Posiblemente se habrán publicado libros mejores en distintos niveles pero creo que El director de David Jiménez es el libro más valiente, importante y necesario para el periodismo español en muchos años, probablemente demasiados.
David Jiménez (1971) fue periodista de El Mundo desde 1994 hasta 2014, la mayor parte del tiempo como corresponsal en Asia.
En abril de 2015 fue nombrado director de El Mundo tras el despido de Casimiro García-Abadillo (sustituto reciente, a su vez, de Pedro J.) y duró poco más de un año.
En este libro, que él mismo califica como "inmolación profesional", relata de forma detallada, amena y osada el funcionamiento de un periódico, los debates y las presiones internas y externas y su relación con el poder.
Reconozco que, al principio, daba por hecho que Jiménez habría escrito con el freno de mano echado y cuidándose mucho de desvelar los hechos más importantes o, al menos, tomando la precaución de hacerlo de forma velada. Por eso tardé un poco en hacerme con un ejemplar y admito que lo abrí con cierto recelo. Pero me equivocaba. El Director no solo es una sincera crónica en primera persona y una interesante reflexión sobre la evolución de la prensa escrita, sino además una radiografía descarnada y precisa de las élites y cloacas de este país nuestro.
Como siempre, dejo a continuación unos párrafos representativos, pero con el ruego de que compren el libro con el que David Jiménez, a la manera de Prometeo, se la ha jugado para traernos algo de luz:
No tardé en descubrir que había escogido un trabajo que podía cambiarme y que, si me descuidaba, no podría elegir de qué forma. (...)
Y, sin embargo, en contra de lo que pensaba entonces, no sería en aldeas de Afganistán, revueltas en Birmania o entre las ruinas de Sumatra donde más a prueba se iba a poner mi idea de lo que debía ser un periodista, sino en ese despacho desde donde me disponía a disfrutar de inmejorables vistas al poder y lo que este hace a las personas. ¿Conspiraría y traicionaría como había visto hacer a otros por conservar mi pequeña parcela? ¿Confundiría mis intereses con el proyecto noble y necesario que era un periódico? ¿Me convertiría, también yo, en uno de ellos? (...)
La broma que circulaba por la redacción era que, en caso de apocalipsis nuclear, al día siguiente abriríamos con un titular a cinco columnas: «Sobrevivieron las cucarachas y El Cardenal» (...)
Me dijeron que yo era un hombre de la casa, pero que estaba al margen de las luchas de poder internas; que me había ganado la admiración de la redacción con mis coberturas por el mundo, por lo que tenía su respeto; y que reunía la formación internacional y digital que requerían los tiempos. Les conté cuáles serían mis planes para el diario, las dificultades que creía encontraríamos en el camino y mis dudas de que estuvieran dispuestos a apostar por un plan de transformación que llevaría al menos tres años, encontraría fuertes resistencias y supondría poner patas arriba la forma en la que se había trabajado durante décadas. El Cardenal miró a Silicon Valley: —¡Te dije que era nuestro hombre! —Tienes mi palabra de honor —dijo—. La empresa te dará el apoyo, los medios y el tiempo necesarios para sacar adelante tu proyecto. No iba a recibir ninguna de esas tres cosas, pero supongo que habría aceptado incluso si lo hubiera sabido, porque se trataba de dirigir el proyecto al que había dedicado mi carrera desde becario. Y porque uno no haría nada interesante en la vida si no creyera, de vez en cuando, en las falsas promesas de otros hombres. (...)
