sábado, 26 de octubre de 2024

Algunos poemas de PROXONETO de VÍCTOR MARTÍN IGLESIAS


Is it human to adore life?
Adore, Savages


Me tientan o me impulsan solo acaso
las ganas de marchar sobre el abismo,
un ímpetu de hablar conmigo mismo,
anhelos de explicarme mi fracaso.

Por no saber llevar el propio paso
anduve y andaré siempre yo solo,
buscando sacrificios con que Apolo
bendiga con sus dones este caso.

Apollo citaredo malherido,
dañado en las muñecas y en el torso:
un profeta que sangra por el dorso

de unas manos que el tiempo ha carcomido,
un Apolo borracho en la moqueta
de un ladrón, un camello, un proxeneta.


TODO MODO
No seas como yo, evita todo
aquello que te inspire o te recuerde
a mí, a mi persona, viejo verde,
mi nombre, mi heterónimo, mi apodo.

Desecha mis consejos de beodo,
la Historia nunca fue para el que pierde;
vivir es una araña que me muerde
y el fin es siempre igual de cualquier modo.

Contemplas, examinas o meditas,
dispones el espíritu: no importa,
no importa si te callas o si gritas.

Es el sendero, aquello que transporta
(los cuerpos con sus gozos y sus cuitas),
la única certeza que me exhorta.

¿PARA QUÉ?
Creíste conferencia y es tabarra
la voz de tu discursos escolares,
el lento acumularse de lugares
comunes sobre Lope o sobre Larra.

Pasaste del pupitre a la pizarra,
a lomos de sintaxis y juglares;
leyendo aquellas fábulas vulgares,
cambiaste por hormiga a la cigarra.

Se piensa que tal vez no lo esperabas,
se observa cómo asciende en tu mejilla
el lento deslizarse de una duda.

Huyó lo que con ímpetu buscabas:
cualquiera que conozca la sencilla
respuesta a esa pregunta que te anuda.


Enciendo mi portátil y detecto
si está el cacharro hoy para poemas,
si haré con sus circuitos los lexemas
que expliquen lo que soy en mi dialecto.

Apenas siento el ruido y ya proyecto
los versos desechados, los problemas,
la esquiva inspiración que esconde gemas
si da por coincidir y me conecto.

Las teclas, o bien tiran de mis dedos,
o bien se apartan solas con desprecio:
a veces me parece un videojuego

el juego de intentar purgar mis miedos
y hallar quien los edite y ponga precio,
ayúdame, ¡oh!, Windows, te lo ruego.


Pasamos más de un tercio de la vida
dormidos, casi un lustro caminando;
cinco años discutiendo por el mando
y cuatro que se irán con la bebida.

De dos recordarás solo la herida
y tres los tirarás maleducando
(la clave ha sido siempre escoger bando)
tus ansias infundadas de subida.

Peores estos años que he vagado
perdido en los acentos, santo y seña,
consigna que da entrada a este recinto.

Océanos de tiempo malgastado
y ni un triste soneto nos enseña
a huir, Dédalo cruel, del Laberinto.


Promesa de una noche que no acaba,
mi cuerpo tiene hechuras de fracaso,
el firme desaliento de un ocaso,
ambiente de pirámide o mastaba.

Creí tener la esencia pero erraba,
soy líquido privado de su vaso.
A sílabas contadas rompo el paso,
así le robo al tiempo su rebaba.

No esperen por mi parte explicaciones:
si acaba esta aventura en los juzgados,
aplíquenme atenuante de arrebato.

Intenté conjurar contradicciones,
limar este librito por sus lados,
la vida se me fue, queda el relato.



Crecí, como sabéis, en democracia,
en tiempos de bonanza y Olimpiada,
en aras de una audiencia atrincherada
en redes que maquillan su desgracia.
 
Con próceres que viven de la audacia
de alzarse en asesores de la nada,
de hacer lo que les mande la bancada,
de enterrar su desfalco en burocracia.

