lunes, 15 de diciembre de 2025

Lo mejor de COMERÁS FLORES (Lucía Solla Sobral)


Diana tenía toda la seguridad que yo no tenía, pero me la prestaba. A Diana no le asustó cambiarse de carrera, así que a mí no me asustó cambiarme de Filosofía a Periodismo. A Diana no le importó empezar a trabajar en una franquicia de muebles y decoración con normas rígidas sobre maquillaje y peinados, así que a mí no me costó nada aceptar mi trabajo como redactora de contenidos especializada en succionadores de clítoris, cócteles, inteligencia emocional o las diez mejores rutas para comer pintxos. Diana no le tenía miedo a nada y yo le tenía miedo a todo pero, a su lado, un poquito menos, porque Diana podía ser Diana por ella y por mí. (...)

Mientras recorría la alameda y no lo encontraba, me burlaba de mí misma, era ridículo llevar seis años huyendo de esa villa y acabar enganchada a su suelo sucio y meado buscando a un desconocido al que había visto la noche anterior. Yo siempre quise urgente, buscaba amores que se atragantasen de ganas, que hirviesen, que no diesen tiempo a nada más que a querer. Un amor con gusto a la levadura del corazón de una palmera recién horneada. (...)

Y Diana y yo nos las comíamos inmediatamente porque una dice cuidado y la otra entiende ahora justo ahora, una dice espera un poco y la otra escucha que mejor ya-ya-ya antes de que se enfríen. Un amor de los que sobra mucha cama porque se apelotona todo en el mismo lado. Ese amor que te deja los labios hinchados un día entero y que te convierte las piernas en flan cuando paseando con Frida y mirando el móvil, sientes cien higos abiertos respirando a tu lado y levantas la mirada y te da la risa nerviosa porque ahora ya sí, ahora está pasando. (...)

—Hola, ¿dónde tomamos algo? —me hablaba muy serio, como si conocerme se tratase de algo importante—. Me llamo Jaime, por cierto. 
En un bar, donde las mesas de Estrella Galicia tenían el logo tapado con cinta aislante, me contó que él también vivía en Pontevedra, que era compositor de atmósferas, que acababa de cerrar un restaurante clandestino en su casa, que su hija estaba en Madrid probando suerte, que estaba leyendo a Deleuze, que adoraba a los perros. Y yo a él que me fui por amor a Andalucía y que volví por aburrimiento, que trabajaba en una agencia de marketing, que vivía con mi mejor amiga, que mi padre había muerto hacía cinco meses. (...)

Era sábado y fui, siguiendo las indicaciones de Google Maps. Mis pies sabían ir, pero mis nervios no y mis nervios siempre ganan, eso lo sé desde los seis años cuando me perdía en El Corte Inglés, con once cuando me hice pis en casa de mi tía mientras operaban a mi padre, con diecisiete cuando me rompí en el baño durante Selectividad porque no valía para aprobar un examen de matemáticas ni para ir a la universidad ni para mudarme a Compostela ni para conocer gente ni para sonreír sin ganas ni para cambiar de piso cada curso. Y encontré a mi madre en El Corte Inglés y mi padre presumió de cicatriz y aprobé matemáticas y descubrí que se me daba bien socializar, simplemente no me gustaba, como las mudanzas. Pero mis nervios ganan, duelen en el estómago, hielan mis dedos, me hacen nudos en el pelo. Era sábado y fui, comprobando mi cara en la cámara del móvil. Intentando caminar en línea recta por esa calle tan céntrica, con todas mis inseguridades enredadas, peinándome el pelo con los dedos. Las estrías, las tetas, las caderas, este top, peina que te peina, el vello, la barriga, joder, los pinkies, me peino. Me esperaba en su portal. Su pelo negro y gris, su mandíbula cuadrada, un polo negro, unas gafas de montura transparente, distintas a las del día anterior. Ese olor a madera con mermelada o a higuera. Un hola, Marina, dos besos, un estás muy bonita, un mechón detrás de la oreja, una intención de darme la mano que finalmente no. Subí con él unas escaleras que crujían, crujían, crujían y, aun así, olían a silencio. (...)

Pasamos la noche juntos y despiertos. Desnudos y con nuestras piernas enredadas, como para no perdernos, como para que no se fuese lejos o que yo no pudiese moverme y encontrar señales que anticipasen el aburrimiento. Quería estar pendiente de mi propio cuerpo, de sus movimientos y rugosidades, pero Jaime me dibujó el mentón con un dedo y me dijo: quiero quererte. Y de debajo de mi piel salieron todas sus arañitas y rodearon mis pezones y subieron por la garganta y también a las mejillas y sentí que ojalá, que ojalá algún día. Será cuestión de tiempo, dije. Y él me colocó el mechón de pelo detrás de la oreja y repitió: quiero quererte. Y yo no dije pues ojalá me quieras, Jaime. Pero lo pensé. (...)
Yo quería que me quisieran tanto como para que no hubiese un ojalá sino un ya, nada de cuentas atrás, solo un ahora mismo. Que un quiero verte significase en quince minutos estoy ahí. Que un quiero dormir todas las noches contigo resultase una llave para entrar en la casa más bonita del mundo. Un amor al que no dedicar canciones porque al estar tan pegadita a ese amor, tan tan dentro de él, no tuviese tiempo para elegirlas ni para echar de menos. (...)
Tic tac tic tac y yo sentía que tenía seis años otra vez y una bolsa de chuches que no se acababa nunca. Me quería tan rápido y con tanta fuerza que a mí me daba la risa y no me daba tiempo a escribir ni a leer ni a escuchar música ni a pensar en papá porque todo era amor amor amor y planes para alargar el amor. Yo seguía sus pasos agarrada fuerte de su mano y pensaba que qué felicidad más tonta, que qué suerte que al final tenía yo razón y la clave estaba en sentir como si todo estuviese a punto de explotar. (...)