EVOLUCIÓN E INVOLUCIÓN DE EL MUNDO
Había sido fundado en 1989, cuando un grupo de periodistas siguieron a Pedro Jota Ramírez tras su despido de Diario 16. La nueva cabecera se forjó rápidamente una marca alrededor del periodismo de investigación y la denuncia de los abusos del poder, a menudo publicando lo que otros no querían o no se atrevían. Su desparpajo iba de la mano de un diseño moderno para su tiempo y un equipo joven donde era difícil encontrar reporteros que hubieran cumplido los 30. La emergente clase media urbana y una generación de lectores jóvenes nacidos en el boom de los 60 y 70 vieron en El Mundo un soplo de aire fresco. Publicaba a columnistas de izquierda y de derecha, no defendía a ningún partido —los problemas comenzarían cuando empezó a hacerlo—, buscaba ocupar el espacio del centro y defendía un liberalismo reformista que rompía con el periodismo ideológico que dominaba la prensa del país. Pero sobre todo era un diario personalista, identificado con un director que reunía similares dosis de ego, ambición y talento. Jota era por entonces más gurú que jefe: si en lugar de ejercer el periodismo hubiera decidido arrastrar a la redacción a un suicidio colectivo en la sierra de Guadarrama, no habría tenido problema en encontrar voluntarios. Ejercía su autoridad gracias a una mezcla de admiración reverencial y el terror que provocaban sus broncas legendarias. Sus aproximaciones a las secciones, anunciadas con repetidas toses secas, sumían a los periodistas más ruidosos en un silencio sepulcral y había redactores jefe que temblaban físicamente ante su presencia. Tenía una influencia sobre la política que habría sido impensable para cualquier otro director, sobre todo después de que las investigaciones del periódico fueran determinantes en la caída del Gobierno socialista de Felipe González y la llegada al poder del líder conservador José María Aznar en 1996. El nuevo presidente, agradecido, repetía en el parlamento frases textuales que el director le había sugerido la víspera por teléfono y sus ministros cortejaban El Despacho en busca de protección como peticionarios en la escena inicial de El Padrino. (...)
Los jefes decían que la falta de ruido se debía a la moqueta de San Luis, que lo absorbía. Pero había algo más: el espíritu de Pradillo se había desvanecido entre las ambiciones no satisfechas de unos y las enemistades sin resolver de otros; las decisiones empresariales absurdas y las promociones de quienes las habían tomado; los daños colaterales de las guerras de poder internas, con sus lealtades exigidas y deslealtades consumadas; la erosión de la ilusión, hasta transformarse en desencanto; y los efectos de una crisis que había hundido nuestra difusión, ingresos y moral. Las ambiciones habían dejado de estar gobernadas por los ascensos para hacerlo por la supervivencia en mitad de continuas olas de despidos. Cada vez que la cicatriz de un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) parecía estar a punto de cerrarse, la empresa anunciaba el siguiente. El compañerismo había sido puesto a prueba como nunca antes, porque el despido del colega que se sentaba a tu lado aumentaba las posibilidades de salvación propias y de seguir pagando la casa y el colegio de los niños. Porque los redactores, ahora, tenían hipotecas e hijos. La imagen de compañeros recogiendo sus cosas para marcharse se había hecho dolorosamente cotidiana, más aún por la forma en la que se producían las salidas. Los despidos se decidían a menudo sin tener en cuenta los méritos, en reuniones donde los jefes sentenciaban el destino de reporteros, maquetistas o fotógrafos en función de manías personales y amistades de conveniencia. Los sacrificados terminaban siendo buenos profesionales que no habían dedicado suficiente tiempo a labrarse una red de protección en los despachos. (...)
COLUMNISTAS (Y TERTULIANOS) DESDE UMBRAL HASTA BUSTOS
El columnismo español llevaba años viviendo por encima de sus posibilidades, aferrado a la época en la que los grandes maestros, con Francisco Umbral a la cabeza, escribían genialidades literarias que no decían mucho, pero arrastraban a los lectores al quiosco. El testigo había sido recogido por una generación de imitadores que seguían sin decir gran cosa, pero ya sin el talento de los clásicos o aportar un lector de más. Los Inspirados se iniciaban en la columna muy jóvenes, antes de haber viajado o vivido suficiente, se aplaudían las ocurrencias entre ellos y se paseaban por las facultades de periodismo esperando ser agasajados por groupies, que lo mismo caía un número de teléfono. Los mejor pagados ganaban por lo que Umbral llamaba «el puto folio» —400 palabras escritas en bata desde casa— más que un reportero freelance jugándosela durante un mes en el frente sirio. Su influencia en las redacciones era grande y contaban con la protección de los directivos de las empresas, que los mimaban a cambio de que entretuvieran sus cenas y pretendieran escuchar sus opiniones. Entre los pocos que se salvaban estaban David Gistau, que escribía valiente hasta contradecir a los directores de los diarios donde trabajaba, y Manuel Jabois, un gallego bohemio que manejaba con talento crónica o columna y resistía mejor que sus contemporáneos las vanidades que afligían a Los Inspirados. Los dos se habían consagrado en El Mundo antes de marcharse a ABC y El País, en una continuación de la sangría que veníamos arrastrando desde hacía años. El periódico había escogido como sustituto de Jabois a un columnista joven y conservador que gustaba mucho a El Cardenal y al presidente Mariano Rajoy. No estaba destinado a darnos días de gloria. La marcha de Gistau se había intentado suplir reforzando a Salvador Sostres, fichado por Jota en los baños del restaurante El Bulli dentro de su estrategia de derechizar nuestra línea editorial y tratar de quitarle lectores a ABC. Sostres era un buen analista de la política catalana, pero el resto de sus artículos habían manchado nuestra hemeroteca como nadie en la historia del diario. (...) Lo despedí durante mi primera semana.
