lunes, 8 de diciembre de 2025

"SIN RELATO: atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad" (LOLA LÓPEZ MONDÉJAR)


De las muchas transformaciones que está sufriendo de forma generalizada el individuo en la modernidad tardía, una de las más relevantes es, a mi entender, la atrofia de la capacidad narrativa, la progresiva dificultad para contarse a sí mismo y para elaborar una historia. Se trata de una dificultad que nos afecta a todos, pero que sufren en mayor medida quienes han nacido en la era digital. (...)

Desde finales del siglo XX, los profesionales que nos dedicamos a la escucha del malestar observamos con preocupación que quienes nos consultan han dejado de poder relacionar su sufrimiento psíquico con causa alguna. Sienten angustia, insomnio, irritabilidad, tristeza, desgana, experimentan problemas en sus relaciones sociales, se autolesionan, se deprimen, sufren de atracones o de comportamientos obsesivos, pero no pueden atribuir estos malestares a ninguna circunstancia biográfica o social que les perturbe. Ni siquiera encuentran un nexo aproximado entre el síntoma que sufren y sus circunstancias personales. Este hecho no es nuevo para nosotros, pues los pacientes psicosomáticos, aquellos que expresan el dolor psíquico con malestares en el cuerpo, ya acusaban esta pérdida de narratividad que hacía más difícil su tratamiento; pero lo novedoso hoy es la universalización de esta atrofia (...).

Porque la atrofia de la capacidad que aquí analizamos no tiene solo que ver con una dificultad para ponerle palabras al pensamiento, sino con un déficit del pensamiento mismo y del mundo de la imaginación, con un progresivo vacío de representación que surge como defensa ante las condiciones de producción de la individualidad en un capitalismo de la atención que nos hace, precisamente, desatentos. (...)
Si ha disminuido nuestra capacidad de conversar, a pesar de la hiperproducción de textos que pueblan nuestro entorno, es también porque tenemos dificultad para pensar, y esta dificultad para pensar la vinculamos a un vaciamiento de nuestro mundo interno, a una incapacidad creciente para transformar lo que nos acontece en una experiencia subjetiva, propia, comunicable; esta será nuestra hipótesis. (...)

Christian Salmon, investigador y escritor, estructurará con sus aportaciones algunos ítems del fenómeno en su vertiente más política y social. Pero son el filósofo francés René Girard y su concepto de deseo mimético los referentes que están en la base de mi hipótesis. Girard observa que tanto don Quijote como Emma Bovary, entre otros personajes de ficción, imitan a los héroes de las novelas de caballería, el primero; a las heroínas románticas, la segunda. Todos somos miméticos como don Quijote imitando a Amadís de Gaula, todos somos Emma Bovary identificada con las heroínas de las novelas que lee, todos anhelamos lo que nuestros mediadores, aquellos a quienes admiramos, envidiamos o amamos, nos muestran. Siempre fue así, no hay deseo ex nihilo. El problema estriba entonces en quiénes son hoy nuestros modelos, qué ideales mueven nuestra sociedad de la información, y estimo que uno de ellos, por más que a algunos nos pese, es la ignorancia. Donald Trump sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia (...)



La caída de los relatos globales que ya advirtió JeanFrançois Lyotard en 1979, junto con la multiplicación de los storytelling a partir del año 2000, produjo en la esfera individual esta progresiva atrofia (...).
Atrofia de la capacidad narrativa, huida del pensamiento crítico, rechazo del contacto a favor de una búsqueda de la satisfacción inmediata: el individualismo neoliberal y el mundo digital nos alejan de lo que considerábamos la condición humana. ¿Somos hoy, pues, menos humanos? (...)

La caída de los grandes relatos lleva de la mano el olvido de lo humano universal en pro de particularismos identitarios que provocan la ruptura de los lazos sociales para satisfacer las urgentes necesidades de reconocimiento que asolan nuestra sociedad de la incertidumbre, con el consecuente empobrecimiento afectivo que nos entristece. (...)