Lo que menos me gustaba del amor era tener que pausarlo. De lunes a viernes, de nueve a siete, me guardaba los nuevos olores, nuestro lenguaje, los sabores y las texturas para poder ir al trabajo. Lo metía todo calentito en los bolsillos y dejaba que latiese ahí dentro mientras yo volvía a ser redactora en una agencia de marketing digital. El trabajo no era muy exigente y se me daba bien, así que cada día me sobraban algunas horas para entrar en la Rockdelux y la Pitchfork y lamentarme por otras vidas laborales alternativas. En mi adolescencia, me sentaba en el comedor y dejaba que pasasen sobre mí las horas y las canciones que todavía siguen pegadas a mí como animales viejos. A veces, encendía el único ordenador de sobremesa que había para toda la familia y transcribía las letras de mis grupos favoritos para subirlas a las webs de letras y acordes. Las de El Niño Gusano eran mis preferidas, no las entendía pero me hacían reír. Media vida, pero media vida entera enterita entera, viviría aplastada entre el sofá y una pila de vinilos. Y la otra media, en los conciertos y las ganas de hacer crónicas de todos ellos. Alguna vez envié crónicas gratis por si me las publicaban, pero nunca me respondió nadie. No hablaba sobre la limpieza del sonido, la distorsión, los riff de guitarras y los punteos, yo escribía sobre el esternón, la nostalgia, la amistad y sobre colgar en el tendal camisetas de grupos. (...)

Durante mis primeras semanas en la agencia creía que me gustaba Rubén. Rubén era como Diana, pero sin ser Diana. Era alegre, rápido y me hacía sentir cómoda. Siempre me tocaba el pelo y se mordía el labio. Es suave, decía. Y brilla mucho. Hablaba tanto de mí conmigo que creía que le gustaba y entonces creía que a mí también me gustaba. ¿Cómo no me iba a gustar? El amor antes de Jaime funcionaba así. Tú me haces caso, yo te hago caso, tú me pellizcas, yo te pellizco, tú me quieres, yo te quiero. Lo importante era darse cuenta de que la otra persona te hacía caso, te pellizcaba, te quería. Lo de Rubén duró poco. (...)

Guardar el amor nuevo en el bolsillo, disimularlo debajo del pelo o en el olor de la ropa, hacía que no se desgastase nunca. Intentaba esconder ese amor tan brillante en las notas que Jaime me metía en la mochila del portátil, en los mensajes que le enviaba desde el baño, en las galletas que me preparaba para tomar con el té. Era un amor pequeño pero macizo. No lo compartía. No quería que nadie lo viese para que nadie lo estropease. Hasta que una tarde, sin que hubiésemos quedado, Jaime me esperó a la salida del trabajo. Me quedé al otro lado de la puerta de cristal. Martín me miró, lo miró, se le escapó una o minúscula por la boca, así que es él, y se fue. Jaime había destapado el amor de golpe, sin previo aviso. (...)
Y me pregunto si tiene sentido algo. Estudiar aquello, trabajar de esto otro, mudarme, esa relación que fue tan bonita tan lejos tan difícil, o esta otra que rueda tan rápido que tengo miedo a que se resquebraje por el camino y vaya soltando pedazos y que todos los pedazos sean míos. Como la canción que dice que pudo ser un amor del montón, pero todo el montón era mío. Se me llenan los mofletes de nostalgia. Nostalgia anticipada, porque aún no sé qué echo de menos, qué me falta, qué me sobra si yo no tengo nada. ¿Cuánto hay que perder para no tener nada? ¿Un padre? Un padre perdí, apunte ahí usted. Cuando se me ponen ojos de vaca me cuestiono todo tanto que repito mi nombre varias veces para no olvidarlo. Lo hacía con seis años, lo hago con veintisiete y lo hice durante la comida con veinticinco. Veinticinco años de ojos de vaca que solo una carcajada de mamá logró borrar. (...)

Jaime hacía que no tuviese que gustar, sino que la otra persona quisiera gustarle a él. Y a mí toda esa sensación de no tener que ir con cinturón de seguridad me provocaba que Jaime me enamorase más y más. Nadie ponía un pero y a mí se me mezclaba la adrenalina con la calma. (...)


La primera vez que lloré por él, aprendí que llorar tenía un castigo: el silencio. El silencio y echarme la culpa a mí como quien lanza un balón medicinal contra el pecho. (...)
Soñarás que siempre será primavera y que no tendrás que llorar como los adultos. Soñarás con que tu abuela te sigue peinando con sus dedos torcidos cada tarde después del cole y después de las lentejas. Soñarás con que la persona más bonita de Compostela sea la misma que la que te llame miquiña mía y no alguna de las de tu facultad que huelen a licor café y a tabaco y a apuntes de Locke y Hume fotocopiados. Soñarás que los consejos de tu madre estarán por encima de los temblores de tus piernas en las crisis de ansiedad. Soñarás con poder llegar siempre a fin de mes sin que las notificaciones del banco te muerdan el pecho. Soñarás con que vengan bien dadas. (...)
Yo sabía que salir del amor era como salir de una catástrofe aérea porque se lo leí a Peri Rossi, pero no sabía yo lo difícil que era hablar del amor sin que a una se le llenasen los mofletes de miga de pan y se le pegase el calor a la piel como un pijama de franela. No sabía yo que el amor podía ser suave y saber a breva. Después del amor en esa habitación yo no recordaba quién era Samir ni Rubén ni Pablo Rosales ni Damián. Y después de caminar de la mano por el Barrio de las Letras y de sacarnos fotos en los espejos del Rastro, después de ese viaje a Madrid, lloré un lunes entero por si algún día todo eso desaparecía. Por si acaso, se me pusieron los ojos rosa pastel cuando me di cuenta de que no solo sabía hablar de aburrimiento, y que lo que más me coloreaba las orejas era recordar la primera vez que me dijo te quiero y que yo no entendí si me había dicho te quiero u otra cosa y sonreí. Por si acaso, sonreí. Y esperé a que llegase otro y otro y otro te quiero que sí entendí, y guardé algunos pero otros los desgasté de tanto recordarlos. Creía yo que el amor era una catástrofe aérea pero el amor era empacharse con los churros que no había comido. (...)

