jueves, 14 de diciembre de 2023

LA INVENCIÓN DE JESÚS DE NAZARET

 

EL MITISMO, O LA NEGACIÓN DE LA EXISTENCIA DE JESÚS Se conoce como «mitismo» la teoría según la cual Jesús de Nazaret no existió como una figura histórica identificable, sino que es puramente ficticia. La tradición cristiana la habría revestido de rasgos históricos para hacerla creíble, de modo similar a como los autores del Génesis y la Ilíada dotaron de personalidad a Abrahán y a Aquiles, a pesar de que todo indica que son solo héroes legendarios. Según una variante «agnóstica» de esta posición, Jesús pudo existir, pero no hay modo de saberlo, pues no habría tenido nada que ver con lo que las fuentes dicen sobre él. En cualquier caso, en esta perspectiva Jesús habría sido no un referente real del cristianismo sino más bien un producto de esta religión. (...)

Entre el amplio arsenal de argumentos mitistas cabe enumerar los siguientes: si Jesús hubiera sido una figura tan relevante como pretenden los evangelios, habría (más) testimonios independientes sobre él en la literatura antigua; el testimonio de Josefo es en su totalidad una fabricación cristiana; Pablo de Tarso apenas dice nada sobre Jesús, y lo que afirma se refiere a aspectos míticos como su resurrección, de modo que su epistolario se explica más sencillamente suponiendo que Jesús no existió; si Jesús hubiera vivido bajo Augusto y Tiberio, debería haber fuentes sobre él muy anteriores a las existentes; los evangelios carecen de material fiable, pues sus contenidos son explicables en su totalidad como midrás o elaboración interpretativa de la Biblia hebrea; es imposible establecer procedimientos críticos para distinguir entre material inventado e información que se remonte a una figura histórica; los relatos sobre Jesús presentan paralelos muy estrechos –si es que no se corresponden totalmente– con los mitos sobre héroes y dioses de la Antigüedad, lo que hace probable que aquellos hayan sido modelados sobre estos. En síntesis, la única conclusión posible sería que Jesús no existió: el cristianismo descansa sobre un puro mito, con solo una apariencia de realidad histórica. (...)
Si bien ha de admitirse que los autores de los evangelios –o de la tradición subyacente– han creado buena parte de sus obras a partir de la Biblia hebrea y de otros modelos literarios a su disposición, tal dependencia no agota la totalidad del material[9], y sostener lo contrario obliga a elaborar hipótesis enrevesadas que por ello mismo se hacen implausibles. Tal como lo ha formulado un estudioso que se ha distinguido por postular la deuda de varios autores neotestamentarios respecto a la épica homérica –y cuya obra es a veces invocada por mitistas contemporáneos–, la existencia de tal deuda no es suficiente para cuestionar la existencia de Jesús. Lo que los evangelistas hicieron es inyectar «esteroides narrativos» en una figura histórica con el objeto de que pudiera competir con los héroes mitológicos de las culturas circundantes[10], pero precisamente esto presupone –para proseguir con la metáfora– la presencia previa de un cuerpo real cuya musculatura quiere mejorarse. Así, los sucesos sobrenaturales que tienen lugar en el bautismo de Jesús por Juan son legendarios, al igual que lo son las palabras de Juan a Jesús en Mateo 3,15, pero esto no implica que el hecho mismo del bautismo sea una invención. Otro ejemplo es el de los relatos de la crucifixión: mucho material en ellos es ficticio, pero el dato de que Jesús fue crucificado es muy probable[11]. Dicho de otro modo, inferir de la existencia de grandes dosis de intertextualidad en las fuentes la ausencia en ellas de un núcleo histórico es un non sequitur. (...)

Si bien quienes apelan al carácter puramente ficticio de Jesús acostumbran a invocar la sencillez de tal hipótesis, lo cierto es más bien que un principio de economía y simplicidad permite decantarse por la opción alternativa, pues en la ciencia, cumpliéndose la cláusula ceteris paribus, la hipótesis más sencilla es la preferible. Tal como, hace más de un siglo, señaló Alfred Loisy, «uno se explica a Jesús; no se explica a quienes lo habrían inventado»[18]. Dicho de forma más precisa y rigurosa, es más fácil dar cuenta de la existencia de alguien como Jesús –por supuesto, el ser histórico recuperable mediante una reconstrucción crítica– que de la identidad, los métodos y las razones de quienes habrían excogitado su figura. La navaja de Ockham aboga a favor de la existencia del personaje. (...)

