Se me ponen los pelos de punta cada vez
que oigo esa canción.
Happy when it rains suena en el walkman.
Adoro a The Jesus and Mary Chain,
sobre todo porque ahora llueve con furia
y el crepúsculo es largo. También porque
cae sobre mí sin compasión
el otoño de los 90
mientras yo me deslizo a toda máquina
en dirección a Velvet.
Soy nuevo en la ciudad. Aprendo aún
a doblar las esquinas, a saltarme
los semáforos, muy feliz, mojado
por la llovizna, solo.
Me recorre un temblor eléctrico
y otra vez pulso el play sobre la pista nueve.
Al fondo de esta calle la noche está de moda.
Es una noche más,
una noche de lluvia y rock. Los Pixies
flotan en las entrañas del garito.
Lou Reed se ha derretido
sobre la escarcha sucia del backstage.
Algunos chicos bailan dentro del aire negro.
Sobre la barra, un mar de luces
fluorescentes disecan el fantasma de ayer
e inundan de cólera y gracia
todo este tiempo vivido
con la ebriedad y el vértigo de copas
que rebosan sobre el suelo.
<Ponme un güisqui, Antonio, con cocacola.>
En un rincón los discos salvajes de The Kinks
laten en estampida.
En la pared el plátano de Warhol
nos apunta. Un gran rótulo pop,
grafiteado hasta la extenuación,
tiembla, respira, sangra.
En el suelo recorro las huellas infinitas
de los tacones
de alguien a quien no conoceré.
Luego aplasto un cigarro medio muerto.
Hay mucha gente ya, el escándalo
se apodera del ruido, llora el dj.
Congelados en la nevera roja,
se conservan el canto de los sioux
y el canto prodigioso de las musas homéricas.
Un póster anuncia un concierto
de Sex Museum.
.
En los alrededores de los wáteres,
unos pocos amigos me hablan en latín,
creo, con entusiasmo,
de los primeros singles de The Who
y luego, como osos
polares, se persiguen y se abrazan
sobre un iceberg que gira sobre sí mismo. Fuera
la noche está caliente como nunca.
Subo por la escalera de incendios al incendio.
Tras peldaños torcidos,
aguardan los muchachos
que esnifan el hastío con dosificador,
los chicos despechados
que escupen a la cara y no aciertan,
una muchacha en cuya boca
se queda quieto el tiempo para siempre.
Y suena When I was Young de The Animals
y suenan los Ramones.
suena la batidora de Nirvana,
golpea en mi revolución
la elegancia increíble de The Clash.
Todo es música aquí.
El infierno está lleno de vinilos.
Afrodita comparte su habitación con Dylan.
En esa esquina está la dulce espuma
de los días sin dueño.
Se afila, al otro lado, el perfil de Kerouac.
Henry Miller escribe como un lobo
enamorado de la niebla.
Los pájaros ultiman la estación
y se marchan al sur:
pasan sobre nuestras cabezas
volando,
henchidos de lujuria. Al camarero
le explota la sonrisa y le crecen
unos ojos azules
como los ojos de Rimbaud.
Ahora me toca en el hombro,
se va también.
Lleva su espina en el costado,
pero nos deja un orden cósmico,
un despertar maravilloso
sobre las ascuas del amanecer.
.
La vida no tiene sentido,
pero fulgura como un ídolo
y es éxtasis.
Felices los que no esperamos nada,
felices cuando llueve sin descanso en las calles
y dentro nos espera la ciudad.
(La sangre,
Andrés García Cerdán.
Valparaíso, 2015)
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