lunes, 25 de febrero de 2019

DESPIECE "EL MUNDO FELIZ: UNA APOLOGÍA DE LA VIDA FALSA" (Luisgé Martín)

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La vida es, en su esencia, un sumidero de mierda o un acto ridículo. No me refiero a la vida de un prisionero de Auschwitz, un habitante de una favela miserable, un niño hambriento, un oficinista gris o un esclavo torturado. Me refiero a la vida de cualquier ser humano, también a la de quienes la viven con intensidad y plenitud. Me refiero incluso a la de aquellos que hacen alabanza de todo, a la de quienes se regodean en su felicidad mundana y cantan los placeres de la existencia: ninguno de ellos seguirá haciéndolo durante mucho tiempo, y en el último instante, si tienen conciencia e inteligencia suficiente, se retractarán de su júbilo. Nunca he conocido a nadie que a la hora de morir estuviera satisfecho o alegre, si hacemos excepción –y no siempre– de los devotos religiosos que aguardan el paso a una vida celestial, sin sumideros de mierda ni estercoleros llenos de cadáveres, o de aquellos otros, antagónicos, que buscan la muerte voluntariamente para abandonar por fin sus penalidades. Borges dijo que «todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes». Se le podría parafrasear de un modo que él probablemente no habría consentido, por la falta de ironía del aforismo: «Todos caminamos hacia la infelicidad, solo que los lúcidos –o los observadores– llegan un poco antes.» (...) 
Quién podría afirmar que una eternidad de dicha puede compensar un solo instante de dolor humano?», se preguntaba Albert Camus en La peste. Para quienes no creen en la eternidad, la duda es aún más categórica: quién puede afirmar que los goces limitados de una vida humana compensarán las adversidades, las pesadumbres y la cortedad de esa misma vida. Quién puede imaginar que en el momento de la agonía, cuando se vea ya la nada de frente, podrán recordarse con dulzura –como si se tratasen de un triunfo– los amores, los laureles, los orgasmos y los relámpagos de belleza que se vivieron. Lo advirtió Quilón de Esparta: «Hasta después de su muerte, no digas de alguien que es feliz.» (...)  
Tal vez durante algunos meses, al principio de la adolescencia, cuando abandonamos los paraísos infantiles y empezamos a descubrir las tortuosidades del mundo, sí tenemos continuamente la presencia de esa angustia: es el retrato del joven atormentado y sin rumbo que se repite generación tras generación. Pero para sobrevivir es necesario el engaño. Como para leer o ver una película. Al comenzar una novela creemos en ella. Vivimos dentro de ella durante el tiempo que dura la lectura. El poeta inglés Samuel Taylor Coleridge acuñó una expresión que ha hecho fortuna para describir ese estado de entrega: la suspensión voluntaria de la incredulidad. Es decir, somos conscientes de que lo que estamos leyendo es mentira, pero emocionalmente lo percibimos como si fuera verdadero: comprendemos los amores desviados de los personajes, perdonamos sus traiciones, sentimos ira ante las injusticias que sufren o cometen, y nos conmovemos con sus desgracias. Es ese mismo mecanismo el que empleamos para poder vivir sin enloquecer: sabemos bien que la nada devorará hasta nuestra última partícula, que los amores eternos durarán –en el mejor de los casos– mientras la muerte lo permita, que la enfermedad roerá nuestro cuerpo hasta hacerlo inservible (o, aún más perversamente, que roerá antes los de algunas personas a las que amamos y a las que veremos morir); sabemos que los éxitos serán fugaces y los afectos, si los hay, interesados o escurridizos; sabemos, en suma, que la vida será un sumidero de mierda o un acto ridículo. Pero a pesar de ello –o justamente por ello– suspendemos la incredulidad y vivimos como si todo lo que hacemos fuera necesario o fascinante, como si visitar un país lejano, fornicar con alguien o escribir un libro nos conectara con la eternidad. Como si el sentido de la vida existiera realmente. (...)
En El mito de Sísifo, Albert Camus, el gran ideólogo del absurdo, hace un retrato perfecto del hombre que sabe pero no quiere saber: «Llego por fin a la muerte y al sentimiento que de ella tenemos. Sobre este punto se ha dicho todo y lo decente es abstenerse de patetismos. Sin embargo, nunca nos asombrará lo bastante que todo el mundo viva como si nadie “supiera”. Y es que, en realidad, no existe experiencia de la muerte.» Y un poco más adelante insiste: «Conozco otra evidencia: me dice que el hombre es mortal. Sin embargo, se cuentan con los dedos de la mano las personas que han sacado de ella las últimas conclusiones. Hay que considerar como una perpetua referencia [...] el desfase constante entre lo que nos imaginamos saber y lo que sabemos de veras, el consentimiento práctico y la ignorancia simulada que consiguen que vivamos con ideas que, si las sintiéramos realmente, deberían trastornar toda nuestra vida.» Suspensión voluntaria de la incredulidad, consentimiento práctico, ignorancia simulada: novelería. Esa novelería –ya lo hemos dicho– empieza siempre en la adolescencia. La infancia es habitualmente una edad feliz, inconsciente, infalible. Estamos protegidos por aquellos que nos cuidan y creemos aún en los prodigios de cualquier tipo: somos crédulos. A los catorce o quince años, sin embargo, llega el desvelamiento del mundo. Descubrimos el amor sexual –y por lo tanto el desamor–, la fragilidad, la intemperie. Descubrimos también la muerte en su dimensión más exacta. Descubrimos todas las parvedades y las traiciones. Y es entonces cuando, ya incrédulos, persuadidos de que aquella representación teatral a la que asistimos será irremediablemente dolorosa e insustancial, comenzamos a desfigurar la realidad y a torcer los significados de todo para poder seguir viviendo. El modo más simple de hacerlo es el de la fe, pero Dios cada vez resulta más inverosímil. Por eso buscamos otras trascendencias, otras mentiras más humanas: la justicia, el amor sobrenatural, la belleza artística, la posteridad. (...) 
La vida es un acto absurdo, una ciénaga de mierda, una tierra movediza que nunca es capaz de sostener nuestro propio peso, pero aprendemos enseguida a recubrirla de épica y de leyenda para hacer acopio de justificaciones que nos mantengan en pie. La historia de la literatura es la historia de esa épica, de los tópicos románticos que se han creado para abrillantar la condición humana: la resistencia del héroe, el extravío del enamorado, la bondad del débil o la lealtad intachable del hombre honesto. En esa reconstrucción inventada de la vida, el fracaso tiene un cierto misticismo, un aura de gloria. Los perdedores encuentran siempre consuelo: según el relato épico, no son en verdad perdedores, sino seres en carne viva, personas que se aproximan a la existencia con más intensidad que los que triunfan, criaturas que por ser tan genuinamente humanas sufren tanto. Ese es el adjetivo angular de esta superchería: humano. Lo humano basta para redimir cualquier vida. En lo humano, hasta el dolor adquiere rango divino. (...)
El filósofo alemán Wilhelm Schmid da una lección de esas creencias en su libro La felicidad, que lleva un subtítulo muy aclarador: Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida. Schmid, apoyándose en los padres griegos del pensamiento occidental, y sobre todo en los estoicos, sostiene que la única felicidad posible es la plenitud. Después de citar a Epicuro, quien sostenía que «no elegimos cualquier placer» y que «no todo dolor ha de ser evitado», Schmid explica que «la felicidad no surge de resaltar y admitir solo una parte de la vida, la parte agradable, placentera y “positiva”. La felicidad superior, la plenitud, abarca también la otra parte, la parte desagradable, dolorosa y “negativa” con la que debemos arreglárnoslas». Y añade: «La vida plena es respirar entre los polos de lo positivo y lo negativo: coger aire nuevo con cosas que nos hacen bien. [...] La extensión total de las experiencias entre polos opuestos transmite la impresión de vivir realmente y de sentir la vida plena y completa.» Es decir, en palabras más callejeras: para ser feliz hay que gozar intensamente y sufrir intensamente. Lo único que no sirve es la mediocridad, la simpleza, la falta de emociones verdaderas. Es mejor ser el marinero genetiano Georges Querelle o el doliente magnate Jay Gatsby antes que aceptar la personalidad insustancial de Bartleby el escribiente. En uno de los diálogos de Sobre héroes y tumbas, la novela quizá más pesimista del pesimista Ernesto Sabato, se formaliza ese reconocimiento literario de las cloacas de mierda humana: –Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo? Él se quedó meditando en aquella singular afirmación. –El triunfo –prosiguió– tiene siempre algo de vulgar y de horrible. Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó: –¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo. Nos salva un poco el fracaso de tanta gente. (...)
La literatura crea el territorio mítico necesario para que los dolientes y los malaventurados encuentren el consuelo y el orgullo. Viene a decirles: «Crees que no eres feliz, pero la verdadera felicidad es justamente eso: el fracaso, el sufrimiento intenso, la amargura. Lo humano es así.» (...)
La vida es, en su sustancia, un sumidero de mierda o un acto ridículo, pero a pesar de ello la tomamos muy en serio. Incluso desde el materialismo más estricto, seguimos creyendo en alguna forma de alma, en un componente sagrado de las células humanas que las eleva por encima de sí mismas. «El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona», escribió Hölderlin, y ese es el espacio en el que a menudo encontramos la mística o la mentira: los sueños. También en la autenticidad, ese otro incierto rasgo que poseen literariamente las criaturas superiores: lo importante es ser auténtico, guiarse por la propia conciencia, aunque la consecuencia de ello –al contravenir normas sociales o al correr riesgos temerarios– sea el dolor. Una persona soñadora y auténtica tiene alma. Vivir sin alma o sin espíritu es extremadamente difícil. Por eso hemos construido el alma laica, que tiene, como el alma religiosa, una trascendencia. Y la trascendencia siempre está ligada a la posteridad; busca lo eterno, lo inmortal. Y encuentra su espacio, por lo tanto, en aquello que dura más que la propia vida: el arte, la política –en su sentido más grandioso– y la fecundación; una obra maestra, un hueco en la historia o un hijo que perpetúe las propias células. (...) Cuando llega el dolor definitivo, deja de servir de consuelo, si alguna vez sirvió. A Beethoven, al morir, no le reconfortó el futuro glorioso que les esperaba a sus sinfonías. A Alejandro Magno (cuyo epitafio decía: «Una tumba le basta a aquel a quien el universo no le bastaba») no le apaciguó en su agonía haber construido el imperio más vasto de la historia de la humanidad. Y cualquier padre devoto siente más tormento por abandonar a sus hijos que alegría por haberlos concebido. La vida es insuficiente, exigua y fugitiva, y ninguna alma la vuelve duradera. (...)
El desnudo epitafio de Fernando Pessoa resume bien el tópico literario de la muerte imparcial y muestra la paradoja existencial que nunca se ha resuelto: «Fui lo que no soy.» (...)
La vida es un sumidero de mierda, un acto ridículo o absurdo, pero nos comportamos ante ella con una estricta solemnidad, convirtiendo en mito o en literatura todo lo que la afecta. (...)
Instituimos grandes conceptos que nos hacen creer a nosotros mismos en la grandeza humana: llamamos dignidad, igualdad, libertad y fraternidad a distintos aspectos del depósito de mierda o del acto grotesco que representamos. «Los seres humanos deben vivir con dignidad, tienen que ser libres, necesitan la solidaridad de unos con otros para alcanzar la justicia.» Palabras siempre mayúsculas, bienes superiores que no admiten réplica. ¿Pero qué significa políticamente, por ejemplo, vivir con dignidad? Tener unos ingresos que permitan cubrir los gastos corrientes de energía, alimentación y vestido. Tener, antes que nada, una casa en la que poder dormir. Pero ¿todo eso constituye una dignidad verdadera? ¿Protege del desamor, de la fealdad, del envejecimiento o de la melancolía? ¿Protege de la muerte? ¿Protege del asombro de contemplar el mundo en toda su brutalidad? La respuesta, evidentemente, es que no. La dignidad existencial de Alejandro Magno, de Felipe II o de Luis XIV de Francia fue idéntica a la del más miserable de sus súbditos. Sus huesos, como diría ese tópico literario de la muerte igualadora, están hechos del mismo polvo y reposan en la misma nada. (...)
Esa es la pregunta que está en el centro de estas páginas: ¿cómo se consigue un mundo feliz? ¿A qué es necesario renunciar para alcanzarlo? ¿Qué preceptos de nuestra conciencia individual deben ser abolidos previamente? «No hay más que un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía. El resto, si el mundo tiene tres dimensiones, si las categorías del espíritu son nueve o doce, viene después. Se trata de juegos: primero hay que responder», decía Albert Camus en el célebre principio de El mito de Sísifo. Si reformulamos esta cuestión camusiana empleando un sujeto colectivo y no un sujeto individual, llegaremos a preguntarnos si no es el suicidio social el único problema político realmente serio. ¿Y a qué llamamos suicidio social? A la decisión colectiva y consentida de acabar con la especie humana tal como la hemos concebido a lo largo de la historia y tal como la seguimos concibiendo. Una especie depredadora, violenta y psíquicamente inestable que amenaza la pervivencia del planeta y que nunca ha logrado encontrar el modelo de la felicidad perdurable (sino, más bien al contrario, el del sufrimiento cronificado). El ser humano se contempla a sí mismo y contempla la sociedad en la que vive. Respecto a sí mismo, poco puede hacer para evitar los males: creer en Dios, inventar una trascendencia atea o aceptar, como Camus propone, el absurdo. Pero respecto a la sociedad en la que vive puede hacer una reflexión más desapegada y emplear su lucidez para crear un futuro radicalmente diferente. Puede, por ejemplo, intentar controlar el instinto de conservación de la especie y detener así la generación interminable de seres abocados a la angustia y a la muerte. O puede aceptar –y teorizar acerca de ello en alguna de sus ciencias sociales– que si la condición humana no es tan grandiosa como la literatura se ha empeñado en predicar, determinadas construcciones políticas extravagantes pueden ser legítimas y defendibles. (...)
Uno de los libros de aforismos de Emil Cioran lleva por título Del inconveniente de haber nacido, y esa es la formulación exacta del problema existencial: el único modo aceptable de suicidio para alguien que ama la vida es no haber nacido. Entre todos los actos crueles que un ser humano puede cometer, el mayor de ellos –perpetrado además por simple instinto o incluso por amor– es sin duda el de engendrar a otro ser humano y transmitirle la experiencia dolorosa y absurda de la vida. En ese acto están contenidos todos los demás. El hambre, el desamor, la soledad, la tortura, la traición y por supuesto la muerte. Ya se ha dicho muchas veces con brutalidad: engendrar a alguien es al mismo tiempo matarle, y no debe haber distracción ni indulgencia en esto. Los placeres luminosos del mundo no son una excusa; son, en todo caso, un agravante. (...)
 
