sábado, 6 de abril de 2019

DESPIECE DE "CAMBIAR DE IDEA" (AIXA DE LA CRUZ)

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Me ha encantado esta crónica de la zozobra millennial desde un enfoque feminista autocrítico que es Cambiar de idea de Aixa de la Cruz. Está escrito con inteligencia, rabia y cinismo y solo tiene el pequeño defecto de dejarte con ganas de más. A continuación, como siempre, dejo algunos de los párrafos que me han parecido más potentes  y menos decisivos en la trama, si es que la hay:
June dice que estas historias contienen el sustrato de un buen cuento. June grita que solo escriben autoficción los señores aburridos y solemnes, y las señoras judías. Que Vivian Gornick no tiene ni idea de lo que es una madre difícil. Que visto el fracaso cosechado, quizás vaya siendo hora de subastar nuestras vísceras. En pleno apogeo etílico, todo el mundo habla de lo mucho que quiere escribir, pero nadie escribe. Surgen otros planes. Me ofrecen cocaína, por ejemplo, y mi atención se dispersa. Monologo ante un cargo de Podemos. Le reprocho que su formación no esté capitalizando los resultados que obtuvieron en Euskadi. Me siento una autoridad en la materia hasta que confieso que yo jamás los he votado, y me da la risa. Hay una chica que está de MDMA por primera vez y le encanta el tejido de mi camiseta. Le encantan los letreros luminosos que se ven por la ventana, las cosquillas de un reguero de sudor que le atraviesa la nuca, las imágenes ralentizadas como si el cinematógrafo se hubiera atascado. Me da envidia y quiero estar en su cuerpo, así que engullo una piedrita de cristal a pesar de que las drogas ya no son lo que eran antes. Me arrepiento ahora de la resaca de mañana. (...)
Hace casi un año que no veo a casi nadie. La redacción de mi tesis me tuvo recluida de enero a junio, diez horas al día en mi burbuja frente a la playa en invierno, con el teléfono apagado, el pelo sucio y una alimentación paupérrima a base de latas de atún que ha transformado mis pechos en dos legajos de piel con pezones; seis meses de exención de cuidados hacia fuera y hacia dentro. Soñaba con la fecha en la que depositaría mi tesis, con las vacaciones, con retomar el contacto con mis seres humanos afines, pero no he sabido volver. Sigo desnutrida, indiferente, sin ninguna obligación y siempre demasiado ocupada para quedar con mi madre o responder a un maldito mensaje de WhatsApp. (...)
La autocompasión me pega mucho más fuerte que las imágenes sensacionalistas, peor que la sangre y la carrocería deshecha, y llegan las reacciones somáticas que buscaba. (...)
Declamo entre hipidos: ¿qué pensará de mí? ¿Qué se piensa de alguien que tarda diez días en contestar al anuncio de que casi mueres? Porque tiene desactivado el doble check, o sea que no podía saber si había abierto el mensaje o no, si estaba siendo una hija de puta o una grandísima hija de puta. Iván y June me observan atónitos desde el sofá. La sorpresa les borra los signos de resaca. Dejan de ser cadáveres hermosos, con las líneas de expresión difuminadas por la sobrecarga de serotonina, y hacen muecas, activan sus músculos faciales y sus arrugas de cuasi-cuarentones para procesar mis mañas de cuasi-treintañera. (...)
Soy hija de los miedos de mi madre, quien afirma que ser madre es descubrir el miedo. Su lema antes del parto era «Lo que tenga que pasar, pasará». Su vida después del parto fue la de un guardaespaldas. (...)
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Lo que no aprendí de aquel accidente lo he aprendido autolesionándome. Nunca me he hecho cortes en los brazos, no fui una adolescente lánguida que se infecta los muslos con las cuchillas de afeitar de su padre, pero me arranco pedazos de mucosa labial, abro surcos de varios milímetros en la cara interior de mis labios, me arranco las costras de las picaduras de insecto, pido que me marquen con la fusta, sin tonterías, llagas rojas y en relieve, y he entrenado hasta hacerme daño, o para hacerme daño. (...)
Más tranquila que antes, comprendo que esta frialdad con la que escudriño el sufrimiento ajeno es un músculo que llevo tiempo entrenando, el que me ha permitido mantener la cordura en un escritorio en el que se mezclaban los post-it de colores con los abusos a prisioneros de Abu Ghraib y en el que el reproductor rebobinaba sin descanso escenas de tortura, de ficción y de no ficción, interrogatorios de Homeland y decapitaciones del ISIS, la ejecución sumaria con la que abre la quinta temporada de The Walking Dead y las amenazas en 8mm del cartel de los Zetas. Me he acostumbrado a diseccionar la violencia, a tomar notas sobre encuadres y planos, porque era mi obligación, porque elegí que mi tesis versara sobre representaciones culturales del terrorismo y no sobre la evolución del soneto petrarquista. Asume las consecuencias. (...)
