domingo, 24 de febrero de 2019

LOS 90: EUFORIA Y MIEDO EN LA MODERNIDAD DEMOCRÁTICA ESPAÑOLA.

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Eduardo Maura, nacido en Valladolid en 1981 pero pronto traslado al País Vasco, es Doctor en Filosofía por la Complutense y desde 2015 diputado de Podemos por Vizcaya. Recientemente ha publicado con AKAL el recomendable ensayo Los 90: Euforia y miedo en la modernidad democrática española, al que llegué como paso lógico tras el interesante y entretenidísimo panfleto de Víctor Lenore Espectros de la Movida: por qué odiar los 80 (misma editorial). 
Su ensayo sin duda cumple la misión de aportar una mirada diferente a una década compleja y, en general, resulta casi tan ameno como profundo. Sin embargo, me temo que pierde el enfoque en varios momentos o, al menos, el enfoque que yo esperaba encontrar y que el propio autor esbozaba al principio del tomo. Hay mucha digresión filosófica, que casi parecen rescatadas de otros libros o estudios, y escasas referencias a la cultura pop más allá de la magistral dicotomía inicial entre la euforia de Barcelona 92 y el miedo originado tras el crimen de Alcásser. 
No obstante, otra aparente disgresión, en este caso sobre ETA y la lucha antiterrorista en aquellos felices 90, acaba siendo uno de los momentos más acertados del libro. 
Como es habitual, comparto a continuación alguno de los pasajes que me han resultado especialmente brillantes:
No pretendo resolver qué es lo que pueden seguir aportando las instituciones, valores y reglas de juego de 1978 a nuestro tiempo. No le pregunto al presente cómo se siente con respecto a la transición, si le gusta o no lo que se hizo. Parto de la base de que todas las personas que tenemos interés político en el presente y futuro de España debemos pasar por ella, para bien y para mal. Su relato oficial, basado en los valores del consenso y la modernización, constituye la escena originaria de la única experiencia democrática estable que ha tenido España, por más que no fuera la única escena posible, la única que tuvo lugar o la única manera de entender la democracia. Al contrario, quiero preguntarle a la transición cómo se siente con respecto al presente. Quiero saber si se siente desbordada o si percibe que sus fronteras permanecen estables. (...)
la clave de la relación entre mi generación y la transición no está solo en el análisis comparado de las fuerzas políticas o en la historia social y económica. También se da en cierto texto de la vida cotidiana. Para comprender dicha conexión hay que dibujar el «inconsciente social» de la época, revisar qué y cómo representa, examinar la manera en que se configura su contexto de conciencia. La fuerza de esta cultura cotidiana es incalculable, profunda y matizada, y pienso que solamente se deja leer con claridad en las exageraciones, los rumores y las manifestaciones sociales y culturales peregrinas (un anuncio de TV o un telediario que no recordamos haber visto, por ejemplo), mucho más que en los aspectos macroeconómicos, sociológicos y políticos «duros» como la estructura social y económica, la demografía, etc. Ambas investigaciones me parecen decisivas, complementarias e interconectadas, pero mi decisión metodológica y política ha sido emprender la primera. Metodológica porque me abría un campo de objetos y de relaciones muy estimulante. Política porque me permitía desafiar la lógica marxista vulgar, que no solo rige en la izquierda, según la cual lo decisivo política y científicamente se decide en la base económica, mientras que la superestructura cultural, religiosa o estética, aunque muy interesante, es siempre subalterna: no dice la verdad de la sociedad. A otros nos parece que las superestructuras (en plural, como las pensó Marx) son el campo de juego por antonomasia y que con, en y a través de ellas podemos marcar la diferencia. (...)
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ningún país se moderniza de la noche a la mañana, por mucha voluntad que pongan sus gobernantes o por esmerados que sean, que lo fueron, los esfuerzos de sus habitantes por dejar atrás la pesadilla. Por más que se hable de la transición casi como de un sujeto automático, sigue siendo necesario y posible contemplarla como un proceso cuyo resultado en absoluto era predecible. No existen férreas leyes de la historia prestas a ser interpretadas por la vanguardia del partido, y en esto el partido de la transición tampoco es una excepción. La manera más asequible de comprender esto sigue siendo el hecho de que el relato oficial no siempre estuvo ahí. No es natural. Fue construido y configurado de manera problemática. Dejó huellas de una cosa y de la contraria, funcionó de manera desigual en los diferentes territorios y franjas de edad y no se hizo cargo, como si tal cosa fuera posible, de la totalidad del proceso. (...)