A menudo se confunde el pesimismo con la tristeza. Sin embargo, son dos sentimientos cruzados. El pesimista tiene dañado su instinto de suspensión de la incredulidad, y durante los instantes en los que examina el mundo de su alrededor es consciente de la banalidad de cualquier empeño. Pero es una conciencia científica, epistemológica, no vital. Es una conciencia que no le extirpa las ganas de vivir, sino que muchas veces, al contrario, se las acrecienta. «La vida es hermosa. Pero ¿y si solo lo parece?», escribió Chéjov. El pesimista sabe que solo lo parece, pero cree que justamente por eso, porque lo hermoso es pura apariencia, puede ser mejorada mediante la manipulación. El problema es que todos nuestros modelos de pensamiento –de cualquier ideología, de cualquier civilización– tropiezan con una condición terrible: la de la autenticidad. «Lo que no es auténtico no tiene valor», se asegura. Pero la vida, llena de limitaciones, solo puede perfeccionarse haciendo trampa, falsificándola, transformándola en ficción o en virtualidad. Matrix, la célebre película de las hermanas Wachowski, indaga con brillantez en ese conflicto metafísico, y se ha convertido ya en un clásico para ilustrar los debates éticos que las nuevas realidades tecnológicas y sociales crean en nuestra época. (...)
El mundo feliz: una apología de la vida falsa.
Luisgé Martín.
Anagrama, 2019.

EL JUEGO DEL FASCISMO (Y LAS CLAVES PARA IDENTIFICARLO) SEGÚN UMBERTO ECO.

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En 1942, a la edad de diez años, gané el primer premio de los Ludi Juveniles (un concurso de libre participación forzada para los jóvenes fascistas italianos, esto es, para todos los jóvenes italianos). Había discurrido con virtuosismo retórico sobre el tema: “¿Debemos morir por la gloria de Mussolini
y el destino inmortal de Italia?”. Mi respuesta había sido afirmativa. Era un chico listo.
Después, en 1943, descubrí el significado de la palabra “libertad”. Contaré esta historia al final de mi discurso. En aquel momento “libertad” no significaba todavía “liberación”. Pasé dos de mis primeros años entre SS, fascistas y partisanos, que se disparaban mutuamente, y aprendí cómo evitar las balas. No estuvo mal como ejercicio.
En abril de 1945, los partisanos tomaron Milán. Dos días después llegaron a la pequeña ciudad donde yo vivía. Fue un momento de alegría. La plaza principal estaba abarrotada de gente que cantaba y agitaba banderas, invocando a grandes voces a Mimo, el jefe partisano de la zona.
Mimo, ex brigada de los carabineros, se había pasado a los seguidores de Badoglio y había perdido una pierna en uno de los primeros choques. Se dejó ver en el balcón del ayuntamiento, apoyado en sus muletas, pálido; intentó, con una mano, calmar a la muchedumbre. Yo estaba allí, esperando su discurso, visto que toda mi infancia había estado marcada por los grandes discursos históricos de Mussolini, cuyos pasajes más significativos aprendíamos de memoria en el colegio. Silencio.
Mimo habló con voz entrecortada, casi no se le oía. Dijo: “Ciudadanos, amigos. Después de tantos dolorosos sacrificios... aquí estamos. Gloria a los caídos por la libertad”. Eso fue todo. Y volvió dentro. La muchedumbre gritaba, los partisanos levantaron sus armas y dispararon al aire festivamente. Nosotros, los niños, nos abalanzamos a recoger los casquillos, preciosos objetos de colección, pero yo había aprendido también que la libertad de palabra significa libertad de la retórica. (...)

En Italia, hoy en día, hay personas que se preguntan si la Resistencia tuvo un impacto militar efectivo en el sesgo de la guerra. Para mi generación la cuestión no tiene relevancia alguna: comprendimos inmediatamente el significado moral y psicológico de la Resistencia. Era motivo de orgullo saber que nosotros los europeos no habíamos esperado la liberación pasivamente. Pienso que también para los jóvenes norteamericanos que derramaban su tributo de sangre por nuestra libertad no era irrelevante saber que, detrás de las líneas, había europeos que estaban pagando ya su deuda.

En Italia, hoy en día, hay personas que dicen que el mito de la Resistencia era una mentira comunista. Es verdad que los comunistas han explotado la Resistencia como una propiedad personal, al haber desempeñado en ella un papel fundamental; pero yo recuerdo a partisanos con pañuelos de diferentes colores.
Pegado a la radio, pasaba mis noches —con las ventanas cerradas y el oscurecimiento general que convertía el pequeño espacio en torno al aparato en el único halo luminoso— escuchando los mensajes que Radio Londres transmitía a los partisanos. Eran a la vez oscuros y poéticos (“El sol vuelve a salir una vez más”, “Florecerán las rosas”), y la mayor parte eran “mensajes para la Franchi”. Alguien me susurró que Franchi era el jefe de uno de los grupos clandestinos más poderosos de la Italia del Norte, un hombre cuyo valor era legendario. Franchi se convirtió en mi héroe. Franchi (cuyo verdadero nombre era Edgardo Sogno) era un monárquico, tan anticomunista que después de la guerra se unió a grupos de extrema derecha y fue acusado incluso de haber colaborado en un golpe de estado reaccionario. Pero ¿qué importa? Sogno sigue siendo todavía el sueño de mi infancia. La liberación fue una empresa común para gente de diferente color. (...)
En Italia, hoy en día, hay personas que dicen que la guerra de liberación fue un trágico episodio de división, y que ahora necesitamos una reconciliación nacional. El recuerdo de aquellos años terribles debería ser reprimido. Pero la represión provoca neurosis. Si reconciliación significa compasión y respeto hacia todos aquellos que combatieron su guerra de buena fe, perdonar no significa olvidar. Puedo admitir incluso que Eichmann creyera sinceramente en su misión, pero no me siento capaz de
decir: “Vale, vuelve y hazlo otra vez”.

Nosotros estamos aquí para recordar lo que sucedió y para declarar solemnemente que “ellos” no deben volver a hacerlo. Pero ¿quiénes son “ellos”? Si todavía estamos pensando en los gobiernos totalitarios que dominaron Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, podemos decir con tranquilidad que sería difícil verlos volver de la misma manera en circunstancias históricas diferentes. Si el fascismo de Mussolini se fundaba en la idea de un jefe carismático, en el corporativismo, en la utopía del “destino fatal de Roma”, en una voluntad imperialista de conquistar nuevas tierras, en un nacionalismo exacerbado, en el ideal de toda una nación uniformada con camisa negra, en el rechazo de la democracia parlamentaria, en el antisemitismo, entonces no tengo dificultades en admitir que Alleanza Nazionale es, sin duda, un partido de derechas, pero tiene poco que ver con el antiguo fascismo (al que sí se remitía, en cambio, su progenitor, el Movimiento Social Italiano, MSI). Por las mismas razones, aunque estoy preocupado por los diversos movimientos filonazis que están activos aquí y allá en Europa, Rusia incluida, no pienso que el nazismo, en su forma original, vaya a reaparecer como movimiento que involucre a toda una nación.