Me quería con tanta fuerza que a mí me daba la risa y no me daba tiempo a escribir ni a ver películas ni a escuchar música porque todo era amor amor amor y planes para alargar el amor. Y yo me decía que ojalá no sea verdad eso de que solo existimos cuando el amor nos mira. Pero también me decía yo es verdad, es verdad porque siempre me duele la cara de reír y mira cómo se me llenan los bolsillos de sopa cuando me siento a comer en la mesa larga de mi madre, la buena, la que está en el salón y no en la cocina, y él tiene la atención y el cariño de todos. Yo seguía sus pasos agarrada fuerte a su brazo y pensaba que qué felicidad más tonta, qué suerte. Menos cuando decía algo que no le gustaba, entonces parecía que se olvidaba de quererme y yo pensaba más en mi padre y en mí. (...)


Diana siempre me compraba gominolas cuando tenía un mal día en la universidad, hasta que nos dimos cuenta de que la universidad era siempre un mal día. (...)

El amor tiene muchas caras, muchos pies, muchas manos, sobre todo, muchas manos. Las de Diana son pequeñas, como un topo, dice ella, aunque les tiene miedo a los topos porque dice que se parecen a las ratas. Diana siempre apoyaba la palma de su mano en la mía para reírse de mis dedos largos o de sus dedos pequeños. Yo nunca hacía esas cosas. Eso de poner mi mano en la suya o poner mi cabeza en su hombro o agarrarme a su brazo de camino a casa. A mí me daba como miedo o angustia el contacto físico. Pero ella colaba su pie entre mis manos para que se lo acariciase. En el tren de Compostela a Pontevedra me pedía que le tocase el pelo. Si bebía mucho, me pedía un beso en la boca. Uno de sus novios se enfadaba con nuestros picos pero a mí me daba igual y a Diana más. Entonces, si el amor tiene muchas formas y muchas manos y si las manos de Diana son tan pequeñas, quizá fue normal que me dejase caer. O que me soltase. Pero si las mías son tan grandes, si, precisamente, mis dedos son largos como lágrimas, ¿por qué se me escapó Diana? Por qué mis manos no cogieron nunca el teléfono y la llamaron y le dijeron a Diana ¿nos acabamos de enfadar? Diana, ¿estamos bien? Estamos bien, ¿no?

durante un año estuve un poco menos aburrida encerrada en esa sierra imaginando cómo quería casarme. Porque sí, quería casarme. No tenía claro si con un vestido largo o corto, quizá negro o rojo, con mi familia pero sin mi tía Agustina. Quería muchas polaroids y en todas mis elucubraciones yo me reía muchísimo, a carcajada limpia, pero en todas mi padre seguía vivo y no había ni rastro del hombre con el que me acababa de casar. Quería casarme, por supuesto que quería casarme, porque apoyada en los muslos de mamá, con sus dedos recorriendo mi oreja, Elizabeth Bennet se casó con Mr. Darcy y Jane Eyre con el señor Rochester y Harry con Sally y Anna Scott con William Thacker. Y todos, por fin, eran felices y, sobre todo, mamá y yo éramos muy felices. Hasta que mis hermanos llegaban a casa y se ponían los pijamas y se unían a nosotras y se tiraban al sofá como gatos y me arrancaban el mando de las manos y peleaban por ver quién ponía no sé qué y mamá se iba y yo le hacía cosquillas a Berto para que Bea recuperase el mando y papá nos miraba desde la puerta y cerraba con llave y decía ya estamos todos y sonreía tan fuerte que se sentía dentro del pecho y aparecía otra vez mamá con un bol con agua donde remojaba los dedos para quitarse las cutículas y le decía a Bea ¿te las quito a ti después? Y sí, sí, sí, así que al final Berto ponía la NBA. (...)
Yo quería un amor tranquilo, suave, paciente. Un amor de terciopelo, que no rascase, que no colocase su rodilla entre mis piernas, que no me hiciese callar. No sé. A lo mejor solo quiero volver a ver películas con mi madre. (...)



No fui a su fiesta, ya no le enviaba canciones por mucho que me gustasen o que dijesen la palabra parque, beso, moto, risa. Si me enviaba una foto, la veía, hacía zoom a su cara, a sus labios de cenicero, a sus manos. Después, la borraba. Ya no dormía con el teléfono debajo de la almohada. Edu fue desapareciendo y apareció de nuevo Eduardo y de Eduardo a la nada bastaron un mes y tres semanas. Fue así de fácil. Tan fácil como dejarlo pasar. No tuve que llenarme la boca de entrañas y gritar con el pecho colorado ¡me has destrozado! Eliminar nuestras conversaciones y dejar de escuchar a Sen Senra fue más discreto, más amable con la nueva realidad. Cada canción que añadió a la playlist que nos inventamos para acariciarnos en la distancia era una canción que no volvería a escuchar jamás. Cada recuerdo podía hacerme dudar de mi decisión y preferí olvidarlo todo. Dolía mi miedo, dolía fantasear con otra vida, dolía la mano de Jaime apretándome fuerte para llevarme a cada sitio al que íbamos como si no pasase nada. Dolía como cuando mi hermano me quitaba una tirita a la de tres y en realidad era a la de uno. Porque no era el cuerpo el que se quejaba, era otra cosa. Todos los pelos de mi rodilla en esa tirita de My Little Pony y su traición escociéndome. Conté hasta tres y ¡zas!, las fotos, los espejos, los planes, las canciones. Quise contar hasta tres y a la de uno ya escoció, pero no dolió. Pudo doler todo lo que compartimos. Las canciones de Khruangbin, los libros de Nora Ephron o el olor a Marlboro. Pero lo olvidé todo y no dolió más. También el parque al lado de la estación que nunca volví a pisar, salvo una vez, solo una vez, con Frida, por si él estaba. Pero no estaba y no dolió. Me alegré de que no nos hubiese dado tiempo a ver juntos mis películas favoritas ni de leerle las letras de las páginas que marco doblando las esquinas. Me alegré de no haberle hablado de mi obsesión por Cristina Peri Rossi y de no haber cenado con él leche con frosties para luego desaparecer y vomitar. No nos dio tiempo a tumbarnos en el parque de Bonaval ni pudimos pasar frío en Bueu con las tripas llenas de pizza de O Farol ni nos perdimos buscando tiendas de discos de tres plantas. Eduardo nunca me preguntó por qué. Sabía, supongo, por quién. (...)

