La revista Estación Poesía incluye en su número 10 una reseña mía sobre Antolejía: poemas para limpiar el wáter, el soberbio poemario de Ballerina Vargas Tinajero publicado por Ediciones Liliputienses.
(En este enlace pueden acceder a la revista completa, más que recomendable. La reseña ha sido magníficamente editada por Antonio Rivero Taravillo, aunque también la dejo completa a continuación).
BALLERINA
VARGAS TINAJERO:
EL
SECRETO PEOR GUARDADO DE LA POESÍA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA
El
11 de septiembre de 2015 terminó de imprimirse en los “minúsculos talleres de
Ediciones Liliputienses” (sic) un libro, de curioso título y sobria portada aséptica,
llamado Antolejía: poemas para limpiar el
váter. Estaba firmado por una tal Ballerina
Vargas Tinajero y, evidentemente, se trataba de un seudónimo.
Concretamente, el elegido por una poeta culta y, hasta entonces, relativamente
oculta (pronto supimos que llevaba desde 2009 compartiendo el blog Ínfula
Barataria y, por tanto, los principios del “post-itismo” -de nuevo, sic- con otro autor agazapado, en su caso
tras el alias de Marcos Matacana Martín).
Desde entonces, la (supuesta) autora ha mantenido la voluntad de conservar el
anonimato a pesar de que el libro iba haciéndose cada vez más conocido gracias,
principalmente, al boca a boca físico o, sobre todo, digital, a la aparición de
(elogiosas) reseñas o, incluso, según rumores bastante fidedignos, a haber estado
a punto de hacerse con un importante premio nacional.
Contra
todo pronóstico, parece haber conseguido preservar el misterio de su identidad y
resulta imposible encontrar alguna foto o vídeo que pruebe su existencia. El
caso es que, en realidad, poco sabemos o deberíamos saber más allá de los escasos
datos que aporta la contraportada: la tal Ballerina afirma ser sevillana,
licenciada en Periodismo, dice ejercer como profesora de Secundaria y proclama que,
ante la imposiblidad de entender el mundo, escribe. Sin embargo, igual que en
su momento se alzaron voces reclamando que Pere Gimferrer era la verdadera
identidad tras el supuesto poeta maldito José María Fonollosa, no falta quien conjeture
que Ballerina Vargas Tinajero en realidad es otra máscara del citado Marcos
Matacana Martín o, al igual que Humbero Fabbro, otro heterónimo gamberro y
genial de Antonio Rivero Tavarillo. Quién sabe. En cualquier caso, tal vez sea
mejor dejar las elucubraciones a un lado y centrarnos en el libro y su
recepción o, mejor, en su uso. Y es que Rafael Sánchez Ferlosio explicaba, en
palabras de José Luis Pardo, que la lírica no tiene, en rigor, “receptores (pues no comunica contenido
semántico alguno) sino únicamente usuarios,
y que su uso consiste precisamente en subrogarse en el yo del poema (que, por
tanto y desde el principio, no es el yo del poeta, sino una suerte de casilla
vacía que debe acoger al usuario que quiera servirse del poema para expresar
sus sentimientos)”. Pues bien, en esta identificación radica el éxito del
libro, ya que, sepamos o no quién está detrás de los versos de Ballerina Vargas
Tinajero, resulta sencillo usarlos, ocupar su casilla, sentirlos y, en
definitiva, valernos de sus palabras para decirnos a nosotros mismos. De ahí
que su identidad sea el secreto peor guardado de la poesía española pues, en
parte, Ballerina Vargas no deja de ser un poco todos nosotros, al menos
mientras mantengamos el humor como analgésico para combatir la azarosa
circunstancia de ser, o no, infelices.
El
poemario se abre con dos citas, número fetiche que advierte que se trata de una
obra de contrastes que sabe moverse entre los filos: divertidísima sin caer en
la frivolidad, decadente sin patetismo (involuntario), grave sin tomarse demasiado
en serio, muy buena sin necesidad de darse aires de grandeza o, en resumen,
posmoderna sin espacio para mamarrachadas. O, en palabras de Hilario Barrero: “algunos
de los poemas (…) son como fragmentos de una película porno dirigida por una
monja de clausura en estado místico”.