Sin embargo, aun pudiéndose derribar los regímenes políticos, y criticar y quitar legitimidad a las ideologías, detrás de un régimen y de su ideología hay una manera de pensar y de sentir, una serie de
hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables. ¿Es que todavía queda otro fantasma que recorre Europa (por no hablar de otras partes del mundo)? Ionesco dijo una vez que “solo cuentan las palabras, lo demás son chácharas”. Las costumbres lingüísticas son a menudo síntomas importantes de sentimientos no expresados.
Déjenme preguntar, entonces, por qué no solo la Resistencia sino toda la Segunda Guerra Mundial han sido definidas, en todo el mundo, como una lucha contra el fascismo. Si vuelven a leer Por quién doblan las campanas de Hemingway, descubrirán que Robert Jordan identifica a sus enemigos con los fascistas, incluso cuando piensa en los falangistas españoles. Permítanme que le ceda la palabra a Franklin Delano Roosevelt: “La victoria del pueblo americano y de sus aliados será una victoria contra el fascismo y contra ese callejón sin salida del despotismo que el fascismo representa” (23 de septiembre de 1944).
Durante los años de McCarthy, a los norteamericanos que habían tomado parte en la guerra civil española se los definía como “antifascistas prematuros”, entendiendo con ello que combatir a Hitler en los años cuarenta era un deber moral para todo buen americano, pero combatir contra Franco demasiado pronto, en los años treinta, era sospechoso. (...)
Mein Kampf es el manifiesto completo de un programa político. El nazismo tenía una teoría del racismo y del arianismo, una noción precisa de l’entartete Kunst, el “arte degenerado”, una filosofía de la voluntad de poder y del l’Ubermensch. El nazismo era decididamente anticristiano y neopagano, con la misma claridad con la que el Diamat de Stalin (la versión oficial del marxismo soviético) era a todas luces (...) materialista y ateo. Si por totalitarismo seentiende un régimen que subordina todos los actos individuales al estado y a su ideología, entonces nazismo y estalinismo eran regímenes totalitarios.

El fascismo fue, sin lugar a dudas, una dictadura, pero no era cabalmente totalitario, no tanto por su tibieza, como por la debilidad filosófica de su ideología.
Al contrario de lo que se suele pensar, el fascismo italiano no tenía una filosofía propia. (...) Mussolini no tenía ninguna filosofía: tenía solo una retórica. 

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Empezó como ateo militante, para luego firmar el concordato con la Iglesia y simpatizar con los obispos que bendecían los banderines fascistas. En sus primeros años anticlericales, según una leyenda plausible, le pidió una vez a Dios que lo fulminara en el mismo sitio para probar su existencia. Dios estaba distraído, evidentemente. 
En años posteriores, en sus discursos, Mussolini citaba siempre el nombre de Dios y no desdeñaba hacerse llamar “el hombre de la Providencia”. Se puede decir que el fascismo italiano fue la primera dictadura de derechas que dominó un país europeo, y que todos los movimientos análogos encontraron más tarde una especie de arquetipo común en el régimen de Mussolini. El fascismo italiano fue el primero en crear una liturgia militar, un folklore e, incluso, una forma de vestir, con la que tuvo más éxito en el extranjero que Armani, Benetton o Versace. (...)
los años treinta hicieron su aparición movimientos fascistas en Inglaterra, con Mosley, y en Letonia, Estonia, Lituania, Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, España, Portugal, Noruega e incluso en América del Sur, por no hablar de Alemania. Fue el fascismo italiano el que convenció a muchos líderes liberales europeos de que el nuevo régimen estaba llevando a cabo interesantes reformas sociales, capaces de ofrecer una alternativa moderadamente revolucionaria a la amenaza comunista.

Aun así, la prioridad histórica no me parece una razón suficiente para explicar por qué la palabra “fascismo” se convirtió en una sinécdoque, en una denominación pars pro toto para movimientos totalitarios diferentes. No vale decir que el fascismo contenía en sí todos los elementos de los totalitarismos sucesivos, digamos que “en estado quintaesencial”. Al contrario, el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, y ni tan siquiera una sola esencia. (...)

No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. ¿Se puede concebir acaso un movimiento totalitario que consiga aunar monarquía y revolución, ejército real y milicia personal de Mussolini, los privilegios concedidos a la Iglesia y una educación estatal que exaltaba la violencia, el control absoluto y el mercado libre?
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El partido fascista nació proclamando su nuevo orden revolucionario, pero lo financiaban los latifundistas más conservadores, que se esperaban una contrarrevolución.
El fascismo de los primeros tiempos era republicano y sobrevivió veinte años proclamando su lealtad a la familia real, permitiéndole a un “duce” que saliera adelante del brazo de un “rey”, al que ofreció incluso el título de “emperador”. Pero cuando, en 1943, el rey relevó a Mussolini, el partido volvió a aparecer dos meses más tarde, con la ayuda de los alemanes, bajo la bandera de una república “social”, reciclando su vieja partitura revolucionaria, enriquecida por acentuaciones casi jacobinas. (...)
El sentir de los herméticos era exactamente lo contrario del culto fascista del optimismo y del heroísmo. El régimen toleraba este disentimiento evidente, aunque socialmente imperceptible, porque no le prestaba suficiente atención a una jerigonza tan oscura. Lo cual no significa que el fascismo italiano fuera tolerante. A Gramsci lo metieron en la cárcel hasta su muerte; Matteotti y los hermanos Rosselli fueron asesinados; la prensa libre fue suprimida, los sindicatos desmantelados, los disidentes políticos fueron confinados en islas remotas; el poder legislativo se convirtió en una mera ficción y el ejecutivo (que controlaba al judicial, así como a los medios de comunicación) promulgaba directamente las nuevas leyes, entre las cuales se cuentan también las de la defensa de la raza (el apoyo formal italiano al Holocausto). (...)
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La imagen incoherente que acabo de describir no se debía a la tolerancia: era un ejemplo de descoyuntamiento político e ideológico. Pero era un “descoyuntamiento organizado”, una confusión estructurada. El fascismo filosóficamente era desvencijado, pero desde el punto de vista emotivo estaba ensamblado firmemente con algunos arquetipos.

Y llegamos al segundo punto de mi tesis. Hubo un solo nazismo, y no podemos llamar “nazismo” al falangismo hipercatólico de la España de Franco, puesto que el nazismo es fundamentalmente pagano, politeísta y anticristiano, o no es nazismo. Al contrario, se puede jugar al fascismo de muchas maneras, y el nombre del juego no cambia.

Le sucede a la noción de “fascismo” lo que, según Wittgenstein, acontece con la noción de “juego”. Un juego puede ser competitivo o no, puede interesar a una o más personas, puede requerir alguna habilidad particular o ninguna, puede poner dinero en el platillo o no. Los juegos son una serie de actividades diferentes que muestran solo un cierto “parecido de familia”. (...)

El término “fascismo” se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista.
Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. (...) Añádanle el culto de la mitología celta y el misticismo del Grial (completamente ajeno al fascismo oficial) y obtendrán uno de los gurus fascistas más respetados, Julius Evola.
A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar fascismo primitivo o eterno. Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista.

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domingo, 24 de febrero de 2019

LOS 90: EUFORIA Y MIEDO EN LA MODERNIDAD DEMOCRÁTICA ESPAÑOLA.