El aumento exponencial del número de personas que acuden a cursos de mindfulness, relajación o yoga, o a retiros de cualquier tipo, con la promesa de encontrarse mejor, apunta a un síntoma de esta ausencia de capacidad narrativa que mutila también la reflexividad y deja al individuo impotente frente a un malestar al que la sociedad de consumo ofrece mil posibilidades de solución, aunque pocas o ninguna de ellas pase por explorar el origen de esta mutilación, sino por colmar con otros recursos prestados la necesaria reflexividad perdida, como sucede con el consumo de libros de autoayuda. El itinerario escogido en esta investigación no es académico, sino personal, una selección de los autores que, en la búsqueda de una explicación, me han ayudado con sus aproximaciones, a veces incluso alejadas del tema, pero iluminadoras para nuestro análisis. Porque para comprender este nuevo síntoma personal y social, esta epidemia de mutismo introspectivo, necesitamos la confluencia de distintos saberes, a partir de una forma de articulación que bien podría asemejarse a lo que H. J. Eysenck y Jessica Benjamin llamaron sobreinclusión, es decir, la intersección de distintas disciplinas de las humanidades con las neurociencias, cuyos conocimientos se complementan para abordar el mismo objeto de estudio. Exploro una ontología del presente de larga tradición que toma de Günther Anders el carácter impresionista de la investigación, el intento de descubrir las claves que se esconden tras los emergentes sociales sirviéndome de los conocimientos acumulados por la experiencia vital y la práctica del psicoanálisis. (...)


Vamos a introducirnos brevemente en las nociones que esbozaré aquí a partir de unas notas (contienen spoilers) sobre el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio en la última película de Martin Scorsese, Los asesinos de la luna (Estados Unidos, 2023), que narra los crímenes cometidos por una acaudalada familia de terratenientes y ganaderos contra los nativos osage de Oklahoma para despojarlos de sus tierras, ricas en petróleo. El personaje que interpreta DiCaprio, sobrino del jefe de la trama mafiosa que ha comprado a las autoridades del condado para que no investiguen esas muertes, es un hombre sin atributos, un joven soldado que regresa de la Primera Guerra Mundial y se somete a las órdenes de su tío hasta llegar a cometer los asesinatos más atroces, mientras que en su vida pública aparece como un apuesto padre de familia, casado a instancias de aquel con una nativa osage, a la que intentará matar también suministrándole lentamente una droga junto con las inyecciones de la recién descubierta insulina, que la mujer necesita para tratar su diabetes. La disociación que experimenta este hombre es notable en cada uno de sus gestos. Su yo público es el de un padre y marido amante y cariñoso, y su yo secreto, el de un asesino disciplinado, que actúa a las órdenes de su implacable tío sin oponerse, siendo cómplice y ejecutor de los asesinatos de parte de los miembros de la familia de su esposa. Cuando, en una de las últimas escenas de la película, esta lo confronta y le pregunta qué le ha estado suministrando, él solo puede callar, incapaz de articular una respuesta. (...)


Personajes como el interpretado por DiCaprio han sido representados en el cine en películas como Nebraska, de Alexander Payne (Estados Unidos, 2013), o en la dirigida por Sébastien Pilote El vendedor (Canadá, 2011). Se trata de seres anodinos, con una identidad social alterdirigida por un amo o por los mandatos sociales, sean estos convencionales o no. Los llamamos hombres y mujeres huecos porque el yo neural, la autoconciencia corporal y social imitativa, no alcanza a desarrollar su yo narrativo. Para comprender a estos personajes, ejemplos de la individualidad que hoy se quiere universalizar, hemos de adentrarnos brevemente en las neurociencias y en algunas teorías sobre la conciencia que nos suministrarán los conceptos de los que servirnos después en nuestro recorrido. (...)

El colapso de la competencia narrativa está asociado en caso de enfermedad neurológica y mental a los efectos del trauma físico o psíquico sufrido; por ejemplo, el que se produce en patologías graves como la psicosis o los trastornos borderline, caracterizadas por romper la continuidad del sentido del sí mismo y, con él, de la competencia para narrarse. Porque narrarse es contextualizar la historia, caracterizar a los personajes y atribuirles motivaciones –en distintos grados de profundidad, ciertamente–, e incluye la descripción de acontecimientos relevantes como el porqué, el cómo y las interacciones entre los protagonistas, así como las consecuencias del hecho y la anticipación. Es decir, narrar es unir elementos biográficos en un relato donde se busca un sentido. Incluye identificar las emociones, que se transforman e integran al elaborar el relato mismo, por lo que aprender a narrarse constituye uno de los objetivos prioritarios en el tratamiento de pacientes con trauma relacional3 o en los adolescentes en crisis,4 cuya construcción histórica y, por ende, identitaria se ve interrumpida. (...)