Las
dos referencias curvas iniciales que comentaba son: “Que no intenten descubrir
quién fui/ por cuánto hice y cuanto dije” (C.P. Cavafis) y “No sé lo que digo,
aunque siento lo que quiero decir; porque jamás blasoné del amor con la lengua
que no tuviera muy lastimado lo interior del ánimo” (Francisco de Quevedo). Dan
pie a un primer poema excepcional, inusualmente largo y, curiosamente, de los
pocos que no recurren a ninguna referencia externa, “Lo mío no es normal”:
No
me gusta hablar de mi vida
Ni
de mí
No
cometan el error
De
confundirme con lo que escribo.
Tras
esta beckettiana declaración de
intenciones, llegan los 4 bloques temáticos en los que se divide el libro. El
primero, “Tremendismos nocturnos” incluye los poemas más salvajes, con un punto
decadentemente macarra y desesperadamente festivo, que hace apología y burla de
la autodestrucción. De nuevo, usa el contraste entre dos citas, Novalis (“pero
mi corazón, en secreto,/ permanece fiel a la noche”) y Cindy Lauper (“Girls
just wanna have fun”). Es decir, nos indica que su mirada va a oscilar entre el
sarcasmo posmoderno y la reverencia culturalista y nos advierte de que, aunque
desesperado y cruel, el humor va a estar presente a lo largo de todo el
poemario haciéndolo más variado, entretenido y, curiosamente, consiguiendo que
el tono agrio que va y viene sea aun más efectivo. (Este recurso será una
constante a lo largo de todo el libro. Por ejemplo, en el poema “Rojo y Gris”
comparten cursiva Jaime Gil de Biedma y la segunda parte de Kill Bill de Quentin Tarantino; en “A
negro” lo hacen Garcilaso de la Vega y Tony Soprano; en “Neverland”,
Ferlinghetti y Peter Pan, más tarde Gloria Fuertes y Álex y Christia, etc).
En
esta primera parte, noctívaga y tremendista y, en realidad, no tanto, hay
guiños a Bukowski, Fonollosa, Walter H. White de Breaking Bad y el crapulismo melancólico y arrebatado de los que apuran
el trago amargo sabiéndose perdidos de antemano. Luego el nihilismo destructivo
se irá dispersando o tiñendo de inexpresable ternura, ácida nostalgia o lacónica
clarividencia (muy a su pesar), pero mantendrá siempre una cínica mirada
(desesperanzada, desganada incluso, pero) llena de humor negro, verdadero elemento
vertebrador del poemario.
El
segundo epígrafe del libro se llama “Pipas, muelles, Peta Zetas” y se abre con
tres citas, respectivamente de Felipe Benítez Reyes (“Como si el pasado fuera
un alegre lugar de tránsito”), Raymond Carver y Súper Ratón (“¡No olviden
supervitaminarse y mineralizarse!”). Evidentemente, el leit-motiv de este apartado va a ser el recuerdo nostálgico de la
infancia (“las vías del tren marcaban/ Los límites de nuestro territorio”) y la
melancolía alegremente disimulada del adulto que hoy añora los años que
entonces odió y la “pequeña galaxia caótica” que conllevaban. Inicia este
apartado “Retrospectiva” con estos versos:
Mi
infancia son desvelos de mis padres
Olor
a muerte en un libro
Miedo
al camino eterno
Porque
un capullo me insultaba cada día
De
vuelta sola
Al
colegio
Un
apuntáselo a mi madre
Detrás de otro
Silencio
en casa
Mientras
llaman a la puerta
Las
deudas sin saldar
Pan
con aceite y azúcar
Pantalones
cortinas
Mantel y colcha a juego
El
abecedario completo
Sobre
el fondo azul
De
unas ojeras
El
poema “Contigo” contiene una cita de J.L. Piquero que parece sintetizar esta
evocación general de la infancia (“si algún día/ me olvidase de todo, de eso
no”) y, en particular, del primer amor infantil y puro, perfecto. Y,
probablemente, exagerada e injustamente idealizado:
Te
quería con ese amor nuevo
Sin
sombra sin resabios
Sin
olor a cuerno quemado
Ese
que es luz
Una vez
Que
no se piensa ni se habla
Que
se limita a ser
Sin
preguntarse
Sin
recordar lo que ha dolido
Antes
Sin
anticipar el daño que vendrá más tarde
“Descampado”
condensa el epígrafe, de hecho, el título de esta parte parece casi un remedo
de su caótica enumeración melancólica (Manchas
de tierra en los vaqueros/ Matorral en los tobillos (…)/Cabezas patas/Rabos
amputados/ Pilas pipas chicles quicos).
