miércoles, 15 de noviembre de 2023

FELIPE GONZÁLEZ, EL JUGADOR DE BILLAR (Gregorio Morán)

 

Adolfo Suárez, cooptado entre el rey Juan Carlos y los flecos del viejo Régimen, alcanzó la presidencia en las dos formas que adoptó la Transición: la primera como promotor de la democracia y la segunda como usufructuario de ella. Leopoldo Calvo-Sotelo fue un efímero protagonista de un tiempo agotado que cabría llamar «la transición de la Transición», para lo que no necesitó ratificación en las urnas de ningún tipo. González no. Las elecciones de octubre de 1982 que abrieron catorce años de poder socialista no pueden contemplarse ahora como una victoria del PSOE, como se podía creer a primera vista. Fue un triunfo de Felipe González, indiscutible líder del partido y del Gobierno. Tanto es así que, tras su derrota en 1996, ya nunca el PSOE ni su base electoral podrán compararse a lo que fueron. Si cambió el panorama de España, incluso los anhelos de la mayoría de sus ciudadanos, deberíamos preguntarnos cuánto cambió la personalidad del líder, porque no tendría sentido decir que el hombre llamado a cambiarlo todo, al menos en el sentir de sus innúmeros adictos, apenas si varió en nada salvo el decorado. Ese inmutable Felipe González es el que nos ha ido legando tanto él como sus hagiógrafos de ocasión. El paso de la inmutabilidad de un icono a la actual beatería del intocable, añorado por amigos y exenemigos. ¿Los años ochenta fueron su gloria y el resto decadencia? Decir algo así sería tergiversar la verdad y desdeñar lo que vino luego, pero es cierto que las huellas que dejó esa larga década marcarían con un sello indeleble la actividad política y social hasta nuestros días. Bajo su égida, España se mantuvo en la OTAN tras un referéndum que fraccionó a la izquierda y dejó a la derecha sin discurso; luego la Comunidad Europea —el logro que ansiaban desde hacía muchos años las fuerzas del progreso—, un paso que derribó la frontera con Europa y que abriría el país a otra política exterior alejada de la autarquía atávica. El país se hizo posmoderno sin haber apenas pasado por la modernidad. (...)
Un triple salto mortal y por decreto del PSOE. Con su secretario general a la cabeza, se reivindicó como la herencia de la Ilustración, tan humilde en la España de su tiempo, para considerarla algo parecido a un hito en la formación de una nueva clase dirigente que nadie representaba tan ejemplarmente como ellos. Tiene su lógica que se festejara a Carlos III y su época en noviembre de 1988, por más que las ambiciones del bicentenario de su muerte, que se celebró con pífanos y atambores y gran esfuerzo de las finanzas públicas, tratara de poner en sordina una práctica política inclinada a la corrupción, casi anegada por ella. España pasó a ser, en palabras del superministro para asuntos económicos, el país donde uno podía enriquecerse en menos tiempo. Entre una mina de oro y un espejismo financiero. El presidente González no cabalgaba sobre un tigre, porque no había tigre, sino gato amaestrado. Como dijo el personaje balzaquiano de Papá Goriot, «la corrupción abunda y el talento escasea». Pero eso se aprecia con el tiempo, no cuando la ola lo sumerge todo. La corrupción sistémica es un producto de las formas de poder absoluto, y durante una década Felipe González no tuvo adversario serio con el que confrontarse. Su partido controlaba autonomías y ayuntamientos, y no sería hasta la huelga general en diciembre de 1988 que se manifestara una indignación social apabullante, pero sin instrumento político que la canalizara. Ese sería el diagnóstico social latente: malestar y rechazo a la forma en que el presidente y su partido iban abordando o desdeñando los problemas. (...)
Las prácticas corruptas durante la democracia, no siempre delictivas, tuvieron su asiento en la época de hegemonía socialista, y muy concretamente con Felipe González en el poder. No es que empezaran con él, sino que se institucionalizaron. (...)