ambién el psicoanálisis se ha ocupado de la génesis del yo y de la conciencia, estrechamente relacionados entre sí y con el narcisismo, si bien el yo abarca más aspectos que la conciencia dado que una parte de él sigue siendo inconsciente. Para Sigmund Freud, el yo surge del desarrollo de la maduración, formado por la dinámica del aprendizaje social y por las identificaciones, esto es, por efecto de la socialización y por las marcas inconscientes que nos dejan las relaciones con los otros significativos. El yo es el encargado de lidiar entre las pulsiones y la realidad, en un intento inestable por conservar su unidad frente a las exigencias de unas y de otra. Los paralelismos entre las intuiciones freudianas, que definen el yo como una masa dominante de representaciones que se forman a partir de las percepciones tanto internas, procedentes del organismo, como externas, coinciden con la idea de integración, central para las neurociencias a la hora de hablar de la conciencia. Pero a nosotros solo nos interesa indagar en el complejo entramado de teorías neurológicas de que disponemos para mostrar que puede haber un nivel mínimo de conciencia, de yo, que no desarrolle la metacognición reflexiva, como le sucede al personaje de Leonardo DiCaprio en la película de Scorsese. Y que construir ciudadanos con un yo mínimo, podríamos llamar inocentemente acrítico y alienado, «sin ningún sentido de identidad personal», como decía Anil Seth, reflejo solo de las sensaciones y emociones que experimenta, un yo exclusivamente corporal, basado en la autoconservación y la supervivencia, es una de las aspiraciones del capitalismo digital. (...)

En la vida cotidiana, las expresiones «mejor no pensar», «mejor pasar a otra cosa» o «hazte un viaje», entre muchas otras emitidas como consejo a nuestro interlocutor cuando le acosa un problema, remiten a esa progresiva atrofia de la capacidad para narrarse que vamos a tratar de explicar: no explores, huye, corre hacia delante, evita pensar. Hay algo más –algo nuevo, a nuestro entender– en este síntoma que analizamos, y es que el pensamiento hegemónico del capitalismo digital promueve abiertamente esta atrofia para sustraer la diversidad del mundo interior particular y sustituirla por una individualidad homogénea y conformista. La atrofia se quiere generalizada, el yo crítico se requiere mínimo y la epidemia ya afecta a parte de la población en distintos grados. Nuestro mundo interno se vacía a favor de la adhesión a las propuestas del mundo externo, que nos entretienen con reclamos constantes. En los vídeos que se exponen en las redes sociales, en los testimonios que se recogen en los programas de noticias de las televisiones, preguntados sobre cuestiones que requieren algún tipo de argumento, los ciudadanos interrogados no razonan, balbucean. (...)

El investigador y escritor francés Christian Salmon ha dedicado parte de su obra a analizar la progresiva desaparición de la narración en nuestras sociedades. En su libro La era del enfrentamiento opina que han sido tres las grandes crisis narrativas que ha conocido el siglo XX.13 La primera durante la Gran Guerra; la siguiente, ligada a la segunda contienda (1939-1945), ambas vinculadas tanto a la desproporción entre los medios humanos y los instrumentos mecánicos de que se disponía, como a la destrucción de la dimensión temporal de los acontecimientos que ya señaló Adorno al observar un ritmo bélico dividido en campañas discontinuas, con sacudidas y cese completo de hostilidades. La tercera gran crisis de la narración, según Salmon, comienza con el final de la guerra fría y se extiende hasta la universalización de internet, y fue provocada por varios acontecimientos que forman parte de lo que llama espiral del descrédito. Para el autor francés, los grandes relatos de la historia, desde Homero hasta Shakespeare, que transmitían lecciones de sabiduría fruto de la experiencia, dieron paso a los storytelling, que saturan la realidad de relatos artificiales, bloquean los intercambios dialógicos y, con la universalización de las redes, nos alejan de las historias para imponer intercambios de relatos anecdóticos14 que propician el enfrentamiento comunicativo y debilitan así la confianza en el valor referencial del lenguaje. (...)