la transición desarrolló su propia «estructura de sentimiento», un entramado de experiencias, de prácticas, afectos y formas de conciencia. Como dice Raymond Williams, se trata de un conjunto de valores, horizontes de vida y significados tal como los sentimos y vivimos activamente. Las estructuras de sentimiento de la transición se conforman en torno a numerosos factores, a veces difícilmente conjugables: la estabilidad, la ilusión, el miedo, la liberación de la sensación de tutela, etc. ¿Cómo se conforman y diseminan estos significados? Sin duda, la prensa desempeña una función central, pero no es suficiente. Hace falta una política de las imágenes que trascienda las versiones oficiales y haga el camino de arriba abajo, pero también de abajo arriba. Igualmente, las imágenes y los relatos que nos constituyen no se dan solamente en la esfera pública. El éxito del proceso depende de igual manera de su capacidad para enlazar con anhelos y sentidos construidos en otros espacios y tiempos de socialización, desde la familia hasta la pareja, pasando por los veranos en el pueblo y las vacaciones de Navidad. Solo así los contenidos políticos, los relatos y los discursos, así como las imágenes, pueden encarnar y difundir eficazmente cierta manera de hacer y de sentir el trabajo, la familia o el futuro. No hace falta leer a Lacan o sumergirse en la Escuela de Essex para darse cuenta de que lo que se pone en juego aquí no es la existencia de medios de propaganda masiva, de mentiras públicas, malentendidos interesados o posverdades. En toda sociedad avanzada hay factores de control de las opiniones, formales e informales (...)
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Gustave Lebon señala que la muchedumbre piensa en imágenes. Lo hace con una intención peyorativa manifiesta, pero al mismo tiempo deja ver el hilo rojo que lo vincula con el platonismo. Para dominar las imágenes primero hay que denigrarlas social y ontológicamente, asemejarlas a la falsedad de la emoción y la inestabilidad. Son demasiado importantes como para que puedan diseminarse o dejarse al libre uso de la gente común. Según Lebon, el individuo aislado, de tipo masculinizado, piensa racionalmente. Su unidad de raciocinio es el concepto. Por el contrario, las masas, llenas de mujeres y niños, son esencialmente sugestionables porque piensan en imágenes. No hace falta estar de acuerdo con el modelo de sociedad de Lebon para tomarse en serio el argumento de fondo: las imágenes constituyen una de las fuentes de sentido más poderosas. La política de las imágenes de la transición democrática, en esto heredera del gesto conservador de Platón y Burke, es una muestra de ello. La diferencia entre la España de los noventa y la Inglaterra de Burke es que hoy las imágenes proliferan por doquier. Su diseminación por todos los rincones de la vida habría sorprendido no ya a Platón, sino a Debord o Baudrillard. Ninguno de ellos alcanzó a ver el giro inteligente de la telefonía y la deriva activista de las aplicaciones fotográficas como Instagram, que hacen de cualquiera un fotógrafo y de los iniciados verdaderas industrias culturales de sí mismos. La reflexión platónica, aunque sensible a la actividad del poeta, le asigna cierta pasividad vital a las imágenes: muchos las ven, escuchan y sienten, pero solo unos pocos las producen. Hoy esa relación se ha invertido."
"El texto-imagen tiene una fuerte carga de reordenación, apertura e interpretación de la realidad. También de construcción del observador. Con la configuración de la realidad se configura el observador. Sería un error dar por sentado que el observador permanece inalterado y que solo la realidad es cambiante: «un observador es, sobre todo, alguien que ve dentro de un conjunto determinado de posibilidades, que se halla inscrito en un sistema de convenciones y limitaciones». Lo interesante de la imagen que propone Cercas es que dice una verdad colectiva sobre todos nosotros. Suárez no era un hombre brillante, pero hizo sentir seguras a muchas personas. Al fin y al cabo «no iba a hacer nada malo», algo que mucha gente firmaría de cualquier político del presente. Pero el paso también deja ver las grietas de esa misma verdad: no es tanto que Suárez resultara familiar y de confianza para el tipo medio español, sino que construyó los sentimientos políticos de confianza y de familiaridad. Lo hizo, naturalmente, a su imagen y semejanza. A esto se le puede llamar hegemonía (...)