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Eduardo Maura, nacido en Valladolid en 1981 pero pronto traslado al País Vasco, es Doctor en Filosofía por la Complutense y desde 2015 diputado de Podemos por Vizcaya. Recientemente ha publicado con AKAL el recomendable ensayo Los 90: Euforia y miedo en la modernidad democrática española, al que llegué como paso lógico tras el interesante y entretenidísimo panfleto de Víctor Lenore Espectros de la Movida: por qué odiar los 80 (misma editorial). 
Su ensayo sin duda cumple la misión de aportar una mirada diferente a una década compleja y, en general, resulta casi tan ameno como profundo. Sin embargo, me temo que pierde el enfoque en varios momentos o, al menos, el enfoque que yo esperaba encontrar y que el propio autor esbozaba al principio del tomo. Hay mucha digresión filosófica, que casi parecen rescatadas de otros libros o estudios, y escasas referencias a la cultura pop más allá de la magistral dicotomía inicial entre la euforia de Barcelona 92 y el miedo originado tras el crimen de Alcásser. 
No obstante, otra aparente disgresión, en este caso sobre ETA y la lucha antiterrorista en aquellos felices 90, acaba siendo uno de los momentos más acertados del libro. 
Como es habitual, comparto a continuación alguno de los pasajes que me han resultado especialmente brillantes:
No pretendo resolver qué es lo que pueden seguir aportando las instituciones, valores y reglas de juego de 1978 a nuestro tiempo. No le pregunto al presente cómo se siente con respecto a la transición, si le gusta o no lo que se hizo. Parto de la base de que todas las personas que tenemos interés político en el presente y futuro de España debemos pasar por ella, para bien y para mal. Su relato oficial, basado en los valores del consenso y la modernización, constituye la escena originaria de la única experiencia democrática estable que ha tenido España, por más que no fuera la única escena posible, la única que tuvo lugar o la única manera de entender la democracia. Al contrario, quiero preguntarle a la transición cómo se siente con respecto al presente. Quiero saber si se siente desbordada o si percibe que sus fronteras permanecen estables. (...)
la clave de la relación entre mi generación y la transición no está solo en el análisis comparado de las fuerzas políticas o en la historia social y económica. También se da en cierto texto de la vida cotidiana. Para comprender dicha conexión hay que dibujar el «inconsciente social» de la época, revisar qué y cómo representa, examinar la manera en que se configura su contexto de conciencia. La fuerza de esta cultura cotidiana es incalculable, profunda y matizada, y pienso que solamente se deja leer con claridad en las exageraciones, los rumores y las manifestaciones sociales y culturales peregrinas (un anuncio de TV o un telediario que no recordamos haber visto, por ejemplo), mucho más que en los aspectos macroeconómicos, sociológicos y políticos «duros» como la estructura social y económica, la demografía, etc. Ambas investigaciones me parecen decisivas, complementarias e interconectadas, pero mi decisión metodológica y política ha sido emprender la primera. Metodológica porque me abría un campo de objetos y de relaciones muy estimulante. Política porque me permitía desafiar la lógica marxista vulgar, que no solo rige en la izquierda, según la cual lo decisivo política y científicamente se decide en la base económica, mientras que la superestructura cultural, religiosa o estética, aunque muy interesante, es siempre subalterna: no dice la verdad de la sociedad. A otros nos parece que las superestructuras (en plural, como las pensó Marx) son el campo de juego por antonomasia y que con, en y a través de ellas podemos marcar la diferencia. (...)
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ningún país se moderniza de la noche a la mañana, por mucha voluntad que pongan sus gobernantes o por esmerados que sean, que lo fueron, los esfuerzos de sus habitantes por dejar atrás la pesadilla. Por más que se hable de la transición casi como de un sujeto automático, sigue siendo necesario y posible contemplarla como un proceso cuyo resultado en absoluto era predecible. No existen férreas leyes de la historia prestas a ser interpretadas por la vanguardia del partido, y en esto el partido de la transición tampoco es una excepción. La manera más asequible de comprender esto sigue siendo el hecho de que el relato oficial no siempre estuvo ahí. No es natural. Fue construido y configurado de manera problemática. Dejó huellas de una cosa y de la contraria, funcionó de manera desigual en los diferentes territorios y franjas de edad y no se hizo cargo, como si tal cosa fuera posible, de la totalidad del proceso. (...)
la transición desarrolló su propia «estructura de sentimiento», un entramado de experiencias, de prácticas, afectos y formas de conciencia. Como dice Raymond Williams, se trata de un conjunto de valores, horizontes de vida y significados tal como los sentimos y vivimos activamente. Las estructuras de sentimiento de la transición se conforman en torno a numerosos factores, a veces difícilmente conjugables: la estabilidad, la ilusión, el miedo, la liberación de la sensación de tutela, etc. ¿Cómo se conforman y diseminan estos significados? Sin duda, la prensa desempeña una función central, pero no es suficiente. Hace falta una política de las imágenes que trascienda las versiones oficiales y haga el camino de arriba abajo, pero también de abajo arriba. Igualmente, las imágenes y los relatos que nos constituyen no se dan solamente en la esfera pública. El éxito del proceso depende de igual manera de su capacidad para enlazar con anhelos y sentidos construidos en otros espacios y tiempos de socialización, desde la familia hasta la pareja, pasando por los veranos en el pueblo y las vacaciones de Navidad. Solo así los contenidos políticos, los relatos y los discursos, así como las imágenes, pueden encarnar y difundir eficazmente cierta manera de hacer y de sentir el trabajo, la familia o el futuro. No hace falta leer a Lacan o sumergirse en la Escuela de Essex para darse cuenta de que lo que se pone en juego aquí no es la existencia de medios de propaganda masiva, de mentiras públicas, malentendidos interesados o posverdades. En toda sociedad avanzada hay factores de control de las opiniones, formales e informales (...)
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Gustave Lebon señala que la muchedumbre piensa en imágenes. Lo hace con una intención peyorativa manifiesta, pero al mismo tiempo deja ver el hilo rojo que lo vincula con el platonismo. Para dominar las imágenes primero hay que denigrarlas social y ontológicamente, asemejarlas a la falsedad de la emoción y la inestabilidad. Son demasiado importantes como para que puedan diseminarse o dejarse al libre uso de la gente común. Según Lebon, el individuo aislado, de tipo masculinizado, piensa racionalmente. Su unidad de raciocinio es el concepto. Por el contrario, las masas, llenas de mujeres y niños, son esencialmente sugestionables porque piensan en imágenes. No hace falta estar de acuerdo con el modelo de sociedad de Lebon para tomarse en serio el argumento de fondo: las imágenes constituyen una de las fuentes de sentido más poderosas. La política de las imágenes de la transición democrática, en esto heredera del gesto conservador de Platón y Burke, es una muestra de ello. La diferencia entre la España de los noventa y la Inglaterra de Burke es que hoy las imágenes proliferan por doquier. Su diseminación por todos los rincones de la vida habría sorprendido no ya a Platón, sino a Debord o Baudrillard. Ninguno de ellos alcanzó a ver el giro inteligente de la telefonía y la deriva activista de las aplicaciones fotográficas como Instagram, que hacen de cualquiera un fotógrafo y de los iniciados verdaderas industrias culturales de sí mismos. La reflexión platónica, aunque sensible a la actividad del poeta, le asigna cierta pasividad vital a las imágenes: muchos las ven, escuchan y sienten, pero solo unos pocos las producen. Hoy esa relación se ha invertido."
"El texto-imagen tiene una fuerte carga de reordenación, apertura e interpretación de la realidad. También de construcción del observador. Con la configuración de la realidad se configura el observador. Sería un error dar por sentado que el observador permanece inalterado y que solo la realidad es cambiante: «un observador es, sobre todo, alguien que ve dentro de un conjunto determinado de posibilidades, que se halla inscrito en un sistema de convenciones y limitaciones». Lo interesante de la imagen que propone Cercas es que dice una verdad colectiva sobre todos nosotros. Suárez no era un hombre brillante, pero hizo sentir seguras a muchas personas. Al fin y al cabo «no iba a hacer nada malo», algo que mucha gente firmaría de cualquier político del presente. Pero el paso también deja ver las grietas de esa misma verdad: no es tanto que Suárez resultara familiar y de confianza para el tipo medio español, sino que construyó los sentimientos políticos de confianza y de familiaridad. Lo hizo, naturalmente, a su imagen y semejanza. A esto se le puede llamar hegemonía (...)
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también se le puede llamar educación sentimental, estructura de sentimiento, religión cotidiana, régimen de identificación o incluso poder existencial, según se piense desde un lugar u otro: Burke, Lebon, Benjamin, Gramsci, Pasolini, Debord, Raymond Williams, etc. La hegemonía tiene que ver con la manera en que se construye nuestro sentido común (nuestros «actos reflejos» de pensamiento y de sentimiento, nuestra reacción inmediata ante una noticia, una conversación o una situación social) y con las conexiones casi imperceptibles que establecemos entre las sensaciones que nos ofrecen las diferentes cosas que escuchamos, vemos y experimentamos en nuestra vida cotidiana. Una estructura de sentimiento es capacidad de producir y adaptar una idea o un relato capaz de reunir a la mayor parte de una comunidad política; o lo que es igual, se dirime en su habilidad y capacidad para determinar las reglas del juego (el sentido común), de tal manera que si alguien quiere disputar cualquier terreno político tiene la obligación de cumplir con ciertos estándares y hablar un lenguaje que puede denominarse, en ese sentido, hegemónico. Suárez, por tanto, no era de confianza. Era la confianza que él mismo había construido, y mientras fuera hegemónico quien quisiera ser de confianza tenía la obligación de parecerse a él, de hablar en sus términos, de participar de su repertorio de gestos y afectos. Representaba la confianza porque portaba la voz de la confianza (era su re-presentante), pero también porque la dibujaba y la definía (era su re-presentación). La política de las imágenes tiene que ver con esto, con cómo se construye el horizonte de sentidos, sentimientos y sensaciones que orienta nuestras vidas cada mañana y, por qué no, la orientación de nuestro voto. (...)
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La ficción crea su propio espacio y su propio tiempo. Si uno pone Edipo Rey sobre el escenario y no hace nada con el texto, las cosas siempre suceden de la misma manera. Se sabe cómo va a terminar. El espacio de la ficción, salvo que se intervenga de alguna manera, es un espacio vacío: eso es algo muy bueno porque puede llenarse, pero desde ese mismo momento ya no coincide con la vida. La imagen de esas acciones dramáticas tiene lugar en el escenario, pero «en realidad» nadie mata y nadie muere. Aunque la puesta en escena reelabore la historia de Edipo, incluso si lo hace de una manera muy rupturista, al menos se sabe que la obra tiene que acabar, que tiene un final que tira de todo lo demás. Esto no se sabe en la vida. De la vida sabemos que tiene un final, pero no cuándo terminará cada situación la en que estamos inmersos. En la vida los dramas no duran dos horas: pueden durar dos minutos, dos años o toda la vida. No pasan de una vez por todas, siempre pueden retornar, siempre quedan abiertos, mientras que la obra se cierra en algún momento. Para Platón esto significaría que en el arte la acción aparece siempre como producto, es decir, que es propio del arte presentar algo que pertenece al mundo de la praxis (acción) como perteneciendo al mundo de la poiesis (producción, creación), relegando la orientación de la acción –la Idea– al rango de una técnica de producción o, en este caso, de imitación. (...)
la imagen producida sirve para justificar acciones humanas, o lo que es igual, con que la narración sirve para justificar decisiones e injusticias reales a través de imágenes controladas por otro. La imitación fija la realidad, la delimita y la selecciona, ilumina alguno de sus aspectos (una escena y un tiempo) y con ello puede tener importantes efectos sobre ella. Puede, por ejemplo, tratar de sustituirla, de cerrar lo abierto o de presentar como inevitable lo que no tendría por qué suceder. La desconfianza contemporánea hacia las imágenes, la idea de que todo es marketing y de que todo lo que sale en la pantalla de televisión es mentira, es heredera de la reflexión platónica sobre las imágenes. Sin embargo, el pensamiento político, que siempre mira hacia la acción, se opone a esta doctrina. Con ello se vincula con la democracia, que propone precisamente que no todo está escrito, que la historia la escribimos entre muchas personas, cada una con nuestras palabras, pero en común. (...)