Las tres mayorías absolutas concentrarán un largo período del Jugador de Billar. Todo lo que se presentaba ofrecía una oportunidad más o menos brillante sobre el tapete. Encantaba su arte, aunque no durará sino el tiempo entre dos carambolas. Su cuñado Francisco Palomino llegó a confesar una intimidad que adquiere el valor de una confesión: «Felipe es un jugador de unas veinte carambolas de promedio por tacada». No deja de ser una verdad de Perogrullo: para ser un jugador avezado se necesita una mesa, un tapete. Algo tan simple explicaría el escaso interés que tiene la actividad política de Felipe González antes de alcanzar la presidencia. O presidente o nada. No llamó la atención ni como estudiante, ni como abogado laboralista, ni como orador en Cortes, y sin embargo llegó a ser un tribuno correoso, agudo siempre y en ocasiones brillante, pero siempre desde el banco azul. (...)
Ni antes ni después tiene una trayectoria significativa fuera del ámbito de lo familiar o íntimo, que nunca fue sobresaliente. Esa es la razón por la que considerarlo un jugador de billar en el sentido más laxo de la palabra no es ningún demérito, sino un resumen. (...)
El billar es uno de los juegos que mejor se adaptan a los solitarios, no precisamente porque se enfrasquen en la soledad, sino más bien porque se limitan a hacer ejercicios; un entrenamiento hasta que llegue el momento de hacer carambolas. (...)


Momentos de gloria y exaltación tuvo varios y supo aprovecharlos. Los negativos quedaron colgando como esa maldita bola que no quiere entrar en la tronera para desaparecer cuando uno cree tener la partida ganada. Primero fueron los GAL y luego la corrupción. En ambos casos jugó sobre tapete ya usado, al que se sumó sin ser consciente de sus consecuencias. A ambos dedica este libro un espacio. En los dos se dejó llevar e incluso se felicitó sin calibrar su importancia, porque González no es hombre de ideas, y menos aún de ocurrencias, pero tiene talento más que suficiente para aprovecharse de unas y otras. (...)
¿Cómo se dejó embaucar por aquel bálsamo de fierabrás que eliminaba de un plumazo la sangría que provocaban los reiterados asesinatos de ETA? Si funciona, bien. Si no funciona, retirarse. No tenía ni idea del País Vasco y menos aún del terrorismo. Por si fuera poco, su desconocimiento de las cloacas del Estado era absoluto. Nunca se había visto confrontado con ellos, ni siquiera en su etapa de militante clandestino. Como presidente, se limitaba a estar atento a los inquietantes Servicios de Información, como fuente de conocimiento y de manipulación. Basta evaluar el gesto de nombrar ministro de Interior a una medianía, José Barrionuevo, recién llegado al PSOE, simple como el asa de un cubo y cuya experiencia en policías no había pasado de los municipales. (...)

Hoy los GAL tienden a interpretarse desde el punto de vista ético o moral, y es lógico que así sea, pero entonces se limitaba a un asunto de eficacia, porque el Estado exige ser eficaz para poder ser respetado, y la principal tarea del advenimiento del PSOE al poder trataba de eso: conseguir gracias a la eficacia ir alimentando el respeto. Los GAL fueron todo lo contrario, una chapuza criminal de Estado. (...)

Ni González era Yeltsin, ni Solchaga se parecía en formación y maneras a Gaidar, pero tampoco la España posfranquista tenía apenas que ver con la Rusia postsoviética, aunque en ambos casos sí se mantenían formas, modos, interacciones y restos de un poder de Estado sobre la economía que debía pasar por las privatizaciones; del rancio socialismo de Estado al neoliberalismo, entonces hegemónico de manera incontestable. Ninguno de los protagonistas podía evitar la corrupción, pero sí limitarla; ni siquiera creyeron que merecía la pena intentarlo. Esa querencia, que hoy parece una obviedad, empapó el mundo económico hasta el punto de considerarla, a la vista de los hechos, algo consustancial al partido hegemónico (...).
Por primera vez en España la derecha denunciaba a la izquierda en el poder no por sectaria, ni por incompetente, ni por irrespetuosa con la democracia, sino por corrupta. El viejo lema de Indalecio Prieto, que acabó siendo una letanía mil veces repetida —«Podemos meter la pata, pero no la mano»—, desapareció hasta del discurso oficial. Ya se podía meter la pata y la mano. Tiene valor que fuera uno de los asesores áulicos del presidente González, Javier Pradera, quien escribiera uno de los libros más elaborados sobre la corrupción del período socialista. Pero no es menos elocuente que ese texto —Corrupción y política: los costes de la democracia (2014)— se publicara póstumo por expresa voluntad del autor. (...)