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también se le puede llamar educación sentimental, estructura de sentimiento, religión cotidiana, régimen de identificación o incluso poder existencial, según se piense desde un lugar u otro: Burke, Lebon, Benjamin, Gramsci, Pasolini, Debord, Raymond Williams, etc. La hegemonía tiene que ver con la manera en que se construye nuestro sentido común (nuestros «actos reflejos» de pensamiento y de sentimiento, nuestra reacción inmediata ante una noticia, una conversación o una situación social) y con las conexiones casi imperceptibles que establecemos entre las sensaciones que nos ofrecen las diferentes cosas que escuchamos, vemos y experimentamos en nuestra vida cotidiana. Una estructura de sentimiento es capacidad de producir y adaptar una idea o un relato capaz de reunir a la mayor parte de una comunidad política; o lo que es igual, se dirime en su habilidad y capacidad para determinar las reglas del juego (el sentido común), de tal manera que si alguien quiere disputar cualquier terreno político tiene la obligación de cumplir con ciertos estándares y hablar un lenguaje que puede denominarse, en ese sentido, hegemónico. Suárez, por tanto, no era de confianza. Era la confianza que él mismo había construido, y mientras fuera hegemónico quien quisiera ser de confianza tenía la obligación de parecerse a él, de hablar en sus términos, de participar de su repertorio de gestos y afectos. Representaba la confianza porque portaba la voz de la confianza (era su re-presentante), pero también porque la dibujaba y la definía (era su re-presentación). La política de las imágenes tiene que ver con esto, con cómo se construye el horizonte de sentidos, sentimientos y sensaciones que orienta nuestras vidas cada mañana y, por qué no, la orientación de nuestro voto. (...)
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La ficción crea su propio espacio y su propio tiempo. Si uno pone Edipo Rey sobre el escenario y no hace nada con el texto, las cosas siempre suceden de la misma manera. Se sabe cómo va a terminar. El espacio de la ficción, salvo que se intervenga de alguna manera, es un espacio vacío: eso es algo muy bueno porque puede llenarse, pero desde ese mismo momento ya no coincide con la vida. La imagen de esas acciones dramáticas tiene lugar en el escenario, pero «en realidad» nadie mata y nadie muere. Aunque la puesta en escena reelabore la historia de Edipo, incluso si lo hace de una manera muy rupturista, al menos se sabe que la obra tiene que acabar, que tiene un final que tira de todo lo demás. Esto no se sabe en la vida. De la vida sabemos que tiene un final, pero no cuándo terminará cada situación la en que estamos inmersos. En la vida los dramas no duran dos horas: pueden durar dos minutos, dos años o toda la vida. No pasan de una vez por todas, siempre pueden retornar, siempre quedan abiertos, mientras que la obra se cierra en algún momento. Para Platón esto significaría que en el arte la acción aparece siempre como producto, es decir, que es propio del arte presentar algo que pertenece al mundo de la praxis (acción) como perteneciendo al mundo de la poiesis (producción, creación), relegando la orientación de la acción –la Idea– al rango de una técnica de producción o, en este caso, de imitación. (...)
la imagen producida sirve para justificar acciones humanas, o lo que es igual, con que la narración sirve para justificar decisiones e injusticias reales a través de imágenes controladas por otro. La imitación fija la realidad, la delimita y la selecciona, ilumina alguno de sus aspectos (una escena y un tiempo) y con ello puede tener importantes efectos sobre ella. Puede, por ejemplo, tratar de sustituirla, de cerrar lo abierto o de presentar como inevitable lo que no tendría por qué suceder. La desconfianza contemporánea hacia las imágenes, la idea de que todo es marketing y de que todo lo que sale en la pantalla de televisión es mentira, es heredera de la reflexión platónica sobre las imágenes. Sin embargo, el pensamiento político, que siempre mira hacia la acción, se opone a esta doctrina. Con ello se vincula con la democracia, que propone precisamente que no todo está escrito, que la historia la escribimos entre muchas personas, cada una con nuestras palabras, pero en común. (...)
La cama pintada, que no sirve para dormir, es para Platón la imitación de una imitación, o lo que podríamos denominar, con Deleuze, un «simulacro». De ella podría decirse que ni siquiera está claro que sea, que contenga ser, porque el ser absoluto, simple, perfecto, es la Idea de cama. Si el poeta puede saberlo todo e imitarlo todo es porque en el fondo, en calidad de imitador de imágenes, sus productos son pseudo-objetos y su conocimiento es un pseudo-saber carente de contenido: lo poco que toca de la realidad de la Idea lo hace a través de imágenes. Por eso Sócrates puede decir que el arte mimético es algo inferior (imitación) que, conviviendo con algo igualmente inferior (la parte más baja del alma, la menos racional, la más afectiva), engendra algo inferior. El poeta no posee un arte racional porque es el vocero de otro vocero, el intérprete de un intérprete, luego se aleja dos grados de la verdad (...).
si los sofistas son peligrosos es porque se confunden con los filósofos: son los falsos pretendientes de Deleuze. Y, como señala Rancière, entre los sofistas hay uno que destaca especialmente: el pueblo. El pueblo aplaude a los sofistas, les da la vida, abuchea o jalea las falsas razones que se esgrimen en las asambleas. El gran corruptor de las almas no es la fama, el poder o el aplauso: es el pueblo, y contra el pueblo y contra la popularidad se afirma la verdadera filosofía, de izquierdas y de derechas. El santuario del pensamiento y del buen gobierno debe ser protegido, pero no de los imitadores, sino del pueblo, en nombre del bien común. En otras palabras, tiene que poder legislarse sobre la palabra y sobre las fuentes del discurso, que por definición deben ser pocas y autorizadas. (...)