La cama pintada, que no sirve para dormir, es para Platón la imitación de una imitación, o lo que podríamos denominar, con Deleuze, un «simulacro». De ella podría decirse que ni siquiera está claro que sea, que contenga ser, porque el ser absoluto, simple, perfecto, es la Idea de cama. Si el poeta puede saberlo todo e imitarlo todo es porque en el fondo, en calidad de imitador de imágenes, sus productos son pseudo-objetos y su conocimiento es un pseudo-saber carente de contenido: lo poco que toca de la realidad de la Idea lo hace a través de imágenes. Por eso Sócrates puede decir que el arte mimético es algo inferior (imitación) que, conviviendo con algo igualmente inferior (la parte más baja del alma, la menos racional, la más afectiva), engendra algo inferior. El poeta no posee un arte racional porque es el vocero de otro vocero, el intérprete de un intérprete, luego se aleja dos grados de la verdad (...).
si los sofistas son peligrosos es porque se confunden con los filósofos: son los falsos pretendientes de Deleuze. Y, como señala Rancière, entre los sofistas hay uno que destaca especialmente: el pueblo. El pueblo aplaude a los sofistas, les da la vida, abuchea o jalea las falsas razones que se esgrimen en las asambleas. El gran corruptor de las almas no es la fama, el poder o el aplauso: es el pueblo, y contra el pueblo y contra la popularidad se afirma la verdadera filosofía, de izquierdas y de derechas. El santuario del pensamiento y del buen gobierno debe ser protegido, pero no de los imitadores, sino del pueblo, en nombre del bien común. En otras palabras, tiene que poder legislarse sobre la palabra y sobre las fuentes del discurso, que por definición deben ser pocas y autorizadas. (...)
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¿Qué significa «cultura popular» en relación con la «cultura de la transición»? ¿Fue la cultura de la transición una cultura popular? Cuando pensamos en un pueblo y en su cultura, habitualmente pensamos en el folclore, en sus manifestaciones tradicionales, sus vestidos y sus bailes, casi siempre asentados en identidades fuertes erosionadas por el paso del tiempo y los cambios sociales, lo cual genera a menudo grandes conflictos. Pero lo popular no es solamente lo folclórico. Puede defenderse que la cultura popular tiene que ver con la cultura llamada «de masas» que consumimos diariamente. Por ese motivo, «cultura popular» es un sintagma ambiguo: parecería que una manifestación popular es, según se mire, una cosa (mercancía cultural exitosa) y su contraria (manifestación auténtica cuya principal seña de identidad consiste en resistirse a su mercantilización). Si pensamos lo popular como cultura de consumo, entonces renunciamos a la idea de autenticidad. (...)
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 una sociedad burguesa podría parecerse a cierta versión liberal del capitalismo, es decir, a un sistema basado en los principios de propiedad privada, igualdad ante la ley y carreras abiertas al mérito. Estos principios, sin embargo están ya en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, cuando aún no existían los términos «liberal» o «capitalismo» (salvo en el sentido de persona que vive de la renta de una inversión, que aparece en 1798). Pese a todo, la izquierda ha leído la Declaración en clave burguesa, puesto que en ella se hallan los derechos fundamentales de propiedad, libertad, seguridad y resistencia a la opresión. Richard van Dülmen nos recuerda que esta visión omite algunos elementos decisivos: en primer lugar, el punto primero de la declaración, según el cual las distinciones sociales solo pueden basarse en el bien común. Segundo, el principio según el cual la igualdad ante la ley implica igualdad para elegir y para ser elegible para todas las dignidades y cargos públicos, conforme a las «capacidades» y sin otra distinción que la de las «virtudes y los talentos». Tercero, que esta declaración, que alcanzó su máxima expresión en la Constitución de 1791, fue manifiestamente desbordada por la participación popular a partir de 1792-93. (...) En realidad, la pregunta liberal-burguesa por antonomasia es otra: ¿era necesaria la Revolución para avanzar socialmente o no? Y es que el liberalismo político necesitaba «a) una teoría que justificara la revolución liberal ante las acusaciones de que necesariamente produciría jacobinismo y anarquía, y (b) una justificación para el triunfo de la burguesía»[3]. Encontró ambas en la idea de que la Revolución había sido necesaria para cambiar de orden. Por encima de todas las cosas, las generaciones post-revolucionarias hicieron un aprendizaje fundamental: los cambios no se producen sin participación de los de abajo, incluso los que uno desearía dirigir desde arriba. El sueño de todas las élites modernas, también las del 78, era la «revolución desde arriba». Lo cierto es que su sueño llegó dañado no ya a la España de la Restauración, que también, sino que los liberales franceses de 1830 reconocían que tal cosa se había vuelto imposible ya en 1789. (...) Era y es incuestionable que el conflicto entre patriotas y aristócratas, tal como se venía dando en el seno de las élites francesas hasta la toma de la Bastilla, fue totalmente desbordado y transformado por la irrupción de la gente común. Fue así como la Revolución francesa se convirtió en el fenómeno global que hoy conocemos. ¿Lo habría sido igualmente? Probablemente no, y los liberales lo entendieron mucho mejor que sus sucesores. Hubo un segundo y un tercer aprendizaje decisivos para el tema que nos importa: los liberales moderados franceses se negaron a condenar tanto la Revolución en bloque como cualquiera de sus fases por separado, incluso la República jacobina de 1793-94. Veían aciertos y errores, pero no repudiaban nada. Incluso Tocqueville, a quien tanto interesaba entender la democracia (a ser posible una democracia no jacobina como la norteamericana), asumía que la revolución tenía que ser radical y moderada. Además, la experiencia de 1830 obligaba a elegir entre democracia y liberalismo, lo cual en ningún caso significa que la tradición liberal no contuviera elementos emancipadores compartidos con la democracia. Hemos visto que sí. La cuestión es que liberalismo había llegado a significar admisibilidad a los lugares de decisión (igualdad liberal) y exclusión legítima, no arbitraria, de los mismos (declinación liberal de la desigualdad), mientras que democracia, por más que contuviera lo anterior, significaba otra cosa. Democracia significaba Robespierre. Durante todo el siglo XIX, su nombre estuvo vinculado al proyecto democrático, y no, como en nuestros días, al centralismo y al terror. Tal como han señalado numerosos historiadores y filósofos, entre ellos Antonio Gramsci, la centralización político-burocrático-militar no es una tendencia inherente al jacobinismo. Fue una necesidad puntual que sirvió para un fin concreto: ganar la guerra. (...) Volviendo a nuestros días, pienso que la paradoja histórica a la que nos enfrentamos es que España es un país con liberales, pero sin liberalismo, y que eso se debe en parte a la ambigua relación de los políticos españoles, sobre todo los liberales, con las revoluciones europeas. El liberalismo político, al contrario que en otras sociedades civiles europeas, no fue el ingrediente fundamental de la construcción de la esfera pública española –es decir, de las reglas de juego que han regido los debates más importantes desde 1812, y muy particularmente desde 1931– y esto ha influido notablemente en nuestra manera de entender el juego entre consenso y conflicto. (...) La modernidad democrática española hace un uso peculiar y bien sintomático de las voces «liberalismo» y «jacobinismo». A principios de 2018 las encuestas del CIS indicaban que la etiqueta «liberal» era una de las más exitosas. Mayoritaria entre los votantes de Ciudadanos, también porcentajes significativos de votantes de Podemos, PSOE e IU se identifican con ella. ¿Qué sugieren estos datos? ¿Qué lecciones sobre el pasado y de cara al futuro podemos aprender de esta presunta contradicción ideológica? En primer lugar, cabría pensar que dibujan la huella de una ausencia, en este caso la de un partido capaz de satisfacer con naturalidad cierta demanda de liberalismo. Ciudadanos parece moverse en estos parámetros. ¿Es una cuestión de nostalgia de los valores de la UCD? ¿De anhelo de liberalismo político, económico o ambos? Ninguna de estas opciones parece verosímil a tenor de la historia del poder político en España: el Partido Liberal no sobrevivió a Primo de Rivera, la historia del liberalismo de la II República fue muy desdichada y la trayectoria los partidos liberales de los ochenta (la UL de Pedro Schwartz, el PDL de Garrigues Walker o el PL de Enrique Larroque) es poco edificante. El 15-M y el devenir del ciclo político abierto con las elecciones europeas de mayo de 2014, uno de cuyos hitos fue el resultado electoral del 20 de diciembre de 2015, tampoco parece especialmente liberal, y sin embargo, como veremos, contiene elementos conexos con esa tradición. Tras la caída de Suárez, si algún partido ha desempeñado esa función ha sido el PSOE. Debe atribuírsele la construcción de la imagen de España más poderosa desde 1978. Ningún relato ha sido más exitoso que el de la modernización del país y su asimilación a las democracias «liberales» del entorno. De esa imagen de país en marcha proceden la autoimagen embellecida de las clases medias españolas y también la manera de relacionarse con el pasado característica de la transición. De aquella época procede la consolidación del relato del consenso como herramienta de estabilidad, bienestar y avance democrático: un consenso que, naturalmente, aparecía como un asunto de voluntad y de altura de unos líderes políticos capaces de entenderse en torno al bien común. Para muestra, el «talante» de Zapatero, la talla de los padres de la Constitución y la altura de Carrillo, Suárez y González para mirar más allá de los intereses partidistas. (...) la España democrática como sociedad abierta capaz de dejar atrás las estrecheces y la oscuridad del pasado. Ser liberal significa (en ausencia de liberalismo político) ser «abierto de mente», tener sensibilidad para la diversidad y asumir con naturalidad la relajación de las costumbres. Esto es, sentimientos e imágenes de uno mismo solidarias del relato modernizador de los ochenta, desde la Movida hasta Barcelona posa’t guapa. Enlaza, en segundo lugar, con la idea del «consenso» como antídoto del conflicto. Ser liberal sugiere, en cierta medida, rechazar el conflicto. Esta imagen, que sigue siendo crucial para entender la política española, oculta una cuestión fundamental: el consenso no es cuestión de voluntad, aunque deba haberla. (...) Ser liberal es rechazar «lo viejo» y abrazar «lo nuevo». Significa no ser conservador. Hay algo profundamente español en este retorno del turnismo liberal-conservador por la vía del sentido común, pero también elementos intensamente liberales (en sentido cultural y de construcción del sentido común) en el lema «Por el cambio» de 1982 y en la senda de la economía social de mercado con características nacionales escogida por el PSOE (recordemos que la ESM o «capitalismo social» es de origen alemán, data de 1949 y responde a la época de la construcción del Estado de Bienestar). En los intersticios de esta arquitectura simbólica surge uno de los mantras de este liberalismo cultural al que nos referimos: la polisemia del adjetivo «liberal» permite una autoidentificación tan típica, y tan peculiar, como la de ser «liberal en lo económico y progresista en lo social». El voto a Ciudadanos emparenta con parte de este imaginario, pero ni lo agota ni explica las cotas de votantes liberales de IU y Podemos. La clave debe de estar en otro lugar. Por un lado, en la imaginación social de las clases medias españolas construidas en los años setenta y ochenta, que identifican algunas etiquetas tradicionales como conflictivas, cerradas o antiguas: «nacionalista», «comunista», «socialista» y, de manera más ambigua pero no menos contundente, «progresista». (...) Muchos de estos liberales no quieren saber nada de «ismos» o ideologías. Simplemente se perciben a sí mismos como liberales, bien por descarte, bien por sentido común moderno y de consenso. Este conjunto de votantes autoidentificados como liberales no debe tratarse con desdén. Es razonable en nuestros términos sociales y culturales. Permite responder a la pregunta por la ideología sin dejar de habitar un relato bien instalado y coherente con una sociedad compleja y altamente institucionalizada como la española. Tiene la ventaja de abrir espacios más allá de posiciones percibidas como extremistas sin caer por ello en una ambigüedad indeseable. Quizá no supere un test de solidez ideológica, pero es una etiqueta formidable para perdedores y supervivientes del crac económico que, permaneciendo afectivamente próximos al relato estándar, sienten la necesidad de otra cosa. Por eso España aparece como un país pobre en liberalismo, pero rico en liberales. (...) 