La historia de El Jugador de Billar empieza con la ilusión del cambio y termina en la poza de una España que funciona, al menos para algunos. Mantendrá un prestigio digno del veterano que supo callar como pocos lo hicieron y que tuvo el talento de saber hablar con el lenguaje corporal que a una gran parte de la ciudadanía española le gusta, por infrecuente. Desde lejos, pero empático; con la sabiduría que muchos tildan de senequista, sin percibir que debe más a la invención de José María Pemán —el gaditano señorito que se inventó un Séneca para adictos al poder— que a cualquier otra trascendencia que no fuera asegurar que estuvo donde siempre quiso estar, pero las circunstancias electorales no consintieron que continuara. Ir envejeciendo lentamente, rodeado de cuidados y respetos, es la imagen que va quedando de él. Como si su pasado no fuera el nuestro, ni sus inclinaciones de veterano jugador no empaparan la realidad que dejó a su paso. El desquiciamiento de tantos sucesores en su partido no le despertó otra cosa que esa inclinación de todo jugador ya veterano de mirar el presente con un cierto mohín de desdén. Su tiempo, su vida, fueron catorce años azarosos que harían de él un curtido fajador. El resto, una consolidada decadencia. (...)

Es el momento de recordar que en 1981 el PSOE incluía adquisiciones de su XXVII Congreso (1976), como el marxismo, la república y la «socialización de los medios de producción», aprobados cuando el partido aún no estaba legalizado aunque sí consentido. Entonces nadie se extrañó ante aquella exhibición, en la que el nuevo PSOE salido de Suresnes se presentó junto a la crema de la socialdemocracia mundial, de Alemania a Portugal, de Suecia a Chile. (...)
En aquel Congreso del 76, el primero en España tras la Guerra Civil, se dieron cita en el salón Dos Castillas del hotel Meliá de Madrid el sueco Olof Palme, el portugués Mário Soares, el italiano Bettino Craxi, el británico Michael Foot y hasta la gran figura del momento, el chileno Rafael Altamirano, que emulaba al presidente Salvador Allende, liquidado en 1973 por el golpe militar de Augusto Pinochet. Todos, veteranos de la política a los que no llamaron la atención aquellas apelaciones al socialismo arcaico; ya aprenderían el saber socialdemócrata. Las aportaciones de la socialdemocracia internacional, y de la alemana en particular, constituían la fuente nutricia principal del partido. Los fondos aportados por el empresario Friedrich Karl Flick y la ayuda de la Fundación Friedrich Ebert serán decisivos para la intendencia hasta la victoria de 1982. La posterior investigación del Bundestag alemán sobre el caso Flick desvela una inversión de tres millones de marcos en la «península ibérica» —habría su parte para Mário Soares y los socialistas portugueses—" (...).

El papel de Koniecki va a ser trascendental en la postura y las carambolas de su primera gran jugada de billar: abandonar la secretaría general si no se retiraba la adhesión al marxismo. Es Koniecki quien convence a Tierno Galván de la traducción en plata de su apuesta por ocupar ese puesto ante la renuncia de González; le explicó la importancia de las clases medias y pasó a lo concreto: los fondos alemanes se congelarían. El Viejo Profesor entendió, y limitó sus aspiraciones a ser alcalde de Madrid. Cuando González alcanza el poder, Koniecki mantiene su ayuda a través de la Fundación Pablo Iglesias. (...).