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¿Qué significa «cultura popular» en relación con la «cultura de la transición»? ¿Fue la cultura de la transición una cultura popular? Cuando pensamos en un pueblo y en su cultura, habitualmente pensamos en el folclore, en sus manifestaciones tradicionales, sus vestidos y sus bailes, casi siempre asentados en identidades fuertes erosionadas por el paso del tiempo y los cambios sociales, lo cual genera a menudo grandes conflictos. Pero lo popular no es solamente lo folclórico. Puede defenderse que la cultura popular tiene que ver con la cultura llamada «de masas» que consumimos diariamente. Por ese motivo, «cultura popular» es un sintagma ambiguo: parecería que una manifestación popular es, según se mire, una cosa (mercancía cultural exitosa) y su contraria (manifestación auténtica cuya principal seña de identidad consiste en resistirse a su mercantilización). Si pensamos lo popular como cultura de consumo, entonces renunciamos a la idea de autenticidad. (...)
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 una sociedad burguesa podría parecerse a cierta versión liberal del capitalismo, es decir, a un sistema basado en los principios de propiedad privada, igualdad ante la ley y carreras abiertas al mérito. Estos principios, sin embargo están ya en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, cuando aún no existían los términos «liberal» o «capitalismo» (salvo en el sentido de persona que vive de la renta de una inversión, que aparece en 1798). Pese a todo, la izquierda ha leído la Declaración en clave burguesa, puesto que en ella se hallan los derechos fundamentales de propiedad, libertad, seguridad y resistencia a la opresión. Richard van Dülmen nos recuerda que esta visión omite algunos elementos decisivos: en primer lugar, el punto primero de la declaración, según el cual las distinciones sociales solo pueden basarse en el bien común. Segundo, el principio según el cual la igualdad ante la ley implica igualdad para elegir y para ser elegible para todas las dignidades y cargos públicos, conforme a las «capacidades» y sin otra distinción que la de las «virtudes y los talentos». Tercero, que esta declaración, que alcanzó su máxima expresión en la Constitución de 1791, fue manifiestamente desbordada por la participación popular a partir de 1792-93. (...) En realidad, la pregunta liberal-burguesa por antonomasia es otra: ¿era necesaria la Revolución para avanzar socialmente o no? Y es que el liberalismo político necesitaba «a) una teoría que justificara la revolución liberal ante las acusaciones de que necesariamente produciría jacobinismo y anarquía, y (b) una justificación para el triunfo de la burguesía»[3]. Encontró ambas en la idea de que la Revolución había sido necesaria para cambiar de orden. Por encima de todas las cosas, las generaciones post-revolucionarias hicieron un aprendizaje fundamental: los cambios no se producen sin participación de los de abajo, incluso los que uno desearía dirigir desde arriba. El sueño de todas las élites modernas, también las del 78, era la «revolución desde arriba». Lo cierto es que su sueño llegó dañado no ya a la España de la Restauración, que también, sino que los liberales franceses de 1830 reconocían que tal cosa se había vuelto imposible ya en 1789. (...) Era y es incuestionable que el conflicto entre patriotas y aristócratas, tal como se venía dando en el seno de las élites francesas hasta la toma de la Bastilla, fue totalmente desbordado y transformado por la irrupción de la gente común. Fue así como la Revolución francesa se convirtió en el fenómeno global que hoy conocemos. ¿Lo habría sido igualmente? Probablemente no, y los liberales lo entendieron mucho mejor que sus sucesores. Hubo un segundo y un tercer aprendizaje decisivos para el tema que nos importa: los liberales moderados franceses se negaron a condenar tanto la Revolución en bloque como cualquiera de sus fases por separado, incluso la República jacobina de 1793-94. Veían aciertos y errores, pero no repudiaban nada. Incluso Tocqueville, a quien tanto interesaba entender la democracia (a ser posible una democracia no jacobina como la norteamericana), asumía que la revolución tenía que ser radical y moderada. Además, la experiencia de 1830 obligaba a elegir entre democracia y liberalismo, lo cual en ningún caso significa que la tradición liberal no contuviera elementos emancipadores compartidos con la democracia. Hemos visto que sí. La cuestión es que liberalismo había llegado a significar admisibilidad a los lugares de decisión (igualdad liberal) y exclusión legítima, no arbitraria, de los mismos (declinación liberal de la desigualdad), mientras que democracia, por más que contuviera lo anterior, significaba otra