jueves, 2 de noviembre de 2023

Fragmento a Pasolini de LA TUMBA DE KEATS (Juan Carlos Mestre)

 

( Pier Paolo Pasolini, asesinado en Ostia 
                                                             el 2 de noviembre de 1975) 
Se aburre el hombre con el hombre, una vez más es su cabeza como un bosque dormido, 
en ella los venenos de la posesión hacen sufrir al enamorado y al cándido,
levantan murallas altas como milenios entre su deseo y su cuerpo,
rodean los bazares con brea de pescado, queman hojas de libros y queroseno,
especulan, traen noticias, defienden teorías, matan lo que aman.
Tuvimos una vez la felicidad, pero tuvimos a Wilde con su jergón de presidiario a rayas,
tuvimos nombre de estrella, hermosos nombres de animales bíblicos,
fuimos mujer y sol y hombre y luna, brillantes como los atunes, vivos como delfines,
pero sucedió la vergüenza y salió el basilisco con su áspera lengua de arena, 
sucedió la muchacha muerta, el oficio de andar por ahí con una hoz en la mano, 
sucedió la anémona de pechos violáceos, en cada lugar entró el afilador filarmónico, 
entró el ruido de los escaparates rotos, entró la maledicencia en cada casa,
las algas entraron en los cráneos de los arrojados al mar, entró la gente en las correas, 
la almeja abrió sus labios en el plato gigante, abrieron sus agallas negras los camaleones,
alguien cogió la lámpara y la apagó, alguien anduvo de un lado para otro jadeante, con miedo,
lo incombustible ardió, el amarillo fue un color maldito, se detuvieron los trenes, 
hacia otro lugar se pusieron de nuevo en marcha los trenes,
las flores se cerraron sobre sí mismas, se dieron vuelta los guantes, las cruces alargaron sus brazos,
pasó un día, los solitarios abandonaron la felicidad, los atónitos se juntaron con los infelices alrededor de una estufa, esperaron,
pasó otro día, algunos empezaron a oír terribles narraciones, relatos que ofendían la verdad de la literatura,
todos por separado acariciaban su nublado pedazo de cielo, juntos lo maldecían, 
la monotonía de la muerte empezó a empapar los cadáveres,
la presencia del mal comenzó a ser disculpada más allá de las barreras del ghetto,
de nada sirve que yo te ame, de nada sirve muchacha que yo te quiera,
esto es todo lo que nos ha dado la vida, la memoria del que muere en otra parte,
ahora cuando el otro es el que sufre, y es también el otro el que condena.
Nadie llamará leña a la corteza de este árbol, nadie libro a la casa de este cuerpo,
nadie a la Roma mortal de los escombros liturgia de lo eterno,
nadie por más que dure la vejez del mundo ocultará su cara con las manos,
nadie al deseo que inspira el candoroso lenguaje de los hombres llamará costumbre desconocida,
nadie que se conozca olvidará las portentosas, inocentes, primeras palabras de su infancia,
nadie entre lo que queda de nosotros, la brizna de nosotros, la huella de nosotros, 
dirá ha dejado de llover, el exilio ha terminado, es decir, he olvidado.
Pueden de este modo girar los aros y las manecillas y el círculo de las poleas,
pueden los astros volver atrás sobre sus órbitas, sumergirse las islas, retraer los muros sus cristales,
pero aquél que alce su vista al universo, aquél con su cestillo, aquél con ramas,
el que aún trae en sus dedos el olor de otro, la copa de los manantiales salinos, 
el que abre la botella del náufrago, el que hace arder la sonrisa del cómico,
el errante que bajo el cielo de agosto llama a ese sitio lugar donde él quisiera vivir,
el inmóvil sobre las superficies que llama a ese lugar tierra donde quisiera quedarse,
el poseído por la alucinación de las brújulas, el que dice toda noche es pequeña para mí, 
el que tiene una herramienta negra, el que la oculta para no defenderse de nada,
quien alza la mano y dice y el que no alza la mano y murmura y pone su silencio entre las palabras que tienen valor,
el que hace ruido con la boca, el que asaltado por el temor de los grandes batracios se calla,
el huérfano apadrinado por el estiércol de la oquedad,
el hueso del exhibicionista cristiano, la fiera cismática de los teólogos negros, 
el collage de Roma tatuado sobre el torso desnudo del favorito de Adriano,
piedra de la piedad de Roma, la conciencia de Auschwitz marcada a látigo de nieve 
a través del hambre de las diecisiete generaciones de Jacob,
la carreta de heno, las sandalias del gran dador de la misericordia al que llaman las tribus Pontífice Máximo,
los doce arrepentidos tallados en piedra blanca por el dueño de los arquetipos,
el reloj de arena y la escuadra masónica, el cálculo perfecto del poder y la muerte,
el que viene en nombre de nadie, el que trae cera para los mártires,
el que trae un azafate de bronce, agua donde lavar la uña de los creyentes,
el torpe con la barba de once días del peregrino apoyándose en su cayado egipcio,
el apóstata con el juez a levantar testimonio del cadáver encontrado en Ostia,
Pier Paolo Pasolini a la derecha del suspiro del Padre,