Toda la doctrina de Pablo, si se puede llamar doctrina a una experiencia tan intensa, descansa en esto: la resurrección es imposible, pero un hombre ha resucitado. En un punto concreto del espacio y del tiempo se ha producido este acontecimiento imposible que divide la historia del mundo en dos, en un antes y un después, y también parte en dos a la humanidad: los que no lo creen y los que lo creen, y para los creyentes, que han recibido la gracia increíble de creer algo increíble, nada de lo que creían antes tiene ya sentido. Hay que recomenzarlo todo desde cero. (...)

Calipso, que es el prototipo de la rubia, la que todos los hombres quisieran poseer pero no necesariamente desposar, la que abre la llave del gas o se toma pastillas durante la cena de Nochevieja que su amante festeja en familia, Calipso tiene para retener a Ulises una baza más poderosa que su llanto, su ternura e incluso el vellón rizado entre sus piernas. Está en condiciones de ofrecerle lo que todo el mundo sueña. ¿Qué? La eternidad. Nada menos. Si se queda a su lado no morirá nunca. Él no envejecerá. Ellos nunca enfermarán. Ella conservará para siempre el cuerpo milagroso de una mujer muy joven, él el robusto de un cuarentón en la plenitud de sus encantos. Se pasarán la vida eterna follando, echando la siesta al sol, nadando en el mar azul, bebiendo vino sin tener resaca, follando otra vez, sin cansarse nunca, leyendo poesía si les apetece y, por qué no, escribiéndola. Una propuesta tentadora, admite Ulises. Pero no, tengo que volver a mi casa. Calipso cree que ha oído mal. ¿A tu casa? ¿Sabes lo que te espera allí? Una mujer que ya no está en su primera juventud, que tiene estrías y celulitis y a la que la menopausia no va a mejorar. Un hijo al que recuerdas como un niño adorable pero que en tu ausencia se ha convertido en un adolescente problemático y con muchas posibilidades de ser un toxicómano, un islamista, un obeso, un psicótico, todo lo que los padres temen para sus hijos. Tú mismo, si te vas, pronto serás viejo, te dolerá todo el cuerpo, tu vida sólo será ya un pasillo oscuro que se estrecha, y por atroz que sea recorrerlo con tu andador y tu portasuero con ruedas te despertarás de noche ciego de terror porque te vas a morir. Eso es la vida de los hombres. Te propongo la de los dioses. Reflexiona. Lo he reflexionado, dice Ulises. Y parte. (...)
Muchos comentadores, desde Jean-Pierre Vernant a Luc Ferry, ven en la elección de Ulises la última palabra de la sabiduría antigua, y quizá de la sabiduría a secas. La vida del hombre vale más que la de un dios por la sencilla razón de que es la verdadera. Un sufrimiento auténtico vale más que una felicidad ilusoria. La eternidad no es deseable porque no forma parte de nuestro sino. Este sino imperfecto, efímero, decepcionante, es el único que debemos querer, es hacia donde debemos retornar continuamente, y toda la historia de Ulises, toda la historia de los hombres que aceptan ser sólo hombres para serlo plenamente es la historia de ese retorno. (...)
Ulises dice que la sabiduría consiste en remitirse siempre al aquí abajo, y Pablo dice que la condición humana es despegarse del suelo. Ulises dice que el paraíso es una ficción, y entonces importa poco que sea hermoso, y Pablo dice que es la única realidad. Pablo, movido por su ímpetu, llega a felicitar a Dios por haber elegido lo que no existe para deshacer lo que existe. Es esto lo que ha escogido Lucas, y es en esto en lo que, muy literalmente, se ha embarcado, y me parece una gran gilipollez. Que consagre su vida entera a algo que simplemente no existe y dé la espalda a lo que existe realmente: el calor del cuerpo, el sabor agridulce de la vida, la maravillosa imperfección de la realidad. (...)
A pesar de las repetidas advertencias de los suyos, Pablo y su séquito entran en la ciudad santa. Alojados en casa de Mnasón, un discípulo chipriota, al día siguiente de su llegada van en procesión a hacer una visita respetuosa a Santiago, y ha llegado el momento de preguntarse por qué él era el jefe de los adeptos de la Vía en Jerusalén. Debería haber sido Pedro, el más antiguo de los compañeros de Jesús. Podría haber sido Juan, que se presentaba a sí mismo como su discípulo predilecto. Los dos tenían toda la legitimidad necesaria, así como la tenían Trotski y Bujarin para suceder a Lenin, a pesar de lo cual el que la obtuvo, eliminando a todos sus rivales, fue un georgiano patibulario, Iósif Dzhugashvili, apodado Stalin, sobre el cual Lenin había declarado expresamente su desconfianza. (...)