na técnica de comunicación y domesticación enfocada a transmitir mensajes que capten la atención y enganchen al ciudadano, apelando básicamente a sus aspectos más emocionales; una técnica, utilizada tanto en la publicidad como en la política, que envuelve la realidad en una red narrativa que estimula las emociones útiles para el fin que el storytelling se proponga, mediante unos engranajes narrativos que conducen a los individuos a identificarse con modelos y protocolos prescritos. Lo importante del storytelling es movilizar mediante anécdotas las emociones. El llamado giro narrativo, que se expandió a casi todas las disciplinas a mediados de los años sesenta, dio paso a las condiciones de aparición de los storytelling en los noventa, coincidiendo con la explosión de internet y los avances de las nuevas técnicas de información y de comunicación.15 Salmon analiza ejemplos de storytelling en las campañas electorales de Ronald Reagan, Bill Clinton, Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal, en las grandes compañías e industrias, en la guerra y en la propaganda. Progresivamente, y como consecuencia también del avance de las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), desembocamos en la que denomina era del enfrentamiento, que comienza en 2016 con el ascenso de Donald Trump y que produce un nuevo contexto, un nuevo régimen de verdad, y la aparición de burbujas informativas independientes donde la información se elige de acuerdo con las opiniones de los usuarios, sin contrastar con los hechos, donde la falta de diferenciación entre la verdad y la mentira es la regla, pues todos los enunciados se mantienen en un régimen de inestabilidad. En la era del enfrentamiento, el ruido de la batalla en Twitter sustituye al storytelling, y las pulsiones se imponen sobre la palabra y el diálogo, hasta producir una ruptura posnarrativa, una ausencia de relato, casi un «asco por la palabra», escribe Salmon, citando a Hermann Broch. (...)

efectos de nuestro trabajo propondremos una escalada de esta desaparición progresiva de la capacidad de narrar que podríamos pautar así: la crisis narrativa que se extiende desde la Primera a la Segunda Guerra Mundial, de la que dan cuenta en su obra Walter Benjamin, Theodor Adorno y Günther Anders; el descrédito de los grandes relatos que analizaron Lyotard, Baudrillard o Sennett, que se extendería desde la caída del muro de Berlín en 1989 hasta comienzos del siglo XXI, y la disolución de la capacidad narrativa que supone la universalización de internet y la digitalización del mundo, de la que nos ocuparemos aquí más ampliamente junto con quienes también se han detenido en ella desde diferentes perspectivas. En su artículo «¿Qué puede y qué no puede hacer el psicoanálisis frente a la desazón (“malêtre”) contemporánea?», el psicoanalista francés René Kaës insiste en cómo los cambios sociales acaecidos en apenas dos decenios –en los vínculos intergeneracionales, en las relaciones hombre-mujer, en las estructuras familiares, en el trabajo y el amor– han producido modificaciones en los procesos psíquicos y en la identidad.16 Esta fragilización de lo que denomina garantes metasociales17 (metaencuadres sociales, grandes relatos, ideales, cultura) afecta al sufrimiento psíquico y al funcionamiento de la familia, los grupos y las instituciones. La caída de los grandes relatos de la modernidad, que sostenían las referencias identificatorias comunes, dificulta la capacidad de ser (...).

