lunes, 24 de abril de 2017

Ballerina Vargas Tinajero: el secreto peor guardado de la poesía española

La revista Estación Poesía incluye en su número 10 una reseña mía sobre Antolejía: poemas para limpiar el wáter, el soberbio poemario de Ballerina Vargas Tinajero publicado por Ediciones Liliputienses. 
(En este enlace pueden acceder a la revista completa, más que recomendable. La reseña ha sido magníficamente editada por Antonio Rivero Taravillo, aunque también la dejo completa a continuación).
BALLERINA VARGAS TINAJERO:
EL SECRETO PEOR GUARDADO DE LA POESÍA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA

El 11 de septiembre de 2015 terminó de imprimirse en los “minúsculos talleres de Ediciones Liliputienses” (sic) un libro, de curioso título y sobria portada aséptica, llamado Antolejía: poemas para limpiar el váter. Estaba firmado por una tal Ballerina Vargas Tinajero y, evidentemente, se trataba de un seudónimo. Concretamente, el elegido por una poeta culta y, hasta entonces, relativamente oculta (pronto supimos que llevaba desde 2009 compartiendo el blog Ínfula Barataria y, por tanto, los principios del “post-itismo” -de nuevo, sic- con otro autor agazapado, en su caso tras el alias de Marcos Matacana Martín). Desde entonces, la (supuesta) autora ha mantenido la voluntad de conservar el anonimato a pesar de que el libro iba haciéndose cada vez más conocido gracias, principalmente, al boca a boca físico o, sobre todo, digital, a la aparición de (elogiosas) reseñas o, incluso, según rumores bastante fidedignos, a haber estado a punto de hacerse con un importante premio nacional.
Contra todo pronóstico, parece haber conseguido preservar el misterio de su identidad y resulta imposible encontrar alguna foto o vídeo que pruebe su existencia. El caso es que, en realidad, poco sabemos o deberíamos saber más allá de los escasos datos que aporta la contraportada: la tal Ballerina afirma ser sevillana, licenciada en Periodismo, dice ejercer como profesora de Secundaria y proclama que, ante la imposiblidad de entender el mundo, escribe. Sin embargo, igual que en su momento se alzaron voces reclamando que Pere Gimferrer era la verdadera identidad tras el supuesto poeta maldito José María Fonollosa, no falta quien conjeture que Ballerina Vargas Tinajero en realidad es otra máscara del citado Marcos Matacana Martín o, al igual que Humbero Fabbro, otro heterónimo gamberro y genial de Antonio Rivero Tavarillo. Quién sabe. En cualquier caso, tal vez sea mejor dejar las elucubraciones a un lado y centrarnos en el libro y su recepción o, mejor, en su uso. Y es que Rafael Sánchez Ferlosio explicaba, en palabras de José Luis Pardo, que la lírica no tiene, en rigor, “receptores (pues no comunica contenido semántico alguno) sino únicamente usuarios, y que su uso consiste precisamente en subrogarse en el yo del poema (que, por tanto y desde el principio, no es el yo del poeta, sino una suerte de casilla vacía que debe acoger al usuario que quiera servirse del poema para expresar sus sentimientos)”. Pues bien, en esta identificación radica el éxito del libro, ya que, sepamos o no quién está detrás de los versos de Ballerina Vargas Tinajero, resulta sencillo usarlos, ocupar su casilla, sentirlos y, en definitiva, valernos de sus palabras para decirnos a nosotros mismos. De ahí que su identidad sea el secreto peor guardado de la poesía española pues, en parte, Ballerina Vargas no deja de ser un poco todos nosotros, al menos mientras mantengamos el humor como analgésico para combatir la azarosa circunstancia de ser, o no, infelices.