El Gobierno había liderado en los tres años anteriores el mayor ataque contra la prensa en democracia, en una campaña en la que el ministro había participado activamente y que estaba dirigida por cuatro mujeres: la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría; su jefa de gabinete, María González Pico; la secretaria de Estado de comunicación, Carmen Martínez Castro; y, haciendo la guerra por su lado, la secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal. La llegada al poder de los populares había comenzado como la de tantos otros gobiernos, de uno y otro bando, con una purga en los medios públicos. Al frente de RTVE se colocó a José Antonio Sánchez, un tipo que aparecería en Los Papeles de Bárcenas entre quienes supuestamente habían cobrado sobresueldos del partido gubernamental. El jefe de informativos de la cadena pública, Fran Llorente, fue laminado y los directores territoriales apartados y sustituidos por comisarios políticos. Los periodistas que se negaron a convertir TVE en el gabinete de prensa del Gobierno fueron cesados, mientras se creaba una redacción paralela dispuesta a hacer el trabajo sucio. Los medios privados, mientras, fueron sometidos con la estrategia del palo y la zanahoria. Moncloa forzaba el despido de periodistas incómodos, utilizaba la publicidad institucional para castigar a los desobedientes y controlaba las tertulias políticas en radios y televisión, que se habían convertido en el principal centro de debate del país y tenían grandes audiencias. Conocí cómo funcionaba el reparto cuando empecé a recibir ofertas para participar en programas de radio y TV. El Cardenal estaba empeñado en que escogiera para mis colaboraciones los medios del grupo Atresmedia, con el que decía que teníamos posibilidades de futuras alianzas. Me pareció una buena opción porque los programas donde se me proponía participar, Espejo Público en Antena 3 y Más de Uno en Onda Cero, eran conducidos por periodistas que respetaba. Fui informado de que mi asiento sería parte de la «cuota libre», es decir, los huecos que quedaban después de que el Gobierno y los caciques mediáticos de la casa colocaran a marionetas y esbirros. (...)
LA PRENSA COMO INSTRUMENTO DEL PODER
El Príncipe no era de derechas ni de izquierdas. Era del poder. Había convencido al anterior Gobierno socialista de que quitara la publicidad a RTVE, que supuso una inyección millonaria al duopolio de Atresmedia y Mediaset, y ahora servía a los conservadores, ya fuera imponiendo líneas editoriales o haciendo de intermediario con el partido gobernante. Nadie tenía mejor información en el país, pero tampoco nadie iba a leerla en su diario, La Razón. (...)EL PAÍS
El control del Gobierno había llegado a tal punto que sus dos principales facciones, lideradas por la vicepresidenta Santamaría y la secretaria del partido Cospedal, batallaban por colocar en las tertulias al mayor número de afines para atacarse mutuamente, prueba de que en política el fuego más letal es siempre amigo. Era una guerra donde se humillaba al tertuliano enviándole mensajes con las consignas a repetir, se exigían lealtades ciegas y se destruían o promocionaban carreras a capricho, incluidas las de algunos de los Los Inspirados, esa nueva generación de columnistas que se abría paso imitando a sus mayores. (...)
Hacía 18 años que no ejercía el periodismo en mi país, pero habían bastado unos días para entender que algo fundamental había cambiado en mi ausencia. El poder había dejado de temer a la prensa y ahora era la prensa la que temía al poder. (...)
