sábado, 20 de abril de 2024

"LA OTRA GUERRA: una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas" (LEILA GUERRIERO)


Seiscientos cuarenta y nueve soldados y oficiales argentinos murieron en combate. El nombre de más de cien de ellos demoró treinta y cinco años en ser esculpido. No en la historia grande sino en una lápida. Con esta camisa iba a bailar. Estas son las cartas que nos mandó desde las islas. Esta es la cadenita que le regaló la novia, el anillo de casado, el reloj, el carnet de la Armada, las fotos de la dentadura y del ataúd y de la fosa que están en el informe que nos entregaron los forenses. Al terminar la guerra, miles de soldados regresaron a sus casas, pero, salvo excepciones, el Estado no notificó oficialmente la muerte de quienes no volvieron. Día tras día, semana tras semana, cientos de familiares recorrieron los cuarteles buscando al muerto vivo, al despedido al pie de un autobús semanas antes. Apostados al otro lado de los muros gritaban: «¿¡Alguien sabe dónde está Andrés Folch?!», «¿Julio Cao, dónde está Julio Cao?», «¡¡Araujo, soldado Araujo!!». (...)

los cuerpos de los combatientes argentinos seguían esparcidos en el campo de batalla. Lo comunicó a sus superiores y, en noviembre de 1982, el gobierno británico presentó una nota a la junta militar argentina preguntando qué hacer. Según sostiene el historiador Federico Lorenz en el texto «El cementerio de guerra argentino en Malvinas»,1 «El gobierno militar respondió [...] autorizando el entierro de sus soldados caídos, pero “reservándose el derecho de decidir, cuando sea adecuado, acerca del traslado de los restos [...] desde esa parte de su territorio al continente”. Las idas y vueltas se debieron a que las consultas oficiales británicas incluían la palabra “repatriación”, algo inadmisible para la Argentina en tanto considera a las islas parte de su territorio». Así fue como el destino de cientos de cadáveres quedó reducido a un asunto semántico: no se repatria lo que está en el suelo propio. (...)

Geoffrey Cardozo recibió la orden de armar un cementerio. Encontró un lugar en el istmo de Darwin. Ejerciendo un oficio fúnebre para el que no tenía entrenamiento, recogió cadáveres insepultos, exhumó los sepultados, revisó uniformes buscando documentos, carnets, placas identificatorias: los rastros de la identidad esquiva. Logró reunir doscientos treinta cuerpos pero ciento veintidós de ellos –restos mudos, sin placas ni documentación– quedaron sin identificar. Los trasladó, a todos, al cementerio. Los envolvió en tres bolsas y, en la última, escribió con tinta indeleble el nombre del sitio donde habían sido encontrados. En las cruces de quienes no tenían nombre hizo grabar una leyenda: «Soldado argentino solo conocido por Dios.» Elaboró un informe minucioso y lo remitió a su gobierno que, a su vez, lo remitió a la Cruz Roja que, a su vez, lo remitió al gobierno argentino. El cementerio se inauguró el 19 de febrero de 1983. Luego, Cardozo volvió a Inglaterra. No regresó a las islas pero jamás dejó de pensar en ellas. Yo supe cómo había muerto mi hermano veinticinco años después de la guerra. Yo pensé que ese cementerio estaba vacío. A mí me habían dicho que estaban en una fosa común. Yo siempre creí que él iba a volver. ¿Cómo nadie nos dijo nada del trabajo que había hecho Cardozo? (...)


En 1983 terminó la dictadura, se restableció la democracia y la guerra quedó en la memoria como el intento agónico del régimen militar por unir al pueblo en torno a una causa épica. Ni los sucesivos gobiernos democráticos ni las fuerzas armadas entraron en contacto con –o confeccionaron un registro de– los familiares de los soldados muertos; jamás notificaron esas muertes de manera oficial ni proporcionaron datos acerca de cómo se habían producido. (...)

«Las controversias sobre el relato acerca de la guerra revitalizaron un hecho evidente: que el país que había sido derrotado en la guerra de Malvinas era el país de la dictadura tanto como el de la causa nacional, y que sus héroes en la guerra contra los británicos, en muchos casos, también habían participado en la represión ilegal, en nombre de la misma patria», escribe Federico Lorenz. (...)

La Comisión se opone a que los llamen así porque dicen que no son desaparecidos. La palabra «desaparecido» en la Argentina tiene connotaciones que remiten a la dictadura, y varios de los héroes de Malvinas fueron represores. Es difícil de procesar: un héroe de la patria que antes torturaba y mataba. (...)

Mientras, desde un cementerio casi siempre solo, los muertos irradiaban muertes que ya eran mucho más largas que sus vidas. (...)