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 No es una cuestión de estar o no de acuerdo con Robespierre, tampoco de defender la República jacobina o de que todos tengamos que ser historiadores de Francia para emitir una opinión. Se trata de dotar de matices y de complejidad al vocabulario político para ensanchar el terreno de juego de lo discutible, es decir, para incrementar la potencia de la opinión pública. En este punto, la cuestión nacional española está en el centro de todos los debates. En los últimos tiempos se ha hablado mucho de la unidad de España, esto es, de la fortaleza de la construcción nacional española. Este debate empalma con la revolución y con la cuestión de la modernidad política, que sería impensable sin la construcción del sistema de estados-nación y, con él, de las relaciones internacionales y el orden mundial. (...) Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer los italianos», como decía el nacionalista italiano Massimo d’Azeglio, es un enunciado tan válido para un estado-nación consolidado como para los grupos sociales más efervescentes. La clave de la creación exitosa de identidades nacionales pasa por crearlas como si contuvieran rasgos naturales, pero siempre reconociendo el punto de construcción, el resto de caos, diríamos con Castoriadis, que se halla en la base de todo orden. (...) la cuestión nacional solo puede abordarse desde la premisa de que no existe un grado cero de nacionalismo. Los historiadores liberales moderados aprendieron y enseñaron esta lección cuando entendieron que no había una Francia prerrevolucionaria a la que volver, y que si querían construir su nación política iban a necesitar hacer política, que debían reconocer que la revolución era Mirabeau y era Robespierre, que no podían resolver sus paradojas históricas sin la gente común, por más que la temieran, y que, en definitiva, Francia era un proyecto en 1789 y no había dejado de serlo en 1830. Era un proyecto histórico, sujeto, como todo proyecto y como toda reflexión importante, a las variables tiempo y movimiento. (...) La configuración de la modernidad democrática española tiene en el terrorismo de ETA uno de sus puntos cardinales. La violencia fue, de hecho, uno de los principales elementos del paisaje de la transición: entre 1975 y 1983 alrededor de 600 personas fueron asesinadas o perdieron la vida a manos de ETA, de fuerzas de extrema derecha y extrema izquierda, de la policía, de grupos armados, del GRAPO, etc. Sin embargo, la relevancia del terrorismo para entender la construcción del campo político en España es posterior a esa fecha y se ubica, en una primera fase, en la masacre de Hipercor y en el Pacto de Ajuria Enea de enero de 1988 y, más adelante, en el asesinato de Miguel Ángel Blanco en julio de 1997 y en los acontecimientos que condujeron al Pacto de Lizarra, al Plan Ibarretxe, al Pacto Antiterrorista de 2000 y a la Ley de Partidos Políticos de 2002. (...) 
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 durante los primeros noventa no había una división tan radical entre nacionalistas y constitucionalistas. El impacto que tuvo esta frontera en la política vasca y española vino después. Había nacionalistas y no nacionalistas de muchos tipos (vascos y españoles), pero la vigencia de Ajuria Enea y de los acuerdos de gobierno entre PNV y PSE (con Rosa Díez como Consejera de Comercio del Lehendakari Ardanza hasta 1998 o Fernando Buesa como Vicelehendakari entre 1991 y 1994) mantenían ambos campos conectados (...). El asesinato de Miguel Ángel Blanco no fue el único de aquel año y no era el primero que sentíamos con dolor, pero fue decisivo para la construcción de una normalidad nueva. El primer asesinato de ETA que experimenté políticamente fue el de Gregorio Ordoñez en 1995. El primero que recuerdo fue el de Joseba Goikoetxea un año y tres meses antes, aunque no estoy seguro de no haber construido ese recuerdo con posterioridad. Todos mis recuerdos anteriores son «privados»: ETA era algo que le ocurría a mi familia. (...) Un nivel de violencia muy relevante era el simbólico: en algunos entornos no estaba mal visto señalar a quien llevaba un lazo azul o a quien era considerado «español». Tampoco pasaba nada si había respuesta directa a quien lo hacía, pero solían tomarse precauciones. Siempre he recordado la primera vez que alguien me señaló, entrando en el colegio, sin mediar palabra, y me hizo el gesto de rajarme el cuello. Por supuesto, estaba la violencia explícita: la extorsión, el asesinato, la kale borroka, etc. Todos estos niveles se entremezclaban, yuxtaponían o combinaban de manera cambiante y diversa. No era difícil tener parientes, amigos o conocidos amenazados por ETA. Tampoco lo era conocer entornos mixtos en los que las ramas de la familia estaban divididas, de tal manera que, por poner un caso real, la sobrina de un asesinado por ETA hubiera acabado teniendo un marido encarcelado por pertenencia a banda armada. La casuística era inagotable y generaba situaciones imposibles de resolver de manera sencilla. (...) En democracia no se viven conflictos: se mata o se muere, hay demócratas y hay terroristas. En Euskadi se mataba y se moría, qué duda cabe, pero lo que nos pasaba era mucho más que eso. Para empezar, la violencia alcanzaba todos los espacios y momentos del día. Nos afectaba continuamente: quienes no matábamos y no moríamos estábamos igual de inmersos en aquella lógica. Nos posicionábamos en cada ocasión concreta, sufríamos tensiones cotidianas y a menudo normalizábamos las violencias que había en nuestras vidas. ¿Qué derecho tenía nadie a negarnos la palabra «conflicto» para definir lo que nos pasaba? ¿Qué clase de educación sentimental permitía poner la negación del conflicto, incluso como expresión de una situación difícil, por encima de la empatía más elemental hacia personas de 17 o 18 años que veníamos de experimentar cosas que, para su fortuna, otras no habían vivido ni remotamente? (...) Todavía hoy genera polémica decir que ETA no era solo una banda terrorista. Formaba parte de y era ella misma un entramado social, afectivo y cultural que reunía a personas muy diferentes entre sí. Alcanzaba todos los lugares, producía violencia discursiva y corporal y determinaba una parte importante de la gestión del miedo y de la esperanza de las personas comunes. O lo que es igual, tenía base y efectos políticos. Era un factor político de primer orden. Negarlo es, en mi experiencia, renunciar a entender lo que pasaba. (...) una educación sentimental que a principios de los dosmiles forjó al menos a una generación y media de españoles: se parecía a un péndulo. A un lado estaba el bloque «PP-Democracia-Demócratas» y al otro la «Barbarie-ETA-HB». Solo se podía ser una cosa u otra y a quienes no querían ser ETA, pero tampoco el PP, es decir, a la mayor parte de la sociedad, se les decretó aquella versión renovada del limbo: la equidistancia. (...) En virtud de esta lógica pendular, Jesús Eguiguren era un payaso y un tonto útil del nacionalismo, tal como afirmaban Fernando Savater o Félix de Azúa sin sonrojarse. Zapatero era ETA, Iñaki Gabilondo y Eduardo Madina traidores que aparecían en La pelota vasca. Julio Medem, por supuesto, era un indeseable. Se podía insultar a socialistas, nacionalistas vascos, sindicalistas y a cualquiera que pasara por allí. Nadie estaba a la altura. No se podía decir nada sin que algún portavoz del péndulo apareciera para señalar que tal o cual frase no era suficiente y que seguíamos siendo sospechosos. Hay que decirlo claramente: la década que va de la Ley de Partidos a la declaración de cese de la violencia (de 2002 a 2011) fue desastrosa desde un punto de vista ético y la principal responsabilidad política la tiene el Partido Popular. (...) 
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Visto con distancia, resulta aún más indiscutible que nadie tiene derecho a decir que Zapatero es ETA. Da igual cuanto asesinara o extorsionara ETA, que lo hizo mucho y muy vilmente. Es una cuestión de suelo ético: nadie tiene derecho a decir algo así de otra persona. Hubo personas bondadosas y sinceramente preocupadas por el bienestar de los suyos que actuaron así, que se forjaron en este péndulo y que no fueron capaces de salirse de él. No eran todos del PP. No votaban al PP, pero las correderas de su educación sentimental las había diseñado una España pendular gobernada por el PP. (...) siempre será necesario recordar que a personas que dieron la cara desde el principio, que se jugaron la vida desde organizaciones como Gesto por la Paz, se les insultaba y llamaba, cómo no, equidistantes, pacifistas y bobos. Lo hacían personas que se reclamaban herederas del Espíritu de Ermua. Para quien tenga ganas de recordar, el lazo azul surgió en 1993 en respuesta al secuestro de Julio Iglesias Zamora. Entre las cuatro organizaciones que lo lanzaron se hallaba Gesto por la Paz, nada menos que Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1993. Pero estábamos en otra cosa y los tiempos se habían vuelto así de difíciles. A partir de 1994 ser progresista en materia de derechos humanos y estar en contra de ETA se hizo cada vez más duro. (...) Cuestionar la vigencia del tratado constitucional conducía a la equidistancia y la barbarie. Quienes no querían estar en ese paradigma constitucional eran injustamente tratados como bárbaros, pero es innegable que semejante aluvión tuvo que afectar a su capacidad para sentir empatía. (...) 
 Yo he odiado a ETA toda mi vida, pero también he sufrido la violencia de sentir que no me dejaban hacerlo con mis propias palabras. (...) Yo he odiado a ETA toda mi vida, pero también he sufrido la violencia de sentir que no me dejaban hacerlo con mis propias palabras. Tenían que ser las suyas. No entendían o no podían comprender que en el fondo no eran experiencias diferentes, sino declinaciones de un mismo dolor. El péndulo no permitía que personas diferentes sintieran dolores afines, o que personas diferentes, con experiencias de la violencia diferentes, compartieran un suelo ético. (...) 
Que una persona fuera asesinada nada más que por ser concejal del PP es terrible, pero no convierte ese dolor enorme en algo exclusivo del PP. Es de todas las personas. Y si es de todas, su memoria también debe serlo. Es algo impropio y que merma nuestra integridad y nuestra dignidad arrebatar a otra persona la capacidad para sentir ese dolor como algo propio, lo cual enlaza con el problema de la pérdida que planteaba antes a propósito de Alcàsser. Al igual que el discurso mediático sobre el crimen de Alcàsser plantea una administración del miedo y la esperanza a través de la despolitización del problema de la desigualdad y la violencia machista, en el relato mediático del asesinato de Blanco el discurso de la unidad de los demócratas administra retroactivamente, dibujando una frontera interna muy concreta, la relación entre lo que es discutible y lo que no. Con ello malgasta una parte de la fuerza ética y política del momento: la ampliación del campo de lo posible-discutible. Un ensanchamiento como este nos habría permitido debatir a fondo el papel capilar de ETA en la sociedad vasca, la labor social y de las instituciones para evitarlo, la función histórica del Pacto de Ajuria Enea, los motivos de la falta de empatía de una parte de la sociedad vasca con las víctimas del terrorismo, la importancia de la situación de los presos o el problema del equilibrio entre sufrimientos (muy presente entonces en las conversaciones cotidianas sobre ETA y los GAL). 
 (...) Ser equidistante es como ser extranjero para la democracia. Acude a ese modelo una y otra vez: en la versión más aguda de su fantasía de la repetición, ya no necesariamente mayoritaria, cualquier paso o traspiés hacia el afuera que amenaza y perfila el campo de lo discutible democráticamente es ETA. Por eso Nicolás Maduro, los titiriteros, Valtonyc y César Strawberry pueden ser ETA. No es por afán electoralista o por la adicción a aquellos tiempos. No se explica por la maldad del PP, sino porque está en el meollo de la construcción de nuestra normalidad democrática. No hay mejor demostración que su contraparte pendular. «Manuela Carmena es ETA» equivale, por la derecha, a cuando portavoces de la izquierda española plantean que el PP podría desear que ETA volviera a matar. Semejantes barbaridades solo pueden darse porque nuestro suelo ético como país es francamente frágil. (...) 
Los 90: Euforia y miedo en la modernidad democrática española.
Eudardo Maura.
Akal, 2018 