El Gobierno había logrado domesticar a tres de los cuatro grandes diarios de la prensa madrileña —«La Razón y ABC no nos preocupan»—, después de que Juan Luis Cebrián, el presidente de PRISA, sumara El País a la lista de vencidos. La muerte del fundador del grupo, Jesús de Polanco, había dejado la empresa en manos de Cebrián en 2007, en vísperas de la Gran Recesión. La cosa prometía porque el nuevo jefe era periodista, había sido el primer director del diario y lo había convertido en medio de referencia del mundo hispanohablante. Sin duda cuando se viera en la encrucijada de tener que escoger entre poder y verdad, dinero y periodismo, sus intereses o los del periódico, optaría por lo segundo. Eligió lo primero. Cebrián presidió durante la siguiente década un hundimiento sin precedentes de una gran empresa de comunicación europea. PRISA sufrió una caída del 99 % de su valor en bolsa y la generación de una deuda impagable le llevó a poner la empresa en manos de multinacionales como Telefónica, grandes bancos como Santander o HSBC y fondos de inversión extranjeros de Qatar y Estados Unidos. La operación para salvar la compañía fue apadrinada por la vicepresidenta Santamaría, hizo a Cebrián inmensamente rico —en un año con pérdidas de 450 millones de euros se embolsó 12 millones— e incluyó en su letra pequeña la increíble transformación del principal diario progresista del país en un medio afín a un Gobierno conservador, donde Santamaría pasó a ser La Intocable. Periodistas que no eran del agrado de la vicepresidenta fueron enviados al exilio de una corresponsalía o marginados; quienes pretendían hacer periodismo de investigación, relegados a ocupaciones menos molestas; y cronistas de prestigio, como Fernando Garea, forzados a marcharse «para poder seguir escribiendo de política». En Miguel Yuste se vivía con desolación el asalto y la renuncia de su director, Antonio Caño, a oponer resistencia. (...)
Moncloa ofrecía al diario empezar de cero y dejar atrás el enfrentamiento tras la publicación dos años antes de los mensajes privados del presidente Mariano Rajoy a Luis Bárcenas —«Luis. Lo entiendo. Sé fuerte»—, cuando se descubrió que el extesorero del partido ocultaba una fortuna en Suiza. Los mensajes apuntaban a la complicidad de Rajoy con la corrupción del partido y su disposición a encubrirla. Las informaciones sobre la trama, recogidas en Los Papeles de Bárcenas, habrían costado el puesto al presidente en cualquier otro lugar. En España habían acelerado la caída de los directores que las habían publicado: Javier Moreno en El País, en la que sería la última investigación importante que el periódico publicaría bajo el mando de Cebrián, y Pedro Jota en El Mundo. (...)
VILLAREJO Y LAS CLOACAS COMO FUENTE
Uno de los grandes filtradores dentro del hampa policial era el comisario José Manuel Villarejo. La primera vez que escuché su nombre fue al poco de llegar a la dirección. Dos de nuestros reporteros me contaron que había sido, desde hacía al menos dos décadas, una de las principales fuentes de El Mundo y facilitador de la mayor parte de nuestras exclusivas. (...)
Villarejo parecía sacado de una película policiaca de los años 80. Había comenzado su carrera en el cuerpo en la etapa final de la dictadura, ganándose a políticos, periodistas y empresarios con el tráfico de información. Operaba como un agente libre, sin responder más que a sí mismo y con la complicidad de los ministros del Interior, sin importar a qué partido pertenecieran. (...)
Había recibido una primera pincelada de cómo funcionaban Las Cloacas y la forma en la que habían contaminado el trabajo de la prensa en España. Sus filtraciones podían tener como origen investigaciones reales o ficticias, sus informes estar documentados o inventados y sus intenciones ser más o menos corruptas. La diferencia era que, mientras Woodward al menos trataba de distinguir unas de otras, toda una generación de supuestos periodistas de investigación había prosperado comprando un material que sabían averiado, en un juego de favores donde la verdad era un incordio prescindible. (...)
El comisario tenía a un buen puñado de informadores bajo su cuerda, había cimentado las carreras de algunos de ellos y, de la misma forma, tenía la información y los audios para hundirlas. Atrapados en su red, habían pasado a ser «sus chicos». (...)
Villarejo buscó una segunda reunión semanas después, pero no respondí a sus mensajes. La salida de Woodward nos daba la oportunidad de romper para siempre con la que quizá había sido la fuente más importante en la historia del periódico, pero también la más tóxica. Si el precio a pagar era que un puñado de exclusivas se fueran a la competencia, estaba dispuesto a pagarlo. (...)
EL MUNDO Y LA TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN DEL 11-M
La cultura periodística de El Mundo, con sus virtudes y defectos, era herencia de los 25 años de dirección de Pedro Jota. Había inculcado la valentía de publicar aquello que otros no se atrevían y la búsqueda obsesiva de la exclusiva. La idea de que el poder debía temer a la prensa y no al revés. Pero Jota también había creado un ambiente donde todo valía en la búsqueda del scoop, se eludía cualquier debate moral sobre los métodos y existía una gran tolerancia a las trampas, ya consistieran en situar a un enviado especial en la noticia cuando todavía estaba en su casa, publicar informaciones antes de que hubieran sido suficientemente contrastadas o birlar las primicias de la competencia sin citarla. Habíamos aceptado con naturalidad la doble personalidad de un director que mezclaba el coraje de Ben Bradley en su empeño de seguir con el Watergate hasta el final y la flaqueza ética de Walter Burns, el director de Primera Plana dispuesto a todo por la noticia. (...)