cosa. Democracia significaba Robespierre. Durante todo el siglo XIX, su nombre estuvo vinculado al proyecto democrático, y no, como en nuestros días, al centralismo y al terror. Tal como han señalado numerosos historiadores y filósofos, entre ellos Antonio Gramsci, la centralización político-burocrático-militar no es una tendencia inherente al jacobinismo. Fue una necesidad puntual que sirvió para un fin concreto: ganar la guerra. (...) Volviendo a nuestros días, pienso que la paradoja histórica a la que nos enfrentamos es que España es un país con liberales, pero sin liberalismo, y que eso se debe en parte a la ambigua relación de los políticos españoles, sobre todo los liberales, con las revoluciones europeas. El liberalismo político, al contrario que en otras sociedades civiles europeas, no fue el ingrediente fundamental de la construcción de la esfera pública española –es decir, de las reglas de juego que han regido los debates más importantes desde 1812, y muy particularmente desde 1931– y esto ha influido notablemente en nuestra manera de entender el juego entre consenso y conflicto. (...) La modernidad democrática española hace un uso peculiar y bien sintomático de las voces «liberalismo» y «jacobinismo». A principios de 2018 las encuestas del CIS indicaban que la etiqueta «liberal» era una de las más exitosas. Mayoritaria entre los votantes de Ciudadanos, también porcentajes significativos de votantes de Podemos, PSOE e IU se identifican con ella. ¿Qué sugieren estos datos? ¿Qué lecciones sobre el pasado y de cara al futuro podemos aprender de esta presunta contradicción ideológica? En primer lugar, cabría pensar que dibujan la huella de una ausencia, en este caso la de un partido capaz de satisfacer con naturalidad cierta demanda de liberalismo. Ciudadanos parece moverse en estos parámetros. ¿Es una cuestión de nostalgia de los valores de la UCD? ¿De anhelo de liberalismo político, económico o ambos? Ninguna de estas opciones parece verosímil a tenor de la historia del poder político en España: el Partido Liberal no sobrevivió a Primo de Rivera, la historia del liberalismo de la II República fue muy desdichada y la trayectoria los partidos liberales de los ochenta (la UL de Pedro Schwartz, el PDL de Garrigues Walker o el PL de Enrique Larroque) es poco edificante. El 15-M y el devenir del ciclo político abierto con las elecciones europeas de mayo de 2014, uno de cuyos hitos fue el resultado electoral del 20 de diciembre de 2015, tampoco parece especialmente liberal, y sin embargo, como veremos, contiene elementos conexos con esa tradición. Tras la caída de Suárez, si algún partido ha desempeñado esa función ha sido el PSOE. Debe atribuírsele la construcción de la imagen de España más poderosa desde 1978. Ningún relato ha sido más exitoso que el de la modernización del país y su asimilación a las democracias «liberales» del entorno. De esa imagen de país en marcha proceden la autoimagen embellecida de las clases medias españolas y también la manera de relacionarse con el pasado característica de la transición. De aquella época procede la consolidación del relato del consenso como herramienta de estabilidad, bienestar y avance democrático: un consenso que, naturalmente, aparecía como un asunto de voluntad y de altura de unos líderes políticos capaces de entenderse en torno al bien común. Para muestra, el «talante» de Zapatero, la talla de los padres de la Constitución y la altura de Carrillo, Suárez y González para mirar más allá de los intereses partidistas. (...) la España democrática como sociedad abierta capaz de dejar atrás las estrecheces y la oscuridad del pasado. Ser liberal significa (en ausencia de liberalismo político) ser «abierto de mente», tener sensibilidad para la diversidad y asumir con naturalidad la relajación de las costumbres. Esto es, sentimientos e imágenes de uno mismo solidarias del relato modernizador de los ochenta, desde la Movida hasta Barcelona posa’t guapa. Enlaza, en segundo lugar, con la idea del «consenso» como antídoto del conflicto. Ser liberal sugiere, en cierta medida, rechazar el conflicto. Esta imagen, que sigue siendo crucial para entender la política española, oculta una cuestión fundamental: el consenso no es cuestión de voluntad, aunque deba haberla. (...) Ser liberal es rechazar «lo viejo» y abrazar «lo nuevo». Significa no ser conservador. Hay algo profundamente español en este retorno del turnismo liberal-conservador por la vía del sentido común, pero también elementos intensamente liberales (en sentido cultural y de construcción del sentido común) en el lema «Por el cambio» de 1982 y en la senda de la economía social de mercado con características nacionales escogida por el PSOE (recordemos que la ESM o «capitalismo social» es de origen alemán, data