Cuánto más vas a hablarle a una pantalla,
qué nueva esperarás que te levante,
qué imagen sacará de su letargo

al tipo que ahora lee y que luego calla,
la dócil ciudadana, la viandante,
armados con sus voces sin embargo.


Conviene no entregar a funcionarios
el alma cada cuatro largos años,
no cabe nuestra vida en los escaños
que ocupan leguleyos y sicarios.

Conviene que ni jueces ni notarios
nos vendan por justicia sus apaños;
conviene que asustado del rebaño
la víctima le exija al victimario.

Conviene que salgamos a la puerta
a escuchar nuestra voz entre las voces,
a fundir nuestro cuerpo con los otros.

Conviene que sigamos en alerta
y firmes, decididos y feroces
sumemos cada yo en un nosotros.


Hace falta esconder en la garganta
los restos fermentados de un gusano,
empeños concluyentes de tirano,
designios de cruzado en Guerra Santa.

Qué se pudre debajo de su manta,
qué ejemplo los conduce, qué malsano
rencor los esclaviza. Ciudadano:
qué prueba necesitas, rabia cuánta.

En traje de salón los potentados
construyen un relato a su medida,
despiezan tu futuro en los mercados.

Sugiero un nuevo punto de partida:
tomad sus parlamentos y senados,
no toda la esperanza está perdida.


Si venden libertad por qué se ocultan,
por qué secretos cónclaves, reuniones,
qué dádivas, qué óbolos, qué dones
los alzan, los sancionan, los facultan.

Qué medios los eximen, los indultan,
qué esconden sobre quién y en qué cajones.
Soldados de los sórdidos salones,
qué sacan a la luz y qué sepultan.

Si cedes tu razón por olimpiadas,
ninguno supondrá lo que barruntas,
humano reducido a papeleta.

Disuélvanlos, envíen las brigadas,
no admite este jurado más preguntas:
entréguense al mercado, el resto es ETA.

PROXONETO.
Víctor Martín Iglesias.
Ediciones Liliputienses, 2024

domingo, 6 de octubre de 2024

"La vergüenza" de Cristian Fulaș

 Me dedico a beber mientras contemplo la terraza desierta: se respira una calma de lo más agradable a estas horas. No se mueve un alma. La ciudad se despereza, y aquí estoy yo plantado, viendo un documental de guerra, como de costumbre. Me encanta esta calma, tiene algo distinto. Lo bueno de madrugar es que uno puede disfrutar de este tipo de momentos. Las alegrías de la vida no abundan precisamente, pero de entre todas ellas me quedo de largo con la tranquilidad de una buena taberna. Hay cosas que no tienen precio. (...)
La terraza empieza a animarse. Tiene mucha fama entre los alcohólicos de la ciudad por ser la única del centro con precios asequibles, y a algunos su nombre les suena casi a mito: Argentin. El propietario es un golfo de mucho cuidado que sirve bebida barata y de baja estofa, a juego con la fauna que suele darse cita aquí. A pesar del calor insoportable que hace en torno al mediodía, las mesas se llenan y la bebida corre a raudales. Pintas de cerveza, vino con sifón, gente conversando… el maravilloso mundo de aquellos que se dedican a empinar el codo desde primera hora y no dan palo al agua. Todos los habituales del lugar disponen de alguna fuente de ingresos, aunque ninguna brille por su honradez, que digamos. Y todos ellos, salvo contadas excepciones, andan borrachos de la mañana a la noche. Lo extraño es que no se monte demasiada gresca. Si se da el caso, los muchachos de alrededor la sofocan al instante. (...)