Cuando años después el terrorismo islámico provocó una masacre en Madrid, el 11 de marzo de 2004, el equilibrio de nuestras virtudes y defectos se decantó del lado de los segundos y nos llevó a cometer el error que marcaría a El Mundo para siempre. El Gobierno del Partido Popular, al que nos habíamos acercado en exceso —eran los días en que Jota jugaba al pádel con el presidente y acudía de invitado a la boda de su hija—, intentó culpar del atentado a la banda terrorista ETA. La decisión de participar en la guerra de Irak unos meses antes había sido muy impopular y Aznar temió que una autoría islámica les haría perder las elecciones, que se celebraban tres días después. Jota creyó la versión del Gobierno y, cuando la realidad nos mostró que no era así, en lugar de rectificar nos embarcamos en una huida hacia delante que nos llevó a publicar durante años supuestas investigaciones para reafirmar nuestra teoría de una gran conspiración. Era difícil encontrar a alguien en la redacción que pensara que lo que estábamos haciendo tenía algún sentido, pero más difícil era encontrar a alguien que tuviera las agallas de decírselo al director. Todos, unos desde las cercanía de El Despacho y otros, como yo, desde la comodidad de una corresponsalía, callamos mientras el diario convertía coincidencias en evidencias, se alimentaba de informaciones poco fiables de la facción policial que degeneraría en Las Cloacas, exageraba cualquier elemento que ayudara a defender su versión —y ocultaba datos que pudieran contradecirla—, se camelaba a testigos para que defendieran nuestras informaciones y buscaba la destrucción de la reputación de cualquiera, juez, policía o periodista, que no siguiera nuestra estela. Quienes disintieron, como Sindo Lafuente y Borja Echevarría, negándose a trasladar aquellas informaciones a la web del diario que dirigían, fueron purgados. Los que se sumaron con más entusiasmo a las fantasías del director fueron promocionados.(...)
Coleccionar cabezas de periodistas era un hobby con larga tradición entre nuestros políticos desde los tiempos de la dictadura, cuando en una ocasión le entregaron al director de Pueblo, Emilio Romero, una lista con los nombres de los informadores que debía cesar. Dijo que faltaba uno: el suyo. Si se seguía haciendo era porque siempre había directores dispuestos a obedecer las órdenes.
Los directivos que le cesaron acudieron a su funeral, hicieron grandilocuentes declaraciones sobre su pérdida y promovieron una fundación en su nombre, alabando su insobornable independencia con la hipocresía de quienes, sin haber pisado jamás el frente o haber escuchado el silbido de una bala, ni siquiera tuvieron el valor de defenderle desde la confortable seguridad de sus despachos. (...)
LAS CLOACAS DEL ESTADO CONTRA NACIONALISTAS Y PODEMOS
Aunque habíamos cortado la relación con Villarejo, el comisario en jefe de las filtraciones de Las Cloacas, el ministro seguía siendo un suministrador importante de información en temas clave como Cataluña o el terrorismo islámico. Interior habría utilizado, según la instrucción del «caso Kitchen», fondos públicos para pagar a policías e intermediarios para que hicieran «trabajos» para el partido, incluido el robo a Bárcenas de supuestas pruebas sobre la financiación ilegal y los sobresueldos. Desde las oficinas del ministro en el Paseo de la Castellana, adornadas con vírgenes y fotografías del Papa, emanaba un hedor insoportable que hacía que cada vez fuera más difícil distinguir las informaciones reales de las contaminadas. (...)
Una vez vino a verme indignada porque desde la policía política del ministro Fernández se estaba ofreciendo a los medios un informe policial fabricado a la carta sobre la supuesta financiación de Podemos en el extranjero.
—¿Pero existe ese informe? —había preguntado La Hormiga.