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Decirle que este relato sobre cómo la traen y la llevan, la abren y suturan y vuelven a abrir con el consentimiento de terceros porque ella está inconsciente me ha hecho entender mejor a Foucault es tan inapropiado como relatarle mi fin de semana. Es lunes de Semana Grande y anoche me acosté por primera vez en cuarenta y ocho horas. Blue monday. Me he tomado los restos de speed que sobraron para hacer frente a esta visita y apenas puedo mantener la atención. Aunque los químicos tiren hacia arriba, mi cuerpo tira hacia abajo con más fuerza. (...)
nunca tenemos estómago para lo que el poder hace en nuestro nombre, pero hay que seguir leyendo: que el olor y el estado de Abu Zubdayah, el primer detenido en relación con el 11-S, hacía vomitar a los analistas que entraban a verle, que los soldados intercambiaban fotografías de guerra por suscripciones a portales de hardcore porn, que muchos hombres estadounidenses se querían masturbar con la imagen de una chica iraquí que acababa de perder una pierna y, con ella, sus bragas. Aún parece imposible, pero acabaré dándole la razón a Sontag y encontrando paralelismos entre las celdas de Guantánamo y nuestros dormitorios heterosexuales; cambiaré de bando crítico, regaré mis bonsáis con la sangre de mi endometrio, me volveré una antena que capta y depura las historias de terror que la rodean, me haré radical y adulta (...).
Bloqueo el teléfono y lo arrojo al bolso con una cólera explosiva que me asusta y que debería someter a análisis, pero entonces pasa una veinteañera frente a la cafetería en la que estoy desayunando y se me olvida el berrinche. Tiene las piernas finas y compactas, la piel brillante, gotas de sudor entre las tetas. La miro con tanta violencia que la diseco. Ella no lo sabe, pero está cubierta de alfileres como una mariposa en su vitrina, clavada para que la admire. Aprieto unas mandíbulas que son cepos de caza. No es particularmente linda, pero es muy joven y las chicas jóvenes son como el placer de pisotear castillos de arena. Hasta hace muy poco yo también era así, un cuerpo que despiezar, y recuerdo que la noche en que nos conocimos Muriel me miró del mismo modo en que ahora miro a esta y a otras chicas, con la intensidad de un esclavista en el mercado. Hizo que me golpearan los nervios que te duerme una inyección epidural. Así que un parto es lo contrario al sexo, y descubro que no me asusta mi propio parto como me asusta el de Muriel, porque mi coño es un órgano con funciones muy distintas, con menstruaciones y residuos de papel higiénico y sesiones de depilación y visitas al ginecólogo. (...)
Qué frivolidad, pero aún hoy es lo único que cambiaría de mi biografía. Cambiaría mi adolescencia de competir con las chicas guapas por una adolescencia de chicas guapas con las que poder tocarme. Quiero volver atrás y follarme a todas y cada una de las compañeras de clase que me putearon en el instituto. Y no estoy hablando de sexo de venganza, estoy hablando de enmendar la historia. Comencé la secundaria en el año 2000 y en Euskadi no existían ni el lesbianismo ni el bullying. Existían las camioneras y los matones. Las camioneras eran «mujeres con cuerpo de hombre», u «hombres con pechos»... No recuerdo la definición exacta que en algún momento me ofreció mi padre. Los matones le rompían las gafas al chico miope de primera fila, vendían hachís en el patio y era mejor no mirarles directamente a los ojos porque, a la mínima, te esperaban a la salida con su séquito de bestias fieles. Si eras hombre, te pateaban hasta que vomitaras el almuerzo y, si eras mujer, te humillaban en función de tu físico: si fea, con insultos; si guapa, manoseándote como a un paso de la Semana Santa de Sevilla. Utilizando las mismas estrategias que años después me permitirían salir indemne de los peores afters de la ciudad, con sigilo y tacto, me libré del acoso masculino, que era un acoso tipo slasher. El que sufrí a manos de la comunidad estudiantil femenina, en cambio, era más de terror psicológico. (...)
Crecí rodeada de hombres porque las mujeres me daban miedo y no les perdí el miedo hasta que empecé a follármelas. Durante años intenté enmendar la historia así, seduciendo a las que me escaneaban de arriba abajo como si midieran al enemigo, porque el sexo permite que el poder cambie de bando y porque se me daba muy bien. Después de todo, había aprendido a mirarlas desde lejos, desde el lado contrario, como esperaban que las mirara un hombre. Solía llevar la cuenta del número de chicas heterosexuales a las que convertía, como si mi proyecto fuera un proyecto de evangelización. (...)
Al igual que hay falsos suicidas, de esos que dejan la puerta del baño abierta para que alguien los rescate a tiempo, hay falsos fugitivos, escapistas que desaparecen para que los busquen. (...)