El poemario se abre con dos citas, número fetiche que advierte que se trata de una obra de contrastes que sabe moverse entre los filos: divertidísima sin caer en la frivolidad, decadente sin patetismo (involuntario), grave sin tomarse demasiado en serio, muy buena sin necesidad de darse aires de grandeza o, en resumen, posmoderna sin espacio para mamarrachadas. O, en palabras de Hilario Barrero: “algunos de los poemas (…) son como fragmentos de una película porno dirigida por una monja de clausura en estado místico”.
Las dos referencias curvas iniciales que comentaba son: “Que no intenten descubrir quién fui/ por cuánto hice y cuanto dije” (C.P. Cavafis) y “No sé lo que digo, aunque siento lo que quiero decir; porque jamás blasoné del amor con la lengua que no tuviera muy lastimado lo interior del ánimo” (Francisco de Quevedo). Dan pie a un primer poema excepcional, inusualmente largo y, curiosamente, de los pocos que no recurren a ninguna referencia externa, “Lo mío no es normal”:
No me gusta hablar de mi vida
Ni de mí
No cometan el error
De confundirme con lo que escribo.

Tras esta beckettiana declaración de intenciones, llegan los 4 bloques temáticos en los que se divide el libro. El primero, “Tremendismos nocturnos” incluye los poemas más salvajes, con un punto decadentemente macarra y desesperadamente festivo, que hace apología y burla de la autodestrucción. De nuevo, usa el contraste entre dos citas, Novalis (“pero mi corazón, en secreto,/ permanece fiel a la noche”) y Cindy Lauper (“Girls just wanna have fun”). Es decir, nos indica que su mirada va a oscilar entre el sarcasmo posmoderno y la reverencia culturalista y nos advierte de que, aunque desesperado y cruel, el humor va a estar presente a lo largo de todo el poemario haciéndolo más variado, entretenido y, curiosamente, consiguiendo que el tono agrio que va y viene sea aun más efectivo. (Este recurso será una constante a lo largo de todo el libro. Por ejemplo, en el poema “Rojo y Gris” comparten cursiva Jaime Gil de Biedma y la segunda parte de Kill Bill de Quentin Tarantino; en “A negro” lo hacen Garcilaso de la Vega y Tony Soprano; en “Neverland”, Ferlinghetti y Peter Pan, más tarde Gloria Fuertes y Álex y Christia, etc).
En esta primera parte, noctívaga y tremendista y, en realidad, no tanto, hay guiños a Bukowski, Fonollosa, Walter H. White de Breaking Bad y el crapulismo melancólico y arrebatado de los que apuran el trago amargo sabiéndose perdidos de antemano. Luego el nihilismo destructivo se irá dispersando o tiñendo de inexpresable ternura, ácida nostalgia o lacónica clarividencia (muy a su pesar), pero mantendrá siempre una cínica mirada (desesperanzada, desganada incluso, pero) llena de humor negro, verdadero elemento vertebrador del poemario.
El segundo epígrafe del libro se llama “Pipas, muelles, Peta Zetas” y se abre con tres citas, respectivamente de Felipe Benítez Reyes (“Como si el pasado fuera un alegre lugar de tránsito”), Raymond Carver y Súper Ratón (“¡No olviden supervitaminarse y mineralizarse!”). Evidentemente, el leit-motiv de este apartado va a ser el recuerdo nostálgico de la infancia (“las vías del tren marcaban/ Los límites de nuestro territorio”) y la melancolía alegremente disimulada del adulto que hoy añora los años que entonces odió y la “pequeña galaxia caótica” que conllevaban. Inicia este apartado “Retrospectiva” con estos versos:
Mi infancia son desvelos de mis padres
Olor a muerte en un libro
Miedo al camino eterno
Porque un capullo me insultaba cada día
                                               De vuelta sola
Al colegio

Un apuntáselo a mi madre
                        Detrás de otro
Silencio en casa
Mientras llaman a la puerta
Las deudas sin saldar
Pan con aceite y azúcar
Pantalones cortinas
                        Mantel y colcha a juego
El abecedario completo
Sobre el fondo azul
De unas ojeras