Las reticencias de Pablo Castellano y Enrique Múgica a que González saliera elegido secretario general, las negoció y superó Nicolás Redondo, el auténtico líder del PSOE en el interior, en mayor medida que Ramón Rubial o el abogado alavés Antonio Amat. Redondo tuvo el gesto de no querer ocupar ese cargo y admitir que lo suyo no era la política, sino el sindicalismo, la UGT. Muchas torpezas históricas se hubieran evitado de haber alcanzado Largo Caballero en su tiempo tal sabiduría. Lo de Castellano duraría poco; carecía de carácter para el liderazgo, y bastante tenía con administrar su personalidad, entre el exhibicionismo y la frivolidad. La fidelidad de Múgica, por más que fuera avieso y destemplado en ocasiones, duraría toda la vida; ni él confió en González nunca y menos aún González en él. (...)

Lo que fuera a pasar luego estaba al albur de los profetas, pero ya había pequeñas hogueras con ánimo de encender la pradera en el momento oportuno, que nadie sabía cuál era, salvo la certeza de que Franco moriría con casi absoluta seguridad en la cama. El lugar podía variar, pero sólo entre el palacio del Pardo o un quirófano altamente sofisticado. Se preparaban todos para el día siguiente, de ahí que el hecho de formar sociedad de firmas y reuniones con la extremísima izquierda no inquietara al naciente poder del tándem González-Guerra. El futuro, que no la historia, demostraría que buena parte de los maoístas y trotskistas que formaban en las listas de la Plataforma patrocinada por los socialistas acabarían, muy pocos años después, como egregios diputados o funcionarios del PSOE. El caso más emblemático fue el de la ORT —Organización Revolucionaria de Trabajadores—, cuyos dirigentes darían el salto cuando descubrieron que sus opciones maoístas tenían menos futuro que sus clientelas y que lo único que les garantizaba una vida tranquila era la entonces detestada camada «social-traidora» devenida parlamentaria. (...)
El PCE de Carrillo, acompañado de dos personajes de biografías balzaquianas —más allá de Galdós, siempre comprensivo—, como era el caso de las de García-Trevijano y Calvo Serer, podía neutralizarse fácilmente con tan sólo una ojeada a sus currículos. El uno, Trevijano, turbio jurista de gran fortuna, con una egolatría que Carrillo alimentaba entre la adulación y el sarcasmo, llamándolo «primer presidente de la III República». Escucharlo era un ejercicio de sumisión; no hablaba, sentenciaba y además se lo creía; por eso Carrillo le echaba leña a un fuego que ni daba calor ni desprendía humo. No estaba hecho Trevijano para la política, aunque él se creyera una mezcla de Robespierre, Cromwell y Bismarck, que de cada cual se jactaba de tener algo. Respecto a Rafael Calvo Serer, poco se podría decir de él en cualquiera de los campos en los que trabajó. Lo que le hacía singular era su profunda creencia en el Opus Dei, del que era numerario. Soltero, ensayista privilegiado en los años del franquismo duro, jaleado como lumbrera en un remake de don Marcelino Menéndez Pelayo, la verdad es que no era muy profuso en luces, y lo curioso de este personaje pertenece más a la psicología, incluso a la psiquiatría, que al dominio de la cultura tout court. Lo que hacía un hombre como Calvo Serer al lado de Trevijano apenas llama la atención, porque ambos en diferentes niveles estuvieron al servicio de la Obra de monseñor Escrivá de Balaguer. Pero qué hacía él junto a Carrillo, y viceversa, resulta una de esas excentricidades que en ocasiones se dan en la política cuando uno se va haciendo mayor y no ha logrado nada que pueda distinguirlo del rebaño en el que ha vivido. (...)

