario a diez años de militancia en el Opus Dei, o su prebenda al «glorioso movimiento», jamás le hayan dedicado al tema ni una línea avergonzada. Esta atrofia ética lleva a comparar la afiliación al Opus Dei con la clandestinidad comunista. Es el modo que tiene una sociedad con mala conciencia de evitar los recuerdos; unos rezaban con los ministros y otros llevaban paquetes a los presos.
Aunque es un hecho personal e intrascendente para la historia en general, es bueno precisar que el autor de este libro militó durante once años en el PCE y para evitar malentendidos señala que abarcaron desde 1965-1966 a febrero de 1977. (La afiliación a un partido clandestino es siempre imprecisa; ni existen papeles ni carnés). Entró porque había que hacer una revolución y salió porque ya no se iba a hacer y, si la hacían, lo cual era harto improbable, ya no le necesitaban. Fue un sentimiento entonces muy subjetivo y personal, nada político; percibió que si ganaban los nuestros perdíamos nosotros. Esos once años quizá no estén entre los más felices de su vida, porque la clandestinidad, salvo para los masoquistas, es castradora y, además, porque nuestra generación no tuvo muchas oportunidades de ser feliz sin ser a la vez irresponsable. Pero debo decir que es el periodo del que me siento más orgulloso. (...)
Me siento satisfecho de poder decir: ahora tenemos el marco, interpretémoslo. Fuimos durante un periodo el peonaje de la historia; la única ventaja de esta condición es que nos forjamos la paciencia necesaria para ir desenterrando cada pieza y dándole su valor en el tiempo. En el fondo este libro nace de una insatisfacción personal que comparten muchos de los que vivimos intensamente esta historia. (...)
Quien mejor la expresa es un hombre curtido en esa experiencia, el filósofo Ernest Fischer, cuando escribe en sus memorias aquel revelador diálogo con su esposa:
—He fracasado —dije.
—¡Nuestra época ha fracasado! —respondió ella.
—También la época, pero sería muy sencillo consolarme con eso.

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