El poema “Contigo” contiene una cita de J.L. Piquero que parece sintetizar esta evocación general de la infancia (“si algún día/ me olvidase de todo, de eso no”) y, en particular, del primer amor infantil y puro, perfecto. Y, probablemente, exagerada e injustamente idealizado:
Te quería con ese amor nuevo
Sin sombra sin resabios
Sin olor a cuerno quemado
Ese que es luz
                        Una vez
Que no se piensa ni se habla
Que se limita a ser
Sin preguntarse
Sin recordar lo que ha dolido
                                               Antes
Sin anticipar el daño que vendrá más tarde

“Descampado” condensa el epígrafe, de hecho, el título de esta parte parece casi un remedo de su caótica enumeración melancólica (Manchas de tierra en los vaqueros/ Matorral en los tobillos (…)/Cabezas patas/Rabos amputados/ Pilas pipas chicles quicos).
Sin embargo, pronto se produce un desplazamiento del yo poético, que pasa a contemplar ese mundo desde el presente expurgado de inocencia en poemas como “Bus stop” o, sobre todo, “Pipas”: Veinte años después/ Sigo comiendo pipas en aquel banco/ Mirando El grito de Munch/ Sepultada por las cáscaras/ Sola/ Perpleja/ Con los ojos saldas/ como entonces/ Sin enterarme de nada.
Así, analizando la infancia desde la, por así decirlo, desencantada madurez, llega la unión entre dos mundos ajenos, con varios poemas seguidos tremendamente tiernos y nada empalagosos: por ejemplo, el recuerdo de la abuela fallecida en “La loca del café”:
Se parecía tanto
                        Pero tanto a ti
                        Como la vida a una resaca
Que por un momento
He creído en los milagros

 O la recuperación fugaz del paraíso perdido de la infancia en algún actual compañero de juegos, como refleja “La certeza”: Pareces hecho de todo/Lo que una vez/ a long time ago/ in a galaxy far far away/ hubo en mí de bueno.
El tercer “libro” contenido en esta colección de “para limpiar el wáter”, llamado “Las cosas del querer”, aúna poemas de amor y, sobre todo desamor, además de una “Breve historia sentimental en cinco haikus (o algo así)”. Parte de una concepción afectiva tan romántica como cínica y en sus versos se percibe el influjo de Bécquer, Salinas o Fonollosa junto a los (que aparecerán) citados Quevedo, Luis Alberto de Cuenca, Gimferrer y Borges. Sin embargo, como ya habíamos indicado, el elemento vertebrador será el humor, que no solo evita caer en la ñoñería sino, además, para provocar algunos de los momentos más memorables del conjunto, como en “Efecto Grey”, en “Rescate” o en “Impotencia”:
No sé si el balance de tu voz
Entre el rollo lastimero o castigator
Te funcionará con otras
En otros antros en otros puertos
Que quieran salvarte o cambiarte
(…)
Porque en noches como esta
Me la sudan
Y no sabes de qué modo
Neruda el destino la metafísica
(…)
Dime que sabes lo que quieres
Que hace tiempo que no lo haces
O que hace mucho que esperas esto
Me lo creeré un rato
Lo justo entre el primer roce
De las lenguas los dientes torpes
Y el último jadeo