Así nos pasamos los días desde hace años: bebiendo, drogándonos y sacando dinero de lo que va surgiendo. Una vida de ensueño. No hay nada que nos asuste, con el tiempo ya hemos visto de todo. Sabemos perfectamente que un día la cosa puede acabar mal, y aun así seguimos. Nos metemos de todo menos heroína. David tuvo su época de pincharse y sabe lo que es, así que huye de las agujas como de la peste. Hace unos años que lo dejó y que empezó a darle a cosas más suaves, en las venas ya no se mete nada. El mono lo pasó él solo en casa, tumbado en la cama, con un cuchillo a mano y bebiendo vodka sin parar. Al cabo de dos semanas volvió a poner los pies en la calle totalmente curado. Sabe que llegará el día en que vuelva a las andadas, pero procura retrasarlo lo máximo posible. Del mismo modo que sabe, según reconoce él mismo, que precisamente ese día habrá firmado su sentencia de muerte. Con una voz grave y una buena dosis de patetismo se aplica en contar, como recitando, las desgracias que le ha tocado sufrir. Cuanto más puesto va, mejor las cuenta, y cuando está en las últimas se dedica a declamar poemas como si no hubiera mañana, salpicándolos de rimas obscenas. Su preferido es «El jabalí de los colmillos de plata».[7] Se lo sabe de memoria, y con el tiempo ha ido creando unas cinco versiones porno de la balada. (...)

Leí en algún sitio que la única solución es olvidarlo todo, borrar el pasado y volver a empezar de cero. Me parece imposible, aunque esa palabra tampoco me ayuda, necesito otra mucho más potente. Si lo olvidas todo, ¿no significa que has muerto? Y en ese caso, ¿qué te queda por hacer? Me acerco al espejo con precaución. Estoy desfigurado. Tengo la nariz partida y los hombros morados de tanto pinchazo. Los brazos me cuelgan como palos de escoba. Los pantalones casi se me caen. Algo no va bien. (...)

Hemos venido para llevarte allí, el doctor te está esperando. No tienes nada que temer, todo irá bien, nos ocuparemos de que no te falte de nada. No consigo entender lo que me está diciendo. Lo miro con la sensación de ver a través de él. Bajo hasta el baño, vomito, me meto casi media botella de coñac entre pecho y espalda. Vuelvo. —Ya sabemos que cuesta, pero tienes que hacer algo. Tú también te habrás dado cuenta de que no puedes continuar así… Me resulta imposible pensar. Quiero huir, huir hasta los confines del mundo. No me puedo ni imaginar cómo será dejarlo todo, la mera idea despierta en mí un terror inhumano. Me siento como un animal perseguido. Sé que no puedo rechazar su propuesta; el problema es que tampoco se me ocurre ninguna clase de futuro sobrio. Cojo una cerveza, la abro y le pego un trago sin pensar. Nada a mi espalda y nada en el horizonte. ¿Habré vivido en vano? Los Popescu siguen contemplándome sin inmutarse. En sus caras se dibujan la misma paciencia y piedad infinitas. (...)

Entro en la habitación y rebusco entre la ropa. Resulta que tengo chándales, así que apretujo un par en la mochila. Meto también algo de ropa interior, unas camisetas y unas zapatillas de estar por casa. Tampoco es que haya estado nunca ingresado en un hospital, pero sospecho que eso es lo que hay que hacer, llegado el caso. Añado también dos o tres libros, aunque lo más posible es que no lea. Salgo de la habitación con paso solemne. Un cortejo fúnebre. Me ronda la cabeza sin parar el verso inicial de la Iliada; el siguiente no consigo recordarlo. Recito el primero en silencio una y otra vez, como un himno funerario. Subo al coche y le dedico a la casa una mirada como si fuera la última. Soy un muerto, y esta gente ha venido para acompañarme en mi último viaje. Me sorprende no estar furioso. ¿Y entonces a santo de qué tanto repetir el maldito verso? No lo sé ni yo. La ciudad va desfilando a mi paso: esas calles tan familiares, los bares, alguna que otra persona conocida… Contemplo el paisaje a través del cristal tintado, consciente de que nada volverá a ser igual, pero incapaz de imaginarme el futuro. Words move, music moves, Only in time; but that which is only living Can only die. Miro por la ventanilla con la botella de coñac sujeta entre las piernas. La ciudad fluye muy despacio, hace calor y las calles parecen cada vez más desiertas a medida que nos alejamos del centro. Bucarest sigue borracha —o al menos así la veo yo— y no hay calle que no me traiga algún recuerdo. El viaje en coche es una canción, una sonata sin aparente principio ni final. Dejo la mente en blanco, decido dedicarme únicamente a mirar, sin articular palabra. No me interesa nada, nada en absoluto. Soy un muerto y esta es mi historia. (...)