de 1949 y responde a la época de la construcción del Estado de Bienestar). En los intersticios de esta arquitectura simbólica surge uno de los mantras de este liberalismo cultural al que nos referimos: la polisemia del adjetivo «liberal» permite una autoidentificación tan típica, y tan peculiar, como la de ser «liberal en lo económico y progresista en lo social». El voto a Ciudadanos emparenta con parte de este imaginario, pero ni lo agota ni explica las cotas de votantes liberales de IU y Podemos. La clave debe de estar en otro lugar. Por un lado, en la imaginación social de las clases medias españolas construidas en los años setenta y ochenta, que identifican algunas etiquetas tradicionales como conflictivas, cerradas o antiguas: «nacionalista», «comunista», «socialista» y, de manera más ambigua pero no menos contundente, «progresista». (...) Muchos de estos liberales no quieren saber nada de «ismos» o ideologías. Simplemente se perciben a sí mismos como liberales, bien por descarte, bien por sentido común moderno y de consenso. Este conjunto de votantes autoidentificados como liberales no debe tratarse con desdén. Es razonable en nuestros términos sociales y culturales. Permite responder a la pregunta por la ideología sin dejar de habitar un relato bien instalado y coherente con una sociedad compleja y altamente institucionalizada como la española. Tiene la ventaja de abrir espacios más allá de posiciones percibidas como extremistas sin caer por ello en una ambigüedad indeseable. Quizá no supere un test de solidez ideológica, pero es una etiqueta formidable para perdedores y supervivientes del crac económico que, permaneciendo afectivamente próximos al relato estándar, sienten la necesidad de otra cosa. Por eso España aparece como un país pobre en liberalismo, pero rico en liberales. (...) 
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 No es una cuestión de estar o no de acuerdo con Robespierre, tampoco de defender la República jacobina o de que todos tengamos que ser historiadores de Francia para emitir una opinión. Se trata de dotar de matices y de complejidad al vocabulario político para ensanchar el terreno de juego de lo discutible, es decir, para incrementar la potencia de la opinión pública. En este punto, la cuestión nacional española está en el centro de todos los debates. En los últimos tiempos se ha hablado mucho de la unidad de España, esto es, de la fortaleza de la construcción nacional española. Este debate empalma con la revolución y con la cuestión de la modernidad política, que sería impensable sin la construcción del sistema de estados-nación y, con él, de las relaciones internacionales y el orden mundial. (...) Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer los italianos», como decía el nacionalista italiano Massimo d’Azeglio, es un enunciado tan válido para un estado-nación consolidado como para los grupos sociales más efervescentes. La clave de la creación exitosa de identidades nacionales pasa por crearlas como si contuvieran rasgos naturales, pero siempre reconociendo el punto de construcción, el resto de caos, diríamos con Castoriadis, que se halla en la base de todo orden. (...) la cuestión nacional solo puede abordarse desde la premisa de que no existe un grado cero de nacionalismo. Los historiadores liberales moderados aprendieron y enseñaron esta lección cuando entendieron que no había una Francia prerrevolucionaria a la que volver, y que si querían construir su nación política iban a necesitar hacer política, que debían reconocer que la revolución era Mirabeau y era Robespierre, que no podían resolver sus paradojas históricas sin la gente común, por más que la temieran, y que, en definitiva, Francia era un proyecto en 1789 y no había dejado de serlo en 1830. Era un proyecto histórico, sujeto, como todo proyecto y como toda reflexión importante, a las variables tiempo y movimiento. (...) La configuración de la modernidad democrática española tiene en el terrorismo de ETA uno de sus puntos cardinales. La violencia fue, de hecho, uno de los principales elementos del paisaje de la transición: entre 1975 y 1983 alrededor de 600 personas fueron asesinadas o perdieron la vida a manos de ETA, de fuerzas de extrema derecha y extrema izquierda, de la policía, de grupos armados, del GRAPO, etc. Sin embargo, la relevancia del terrorismo para entender la construcción del campo político en España es posterior a esa fecha y se ubica, en una primera fase, en la masacre de Hipercor y en el Pacto de Ajuria Enea de enero de 1988 y, más adelante, en el asesinato de Miguel Ángel Blanco en julio de 1997 y en los acontecimientos que condujeron al Pacto de Lizarra, al Plan Ibarretxe, al Pacto Antiterrorista de 2000 y a la Ley de Partidos Políticos de 2002. (...) 