En “Primero, el sufrimiento”, prólogo a la edición completa de su poesía, Michel Houellebecq afirmaba: “Los seres se diversifican y se hacen más complejos, sin perder nada de su naturaleza primera. A partir de un determinado nivel de conciencia, se produce el grito. La poesía deriva de él. (…) El primer paso de la trayectoria poética consiste en remontarse al origen. A saber: al sufrimiento”. Llegamos pues a la última parte del libro, “La resaca”, es decir, al sufrimiento. Este epígrafe incluye, quizás, los versos más agrios y desencantados. con un despertar simbólico que, como no podía ser de otra manera, debía resultar también decepcionante y duro. De ahí la inclusión de una nueva referencia cinematográfica, concretamente el Marsellus Wallace de Pulp Fiction y su “Estoy a mil jodidas millas de estar bien”. De esta parte debemos rescatar el poema generacional de obsolescencia programada “La bola y el cristal” (y su grito de guerra perdida: Viva el mal/ Viva el Prozac) o la reescritura del cuento clásico “Cenicienta”: La boca me sabe a ceniza/ La chimenea lleva todo el día apagada. Pero, sobre todo, “Ispahán” que, bajo una referencia a Juan Eduardo Cirlot (“Estoy cansado de estar muerto y ser”) desgrana estos versos:
El niño de los vecinos
                        como siempre
Dando por culo a la hora de la siesta
Y no sé si adoptarlo para llenar el vacío
Que juega a la pelota y golpea mis entrañas
O darle un beso en la frente y abandonarlo
Tumbado y tranquilo
En un campo de amapolas
Desangrado.
(….)
Fakir borracha posmoderna tumbada
Sobre una cama de recuerdos como clavos.

Escribió José Luis Morante en su reseña de la Antología: “Cuando Charles Baudelaire escribe Le spleen de Paris la deriva existencial en la urbe moderna encuentra los contornos que limitan su semántica. La bilis negra y la melancolía dictan su codificación poética. De ellas manan otros idearios que narran el hastío del hombre deshabitado; y en esa forma de entender la erosión del tiempo sobre la conciencia tiene nuevo cobijo la poesía de Ballerina Vargas Tinajero. En su retrato gris del desasosiego solo ha cambiado el latido cronológico y los referentes escenográficos que enmarcan el rostro cansado y ojeroso del perdedor”.
Sin embargo, como hemos dicho, la amargura y el cinismo van adquiriendo diferentes tonalidades más o menos trágicas pero siempre barnizadas por un humor constante más allá de la muerte. Y, si el libro se abría con un gran poema (“Lo mío no es normal”), el cierre queda para una guinda aún mejor: “Instrucciones para mi funeral”, con cita (y deje) a Karmelo C. Iribarren.
Ya concluyo: recientemente ha tenido lugar un intenso y, a ratos, interesante debate en redes sobre la poesía contemporánea española que, además de filias, fobias y enredos ha dejado ver que los juicios estéticos demasiado a menudo se desvían de faro de la calidad a la vieja dicotomía entre apocalípticos e integrados. No es intención de este reseñista agitar más las ascuas de un debate más público que oculto y, en lo referente a este libro, diré que, a la vez, es fácil de leer como interesante de haber leído. Hemos hecho bastantes referencias al continuo contraste entre la poesía clásica y cotidiana, sagrada y posmoderna, clásica y pop. Cabe pues acordarse de la reflexión de José Luis Pardo en Introducción al malestar en la cultura de masas explicando que es imposible el tránsito entre baja y alta cultura “elevando gradualmente el nivel de complejidad o de dificultad sino que, a pesar de que ambas no pueden definirse más que la una contra la otra, su naturaleza es totalmente discontinua; de tal modo que lo que resulta imposible de mantener es que la facilidad de la cultura popular sea el resultado de rechazar la complejidad de la alta cultura (concebida esta dificultad como una complicación progresiva de aquella facilidad); más bien habría que decir que la inclinación popular a la gratuidad argumental es un modo de apreciación de esa dificultad objetiva –la diferencia de clase-, y que el testimonio de tal apreciación de la dificultad es justamente el que la baja cultura sólo pueda contemplar la superación de esa barrera como un evento prodigioso del tipo de los que tienen lugar en el cuento de La cenicienta o en el Romance de Gerineldo, pues el salto de una naturaleza a otra, precisamente porque es imposible darlo progresivamente, sólo puede ser un milagro”.
Probablemente eso sea lo mejor que se pueda decir de este libro: extraño cóctel imposible, pero tan bien servido que acaba dejando un regusto extraño pero agradable. Como a lejía, pero de la buena. Casi un milagro.

Víctor Peña Dacosta

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