carne de mono para las bodas del infierno, 
carne de Cristo para el delito de Estado,
Roma blanqueada por la avaricia del asesinato, 
Roma roída por los perros de la judicatura.
(...)
He enterrado la llave que abre a un hombre al vacío
y la llave que cierra la urna y la que no abre ni cierra nada a ésa también la he enterrado, 
ahora custodio la propiedad del olvido,
los barrizales donde el campesino etrusco envuelto por la luz marina 
cae elemental, pura, sencillamente masacrado por la quijada de Abel.
Esto que yo sé ahora, este conocimiento en mí del otro, esta personificación de ceniza y fragmento, este extremo de alondra y miopía en el faro, esta usura de cuerpos invisibles sustraídos a la realidad, al espacio de la edad del sueño ocupado por la posibilidad enemiga, la hora en que todas las calles del cementerio protestante de Roma, las tumbas con números múltiplos del dos y las impares, todas las inseparables tumbas y las ya desaparecidas bajo el irreparable anhelo de la inmortalidad, aceptan la derrota de su tiempo, y siendo el tiempo un instrumento útil a la libertad del hombre por perecedero, y siendo lo perecedero una claridad generosa no alejada en su contradicción del futuro, veo a la vez el rayo y la golondrina en su breve atmósfera, y por encima de mí veo los cipreses como un gigante enmohecido atemorizando la vanidad, y pienso que lo irreal es esto, esta videncia de lo evidente, que apenas a cien pasos de la cercanía del ojo esté enterrado Keats y al otro extremo del silencioso y pagano jardín, a igual distancia de la rosa de los vientos y el perjurio de la inmovilidad esté la urna de piedra gris con las cenizas de Gramsci, y entre ellos la bruma de todos los mares y las estrellas voluntarias de la noche, y tras esta posesión de sucesiva solidaridad tan alejada del capricho como de la demencia, escribiera Pier Paolo Pasolini el duelo de su confidencia bajo la lluvia de un año que pudo ser el cincuenta y seis, pero esto ya no hay labios que lo cuenten.
Puede un hombre llamar destino a esta hora en que moralmente empieza a nublarse el día,
decirle a un dios oye dios dile a la muerte que no estoy,
puede la mañana negarse a ser mañana, desobedecer la noche, iluminarse,
y desde esa desnudez, más inocente el cielo y todavía más transparente la idea del perturbador castigo,
puede el pensamiento de un hombre discrepar de la conciencia de ese mismo hombre, 
puedo yo ser dos, pueda el otro renunciar a la educación de sentirse culpable,
pueda llamar idea próxima al homicidio a la cultura concebida en términos de lo rentable,
puede consecuentemente el hombre exigir aire al aire y agua al agua,
fundar su diferencia en la discrepancia, elegir la cobardía ante el valor del que mata, 
negarse al resplandor y a la oscuridad, llamar por su nombre al asesino,
ahí estás clavado como un Cristo en este arenal de botellas vacías y neumáticos viejos, 
Pier Paolo Pasolini arrojado entre los escombros de una ciudad moribunda,
entre la multitud de los silenciados a los que da su grito negro un mar de brea, 
llámese una palabra a otra por la proximidad,
dé al día su canto el pájaro como da el otoño su color amarillo,
vuelva el díscolo hacia atrás por las aceras hasta entrar otra vez en la velocidad de su automóvil,
ruede la moneda hasta la alcantarilla, se haga gota de oro en la podredumbre,
vuelva la hora del que sobre la terrenal esfera sólo conoció la época del concilio de sombras, la desgracia de las naciones vecinas, la conspiración contra el hombre,
regrese el que contra la furia de los contrarios se quita el sombrero ante un cerezo en flor,
mire las inmensas bóvedas, vea en esas bóvedas la bandada de pájaros sin cielo,
vea sobre él como granos de arroz sobre la novia una a una todas las arenas de la playa de los pájaros,
el conjunto y la confabulación, la integridad y el cúmulo de todos los pájaros,
la aglomeración y la masa, la clase y la compleja unidad de sus racimos aéreos,
vea la centena y el millar que apiña, la pareja y la trinidad de los pájaros, la uva del pájaro solo,
todos los pájaros de la alabanza, todos los gremios y las hermandades de pájaros que huyen de la monstruosidad y la redada,
todos los torturados bajo la decencia ambigua de la religiosa democracia del cuerpo, 
los que sin nombre de pájaro poeta son su único sol, su única abrasión en los andamios, su único quicio en las madrigueras,
uno por cada uno es el pájaro en la jaula de silicio en los callejones del búho,
uno por cada tachado en el inventario de los chaperos de Termini asignados a la trama de la sospecha,
la marcha de los ciento cincuenta millones de Maiakovski,
atados con cuerda de bronce cada uno a su árbol, cada pigmento a su color de ala, acorralados en el tumulto, secretos en el hematoma. 
fragmento de la tumba de keats /  roma, noviembre 1997 / poema e ilustraciones de Juan Carlos Mestre)

 



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