El evangelista Marcos narrará una escena en la que los suyos tienen la clara intención de hacer que le detengan porque dicen que ha perdido el juicio. Si Santiago hubiera salido, solo, en defensa de su hermano, sin duda nos lo habrían dicho. En vida de Jesús, debió de tenerle, como los demás, por un iluminado que desacreditaba a una familia modesta pero honorable. El hecho de que ese iluminado, ese rebelde, ese mal súbdito, acabara ajusticiado como un delincuente común debería haber dado la razón definitivamente a su hermano virtuoso, pero posteriormente se produjo algo extraño: a pesar de esa ejecución ignominiosa, o a causa de ella, el hermano deshonroso se convirtió después de su muerte en objeto de un auténtico culto, y un poco de su gloria póstuma empezó a salpicar a Santiago. Éste se dejó hacer. Gracias a la sangre más que a sus méritos, en virtud de un principio puramente dinástico, llegó a ser uno de los grandes personajes de la Iglesia primitiva, a la altura e incluso más arriba que los discípulos históricos Pedro y Juan, algo así como el primer papa. Extraña trayectoria. (...)

He dicho ya que los romanos estaban orgullosos de su tolerancia. No tenían nada en contra de los dioses ajenos. Estaban dispuestos a probarlos, como se hace con la cocina exótica y, si les gustaban, a adoptarlos. No se les habría pasado por la cabeza la idea de decretarlos «falsos»; como mucho, un poco rústicos y provincianos, y de todos modos equivalentes a los suyos con otros nombres. Que existan centenares de lenguas y, por consiguiente, centenares de palabras para nombrar a un roble no impide que un roble sea el mismo árbol en todas partes. Los romanos pensaban de buena fe que todo el mundo podía ponerse de acuerdo sobre el hecho de que Yavé era el nombre judío de Júpiter del mismo modo que Júpiter era el nombre romano de Zeus. Todo el mundo salvo los judíos. Al menos no los de Judea. Los de la diáspora eran distintos: hablaban griego, leían sus escrituras en griego, se mezclaban con los griegos, no causaban problemas. Pero los judíos de Judea pensaban que sólo su dios era el verdadero y que estaba mal y era una idiotez adorar a los ídolos de los demás. Esta superstitio era inconcebible para los romanos. Se habrían emocionado si los judíos hubieran tenido el poder de imponerla. Como no lo tenían, el imperio toleró largo tiempo su intolerancia y, en resumidas cuentas, dio pruebas de tacto en este terreno. Así como los egipcios tenían derecho, si les venía en gana, a casarse entre hermanos, los judíos tenían el de utilizar, en lugar de las monedas romanas con la efigie de César, una propia que no representaba una figura humana. Estaban eximidos del servicio militar, y el capricho de Calígula, que en el año 40 había pretendido que erigieran su estatua en el Templo, no pasó de ser una provocación aislada, interpretada como una prueba de la locura del emperador, que, por otra parte, murió asesinado antes de salirse con la suya. No obstante estas concesiones, los judíos no se dejaban engatusar. Se sublevaban periódicamente. Vivían en el recuerdo heroico de una revuelta pretérita, la de un clan de guerrilleros llamados macabeos, y en la espera exaltada de un levantamiento futuro que lo cambiaría todo. El imperio romano se creía eterno, pero los judíos del siglo I creían que la eternidad estaba de su parte. (...)



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