Sin
embargo, pronto se produce un desplazamiento del yo poético, que pasa a
contemplar ese mundo desde el presente expurgado de inocencia en poemas como
“Bus stop” o, sobre todo, “Pipas”: Veinte
años después/ Sigo comiendo pipas en aquel banco/ Mirando El grito de Munch/
Sepultada por las cáscaras/ Sola/ Perpleja/ Con los ojos saldas/ como entonces/
Sin enterarme de nada.
Así,
analizando la infancia desde la, por así decirlo, desencantada madurez, llega
la unión entre dos mundos ajenos, con varios poemas seguidos tremendamente
tiernos y nada empalagosos: por ejemplo, el recuerdo de la abuela fallecida en
“La loca del café”:
Se
parecía tanto
Pero tanto a ti
Como la vida a una
resaca
Que
por un momento
He
creído en los milagros
O la recuperación fugaz del paraíso perdido de
la infancia en algún actual compañero de juegos, como refleja “La certeza”: Pareces hecho de todo/Lo que una vez/ a
long time ago/ in a galaxy far far away/
hubo en mí de bueno.
El
tercer “libro” contenido en esta colección de “para limpiar el wáter”, llamado “Las cosas del querer”, aúna
poemas de amor y, sobre todo desamor, además de una “Breve historia sentimental
en cinco haikus (o algo así)”. Parte de una concepción afectiva tan romántica
como cínica y en sus versos se percibe el influjo de Bécquer, Salinas o
Fonollosa junto a los (que aparecerán) citados Quevedo, Luis Alberto de Cuenca,
Gimferrer y Borges. Sin embargo, como ya habíamos indicado, el elemento vertebrador
será el humor, que no solo evita caer en la ñoñería sino, además, para provocar
algunos de los momentos más memorables del conjunto, como en “Efecto Grey”, en
“Rescate” o en “Impotencia”:
No
sé si el balance de tu voz
Entre
el rollo lastimero o castigator
Te
funcionará con otras
En
otros antros en otros puertos
Que
quieran salvarte o cambiarte
(…)
Porque
en noches como esta
Me
la sudan
Y
no sabes de qué modo
Neruda
el destino la metafísica
(…)
Dime
que sabes lo que quieres
Que
hace tiempo que no lo haces
O
que hace mucho que esperas esto
Me
lo creeré un rato
Lo
justo entre el primer roce
De
las lenguas los dientes torpes
Y
el último jadeo
En
“Primero, el sufrimiento”, prólogo a la edición completa de su poesía, Michel
Houellebecq afirmaba: “Los seres se
diversifican y se hacen más complejos, sin perder nada de su naturaleza
primera. A partir de un determinado nivel de conciencia, se produce el grito.