Sabrás que lo que se acaba, se acabó mucho antes y no se acabará del todo hasta tiempo después.

COMERÁS FLORES.
Lucía Solla Sobral.
Libros del Asteroide, 2025


domingo, 14 de diciembre de 2025

COCAÍNA: MANUAL DE USUARIO



Cocaína (Manual de usuario) es una colección de dieciséis relatos que giran en torno a la cocaína y su consumo. Cada relato tiene una mayor o menor presencia de esta droga, pero siempre está. Son relatos breves, de discurso duro y afilado como es habitual en el autor. Son pequeñas piezas conectadas por el consumo, abuso o negocio de una sustancia que parafraseando al célebre Roberto Saviano, mueve el mundo. 

El libro comienza con una cita de Escándalo en Bohemia, la novela sherlockhomiana de Arthur Conan Doyle, en la que el narrador testigo Watson hace esta confesión:
 Últimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había distanciado. Mi completa felicidad, y los intereses centrados en el hogar que envuelven al hombre que se ve por primera vez dueño y señor de su propia casa, absorbían toda mi atención, mientras Holmes, cuya misantropía le alejaba de cualquier forma de sociabilidad, seguía en nuestras dependencias de Baker Street, enterrado entre sus viejos libros, y oscilando, semana tras semana, entre la cocaína y la ambición, entre la somnolencia de la droga y la fiera energía de su ardiente naturaleza. 
Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de la historia. (...)


Llámenme Yo. Estoy sentado en Baker Street. Gasto mi dinero en el true west que sube y baja mis pulmones. Todo oxígeno es un círculo nasal: el cesto lleno de Kleenex, los Kleenex llenos de sangre, los Kleenex llenos de mí. Enciendo la computadora. Juego Solitario hasta entumecer mi mano izquierda. Luego intento escribir. Luego miro el reloj: ya pasaron veinte minutos. Voy al baño, me siento a horcajadas en la taza, vacío sobre el espejo un poquito de polvo, luego un poquito más. Lo huelo, lo muelo con mi tarjeta de cheque automático Serfín, hago dos rayas largas y bien gruesas. Aspiro. Esto es todos los días. Va casi un tercio de onza, llevo no sé cuántas horas sin dormir, no sé cómo parar. Van a correrme del trabajo. Llámenme como quieran: perico, vicioso, enfermo, hijitoqueteestapasando yaparalecarnal vivomuertopaqué, llámenme escoria y llámenme dios, llámenme por mi nombre y por el nombre de mis dolores de cabeza, de mis lecturas hasta que amanece y yo desesperado. Soy el que busca una piedrita debajo del buró, encima del lavabo, en el espejo, en mi camisa, y amanece otra vez y sin dinero, y la sonrisa helada del vecino a través de la persiana, y a poco crees que no se han dado cuenta. Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de mi vida. (...)
Llámenme Ismael: estoy sentado en Baker Street, junto a la chimenea, tratando de cazar con mis palabras a un animal blanco y enorme. Mide casi una legua, su cola es pura espuma, sus ojos tienen la pesadez y el brillo de la sal más brava. Es un animal que se asusta y enfurece, que mata ciegamente, que cuando no te mata parte tu vida en dos. Pero es también una bestia lúcida y hermosa, y respira música, y en el momento en que su cola te azota y arroja tu cuerpo por el aire no piensas ni en el dolor ni en la sangre que gotea: piensas solamente en la velocidad —que es como no pensar, o sentir el pensar, o estar sentado en medio de la purísima nieve mirando pasar las ruedas sucias. Llámenme Ismael. Estoy aquí para contarles una historia. (...)

De acuerdo a los cánones de compra-venta establecidos para Latinoamérica por nuestros expertos en mercadotecnia, un usuario habitual es aquel individuo que consume en forma semanaria un promedio de entre 2 y 6 g. Todo consumidor por debajo de ese margen apenas si alcanza el calificativo de cliente; pero quien lo rebasa se convierte casi siempre en un moroso. Por breve lapso: es que no duran. (...)



lunes, 8 de diciembre de 2025

"SIN RELATO: atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad" (LOLA LÓPEZ MONDÉJAR)


De las muchas transformaciones que está sufriendo de forma generalizada el individuo en la modernidad tardía, una de las más relevantes es, a mi entender, la atrofia de la capacidad narrativa, la progresiva dificultad para contarse a sí mismo y para elaborar una historia. Se trata de una dificultad que nos afecta a todos, pero que sufren en mayor medida quienes han nacido en la era digital. (...)

Desde finales del siglo XX, los profesionales que nos dedicamos a la escucha del malestar observamos con preocupación que quienes nos consultan han dejado de poder relacionar su sufrimiento psíquico con causa alguna. Sienten angustia, insomnio, irritabilidad, tristeza, desgana, experimentan problemas en sus relaciones sociales, se autolesionan, se deprimen, sufren de atracones o de comportamientos obsesivos, pero no pueden atribuir estos malestares a ninguna circunstancia biográfica o social que les perturbe. Ni siquiera encuentran un nexo aproximado entre el síntoma que sufren y sus circunstancias personales. Este hecho no es nuevo para nosotros, pues los pacientes psicosomáticos, aquellos que expresan el dolor psíquico con malestares en el cuerpo, ya acusaban esta pérdida de narratividad que hacía más difícil su tratamiento; pero lo novedoso hoy es la universalización de esta atrofia (...).