—Existirá —le dijeron, dando a entender que lo improvisarían si había interés por nuestra parte. Los papeles resultantes eran parte de una supuesta investigación sin supervisión judicial ni pretensiones de veracidad, carecían de membrete oficial de la policía o firma autorizada por algún funcionario, y consistían en una mezcla de informaciones sabidas, rumores de la prensa sensacionalista y conclusiones sin pruebas. Intentaron colármelos dos veces y, ante mi negativa a publicarlos sin llevar a cabo nuestra propia investigación, terminaron siendo difundidos como «grandes exclusivas» por dos medios de la competencia. El problema era que esos atajos éticos salían rentables: los medios que los tomaban prosperaban y sus reporteros se convertían en estrellas que publicitaban sus primicias en televisiones y radios, mientras el rigor de La Hormiga y otros como ella no recibía ninguna atención o era ridiculizado dentro de la profesión. ¿Era a cambio de ese periodismo de filtración y tertulia por lo que habíamos ido a ver al ministro? Si nos hubiera dado la información prometida, ¿la habríamos publicado sin dedicar un día a investigarla? Sentía que, al intentar ayudar a Asuntos Internos a recuperar sus fuentes, había comprometido la integridad del periódico. Y que, además, lo había hecho a cambio de nada. El ministro pensó que con su jugada estábamos empatados —nos había devuelto el golpe: nadie jode las va-ca-cio-nes a Jorge Fernández— y que nuestra relación podía empezar desde cero. Cuando me llamó, unos días después, no me puse al teléfono. Decliné su siguiente invitación para vernos en el ministerio. No volví a hablar con él. (...)
LA VERACIDAD PERIODÍSTICA
Esperaba que la próxima reorganización, y un mayor foco en la calidad, diera una oportunidad a nuestra generación de reporteros digitales, antes de que las ataduras del escritorio se llevaran el entusiasmo que les quedaba. Eran rápidos: los más rápidos. Pero les pedí que levantaran el pie del acelerador. No ganábamos nada si éramos los primeros en contar algo que después tuviéramos que desmentir. No nos haríamos eco de rumores o informaciones no verificadas propagadas por las redes y solo actualizaríamos la cifra de víctimas cuando estuviera confirmada por fuentes oficiales. Algunos eran demasiado jóvenes para recordarlo, pero yo tenía grabada nuestra portada tras los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, en 2001. «El mayor ataque terrorista de la Historia derriba los símbolos del poder de EEUU y causa más de 10.000 muertos y heridos», decía nuestro titular a cinco columnas. Nunca se llegó a esa cifra. (...)
¿Cuándo había empezado a joderse el periodismo? Seguramente el día que los gestores empezaron a hacer de periodistas y los periodistas de gestores. (...)
LA POSICIÓN DEL PP EN CATALUÑA Y SU PRESIÓN A LOS MEDIOS
No tenía nada en contra de que uno quisiera emanciparse de lo que fuera, padres, jefes o incluso Estados, pero no podía comprender que los líderes nacionalistas catalanes pretendieran hacerlo en contra de la voluntad de al menos la mitad de sus ciudadanos, ignorando una Constitución que, con sus defectos, había dado al país un periodo de estabilidad sin precedentes. Los desafíos de la Generalitat eran cada vez más osados, espoleados por medios locales que hacían de cheerleaders tras haber sido bañados en subvenciones públicas. Pero ni siquiera cuando el parlamento catalán proclamó el inicio «del proceso de creación del Estado catalán independiente en forma de república» el presidente Rajoy pareció tomarse en serio lo que estaba pasando. Nuestro registrador de la propiedad tenía aversión a las decisiones difíciles y afrontaba los problemas con la confianza ciega de que se esfumarían si tan solo permanecía inmóvil el tiempo suficiente, hasta desesperar o aburrir a sus adversarios. No estaba funcionando en Cataluña y nuestros editoriales criticaban su falta de liderazgo.
Uno de los días de mayor tensión informativa en Cataluña iba en el coche cuando recibí una llamada de un número desconocido. Era el presidente. Mis hijos se peleaban en el asiento de atrás, así que tuve que apañármelas para hablar con Rajoy, concentrarme en la carretera y lanzar miradas de asesino en serie a los niños en un intento de mantenerlos callados. Ni siquiera podía recurrir a las amenazas, una forma de intimidación parental que los psicólogos modernos —sin hijos— decían que perjudicaba su estabilidad emocional y que habría utilizado sin dudarlo si el presidente no hubiera estado escuchando a través del manos libres. Imposté el tono de voz de director sentado en su despacho y con los pies sobre la mesa mientras conducía sin rumbo —¿tenía que llevar a los niños al colegio o al médico?—, y el líder popular me contaba lo enérgicamente que iba a seguir haciendo nada. (...)