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 durante los primeros noventa no había una división tan radical entre nacionalistas y constitucionalistas. El impacto que tuvo esta frontera en la política vasca y española vino después. Había nacionalistas y no nacionalistas de muchos tipos (vascos y españoles), pero la vigencia de Ajuria Enea y de los acuerdos de gobierno entre PNV y PSE (con Rosa Díez como Consejera de Comercio del Lehendakari Ardanza hasta 1998 o Fernando Buesa como Vicelehendakari entre 1991 y 1994) mantenían ambos campos conectados (...). El asesinato de Miguel Ángel Blanco no fue el único de aquel año y no era el primero que sentíamos con dolor, pero fue decisivo para la construcción de una normalidad nueva. El primer asesinato de ETA que experimenté políticamente fue el de Gregorio Ordoñez en 1995. El primero que recuerdo fue el de Joseba Goikoetxea un año y tres meses antes, aunque no estoy seguro de no haber construido ese recuerdo con posterioridad. Todos mis recuerdos anteriores son «privados»: ETA era algo que le ocurría a mi familia. (...) Un nivel de violencia muy relevante era el simbólico: en algunos entornos no estaba mal visto señalar a quien llevaba un lazo azul o a quien era considerado «español». Tampoco pasaba nada si había respuesta directa a quien lo hacía, pero solían tomarse precauciones. Siempre he recordado la primera vez que alguien me señaló, entrando en el colegio, sin mediar palabra, y me hizo el gesto de rajarme el cuello. Por supuesto, estaba la violencia explícita: la extorsión, el asesinato, la kale borroka, etc. Todos estos niveles se entremezclaban, yuxtaponían o combinaban de manera cambiante y diversa. No era difícil tener parientes, amigos o conocidos amenazados por ETA. Tampoco lo era conocer entornos mixtos en los que las ramas de la familia estaban divididas, de tal manera que, por poner un caso real, la sobrina de un asesinado por ETA hubiera acabado teniendo un marido encarcelado por pertenencia a banda armada. La casuística era inagotable y generaba situaciones imposibles de resolver de manera sencilla. (...) En democracia no se viven conflictos: se mata o se muere, hay demócratas y hay terroristas. En Euskadi se mataba y se moría, qué duda cabe, pero lo que nos pasaba era mucho más que eso. Para empezar, la violencia alcanzaba todos los espacios y momentos del día. Nos afectaba continuamente: quienes no matábamos y no moríamos estábamos igual de inmersos en aquella lógica. Nos posicionábamos en cada ocasión concreta, sufríamos tensiones cotidianas y a menudo normalizábamos las violencias que había en nuestras vidas. ¿Qué derecho tenía nadie a negarnos la palabra «conflicto» para definir lo que nos pasaba? ¿Qué clase de educación sentimental permitía poner la negación del conflicto, incluso como expresión de una situación difícil, por encima de la empatía más elemental hacia personas de 17 o 18 años que veníamos de experimentar cosas que, para su fortuna, otras no habían vivido ni remotamente? (...) Todavía hoy genera polémica decir que ETA no era solo una banda terrorista. Formaba parte de y era ella misma un entramado social, afectivo y cultural que reunía a personas muy diferentes entre sí. Alcanzaba todos los lugares, producía violencia discursiva y corporal y determinaba una parte importante de la gestión del miedo y de la esperanza de las personas comunes. O lo que es igual, tenía base y efectos políticos. Era un factor político de primer orden. Negarlo es, en mi experiencia, renunciar a entender lo que pasaba. (...) una educación sentimental que a principios de los dosmiles forjó al menos a una generación y media de españoles: se parecía a un péndulo. A un lado estaba el bloque «PP-Democracia-Demócratas» y al otro la «Barbarie-ETA-HB». Solo se podía ser una cosa u otra y a quienes no querían ser ETA, pero tampoco el PP, es decir, a la mayor parte de la sociedad, se les decretó aquella versión renovada del limbo: la equidistancia. (...) En virtud de esta lógica pendular, Jesús Eguiguren era un payaso y un tonto útil del nacionalismo, tal como afirmaban Fernando Savater o Félix de Azúa sin sonrojarse. Zapatero era ETA, Iñaki Gabilondo y Eduardo Madina traidores que aparecían en La pelota vasca. Julio Medem, por supuesto, era un indeseable. Se podía insultar a socialistas, nacionalistas vascos, sindicalistas y a cualquiera que pasara por allí. Nadie estaba a la altura. No se podía decir nada sin que algún portavoz del péndulo apareciera para señalar que tal o cual frase no era suficiente y que seguíamos siendo sospechosos. Hay que decirlo claramente: la década que va de la Ley de Partidos a la declaración de cese de la violencia (de 2002 a 2011) fue desastrosa desde un punto de vista ético y la principal responsabilidad política la tiene el Partido Popular. (...) 