Porque la atrofia de la capacidad que aquí analizamos no tiene solo que ver con una dificultad para ponerle palabras al pensamiento, sino con un déficit del pensamiento mismo y del mundo de la imaginación, con un progresivo vacío de representación que surge como defensa ante las condiciones de producción de la individualidad en un capitalismo de la atención que nos hace, precisamente, desatentos. (...)
Si ha disminuido nuestra capacidad de conversar, a pesar de la hiperproducción de textos que pueblan nuestro entorno, es también porque tenemos dificultad para pensar, y esta dificultad para pensar la vinculamos a un vaciamiento de nuestro mundo interno, a una incapacidad creciente para transformar lo que nos acontece en una experiencia subjetiva, propia, comunicable; esta será nuestra hipótesis. (...)

Christian Salmon, investigador y escritor, estructurará con sus aportaciones algunos ítems del fenómeno en su vertiente más política y social. Pero son el filósofo francés René Girard y su concepto de deseo mimético los referentes que están en la base de mi hipótesis. Girard observa que tanto don Quijote como Emma Bovary, entre otros personajes de ficción, imitan a los héroes de las novelas de caballería, el primero; a las heroínas románticas, la segunda. Todos somos miméticos como don Quijote imitando a Amadís de Gaula, todos somos Emma Bovary identificada con las heroínas de las novelas que lee, todos anhelamos lo que nuestros mediadores, aquellos a quienes admiramos, envidiamos o amamos, nos muestran. Siempre fue así, no hay deseo ex nihilo. El problema estriba entonces en quiénes son hoy nuestros modelos, qué ideales mueven nuestra sociedad de la información, y estimo que uno de ellos, por más que a algunos nos pese, es la ignorancia. Donald Trump sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia (...)



La caída de los relatos globales que ya advirtió JeanFrançois Lyotard en 1979, junto con la multiplicación de los storytelling a partir del año 2000, produjo en la esfera individual esta progresiva atrofia (...).
Atrofia de la capacidad narrativa, huida del pensamiento crítico, rechazo del contacto a favor de una búsqueda de la satisfacción inmediata: el individualismo neoliberal y el mundo digital nos alejan de lo que considerábamos la condición humana. ¿Somos hoy, pues, menos humanos? (...)

La caída de los grandes relatos lleva de la mano el olvido de lo humano universal en pro de particularismos identitarios que provocan la ruptura de los lazos sociales para satisfacer las urgentes necesidades de reconocimiento que asolan nuestra sociedad de la incertidumbre, con el consecuente empobrecimiento afectivo que nos entristece. (...)

El aumento exponencial del número de personas que acuden a cursos de mindfulness, relajación o yoga, o a retiros de cualquier tipo, con la promesa de encontrarse mejor, apunta a un síntoma de esta ausencia de capacidad narrativa que mutila también la reflexividad y deja al individuo impotente frente a un malestar al que la sociedad de consumo ofrece mil posibilidades de solución, aunque pocas o ninguna de ellas pase por explorar el origen de esta mutilación, sino por colmar con otros recursos prestados la necesaria reflexividad perdida, como sucede con el consumo de libros de autoayuda. El itinerario escogido en esta investigación no es académico, sino personal, una selección de los autores que, en la búsqueda de una explicación, me han ayudado con sus aproximaciones, a veces incluso alejadas del tema, pero iluminadoras para nuestro análisis. Porque para comprender este nuevo síntoma personal y social, esta epidemia de mutismo introspectivo, necesitamos la confluencia de distintos saberes, a partir de una forma de articulación que bien podría asemejarse a lo que H. J. Eysenck y Jessica Benjamin llamaron sobreinclusión, es decir, la intersección de distintas disciplinas de las humanidades con las neurociencias, cuyos conocimientos se complementan para abordar el mismo objeto de estudio. Exploro una ontología del presente de larga tradición que toma de Günther Anders el carácter impresionista de la investigación, el intento de descubrir las claves que se esconden tras los emergentes sociales sirviéndome de los conocimientos acumulados por la experiencia vital y la práctica del psicoanálisis. (...)


Vamos a introducirnos brevemente en las nociones que esbozaré aquí a partir de unas notas (contienen spoilers) sobre el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio en la última película de Martin Scorsese, Los asesinos de la luna (Estados Unidos, 2023), que narra los crímenes cometidos por una acaudalada familia de terratenientes y ganaderos contra los nativos osage de Oklahoma para despojarlos de sus tierras, ricas en petróleo. El personaje que interpreta DiCaprio, sobrino del jefe de la trama mafiosa que ha comprado a las autoridades del condado para que no investiguen esas muertes, es un hombre sin atributos, un joven soldado que regresa de la Primera Guerra Mundial y se somete a las órdenes de su tío hasta llegar a cometer los asesinatos más atroces, mientras que en su vida pública aparece como un apuesto padre de familia, casado a instancias de aquel con una nativa osage, a la que intentará matar también suministrándole lentamente una droga junto con las inyecciones de la recién descubierta insulina, que la mujer necesita para tratar su diabetes. La disociación que experimenta este hombre es notable en cada uno de sus gestos. Su yo público es el de un padre y marido amante y cariñoso, y su yo secreto, el de un asesino disciplinado, que actúa a las órdenes de su implacable tío sin oponerse, siendo cómplice y ejecutor de los asesinatos de parte de los miembros de la familia de su esposa. Cuando, en una de las últimas escenas de la película, esta lo confronta y le pregunta qué le ha estado suministrando, él solo puede callar, incapaz de articular una respuesta. (...)