El número de catalanes favorables a la independencia se había triplicado bajo el Gobierno de Rajoy y el conflicto prometía enquistarse durante décadas. Estaba convencido de que los líderes nacionalistas, más allá de los errores cometidos por Madrid, estaban engañando a los ciudadanos sobre las consecuencias reales de romper con España y abandonar la Unión Europea. (...)
Me escribían para decirme que el diario había perdido la objetividad y me preguntaban dónde estaba la mesura que había prometido imponer en el diario. El periódico les gustaba cuando ejercía su función de contrapoder con el Partido Popular o el Gobierno de Madrid, pero no con políticos catalanes que habían encontrado en el sentimentalismo patriótico una forma de ocultar años de mala gestión y corrupción endémica. La verdad tiene muchos amigos, pero muy pocos sinceros. (...)
LA CRISIS DE LA PRENSA
(...) largos debates sobre los motivos de la caída del papel en las que todos los participantes se alineaban con El Cardenal y su teoría de que el problema era que nuestras informaciones no masajeaban lo suficiente las ideas de «los nuestros».
—Nos falta punch —dijo en una de las reuniones, mientras el resto asentía—. Historias como las del 11M traían lectores.
—Pero muchas resultaron ser falsas.
—Eso no lo sabemos. Además, los lectores se las creían. (...)
La separación radical de la opinión y la información era un concepto que chirriaba en la prensa nacional, que las mezclaba sin rubor. Podías coger los cuatro principales periódicos del país y leer versiones opuestas de los mismos hechos, adaptados a la línea editorial o interés de cada diario. Luego, en reuniones y debates, los grandes editores se preguntaban el porqué de la pérdida de credibilidad de la prensa. (...)
Los estudios de mercado eran deprimentes, porque demostraban que a muchos lectores de prensa no les importaba la calidad de la información o su rigor, sino que el diario reforzara sus creencias y posiciones. (...)
Pensaba que si uno estaba de acuerdo con todo lo que leía en su periódico era porque no era un periódico, sino un panfleto. Pero muchos de aquellos lectores creían justamente lo contrario. Los más religiosos no querían historias sobre los abusos en la Iglesia católica, aunque existieran. Los seguidores del Real Madrid buscaban críticas a los árbitros que no pitaban penaltis a favor de su equipo, aunque no lo fueran. Los taurinos no querían reportajes sobre derechos animales ni los conservadores sobre el matrimonio gay. Un lector me reprochó que hubiéramos entrevistado a Manuela Carmena, la alcaldesa de Madrid, porque era de izquierdas. (...)
Me leyó el titular: «La cúpula del IBEX cobra un 10 % más y los salarios caen un 5 %». Era una información sin ningún tipo de valoración, que se limitaba a reflejar con datos cómo durante los años de crisis los salarios de los altos directivos habían subido, mientras bajaban los de la mayoría de los trabajadores. El Cardenal creía que era una información injusta y que daba munición a Podemos, el partido de izquierdas de Pablo Iglesias que empezaba a ser visto con pánico por la elite. El Cardenal tenía razones para sentirse en deuda con sus amigos del IBEX. Los Acuerdos, como se conocían los pactos negociados con las grandes empresas al margen de las cifras de audiencia o el impacto publicitario, habían salvado a la prensa durante la Gran Recesión. Era un sistema de favores por el que, a cambio de recibir más dinero del que les correspondía, los diarios ofrecían coberturas amables, lavados de imagen de presidentes de grandes empresas y olvidos a la hora de recoger noticias negativas. (...) El intercambio de favores entre prensa y empresas estaba tan enraizado, desde hacía tanto tiempo, que no hacía falta descolgar el teléfono para que los directivos se cobraran su parte: en las redacciones se había interiorizado que empresas como Telefónica, el Banco Santander o el Corte Inglés eran intocables. (...) Era un pulso constante que los periodistas habían perdido en la mayoría de las redacciones: la crisis se había convertido en la coartada perfecta para romper algunas de las reglas sagradas del oficio. (...)
Paolo Vasile, el consejero delegado de Mediaset, que incluía los canales de televisión Telecinco y Cuatro, había dado instrucciones de que en los informativos no aparecieran noticias positivas de empresas que no pusieran publicidad, según me contaron varios de sus periodistas. Vasile, que tenía buen ojo para atraer audiencias, no estaba interesado en la información porque le daba muchos quebraderos de cabeza y poco dinero en comparación con los realities y los programas del corazón. Tenía la ventaja de que tampoco fingía lo contrario: no le tembló el pulso al cargarse CNN+ tras comprársela a PRISA y sustituir la programación por 24 horas diarias de Gran Hermano. (...)