Walter Benjamin escribió «Experiencia y pobreza» en 1933. Este breve ensayo aborda la sensación de vacío de la generación que había sobrevivido a la Primera Guerra Mundial y que ya anticipaba el comienzo de la Segunda. Benjamin observa que los soldados, jóvenes educados en el medio rural, regresaron del campo de batalla enmudecidos, sin poder contar la experiencia de haber sufrido el inmenso poder de las máquinas de guerra frente a su quebradizo cuerpo humano. Y considera que se produjo en ellos una pérdida de la capacidad narrativa. Para el filósofo, «una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica».19 Una pobreza de la capacidad para contar la experiencia que no afectará solo a las de carácter privado, sino a las de la humanidad en su conjunto. Para Benjamin, los edificios de acero y vidrio que la arquitectura de su tiempo ha creado, Scheerbart y la Bauhaus, son espacios en los que resulta difícil dejar huella a los hombres cansados y pobres en experiencias que residen en ellos; hombres que reparan el cansancio y la tristeza soñando una existencia llena de prodigios, como la del ratón Mickey; prodigios que no proceden de la técnica, sino de sus cuerpos o de la naturaleza que los rodea. (...) añade con agudeza el autor, como si hablase de hoy mismo. Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo «actual».20 Tres años después, en su famoso texto El narrador (1936), donde reproduce párrafos enteros del comienzo de «Experiencia y pobreza», Walter Benjamin insiste en que el arte de la narración está tocando a su fin. Es cada vez más raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad. Con creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la tertulia cuando se deja oír el deseo de escuchar una historia. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias. Una causa de este fenómeno es inmediatamente aparente: la cotización de la experiencia ha caído y parece estar cayendo irremediablemente al vacío.21 Este descenso comienza, según el filósofo, tras la Primera Guerra Mundial: Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos.22 Un proceso que viene de lejos y que Benjamin vincula también a la desaparición del consejo como correlato de la narración de una historia en curso que ya no somos capaces de narrar, y a la difusión de la información que abunda «cada mañana», mientras que «somos pobres en historias memorables». Sin embargo, observamos cómo ese consejo oral perdido al que alude Benjamin se ve hoy sustituido por la sobreabundancia de libros de autoayuda y por los numerosos blogs y vídeos que saturan las redes de recomendaciones sobre cualquier cosa, convertidos en auténticas guías sobre cómo hemos de vivir. El consejo oral cara a cara ha perdido crédito frente al consejo que se busca en los gurús de las pantallas. Pero la pérdida de la capacidad narrativa está también vinculada a la capacidad de escuchar, que Benjamin considera asimismo en declive: Cuanto más olvidado de sí mismo está el que escucha, tanto más profundamente se impregna su memoria de lo oído. Cuando está poseído por el ritmo de su trabajo, registra las historias de tal manera que es sin más agraciado con el don de narrarlas. Así se constituye, por tanto, la red que sostiene al don de narrar. Y así también se deshace hoy por todos sus cabos, después de que durante milenios se anudara en el entorno de las formas más antiguas de artesanía. (...)

Pensemos, además, que si en 1936 el filósofo ya vislumbraba la disminución de la capacidad de escuchar, qué nos estará pasando hoy, cuando la pérdida de atención es señalada unánimemente como un síntoma innegable por quienes observan las modificaciones que la sociedad digital ha impuesto en nosotros.24 El olvido de sí mismo que Benjamin consideraba indispensable para poder escuchar resulta casi imposible en nuestra sociedad narcisista, donde la satisfacción autárquica y solipsista se impone, donde apenas existe la capacidad de construir un espacio interno que pueda acoger al otro. (...)

Pensemos, además, que si en 1936 el filósofo ya vislumbraba la disminución de la capacidad de escuchar, qué nos estará pasando hoy, cuando la pérdida de atención es señalada unánimemente como un síntoma innegable por quienes observan las modificaciones que la sociedad digital ha impuesto en nosotros.24 El olvido de sí mismo que Benjamin consideraba indispensable para poder escuchar resulta casi imposible en nuestra sociedad narcisista, donde la satisfacción autárquica y solipsista se impone, donde apenas existe la capacidad de construir un espacio interno que pueda acoger al otro. (...)

Una pérdida de atención que crece a medida que se nos bombardea cada vez más con informaciones que no podemos elaborar. Secuestrada por las redes sociales, la falta de atención homogeniza las experiencias, haciéndolas comunes y no memorables, pues la información suplanta tanto el pensamiento como la marca biográfica de las sensaciones que provoca, ya que todo se olvida fácilmente, todo cae en la vertiginosa carrera acelerada en la que se ha convertido la vida. Por citar un solo ejemplo, con el que considero que muchos nos veremos identificados, pensemos en cómo recordábamos antes a los directores de las películas que nos impresionaban. Verlas constituía una experiencia duradera. Seleccionábamos la película de acuerdo con su director o nuestras inquietudes particulares, buscábamos en la cartelera, quedábamos con amigos, íbamos al cine. De la vivencia participaban todos los sentidos y se incluía también la locomoción. Hoy homogeneizamos en nuestra memoria casi todas las películas, dada la rapidez con que podemos verlas en nuestras plataformas sin movernos de casa. Además, la mayoría de los usuarios de dichas plataformas ven las películas que estas publicitan. Cero singularidad. De todas las que vemos de este modo, muy pocas se convierten en una experiencia singular. Y esto sucede también en otros órdenes de la vida. (...)