Personajes como el interpretado por DiCaprio han sido representados en el cine en películas como Nebraska, de Alexander Payne (Estados Unidos, 2013), o en la dirigida por Sébastien Pilote El vendedor (Canadá, 2011). Se trata de seres anodinos, con una identidad social alterdirigida por un amo o por los mandatos sociales, sean estos convencionales o no. Los llamamos hombres y mujeres huecos porque el yo neural, la autoconciencia corporal y social imitativa, no alcanza a desarrollar su yo narrativo. Para comprender a estos personajes, ejemplos de la individualidad que hoy se quiere universalizar, hemos de adentrarnos brevemente en las neurociencias y en algunas teorías sobre la conciencia que nos suministrarán los conceptos de los que servirnos después en nuestro recorrido. (...)

El colapso de la competencia narrativa está asociado en caso de enfermedad neurológica y mental a los efectos del trauma físico o psíquico sufrido; por ejemplo, el que se produce en patologías graves como la psicosis o los trastornos borderline, caracterizadas por romper la continuidad del sentido del sí mismo y, con él, de la competencia para narrarse. Porque narrarse es contextualizar la historia, caracterizar a los personajes y atribuirles motivaciones –en distintos grados de profundidad, ciertamente–, e incluye la descripción de acontecimientos relevantes como el porqué, el cómo y las interacciones entre los protagonistas, así como las consecuencias del hecho y la anticipación. Es decir, narrar es unir elementos biográficos en un relato donde se busca un sentido. Incluye identificar las emociones, que se transforman e integran al elaborar el relato mismo, por lo que aprender a narrarse constituye uno de los objetivos prioritarios en el tratamiento de pacientes con trauma relacional3 o en los adolescentes en crisis,4 cuya construcción histórica y, por ende, identitaria se ve interrumpida. (...)

ambién el psicoanálisis se ha ocupado de la génesis del yo y de la conciencia, estrechamente relacionados entre sí y con el narcisismo, si bien el yo abarca más aspectos que la conciencia dado que una parte de él sigue siendo inconsciente. Para Sigmund Freud, el yo surge del desarrollo de la maduración, formado por la dinámica del aprendizaje social y por las identificaciones, esto es, por efecto de la socialización y por las marcas inconscientes que nos dejan las relaciones con los otros significativos. El yo es el encargado de lidiar entre las pulsiones y la realidad, en un intento inestable por conservar su unidad frente a las exigencias de unas y de otra. Los paralelismos entre las intuiciones freudianas, que definen el yo como una masa dominante de representaciones que se forman a partir de las percepciones tanto internas, procedentes del organismo, como externas, coinciden con la idea de integración, central para las neurociencias a la hora de hablar de la conciencia. Pero a nosotros solo nos interesa indagar en el complejo entramado de teorías neurológicas de que disponemos para mostrar que puede haber un nivel mínimo de conciencia, de yo, que no desarrolle la metacognición reflexiva, como le sucede al personaje de Leonardo DiCaprio en la película de Scorsese. Y que construir ciudadanos con un yo mínimo, podríamos llamar inocentemente acrítico y alienado, «sin ningún sentido de identidad personal», como decía Anil Seth, reflejo solo de las sensaciones y emociones que experimenta, un yo exclusivamente corporal, basado en la autoconservación y la supervivencia, es una de las aspiraciones del capitalismo digital. (...)

En la vida cotidiana, las expresiones «mejor no pensar», «mejor pasar a otra cosa» o «hazte un viaje», entre muchas otras emitidas como consejo a nuestro interlocutor cuando le acosa un problema, remiten a esa progresiva atrofia de la capacidad para narrarse que vamos a tratar de explicar: no explores, huye, corre hacia delante, evita pensar. Hay algo más –algo nuevo, a nuestro entender– en este síntoma que analizamos, y es que el pensamiento hegemónico del capitalismo digital promueve abiertamente esta atrofia para sustraer la diversidad del mundo interior particular y sustituirla por una individualidad homogénea y conformista. La atrofia se quiere generalizada, el yo crítico se requiere mínimo y la epidemia ya afecta a parte de la población en distintos grados. Nuestro mundo interno se vacía a favor de la adhesión a las propuestas del mundo externo, que nos entretienen con reclamos constantes. En los vídeos que se exponen en las redes sociales, en los testimonios que se recogen en los programas de noticias de las televisiones, preguntados sobre cuestiones que requieren algún tipo de argumento, los ciudadanos interrogados no razonan, balbucean. (...)

El investigador y escritor francés Christian Salmon ha dedicado parte de su obra a analizar la progresiva desaparición de la narración en nuestras sociedades. En su libro La era del enfrentamiento opina que han sido tres las grandes crisis narrativas que ha conocido el siglo XX.13 La primera durante la Gran Guerra; la siguiente, ligada a la segunda contienda (1939-1945), ambas vinculadas tanto a la desproporción entre los medios humanos y los instrumentos mecánicos de que se disponía, como a la destrucción de la dimensión temporal de los acontecimientos que ya señaló Adorno al observar un ritmo bélico dividido en campañas discontinuas, con sacudidas y cese completo de hostilidades. La tercera gran crisis de la narración, según Salmon, comienza con el final de la guerra fría y se extiende hasta la universalización de internet, y fue provocada por varios acontecimientos que forman parte de lo que llama espiral del descrédito. Para el autor francés, los grandes relatos de la historia, desde Homero hasta Shakespeare, que transmitían lecciones de sabiduría fruto de la experiencia, dieron paso a los storytelling, que saturan la realidad de relatos artificiales, bloquean los intercambios dialógicos y, con la universalización de las redes, nos alejan de las historias para imponer intercambios de relatos anecdóticos14 que propician el enfrentamiento comunicativo y debilitan así la confianza en el valor referencial del lenguaje. (...)