La derrota que el periodismo estaba viviendo frente al poder solo era posible con la connivencia y en ocasiones la participación directa de importantes aliados dentro de los medios. Los tres grandes grupos de prensa del país, PRISA, Unidad Editorial y Vocento, se encontraban en serios apuros económicos y habían pasado a depender, más que nunca, de la publicidad institucional que el Gobierno distribuía a capricho, la concesión de licencias de radio y televisión digital, cuya última partida iba a entregarse en vísperas de las elecciones, y los pactos con las grandes empresas del país. El establishment se sentía más vulnerable de lo que había estado en décadas y había encontrado en los ejecutivos de los medios a los aliados necesarios para sumarse a la causa de su protección. ¿Qué importaban los resultados económicos, el periodismo independiente o el daño a las marcas periodísticas para alguien como El Cardenal? Su posición dependía de una red de influencia que había acudido a su rescate cada vez que se veía amenazado y que tenía en César Alierta a su general, el hombre que daba empleo a los exministros en paro, podía salvar las cuentas de diarios en apuros o eliminar a directores incómodos. De repente caí en la fragilidad de mi posición. El Cardenal no podría tolerar nunca a un director que no acatara sus instrucciones porque aquella resistencia le condenaba a una posición de irrelevancia, disminuía su valor a los ojos del poder y comprometía su propia supervivencia. (...)
sutil mercadeo de información y favores al que la prensa estaba enganchada como un yonqui a su droga. El sistema llevaba demasiado tiempo en funcionamiento, tras haber sido instalado por una mezcla de empresarios y directores de medios salidos de la Transición. Sus principales representantes en la prensa eran los Tres Tenores: Juan Luis Cebrián (El País), Pedro Jota Ramírez (Diario 16 y El Mundo) y Luis María Anson (ABC y La Razón), todos ellos buenos periodistas que terminarían malográndose en los pasillos del poder. Mantenían una cercanía incestuosa con el establishment, en parte por su deseo de pertenecer a él, y mezclaban con naturalidad periodismo e intriga política. No se dedicaban solo a contar noticias, sino a generarlas; ni a criticar a ministros, sino a nombrarlos y cesarlos; y tampoco se conformaban con editar periódicos, sino que los utilizaban como armas en batallas de poder donde ejercían de fiscales, jueces y, en ocasiones, verdugos. Eran, cada uno a su manera, ministroperiodistas, chófer y reservado en el restaurante de moda incluidos. Jota era el más periodista e imprudente de los tres, Cebrián el más calculador e interesado y Anson el más tendencioso y aristócrata. (...)
Durante décadas ofrecimos a la monarquía inmunidad informativa y adulación, enviando a sus miembros de moral más endeble la señal de que nunca serían censurados. Vivimos en connivencia con bancos y tiburones inmobiliarios, sin denunciar sus excesos porque su publicidad engordaba nuestras cuentas de resultados. Nos sometimos a Los Acuerdos, sin oponer ninguna resistencia o promocionándolos. Y alineamos nuestros intereses con los de los partidos políticos y gobiernos, a cambio de dinero institucional, licencias de televisión o favores. (...)
Ni siquiera podíamos acogernos a la excusa de la necesidad, porque todo había empezado en los buenos tiempos, cuando la prensa vivía en la abundancia y los regalos de empresa colapsaban cada Navidad los servicios de mensajería de las redacciones. Jamones, cajas de vino, puros Montecristo, tarjetas regalo de El Corte Inglés y cestas con caviar incluido se acumulaban junto a las mesas de los redactores jefe y en los despachos del staff. (...)
Un exconsejero del Banco Popular me contó que la política de la empresa era «tener contentos a los periodistas de Economía» con hipotecas por debajo del mercado, para asegurarse una cobertura amable. El banco terminó yéndose a pique tras haber mantenido durante décadas la imagen de ser el mejor gestionado del país. Era un sistema en el que los jefes se llevaban la mejor parte del botín, pero donde siempre había algo para la infantería. (...)
EL DIRECTOR:
Secretos e intrigas de la prensa
narrados por el exdirector de El Mundo
David Jiménez.
Libros del K.O. 2019
Estoy leyendo el libro y me está gustando mucho. Soy médico y veo que en todas partes hay luchas de poder y egos desmedidos .
ResponderEliminarTambién las relaciones entre el periodismo y la política, que es similar en el mundo de la sanidad.
Que pena no poder trabajar para el bien común.