Tuve que lidiar con muchos dilemas morales, pero el machismo que lo impregnaba todo jamás me molestó como me molestaba la lentitud burocrática o las chabolas que no tenían aislante en las paredes y sí antenas de televisión satélite. Por aquel entonces no me consideraba feminista. Ni siquiera me gustaba ser «mujer». «Mujer» era un partido que no representaba mis valores. (...) llego a casa odiando a México porque es una fábrica de asesinos, un país donde cualquier hombre es culpable por el simple hecho de serlo y donde el patriarcado es tan brutal y hegemónico que muchas mujeres ni lo intuyen. Ya no me quedan patrias. He renegado de todas, incluso de las que elegí. Eso me digo mientras enciendo el ordenador y las pestañas abiertas se van cargando, una a una, con fotos postapocalípticas. El terremoto fue hace quince minutos pero yo tiemblo ahora. Comienza la rutina que nos han inculcado los ataques yihadistas: mensajes en redes y en WhatsApp buscando la confirmación de que a ti no te ha tocado el boleto. ¿Estáis todos bien? Es obvio que no están todos bien porque hay balance inicial de muertos, pero se sobreentiende que uno pregunta por su agenda de contactos, por su banda. (...) 
Desde que me fui de casa de mis padres, he vivido en siete ciudades distintas y en ninguna de ellas más de nueve meses. Los mejores, o los que más idealizo, son los que pasé en Granada mientras estudiaba el máster. Tenía veinticuatro años y una asignación de seiscientos euros al mes que se estiraba milagrosamente gracias a un alquiler simbólico, a las tapas generosas y a las compañeras rusas y alemanas que venían de la cultura del frío y tenían la costumbre de celebrar fiestas en sus apartamentos con galletas que horneaban ellas mismas. No dependía de nadie y no quería demostrar nada. Había escrito dos novelas y ninguna había funcionado. Tras el enésimo rechazo editorial elegí rendirme, opté por la carrera académica, donde sobresalía sin ningún esfuerzo, y descubrí la paz, un egoísmo risueño con el que la vida era solo un ratito, pero qué ratito. (...) 
Descubrir de golpe, a los veintitrés años, que la gente te desea es como intoxicarse de una droga que tu organismo no depura, que permanece en sangre y modifica estructuras cognitivas, tu forma de hablar y de moverte, y te imbuye de un poder terrible y sin propósito, como si tuvieras un millón de billetes de una divisa que solo sirve para comprar chucherías, y te atracaras. Todo lo anterior, lo que se consideraba extraordinario para alguien tan joven, como haber viajado y recibido premios y publicado libros, me parecía una pérdida de tiempo. Acababa de salir de la cárcel. (...) Tenía habitación y cama propias. Por las mañanas asistía a clases de materialismo cultural y teoría feminista y de género y adquiría el marco teórico que aportaba trascendencia a cuanto hacía por las noches. (...)  Disfrazarse de objeto era lo mismo que ser un objeto pero con distancia irónica. Las colas para entrar en locales de moda se acortaban, los camareros te servían al instante y con una sonrisa de anuncio, e incluso los trámites administrativos eran más rápidos. No había de qué avergonzarse porque me había acostumbrado tanto a la atención masculina que la desdeñaba. Confundí mi afición por los retos difíciles con lesbianismo. Aunque no, nunca utilicé esa etiqueta. La orientación sexual era un continuo y me estaba acercando al polo opuesto del que partí. El polo de partida nunca fue real. (...)
 
No hay manera de enfrentarse a lo nuevo sin compararlo con lo conocido. Ya me pasó en México. Me costó entender que el paisaje existiera por sí mismo y no como una antítesis de Europa, que hubiera estado antes y no después, y aunque aprendí a observarlo desde dentro, la semana pasada visité Lima y todo lo que encontré en Lima fue el DF. Mi experiencia de Perú fue la experiencia de no estar en México, y algo similar me ocurre aquí, en Sevilla, que no es ni Córdoba ni Granada. La cerveza te la sirven sin seseo ni aperitivo y yo también soy otra. Ya no tengo veinte años ni se me dilatan las pupilas con cada detalle. Estoy de paso y cansada. (...) Está mi fobia al ruido, los colapsos tras esa fiesta en la que había demasiada gente y la necesidad de vivir aislada para purgarme, veinticuatro horas de silencio tras una reunión familiar, cuarenta y ocho tras un vuelo con turbulencias. Siempre que aterrizo pienso que voy a morir y descubro que no me importa demasiado. De hecho, me embarga una paz hipnótica, de benzodiacepinas o de domingo a la mañana cuando la casa está tan sucia que no importa arrojar una colilla más al piso. Pero después, durante días, recuerdo el episodio y me tengo miedo.
Cambiar de idea.
Aixa de la Cruz.
Caballo de Troya, 2019. 

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