Yo odiaba a los militares. Pero mi hermano amó ese uniforme. ¿Por qué lo voy a odiar yo? ¿Por dos o tres idiotas que mataron gente? Mi hermano hizo el servicio militar en el 81, y juró defender su patria. Papá nos educó en que la palabra se cumple. Sin embargo, cuando convocaron a mi hermano papá dijo: «Vámonos a vivir a Paysandú», en Uruguay, para que no tuviera que ir a la guerra. Y mi hermano dijo: «No, papá, vos nos educaste en que la palabra se cumple.» Y mi papá se tuvo que meter las palabras en el culo. María Fernanda Araujo tenía nueve años al comienzo de la guerra. El día en que su hermano fue a tomar el ómnibus para ir al regimiento ella se le prendió al cuello y le dijo: «Quiero ir con vos.» –Me dijo: «No podés venir, pero te prometo que voy a volver.» Ese fue el error más grande que pudo haber cometido. Porque yo me quedé esperando. (...)

En un momento un soldado le dice a mi papá: «Ese muchacho estuvo con Araujo.» Mi papá se acerca y le pregunta: «¿Dónde está Araujo?» Y el soldado le dice: «No va a venir.» Y mi papá: «¿Por qué, viene en otro avión?» Y el muchacho se pone a llorar y un compañero lo abraza y se lo lleva. Mi papá volvió a casa, la miró a mi mamá y, sabiendo eso, no se lo dijo. Mi mamá lo siguió buscando por todas partes pensando que estaba perdido, desorientado. En la mesa había siempre un plato vacío con un portarretrato y la foto de Eduardo. Había que brindar con el retrato. Si íbamos a un restaurante, mi viejo llevaba el portarretrato, lo levantaba y tenías que golpearlo con la copa. Murió en 2012, todo cortado. Le cortaron las patas. Se chupaba todo y fumaba tres paquetes de cigarrillos por día. (...)

"–Las cosas que sucedieron en Malvinas distan de ser heroicas. Las torturas a los soldados las realizaron los mismos que torturaban compatriotas en el continente. (...)

Ellos dicen: «Son todos héroes.» Nosotros no nos consideramos héroes. Los únicos héroes son los caídos. Pero muchos excombatientes ahora desfilan con torturadores. Nosotros no. No voy a desfilar con un oficial que torturó o se alzó contra la democracia. (...)

En septiembre de 2020, los gobiernos del Reino Unido y la Argentina firmaron un acuerdo para avanzar en una nueva etapa del proyecto: identificar los cuerpos depositados en una tumba colectiva. Hasta octubre de 2020, ciento quince caídos en Malvinas habían sido identificados y quedaban, aún, siete sin identificar. (...)

En esta sala, en un aparato de televisión que ya no está, Cristian Panigadi vio, a los veinte años, la noticia de que su padre, Tulio Panigadi, marino mercante y capitán del buque de abastecimiento Isla de los Estados, había muerto. –Yo estaba mirando la tele y un comunicado de los milicos dijo que habían hundido el buque de mi viejo. Ni siquiera recuerda cuándo fue la última vez que vio a su padre, ni de qué hablaron. Todo eso quedó arrastrado por el mar de intrascendencias de la vida cotidiana (...).



Panigadi fue hasta el cenotafio y buscó el nombre de su padre. –Me emocioné. Pero lo que más sentí fue rabia. Veía a las señoras sentadas en la tierra, vistiendo las cruces con la ropa de los caídos. Pensaba que ni el nazismo hizo esto: yo tengo que agradecer que a cuarenta años del conflicto pude ir al cementerio. Me parece terrible. –¿Cuando llegaste allá lo sentiste como una tierra propia? –El golpe fue sentirla ajena. (...)

En todo el tema de Malvinas ha habido mucha manipulación de grupos políticamente confrontados que han tenido a los familiares como el jamón del sándwich. Hubo una ausencia fuerte del Estado, y el maltrato que ha habido a las familias es muy manifiesto, de modo que tienes que construir credibilidad para que el resultado de la identificación sea aceptado. Después de tantos años de ausencia, el Estado no se puede plantar a querer entrevistar a un familiar. La intervención en las islas, el trabajo técnico, fue una parte pequeña. Pero hubo cinco años donde se fue consiguiendo crear credibilidad. Si no se hubiera formado algo sólido, esto hubiera podido ser un desastre total, y no lo fue. Al punto que muchos familiares ahora sintieron por primera vez un respeto por parte del Estado. (...)

Yo pensé que en estos treinta y siete años ya había llorado, ya había hecho el duelo. Y no. Se ve que todavía lo esperaba. Pero a partir del reconocimiento ya se hizo un corte. Antes me imaginaba que habían hecho un pozo y los habían tirado a todos adentro. Nunca me imaginé que lo habían puesto en una tumba. Yo no puedo entender que no nos hayan contado que Geoffrey Cardozo había hecho ese trabajo. Y le doy gracias a Dios, porque Cardozo le dio una santa sepultura. Fue un alivio tremendo. Dije: «Señor, no lo abandonaste en ningún momento.» Yo fui al viaje de los familiares este año. Y cuando vi ese lugar... A mí me podés decir que tiene petróleo, lo que quieras, pero lo que pensé fue: «¿Por esta mierda Gustavo se murió?» (...)

LA OTRA GUERRA: 
una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas.
Leila Guerriero.
Nuevos Cuadernos Anagrama.

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