La poesía deriva de él. (…) El primer paso de la trayectoria poética consiste
en remontarse al origen. A saber: al sufrimiento”. Llegamos pues a la última
parte del libro, “La resaca”, es decir, al sufrimiento. Este epígrafe incluye,
quizás, los versos más agrios y desencantados. con un despertar simbólico que,
como no podía ser de otra manera, debía resultar también decepcionante y duro. De
ahí la inclusión de una nueva referencia cinematográfica, concretamente el
Marsellus Wallace de Pulp Fiction y
su “Estoy a mil jodidas millas de estar bien”. De esta parte debemos rescatar
el poema generacional de obsolescencia programada “La bola y el cristal” (y su
grito de guerra perdida: Viva el mal/ Viva el Prozac) o la reescritura del
cuento clásico “Cenicienta”: La boca me sabe a ceniza/ La chimenea lleva todo
el día apagada. Pero, sobre todo, “Ispahán” que, bajo una referencia a Juan
Eduardo Cirlot (“Estoy cansado de estar muerto y ser”) desgrana estos versos:
El
niño de los vecinos
como siempre
Dando
por culo a la hora de la siesta
Y
no sé si adoptarlo para llenar el vacío
Que
juega a la pelota y golpea mis entrañas
O
darle un beso en la frente y abandonarlo
Tumbado
y tranquilo
En
un campo de amapolas
Desangrado.
(….)
Fakir
borracha posmoderna tumbada
Sobre
una cama de recuerdos como clavos.
Escribió
José Luis Morante en su reseña de la Antología:
“Cuando Charles Baudelaire escribe Le
spleen de Paris la deriva existencial en la urbe moderna encuentra los
contornos que limitan su semántica. La bilis negra y la melancolía dictan su
codificación poética. De ellas manan otros idearios que narran el hastío del
hombre deshabitado; y en esa forma de entender la erosión del tiempo sobre la
conciencia tiene nuevo cobijo la poesía de Ballerina Vargas Tinajero. En su
retrato gris del desasosiego solo ha cambiado el latido cronológico y los
referentes escenográficos que enmarcan el rostro cansado y ojeroso del perdedor”.
Sin
embargo, como hemos dicho, la amargura y el cinismo van adquiriendo diferentes
tonalidades más o menos trágicas pero siempre barnizadas por un humor constante
más allá de la muerte. Y, si el libro se abría con un gran poema (“Lo mío no es
normal”), el cierre queda para una guinda aún mejor: “Instrucciones para mi
funeral”, con cita (y deje) a Karmelo C. Iribarren.
Ya
concluyo: recientemente ha tenido lugar un intenso y, a ratos, interesante
debate en redes sobre la poesía contemporánea española que, además de filias,
fobias y enredos ha dejado ver que los juicios estéticos demasiado a menudo se
desvían de faro de la calidad a la vieja dicotomía entre apocalípticos e
integrados. No es intención de este reseñista agitar más las ascuas de un
debate más público que oculto y, en lo referente a este libro, diré que, a la
vez, es fácil de leer como interesante de haber leído. Hemos hecho bastantes
referencias al continuo contraste entre la poesía clásica y cotidiana, sagrada
y posmoderna, clásica y pop. Cabe pues acordarse de la reflexión de José Luis
Pardo en Introducción al malestar en la
cultura de masas explicando que es imposible el tránsito entre baja y alta
cultura “elevando gradualmente el nivel
de complejidad o de dificultad sino que, a pesar de que ambas no pueden
definirse más que la una contra la otra, su naturaleza es totalmente
discontinua; de tal modo que lo que resulta imposible de mantener es que la facilidad de la cultura popular sea el resultado de
rechazar la complejidad de la alta cultura (concebida esta dificultad como una
complicación progresiva de aquella facilidad); más bien habría que decir que la
inclinación popular a la gratuidad
argumental es un modo de apreciación de esa dificultad objetiva –la diferencia
de clase-, y que el testimonio de tal apreciación de la dificultad es
justamente el que la baja cultura
sólo pueda contemplar la superación de esa barrera como un evento prodigioso
del tipo de los que tienen lugar en el cuento de La cenicienta o en el Romance de Gerineldo, pues el salto de una naturaleza a otra,
precisamente porque es imposible darlo progresivamente, sólo puede ser un
milagro”.
Probablemente
eso sea lo mejor que se pueda decir de este libro: extraño cóctel imposible, pero
tan bien servido que acaba dejando un regusto extraño pero agradable. Como a
lejía, pero de la buena. Casi un milagro.
Víctor Peña Dacosta