viernes, 22 de febrero de 2019

"No hay quinto malo": centrifugando con Machado, Orwell y Cumbreño


Hoy es 22 de febrero de 2019. Por tanto, se cumplen 80 años del fallecimiento de Antonio Machado en Collioure, pueblo en la frontera con Francia al que llegó huyendo del fascismo para dejarse morir cansado y pobre como un perro. La efeméride se ha celebrado mucho, de forma casi institucional y por oportunistas políticos de toda ideología. Incluso ha reabierto el debate acerca de si sus restos se deberían repatriar a España o continuar en el cementerio francés convertido en sitio de peregrinación. Es decir, si debe volver a la patria que amó hasta el punto de llevarse un puñado de tierra para que le enterraran con ella o si es mejor que siga siendo un símbolo de todos los exiliados.

Mañana, por tanto, es 23-F pero, como advertiría Lakoff, no piensen en un elefante, ni siquiera blanco. Mañana es también mi cumpleaños y, casualmente, y esto es lo que nos importa, la fecha en que durante los últimos 4 años se celebró en Plasencia el festival de poesía independiente Centrifugados. Recuerdo que cuando José María Cumbreño me contó su plan de convertir esa ciudad aislada y envejecida en el punto de encuentro de los mejores poetas alternativos a ambos lados del Atlántico di por hecho que la hostia iba a ser de órdago. En mi vida he llegado a tener razón alguna vez, no se crean. Pero esa vez no pude estar más equivocado: Centrifugados no solo fue el feliz refugio de decenas de autores y editores con obras brillantes sino, además, como hemos comentado con estupefacción muchas veces, el festival de poesía más integrado en la vida de una ciudad que nunca hayamos visto. Lejos de ceñirse a la rueda recíproca del “quítate tú para que recite yo e intercambiemos aplausos”, base de casi todos los saraos culturales, desde el principio fue un éxito. Fue creciendo edición tras edición, provocando un verdadero cónclave literario y social y, posteriormente, se convirtió en la mejor excusa para encuentros y reencuentros que creaban o consolidaban amistades. Al final, el órdago de Cumbreño resultó ser la hostia.

Todos esperábamos la llegada de febrero con la ilusión de comprar, vender y regalar libros, de poner cara o abrazo a autores que admirábamos pero, sobre todo, de volver a ver a los que, a fuerza de centrifugar, se habían convertido en amigos. 
A mí esta fecha me ilusionaba de manera especial porque, no sé si por casualidad o por una muestra más de la infinita generosidad de Cumbreño, siempre coincidió con mi cumpleaños, así que regresaba a casa para un finde completísimo de emociones y afectos. Aunque siempre intenté estar el mayor tiempo posible, aprendiendo, aplaudiendo, echando una mano o acercando una cerveza, guardo con especial cariño dos momentos de Centrifugados: mi participación junto a autores tan queridos y admirados como Alberto Guirao, Fernando P. Fernández, Elías Moro o Inma Luna y, sobre todo, cuando Víctor Martin Iglesias hizo que toda la sala Impacto me cantara con desafino beodo un insuperable “Cumpleaños feliz”.
Sin embargo, poco antes de la cuarta edición, comenzaron a llegar noticias tan negativas que parecían capaces de conseguir un imposible: hartar a Cumbreño. Y, efectivamente, en el cierre de esa cuarta edición Chema explicó por qué, a pesar del incontestable éxito del festival, de nuestro hiperbólico disfrute y de su titánico esfuerzo, era imposible que el show continuara. Yo no quise creerlo y me pasé toda esa triste mañana repitiendo dos mantras: uno fue “nos vemos en Cleveland” (donde este año se producirá una especie de continuación sin nosotros, los de entonces, que ya no somos los mismos). El otro, un desesperado “no hay quinto malo” que quería sonar esperanzador.
George Orwell vino de voluntario al mismo conflicto bélico que acabaría matando a Machado, a luchar en su mismo bando, aunque en otro frente menos metafórico. Lo explica todo en el imperdible Homenaje a Cataluña (1938), una de las mejores crónicas de esa Guerra Civil. En ella ofrece una mirada irónica, antiépica y precisa de la vida en las trincheras. Cuenta por ejemplo que, lejos de cumplir su sueño de luchar contra el fascismo, se dedicó la mayor parte del tiempo a matar piojos. Aburrido en el frente de Aragón, Orwell se desespera esperando avances del ejército republicano y una gran batalla en la que participar y dar muestras de su valor. Repite como un mantra una broma que seguramente pretendía sonar esperanzadora y acabaría sonando desesperada: “Mañana nos tomaremos un café en Huesca”. No pudo hacerlo: herido, fue evacuado y asistió, además de a la derrota del ejército republicano, a la persecución de su partido, el trotskista POUM, por los que pensaba que eran sus camaradas. Ya en Inglaterra, sintió dos necesidades. Contarlo todo y desquitarse: “Si alguna vez regreso a España, me tomaré un café en Huesca”. Sin embargo, murió antes de ver cumplida su revancha.
El mismo año que Orwell publicó el testimonio de sus desventuras en la Guerra, Antonio Machado, desde Valencia, escribió: "Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro... Quizá la hemos ganado".
Pienso esto durante una tarde de 22 de febrero en que las redes se llenan de fotos y testimonios de Centrifugados, una batalla que, sin duda, para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, claramente, hemos perdido. Quiero pensar que humanamente la ganamos, quizá para siempre, al menos durante cuatro años. Espero que algún día todos podamos volver a encontrarnos y brindar por Cumbreño y esa locura colectiva de la que fuimos cómplices. Aunque sea con un café. Y, si no puede ser en Plasencia, que sea en Huesca. O en Cleveland.
Porque no hay quinto malo.

sábado, 16 de febrero de 2019

DESPIECE DE "LA ESCAPADA" (GONZALO HIDALGO BAYAL)

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La escapada es una novela plena de hidalguía y puramente metabayaliana, pues supone una reflexión sobre la vida y la literatura tras un encuentro fortuito que conlleva recreación autoficticia y plagada de guiños y homenajes a obras ajenas y, sobre todo, del propio Gonzalo Hidalgo Bayal, como Paradoja del interventor, La sed de sal o Nemo
Es decir, una lectura más que recomendable para cualquiera que busque una prosa consistente y una delicia especialmente grata para sus lectores, cada vez más numerosos.

A continuación, dejo la acostumbrada selección personal de los pasajes que me han parecido más brillantes y menos dañinos para destripar un argumento que, en este caso, es lo de menos. Quizá porque, lejos de tratarse de una novela contante (y sonante) se trata de una obra memorable. Otra más.