Me enciendo un cigarrillo. Las manos me tiemblan a lo bestia. Sé que se ha dado cuenta, pero decido ignorarlo y esbozar una sonrisa incómoda. Fumo con mano temblorosa. Por mucho que lo intente, no hay forma de controlarla. Tengo la camiseta empapada en sudor. Será de los nervios. Sacudo las piernas y miro a cualquier parte menos al psicólogo. No sé muy bien lo que hago aquí. Tengo cientos de preguntas y ni siquiera sé a quién podría hacérselas. —Bueno, pues yo soy Tudor. Soy psicólogo y trabajo como ayudante del doctor en la Facultad. Estoy especializado en adicciones, y eso es básicamente a lo que me dedico a diario. ¿Tú en qué trabajas? —En nada. O igual sí. Ni yo mismo sabría decirlo. Cuando me sobra tiempo, traduzco libros para alguna que otra editorial. Cuando no, salgo por ahí e intento sacar un poco de dinero de donde sea. Estudié Letras, así que de formación soy profesor de Lengua y de Inglés, pero me da la sensación de que lo he echado todo a perder. —No creo que sea para tanto. Ahora estás aquí porque llevas un tiempo abusando del alcohol y de otras sustancias, y nosotros vamos a intentar ayudarte. En nuestra jerga, eres lo que se dice un adicto. Ya sé que la palabra no te hace ni pizca de gracia, pero es lo que hay. —No soy adicto. Solo me he pasado un poco de la raya. Eso sí. —Vale, lo que tú digas. No voy a tratar de convencerte de nada. Lo que sí quiero que sepas es que, si te apetece hablar con alguien, aquí estoy. Vengo por aquí todos los días. —Tampoco veo muy claro en qué podrías ayudarme, sinceramente. —Con el tiempo ya te darás cuenta tú solo de qué va el asunto. Digo yo. —Sí, será eso. ¿Puedo irme? —Yo no te retengo aquí a la fuerza. Claro que puedes irte. Encantado de conocerte. Se levanta, me tiende la mano. Le devuelvo el apretón y me marcho. Necesito tomar el aire. Salgo al jardín e intento calmarme. Han empezado a temblarme las piernas, y descubro lo mucho que me cuesta bajar unos simples peldaños. Una especialidad de la casa, ya me ha pasado otras veces. Me dirijo hacia un rincón del jardín, me siento en un banco, enciendo un cigarrillo. Ahí siguen las ganas de vomitar. Y el sudor. ¿Qué vendrá después? (...)

Cuento los agujeros del enrejado, por entretenerme con algo. Frente a mí, unos cuantos rosales en flor bien tupidos. Me quedo mirándolos. Las flores de la muerte. No sé lo que pasará. ¿Qué es estar ingresado en un hospital: sentarte en un banco, fumar y quedarte mirando las florecitas? ¿Y qué hacemos con los temblores? ¿Me darán algo para que se me pasen? De todas formas, no quiero nada, no pienso moverme nunca más de este banco. Bajo ningún concepto. Lo que no saben es que llevo algo en la mochila. Ya me las apañaré yo de alguna manera. Noto una mano apoyada en mi espalda. 
—¿Qué haces aquí? ¿Pensar? 
—Ni eso. (...)