na técnica de comunicación y domesticación enfocada a transmitir mensajes que capten la atención y enganchen al ciudadano, apelando básicamente a sus aspectos más emocionales; una técnica, utilizada tanto en la publicidad como en la política, que envuelve la realidad en una red narrativa que estimula las emociones útiles para el fin que el storytelling se proponga, mediante unos engranajes narrativos que conducen a los individuos a identificarse con modelos y protocolos prescritos. Lo importante del storytelling es movilizar mediante anécdotas las emociones. El llamado giro narrativo, que se expandió a casi todas las disciplinas a mediados de los años sesenta, dio paso a las condiciones de aparición de los storytelling en los noventa, coincidiendo con la explosión de internet y los avances de las nuevas técnicas de información y de comunicación.15 Salmon analiza ejemplos de storytelling en las campañas electorales de Ronald Reagan, Bill Clinton, Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal, en las grandes compañías e industrias, en la guerra y en la propaganda. Progresivamente, y como consecuencia también del avance de las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), desembocamos en la que denomina era del enfrentamiento, que comienza en 2016 con el ascenso de Donald Trump y que produce un nuevo contexto, un nuevo régimen de verdad, y la aparición de burbujas informativas independientes donde la información se elige de acuerdo con las opiniones de los usuarios, sin contrastar con los hechos, donde la falta de diferenciación entre la verdad y la mentira es la regla, pues todos los enunciados se mantienen en un régimen de inestabilidad. En la era del enfrentamiento, el ruido de la batalla en Twitter sustituye al storytelling, y las pulsiones se imponen sobre la palabra y el diálogo, hasta producir una ruptura posnarrativa, una ausencia de relato, casi un «asco por la palabra», escribe Salmon, citando a Hermann Broch. (...)

efectos de nuestro trabajo propondremos una escalada de esta desaparición progresiva de la capacidad de narrar que podríamos pautar así: la crisis narrativa que se extiende desde la Primera a la Segunda Guerra Mundial, de la que dan cuenta en su obra Walter Benjamin, Theodor Adorno y Günther Anders; el descrédito de los grandes relatos que analizaron Lyotard, Baudrillard o Sennett, que se extendería desde la caída del muro de Berlín en 1989 hasta comienzos del siglo XXI, y la disolución de la capacidad narrativa que supone la universalización de internet y la digitalización del mundo, de la que nos ocuparemos aquí más ampliamente junto con quienes también se han detenido en ella desde diferentes perspectivas. En su artículo «¿Qué puede y qué no puede hacer el psicoanálisis frente a la desazón (“malêtre”) contemporánea?», el psicoanalista francés René Kaës insiste en cómo los cambios sociales acaecidos en apenas dos decenios –en los vínculos intergeneracionales, en las relaciones hombre-mujer, en las estructuras familiares, en el trabajo y el amor– han producido modificaciones en los procesos psíquicos y en la identidad.16 Esta fragilización de lo que denomina garantes metasociales17 (metaencuadres sociales, grandes relatos, ideales, cultura) afecta al sufrimiento psíquico y al funcionamiento de la familia, los grupos y las instituciones. La caída de los grandes relatos de la modernidad, que sostenían las referencias identificatorias comunes, dificulta la capacidad de ser (...).

Walter Benjamin escribió «Experiencia y pobreza» en 1933. Este breve ensayo aborda la sensación de vacío de la generación que había sobrevivido a la Primera Guerra Mundial y que ya anticipaba el comienzo de la Segunda. Benjamin observa que los soldados, jóvenes educados en el medio rural, regresaron del campo de batalla enmudecidos, sin poder contar la experiencia de haber sufrido el inmenso poder de las máquinas de guerra frente a su quebradizo cuerpo humano. Y considera que se produjo en ellos una pérdida de la capacidad narrativa. Para el filósofo, «una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica».19 Una pobreza de la capacidad para contar la experiencia que no afectará solo a las de carácter privado, sino a las de la humanidad en su conjunto. Para Benjamin, los edificios de acero y vidrio que la arquitectura de su tiempo ha creado, Scheerbart y la Bauhaus, son espacios en los que resulta difícil dejar huella a los hombres cansados y pobres en experiencias que residen en ellos; hombres que reparan el cansancio y la tristeza soñando una existencia llena de prodigios, como la del ratón Mickey; prodigios que no proceden de la técnica, sino de sus cuerpos o de la naturaleza que los rodea. (...) añade con agudeza el autor, como si hablase de hoy mismo. Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo «actual».20 Tres años después, en su famoso texto El narrador (1936), donde reproduce párrafos enteros del comienzo de «Experiencia y pobreza», Walter Benjamin insiste en que el arte de la narración está tocando a su fin. Es cada vez más raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad. Con creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la tertulia cuando se deja oír el deseo de escuchar una historia. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias. Una causa de este fenómeno es inmediatamente aparente: la cotización de la experiencia ha caído y parece estar cayendo irremediablemente al vacío.21 Este descenso comienza, según el filósofo, tras la Primera Guerra Mundial: Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos.22 Un proceso que viene de lejos y que Benjamin vincula también a la desaparición del consejo como correlato de la narración de una historia en curso que ya no somos capaces de narrar, y a la difusión de la información que abunda «cada mañana», mientras que «somos pobres en historias memorables». Sin embargo, observamos cómo ese consejo oral perdido al que alude Benjamin se ve hoy sustituido por la sobreabundancia de libros de autoayuda y por los numerosos blogs y vídeos que saturan las redes de recomendaciones sobre cualquier cosa, convertidos en auténticas guías sobre cómo hemos de vivir. El consejo oral cara a cara ha perdido crédito frente al consejo que se busca en los gurús de las pantallas. Pero la pérdida de la capacidad narrativa está también vinculada a la capacidad de escuchar, que Benjamin considera asimismo en declive: Cuanto más olvidado de sí mismo está el que escucha, tanto más profundamente se impregna su memoria de lo oído. Cuando está poseído por el ritmo de su trabajo, registra las historias de tal manera que es sin más agraciado con el don de narrarlas. Así se constituye, por tanto, la red que sostiene al don de narrar. Y así también se deshace hoy por todos sus cabos, después de que durante milenios se anudara en el entorno de las formas más antiguas de artesanía. (...)