Günther Anders, de origen judío, nació en 1902 en Breslavia (por entonces Breslau, Alemania) y tuvo que emigrar a Estados Unidos en 1936. En 1959 escribió el primer tomo de su ensayo La obsolescencia del hombre.25 Las tesis principales de este libro indispensable surgen de una visita que realizó con su amigo T. (se especula que era Theodor Adorno) a una exposición técnica, donde observó el estupor que este sentía frente a la tecnología, hasta el punto de que, según confiesa, se pasó la exposición observándolo a él y no a las máquinas. Anders sugiere una explicación para el mutismo que aquejó a T. durante la visita a la muestra, la vergüenza prometeica, que expone del siguiente modo: ante la calidad de los productos que fabrica el hombre, este acaba por compararse con ellos y se avergüenza de haber nacido de modo natural y no haber sido hecho, de no ser manufacturado. Volveré a este concepto al final del libro, pero lo que nos interesa ahora es destacar la aportación de Anders a la atrofia de la capacidad narrativa que señaló con tanto acierto Benjamin dos décadas antes que él. (...)

«Los aparatos nos quitan el habla; por eso nos transforman en menores de edad y en subordinados», afirma textualmente en el epígrafe que abre el apartado cuatro de su libro, y continúa señalando las pocas ganas de hablar que nos asisten frente a la televisión o mientras escuchamos un programa de radio; incluso los enamorados que pasean por el Hudson, el Támesis o el Danubio, con un «portable hablante», según sus palabras, no conversan entre ellos, sino que escuchan esa tercera voz, impidiéndose así voluntariamente la conversación íntima. ¿No les parece fascinante esta precocísima observación? A mí sí. Pero lo que me produce estupor, como al misterioso T. la tecnología, es la claridad con la que el autor observa un fenómeno que por entonces era tan incipiente. (...)

Por su parte, T., si este fue realmente Adorno, en su libro Minima moralia, cuya estructura fragmentaria parece anticiparse a los posts de nuestros blogs actuales, reflexiona en el exilio sobre la vida dañada, como subtitula su trabajo, de una manera dialógica, aproximándose y aproximando al lector a sus preocupaciones de entonces.26 No tiene Adorno un estilo fácil ni es demasiado grato descifrar su pensamiento a partir de estos fragmentos, lastrados algunos por el particularismo que a todos los textos imprime la época en la que fueron escritos, pero, entre los muchos temas que trata de forma casi impresionista, uno de ellos es el psicoanálisis, que critica injustamente, a mi entender. El filósofo reprocha a las teorías freudianas su capacidad para adaptar a los pacientes, haciendo que sustituyan por conceptos prestados lo que habría de ser una «autognosis singularizada». Sin embargo, es precisamente este autoconocimiento, esta autognosis, lo que está en el centro de la terapia analítica, que siempre huyó de los diagnósticos estigmatizantes, caros a la psiquiatría de entonces, para abrirse a la singularidad de cada paciente. Adorno salpica su texto de observaciones brillantes que anticipan lo que no ha hecho sino aumentar desde los años cincuenta, en que lo escribió, hasta hoy: la absorción del ámbito privado por la actividad comercial, esto es, la colonización de la vida íntima por el mercado que hoy denuncian tanto Eva Illouz como otros pensadores. Adorno señala la soledad y el aislamiento que el encadenamiento de la vida al proceso de producción genera en los hombres, que se valoran a sí mismos en términos de provecho e interpretan estas cadenas como una elección independiente. (...)



SIN RELATO: atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad.
LOLA LÓPEZ MONDÉJAR.
Premio Anagrama de Ensayo, 2024


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