una mujer corpulenta, pero se mueve a una velocidad pasmosa. Coloca una bolsa de líquido en el gotero y, enseguida, inyecta en ella con una destreza alucinante unos diez viales de sustancias varias. —Siéntate en la cama, haz el favor, que tengo que aplicarte el tratamiento. Obedezco mecánicamente. No me queda ni un ápice de voluntad. Me gustaría resistirme, pero no tengo fuerzas. Destapa la vía. Conecta la punta del tubo a mi cuerpo. Soy un robot y me acaban de enchufar. Se me había agotado la batería. Ajusta el flujo de líquido y se queda mirando. 
—A ver cómo va la cosa —concluye—. Petre, no salgas hasta que no se acabe, por favor. Si ves que se interrumpe, me avisas. Sigue ahí un par de minutos, asiente satisfecha y se marcha. Observo las gotas, tan preciosas ellas sobre el fondo blanco de la pared. 
—¿Tú a qué le das, socio? 
—¿Cómo? 
—Que a qué le das —insiste Petre—. Yo a la bebida. Estoy de mierda hasta el cuello. Llevo aquí dos semanas poniéndome a punto. ¿Tú? 
—No sé, a todo. ¿Te las hacen pasar muy canutas aquí dentro? 
—Según cómo lo mires. A mí me gusta, y ya parece que empiezo a encontrarme mejor. Mira, si quieres fumar, coge mi cenicero. —Oye, ¿y cómo se lleva eso del mono? Que estos no me han contado nada. —Pues te entran así unos temblores y un mal cuerpo... A mí me daban ganas de palmarla, pero ya lo pasé. Pastillas tomé a puñados hasta que me libré. No sé cómo te pegará a ti, porque lo mío es solo con la bebida. Me vino por el curro. Soy mecánico, y bebía día sí y día también. Solo o con mis compañeros, una botella de vodka detrás de otra. Tengo una niña y un Trabant; por lo demás, tampoco hay mucho que contar. El caso es que ahora me da miedo irme, por si vuelvo a las andadas. La niña vino a verme llorando. Llevaba algo más de un año sin dirigirme la palabra y me pidió que lo dejara. Me rompió el corazón. Y, aún así, yo ahora mismo me tomaría algo. Esto es una putada bien gorda, qué quieres que te diga... 
—Yo también me tomaría algo. Lo que fuera. 
—Ya, pero no se puede. Terminarás por quedarte dormido, tú ten paciencia. (...)

Tengo las manos rojas, y los pies tres cuartos de lo mismo, además de hinchados. Llevo tal hinchazón en las venas que es como si tuviera las manos y los pies cubiertos de cuerdecitas trenzadas. Siento un hueco en el estómago y un ligero mareo. Quiero beber, irme de aquí, volver a mi vida. Me duele la aguja esta, la noto clavada milímetro a milímetro. De su punta se desliza gota a gota algo frío en mi cuerpo, un líquido extraño y hostil. Dueledueleduele. Solo puedo expresarlo en una única palabra. Hubo un tiempo, de joven, en que quise ser escritor. Me encantaban las palabras. No es precisamente en lo que me he convertido. De repente me siento desorientado y triste. Sigo observando las gotas deslizarse muy despacio. Tengo sueño, tengo sed, tengo frío. Todo junto y a la vez. Me cuesta creer que mi mano tenga esa pinta, con ese rojo tan intenso. Algo me palpita en la parte derecha del abdomen, no consigo identificar el qué. ¿Será el hígado? No lo sé, y decido que tampoco me importa. Me pongo de costado. El menor movimiento me provoca un temblor en todo el cuerpo. Me palpitan los dedos. Tienen su propio ritmo, como una melodía. Se me han dormido las piernas. Fijo la vista en uno de los árboles del jardín y, como un niño, me dejo maravillar por sus enormes ramas encorvadas. no entiendo por qué cómo he conseguido yo llegar hasta aquí a estas horas tendría que estar en la taberna con los muchachos en la oficina como nos gusta decir no hemos dejado de ir ni un día allí es donde mejor se estaba del mundo mundial ahora mismo me tomaría una birra con un vino bien fresquito con hielo nada me parece bien duele duele tiemblo duele tiemblo pincha pero mira qué blanca está esa pared (...)