Pensemos, además, que si en 1936 el filósofo ya vislumbraba la disminución de la capacidad de escuchar, qué nos estará pasando hoy, cuando la pérdida de atención es señalada unánimemente como un síntoma innegable por quienes observan las modificaciones que la sociedad digital ha impuesto en nosotros.24 El olvido de sí mismo que Benjamin consideraba indispensable para poder escuchar resulta casi imposible en nuestra sociedad narcisista, donde la satisfacción autárquica y solipsista se impone, donde apenas existe la capacidad de construir un espacio interno que pueda acoger al otro. (...)

Pensemos, además, que si en 1936 el filósofo ya vislumbraba la disminución de la capacidad de escuchar, qué nos estará pasando hoy, cuando la pérdida de atención es señalada unánimemente como un síntoma innegable por quienes observan las modificaciones que la sociedad digital ha impuesto en nosotros.24 El olvido de sí mismo que Benjamin consideraba indispensable para poder escuchar resulta casi imposible en nuestra sociedad narcisista, donde la satisfacción autárquica y solipsista se impone, donde apenas existe la capacidad de construir un espacio interno que pueda acoger al otro. (...)

Una pérdida de atención que crece a medida que se nos bombardea cada vez más con informaciones que no podemos elaborar. Secuestrada por las redes sociales, la falta de atención homogeniza las experiencias, haciéndolas comunes y no memorables, pues la información suplanta tanto el pensamiento como la marca biográfica de las sensaciones que provoca, ya que todo se olvida fácilmente, todo cae en la vertiginosa carrera acelerada en la que se ha convertido la vida. Por citar un solo ejemplo, con el que considero que muchos nos veremos identificados, pensemos en cómo recordábamos antes a los directores de las películas que nos impresionaban. Verlas constituía una experiencia duradera. Seleccionábamos la película de acuerdo con su director o nuestras inquietudes particulares, buscábamos en la cartelera, quedábamos con amigos, íbamos al cine. De la vivencia participaban todos los sentidos y se incluía también la locomoción. Hoy homogeneizamos en nuestra memoria casi todas las películas, dada la rapidez con que podemos verlas en nuestras plataformas sin movernos de casa. Además, la mayoría de los usuarios de dichas plataformas ven las películas que estas publicitan. Cero singularidad. De todas las que vemos de este modo, muy pocas se convierten en una experiencia singular. Y esto sucede también en otros órdenes de la vida. (...)

Günther Anders, de origen judío, nació en 1902 en Breslavia (por entonces Breslau, Alemania) y tuvo que emigrar a Estados Unidos en 1936. En 1959 escribió el primer tomo de su ensayo La obsolescencia del hombre.25 Las tesis principales de este libro indispensable surgen de una visita que realizó con su amigo T. (se especula que era Theodor Adorno) a una exposición técnica, donde observó el estupor que este sentía frente a la tecnología, hasta el punto de que, según confiesa, se pasó la exposición observándolo a él y no a las máquinas. Anders sugiere una explicación para el mutismo que aquejó a T. durante la visita a la muestra, la vergüenza prometeica, que expone del siguiente modo: ante la calidad de los productos que fabrica el hombre, este acaba por compararse con ellos y se avergüenza de haber nacido de modo natural y no haber sido hecho, de no ser manufacturado. Volveré a este concepto al final del libro, pero lo que nos interesa ahora es destacar la aportación de Anders a la atrofia de la capacidad narrativa que señaló con tanto acierto Benjamin dos décadas antes que él. (...)

«Los aparatos nos quitan el habla; por eso nos transforman en menores de edad y en subordinados», afirma textualmente en el epígrafe que abre el apartado cuatro de su libro, y continúa señalando las pocas ganas de hablar que nos asisten frente a la televisión o mientras escuchamos un programa de radio; incluso los enamorados que pasean por el Hudson, el Támesis o el Danubio, con un «portable hablante», según sus palabras, no conversan entre ellos, sino que escuchan esa tercera voz, impidiéndose así voluntariamente la conversación íntima. ¿No les parece fascinante esta precocísima observación? A mí sí. Pero lo que me produce estupor, como al misterioso T. la tecnología, es la claridad con la que el autor observa un fenómeno que por entonces era tan incipiente. (...)

Por su parte, T., si este fue realmente Adorno, en su libro Minima moralia, cuya estructura fragmentaria parece anticiparse a los posts de nuestros blogs actuales, reflexiona en el exilio sobre la vida dañada, como subtitula su trabajo, de una manera dialógica, aproximándose y aproximando al lector a sus preocupaciones de entonces.26 No tiene Adorno un estilo fácil ni es demasiado grato descifrar su pensamiento a partir de estos fragmentos, lastrados algunos por el particularismo que a todos los textos imprime la época en la que fueron escritos, pero, entre los muchos temas que trata de forma casi impresionista, uno de ellos es el psicoanálisis, que critica injustamente, a mi entender. El filósofo reprocha a las teorías freudianas su capacidad para adaptar a los pacientes, haciendo que sustituyan por conceptos prestados lo que habría de ser una «autognosis singularizada». Sin embargo, es precisamente este autoconocimiento, esta autognosis, lo que está en el centro de la terapia analítica, que siempre huyó de los diagnósticos estigmatizantes, caros a la psiquiatría de entonces, para abrirse a la singularidad de cada paciente. Adorno salpica su texto de observaciones brillantes que anticipan lo que no ha hecho sino aumentar desde los años cincuenta, en que lo escribió, hasta hoy: la absorción del ámbito privado por la actividad comercial, esto es, la colonización de la vida íntima por el mercado que hoy denuncian tanto Eva Illouz como otros pensadores. Adorno señala la soledad y el aislamiento que el encadenamiento de la vida al proceso de producción genera en los hombres, que se valoran a sí mismos en términos de provecho e interpretan estas cadenas como una elección independiente. (...)



SIN RELATO: atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad.
LOLA LÓPEZ MONDÉJAR.
Premio Anagrama de Ensayo, 2024