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Visto con distancia, resulta aún más indiscutible que nadie tiene derecho a decir que Zapatero es ETA. Da igual cuanto asesinara o extorsionara ETA, que lo hizo mucho y muy vilmente. Es una cuestión de suelo ético: nadie tiene derecho a decir algo así de otra persona. Hubo personas bondadosas y sinceramente preocupadas por el bienestar de los suyos que actuaron así, que se forjaron en este péndulo y que no fueron capaces de salirse de él. No eran todos del PP. No votaban al PP, pero las correderas de su educación sentimental las había diseñado una España pendular gobernada por el PP. (...) siempre será necesario recordar que a personas que dieron la cara desde el principio, que se jugaron la vida desde organizaciones como Gesto por la Paz, se les insultaba y llamaba, cómo no, equidistantes, pacifistas y bobos. Lo hacían personas que se reclamaban herederas del Espíritu de Ermua. Para quien tenga ganas de recordar, el lazo azul surgió en 1993 en respuesta al secuestro de Julio Iglesias Zamora. Entre las cuatro organizaciones que lo lanzaron se hallaba Gesto por la Paz, nada menos que Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1993. Pero estábamos en otra cosa y los tiempos se habían vuelto así de difíciles. A partir de 1994 ser progresista en materia de derechos humanos y estar en contra de ETA se hizo cada vez más duro. (...) Cuestionar la vigencia del tratado constitucional conducía a la equidistancia y la barbarie. Quienes no querían estar en ese paradigma constitucional eran injustamente tratados como bárbaros, pero es innegable que semejante aluvión tuvo que afectar a su capacidad para sentir empatía. (...) 
 Yo he odiado a ETA toda mi vida, pero también he sufrido la violencia de sentir que no me dejaban hacerlo con mis propias palabras. (...) Yo he odiado a ETA toda mi vida, pero también he sufrido la violencia de sentir que no me dejaban hacerlo con mis propias palabras. Tenían que ser las suyas. No entendían o no podían comprender que en el fondo no eran experiencias diferentes, sino declinaciones de un mismo dolor. El péndulo no permitía que personas diferentes sintieran dolores afines, o que personas diferentes, con experiencias de la violencia diferentes, compartieran un suelo ético. (...) 
Que una persona fuera asesinada nada más que por ser concejal del PP es terrible, pero no convierte ese dolor enorme en algo exclusivo del PP. Es de todas las personas. Y si es de todas, su memoria también debe serlo. Es algo impropio y que merma nuestra integridad y nuestra dignidad arrebatar a otra persona la capacidad para sentir ese dolor como algo propio, lo cual enlaza con el problema de la pérdida que planteaba antes a propósito de Alcàsser. Al igual que el discurso mediático sobre el crimen de Alcàsser plantea una administración del miedo y la esperanza a través de la despolitización del problema de la desigualdad y la violencia machista, en el relato mediático del asesinato de Blanco el discurso de la unidad de los demócratas administra retroactivamente, dibujando una frontera interna muy concreta, la relación entre lo que es discutible y lo que no. Con ello malgasta una parte de la fuerza ética y política del momento: la ampliación del campo de lo posible-discutible. Un ensanchamiento como este nos habría permitido debatir a fondo el papel capilar de ETA en la sociedad vasca, la labor social y de las instituciones para evitarlo, la función histórica del Pacto de Ajuria Enea, los motivos de la falta de empatía de una parte de la sociedad vasca con las víctimas del terrorismo, la importancia de la situación de los presos o el problema del equilibrio entre sufrimientos (muy presente entonces en las conversaciones cotidianas sobre ETA y los GAL). 
 (...) Ser equidistante es como ser extranjero para la democracia. Acude a ese modelo una y otra vez: en la versión más aguda de su fantasía de la repetición, ya no necesariamente mayoritaria, cualquier paso o traspiés hacia el afuera que amenaza y perfila el campo de lo discutible democráticamente es ETA. Por eso Nicolás Maduro, los titiriteros, Valtonyc y César Strawberry pueden ser ETA. No es por afán electoralista o por la adicción a aquellos tiempos. No se explica por la maldad del PP, sino porque está en el meollo de la construcción de nuestra normalidad democrática. No hay mejor demostración que su contraparte pendular. «Manuela Carmena es ETA» equivale, por la derecha, a cuando portavoces de la izquierda española plantean que el PP podría desear que ETA volviera a matar. Semejantes barbaridades solo pueden darse porque nuestro suelo ético como país es francamente frágil. (...) 
Los 90: Euforia y miedo en la modernidad democrática española.
Eudardo Maura.
Akal, 2018 

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