sin más motivo que la nostalgia literaria, que no deja de ser una forma dulce de añoranza del pasado y del tiempo perdido (todo el tiempo pasado, como se sabe, es también tiempo perdido, doblemente perdido: porque no lo aprovechamos, porque no ha de volver). Quien sea o haya sido lector voraz rara vez pasa por delante de un puesto de libros sin detenerse, más aún si sus pasos no lo llevan a ninguna parte, y de ahí que me haya detenido a menudo ante las mesas de la librería de San Ginés e incluso pueda decir que he sido moderado cliente de sus ofertas, sus rarezas, sus saldos y sus libros de ocasión. Lamentablemente se me pasó ya la euforia de la posesión de libros y hasta de su lectura (también yo he leído ya todos los libros y me he entregado a las tristezas de la edad y a mi propia decadencia) y, salvo excepciones, me limito a mirar, a llevar a cabo comprobaciones de rutina, a comparar un ejemplar en oferta con mi propio ejemplar, inocuas menudencias, entretenimientos de hombre ocioso y cansado, adscrito a la fatiga (...).
Éramos poco más de veinte aprendices de filólogos y tenía que haber alguien asignado a ese papel de bufo, alguien que actuara como contrafigura de todos los demás, alguien a quien mi compañero de cuarto definió con precisión como un pobre hombre (pero él no lo sabe, dijo), alguien, por ejemplo, entre cuyas aficiones más recurrentes figuraba el empeño de averiguar la belleza de las mujeres por la espalda (el arte de la postergación, decía, lo que, según parece, era un experimento y provenía de una hipótesis: que los hombres que se vuelven a mirar la espalda de las mujeres con las que se cruzan o los que aceleran el paso para adelantarlas y poder mirarlas luego de frente, cosas ambas frecuentes, que practican muchos, y tal vez poco razonables, lo que en realidad pretenden, más que seguir los impulsos del deseo o, según su argot sociopoético, aquilatar el calibre de la belleza, es ver en qué medida el culo se corresponde con la cara o con las témporas) o que, habiendo averiguado la fecha de mi cumpleaños, me regalara con mucha solemnidad pública y prolijo envoltorio marrón un libro comprado en la cuesta de Moyano, no cualquier libro, naturalmente, no, uno específico, especial y aun especioso: Don Gonzalo González de la Gonzalera, colección Austral, quinta edición, 21 de mayo de 1965 (todavía lo tengo, no lo he leído). Pero sigo. (...)
Los motes tienen siempre un punto de burla o de malicia que, como es natural, se pierde cuando la víctima lo asume. (...)
Nunca dejarán de sorprenderme los mecanismos de la memoria, que puedan recuperarse lances olvidados, que alguien recuerde sucesos que nos pertenecen y que nosotros hemos olvidado y, al revés, que podamos recordar con toda nitidez detalles que no nos pertenecen y de los que su verdadero dueño no ha conservado ningún vestigio. (...)
Yo había empezado a trabajar como profesor no numerario en un instituto de mi tierra (PNN, parias de la enseñanza cuyas siglas en aquellos años postraumáticos muchos se esmeraban en pronunciar con una sonrisita tonta, o con una turbia mueca sicalíptica), había abandonado Madrid, por tanto, y tenía que someterme al calendario escolar. (...)
Cuando todo lo posterior es uniforme o carece de importancia, incluso de sentido, la memoria de lo anterior se robustece y perdura. (...)
En algo ha cambiado Foneto y en algo, sin embargo, no ha cambiado. No es ya, ciertamente, el Ordet que recordaba ni el austero y airado Cristo de Pasolini (sin duda, cuarenta años cambian la fisonomía y el aspecto de cualquiera: ya he dicho que no lo hubiera conocido, reconocido, por mí mismo), pero permanece en él la sombra de lo que era, cierto aire de ausencia y de distancia, cierta retraída aceptación de las convenciones. Sigue siendo moreno, por supuesto, aunque lo que antaño podría servir para atribuirle una extracción social acaso extrema (remotas periferias urbanas, alguna ascendencia rural y labrantía, pueblos quizás entregados a su pobre subsistencia, aunque sabíamos que no era el caso) o unos orígenes mestizos ahora parecía producto de una discreta y meritoria madurez. No ha prescindido de la barba, breve ahora y senecta, gris y entrecana, o entregrís quizás, ha claudicado en lo que al bigote se refiere (que lleva bigote es lo que digo, a juego con la barba) y me atrevería a decir que el pelo, ni corto ni largo, sin entradas, aún espeso, se acomoda a cierta estética de orden en el descuido, de discreta y no sé si vanidosa despreocupación. Conserva además la misma línea en su figura, tan delgada y escueta como antaño, sin las deformaciones a que la edad y el abandono nos condenan. Sigue vistiendo indumentaria sobria, eso sí, aunque menos sombría que antaño, sustituidos los tintes oscuros, generalmente negros o marinos, por la placidez ocre del desierto al atardecer, en sintonía con esos individuos que no prestan atención a sus ropajes y a los que, sin embargo, nada puede reprochárseles, como si a partir de cierta edad, cuando ya no importan la presencia exterior ni la prestancia social, hubieran alcanzado una suerte de armonía natural sin servidumbres. Pienso esto sin saber muy bien lo que digo ni estar en nada seguro de mi opinión. Nunca he sabido componer retratos ni me he atrevido a aventurarme en etopeyas. Tengo conciencia de no preocuparme en absoluto por estas cuestiones y me temo que mi aliño indumentario peca más de torpe y uniforme que de ninguna otra cosa favorable. (...)
Hay ciertos actores de cine que, cuando son jóvenes y actúan como galanes (no sé si la palabra se sigue usando en el cine de hoy), porque son guapos y esbeltos y simpáticos, resultan de todo punto insoportables, porque su ventura depende solo de su belleza y, por ello, parecen incapaces de los matices del sentimiento, del dolor, de la ausencia, de la fatiga, de la desolación, y, ajenos a los recursos de la inteligencia, avanzan por la vida (por el cine, quiero decir) como pequeños diosecillos a los que nada puede negarse. No les hacen falta las tonalidades de la interpretación que dan sentido a un personaje: les basta con la exhibición de su presencia. Son, si se me permite el juego de palabras, pura y vana superchería. Tal vez no sea culpa suya, no lo sé, tal vez se limiten a prestar su belleza juvenil y masculina, su reclamo viril, a tramas tontas y cursis, a comedias ligeras, a romanticismos de serie. Como digo, no lo sé. Al fin y al cabo, el comercio cultural se enriquece a base de concesiones, convenciones, engaños y simplezas. Son, pues (o serían), actorzuelos o incluso algo peor (con todo, no me atrevo a anteponerles una eme, especie de prefijo con que bromeaba un grupo de jóvenes cinéfilos con quien trabé amistad en aquellos años), pero algunos de estos actorzuelos (no todos, solo algunos, los predilectos de los dioses), cuando envejecen y pierden los atributos de la juventud, asumen con resignación su circunstancia, también quizás con ironía, y aprenden a comportarse como tales, en primera persona. Adquieren una dignidad que no solo resulta ejemplar y afortunada, sino que, pienso yo, debe hacerles avergonzarse de sus papeles jóvenes, de la parte frívola y sentimental de su biografía y de su filmografía, tan a menudo comunicantes. Han tenido que avenirse a las realidades de una edad ajena a la figura. (...)
 Si nunca llegamos a conocernos del todo a nosotros mismos cómo vamos a poder pensar siquiera en llegar a conocer mínimamente a los demás. Cierto es que ningún procedimiento psicológico, psíquico o psicoanalítico agota al individuo y por eso cierta concepción canónica de la novela se impuso como objetivo elaborar un amplio y minucioso catálogo de variantes del carácter y la desdicha, por muy incongruentes y extravagantes que fueran lo uno y lo otro. Siendo esto así, qué puedo decir yo de Foneto que no sea conjetura narrativa. Es verdad que compartimos unos años estudiantiles, pero también lo es que nuestra relación se prestó más a la observación directa e inmediata que a las confianzas y las confidencias. Nunca hablaba Foneto de sí mismo desde dentro, de modo que de la observación de entonces (y tampoco éramos demasiado dados a observar en aquel tiempo, nos limitábamos a estar, toda la observación que pudiéramos prestar viene ahora filtrada por las traiciones de la memoria) solo pueden salir deducciones a posteriori y, por tanto, por interesadas, poco, muy poco fiables. Eso aparte, poco sé, poco puedo saber de la vida de Foneto más allá de lo que él haya querido contarme. Ignoro, por ejemplo, si la soledad en que lo incluyo fue realmente tan radical como imagino, si sería lo que llamé en cierta ocasión solitud ontológica, o si, por el contrario, se ha tratado solo de una soledad cómoda y práctica, de un solitario y apacible bienestar, la que predica el refrán que dice «buey solo bien se lame», aquella ataraxia de Schopenhauer que consolaba nuestras flaquezas, una soledad inmobiliaria, doméstica, parcial, complementada por horas con una o varias compañías externas, estables, alternas, permanentes. Lo ignoro. No sé, pues, hasta qué punto no estaré fabulando un personaje literario superpuesto a una persona real a la que, además, conocí y con la que tuve buena amistad y notable sintonía. Por eso me pregunto si mi intención al contar mi encuentro con Foneto no obedecerá a una maquinación de los dioses, si no estaré viendo en él la encarnación de un personaje acorde con los que protagonizan mis narraciones, un carácter solitario, ajeno a todo y conforme consigo mismo, si no habrán desembocado de algún modo en Foneto, en una persona real, sus precursores de ficción, Sín y Nemo, tal vez el propio interventor, y de algún modo también yo mismo en la medida en que, sea ello como fuere (madame Bovary c’est moi, es cierto, pero Charles Bovary también c’est moi), me incluyo necesariamente en ellos. (...) si esto fuere así, si no supero las dificultades, los espejismos de la retórica, entonces no estaría hablando de Foneto como persona, sino como personaje. Y es verdad que puede construirse un personaje literario a partir de una persona real, pero no es eso, desde luego, lo que pretendo. Me temo, sin embargo, que al final no sea otro el resultado. No es infrecuente, según creo, que de ciertos individuos de los que tenemos noticias externas, individuos marcados puntualmente por el acontecimiento y por la actualidad, hagamos altos personajes y, cuando eso ocurre, se debe a menudo más a lo que nosotros añadimos que a lo que de verdad ellos tienen. Rellenamos el vacío con una imaginación formada en los cauces de la tradición, les aplicamos unos atributos, una entereza, una integridad y una capacidad de sufrimiento que acaso estén lejos de su carácter, les adornamos con virtudes literarias (heroicas, épicas) de las que seguramente carecen, porque los héroes no existen y la épica es solo el modo como contemplamos conductas del pasado cuya verdad desconocemos. Sin aditamento, las personas reales dan poco juego como personajes novelescos. Sabemos, sí, que se levantan, se peinan, desayunan, salen a la calle, tosen, estornudan, dichosos labran su alto jornal, se complacen en su pecho colorado, viven en suma su tiempo, que es un tiempo neutro, un continuo amorfo de instantes átonos (también tal vez atónitos), sin significado propio. En los personajes novelescos, en cambio, todos son instantes narrativos. Tal es la diferencia: tiempo neutro frente a tiempo narrativo. Todo en unos tiene significado y se elige precisamente por su significación. En otros no hay significado posible, porque la existencia carece de significado. El personaje novelesco es una invención y una composición: admite por ello todos los atributos que lo convierten en tal, la suma de las agregaciones que lo conforman. La persona, en cambio, no admite los añadidos de la imaginación, ni siquiera los que, siendo razonablemente deducibles de los hechos, carecen de documentación y de entidad biográfica. Todo son lagunas, sombras e ignorancias. He ahí la diferencia: los personajes de ficción aparecen con todas las necesidades de la libertad, son libres, pero lo que hacen ha de plantearse como necesario, como la única elección posible; Foneto, en cambio (este Foneto, no el que escribió alejandrinos a los ovísimos y descifró el código π), aparece con todas las necesidades de la realidad; no se trata de verosimilitud, sino de verdad: esto fue lo que ocurrió, esto fue lo que dijo. Heme aquí, pues, en el trance y en la dificultad de querer hablar de una persona, como tal, no como personaje. Veré qué puedo hacer. (...) 
Toda añoranza manifiesta (manifestación de abandono, de soledad no querida) es una forma de egoísmo y una forma de venganza. Tal vez por eso nos identificábamos con el autor anónimo de aquel TE ECHO DE MENOS, quizás unos porque todos hemos echado de menos a alguien alguna vez, quizás otros porque no es difícil solidarizarse con quien siente y manifiesta esa añoranza, con toda certeza unos y otros porque las intrigas sentimentales insolubles gozan de un intenso aliciente narrativo y perduran con el aura de las melancolías ajenas. Con todo, creo que la pintada sobrevivió a cualquier conjetura, tal vez incluso a la biografía de los personajes implicados. Tal vez el autor anónimo se arrepintiera de su fogosidad mural. Tal vez acabaran reencontrándose y vivieran más o menos felizmente e incluso bajaran juntos las escaleras y sonrieran al ver lo que el TE ECHO DE MENOS había supuesto para ellos o, en caso contrario, a qué desventuras los había conducido, cómo tras la primera felicidad sobreviene inexorablemente el drama. Pocas cosas escapan a la libertad de la ficción, pero en este caso se trataba de una novela inconclusa, más aún, de una novela en ciernes, o acaso un solo verso suelto, desgarrado y estéril. Lo que no sabíamos entonces es que nosotros pertenecíamos más a aquella época que al presente y que a aquella época íbamos a dedicar entero el día. Por eso recordábamos ambos la pintada al cabo de tanto tiempo.
La escapada.
Gonzalo Hidalgo Bayal.
Tusquets, 2019.