Lo proclamó antes de su reelección en ese Congreso de mayo en el que sembró varias declaraciones de principios: «Hay que ser socialista antes que marxista». Fue el primer ensayo de lo que Robert Michels, un clásico de la sociología, había definido en 1911 como «chantaje plebiscitario»; lo repetiría en varias ocasiones y con diferentes grados de firmeza. Se fecha por entonces la retirada del puñado de críticos, encabezados por el profesor de secundaria Luis Gómez Llorente. A él se debe la invención del palabro que devendrá histórico, «felipismo», que explicó como la «dependencia inadmisible de un partido respecto de un hombre». González, con un gesto de su picaresca en la intimidad de sus adictos, simplificó la jugada recién ganada: «Cuando los agricultores quieren que las brevas maduren más rápido, les ponen aceite en el culo». Eso es lo que hizo: pasar del resistencialismo a la ambición de poder. El marxismo no era para ellos —salidos del 74, en el tardofranquismo— una mochila, sino una piedra gastada del camino. Un adoquín que había instrumentalizado el presidente Adolfo Suárez en su agobiante y desmelenada campaña electoral de 1979, para hurtarles la victoria que creían al alcance de la mano. (...)
Celebradas las primeras elecciones municipales de la democracia, en abril de 1979, la victoria real de la izquierda debía relativizarse. El peso de las tradiciones locales fue tan importante que, en territorios como Cataluña, numerosos alcaldes del franquismo conservaron el bastón de ediles en ciudades, pueblos o villas con el sencillo gesto de pasar de depender del Movimiento Nacional de Franco al Movimiento Nacional Convergente de Jordi Pujol. Algunos se reciclaron de manera episódica en el Movimiento ucedeo del suarismo. (...)


La izquierda se hizo un bloque en las alcaldías, pero se distanciaba en todo lo demás. A Santiago Carrillo, en su condición de secretario general del PCE, le resultaba más tentador y fructífero el acercamiento a Adolfo Suárez, es decir, al poder institucional, que a la eventualidad de aquel joven González que tenía a gala jugar solo. La soberbia de viejo apóstol arruinado, que no lo abandonaría nunca, chocaba con la perplejidad no exenta de irritación con que soportaba González sus consejos de truhan. (...)
El asesinato político de Adolfo Suárez tenía algo de cesariano, aunque sólo fuera porque había tantos Brutos y Casios que abarrotaban el escenario; si bien es verdad que Suárez no tenía nada de Julio César, los conspiradores del crimen sólo se parecían a la dramaturgia shakesperiana en el manejo de la daga. Hicieron una carnicería en la que acabaron matándose entre ellos. Cabe recordar a algunos: Herrero de Miñón, el descarado que creía saber algo de estrategia política porque se jactaba de haberlo leído todo; Landelino Lavilla, el fino que sólo se volvió plebeyo haciendo un amago de baile en la campaña electoral que perderían misérrimamente (cabeza de lista, salió elegido por los pelos); Carlos Ferrer Salat, el voraz, tan acostumbrado a comerse el mundo y a las damas que de dirigir la primera organización empresarial de España, la CEOE, acabó en pasto de conjuras, de frustraciones y de sábanas (...).


Curiosa trayectoria. De ser jugador por horas pasaba a hacerse con la mesa de billar y hasta con la sala. De no ser nada, a presidente del Gobierno. Algunas jugadas pirateadas cuando los grandes ocupaban la mesa, para hacer manos con el taco y ensayar las posturas. En la división clásica entre el billar francés y el americano, él jugaría políticamente en ambos; ora a bandas, ora a agujeros, siempre bajo el dominio de las carambolas. Ahora, octubre de 1982, iba a convertirse en el emblema de la Transición finiquitada. Con un palo y una bola, valga la metáfora, daba por acabada una época que se temía borrascosa y que no fue más que juegos de manos en la oscuridad. (...)

ese personal incalificable y de profesión indefinible que está a la búsqueda de una oportunidad para mostrar el mariscal que lleva dentro, a la espera de una oportunidad para medrar. El PSOE devino una agencia de colocación intensiva donde había hueco para todos porque tenía todo por hacer y muy poco personal para cumplirlo. Y a en septiembre de 1984 el semanario Cambio 16 informa que «más de la tercera parte de los 150.000 militantes cobran del erario público», y en marzo del año siguiente el dirigente José María Txiki Benegas reconoce que el partido ha colocado en la Administración a 40.000 militantes. (...)
Los primeros años —el breve lapso que va de los albores del 82 al renovado éxito electoral que siguió (1986)— los vivió el PSOE con la ansiedad de que habían entrado en un momento en el que todo estaba por mostrar y casi nada por demostrar. No se ha hecho una evaluación de lo que esto significó para el partido, para la Administración y para la sociedad, apenas alguna cuña que dejaría entrever el cañamazo de algunos personajes en carrera por la notoriedad, casi nunca para bien, en los catorce años que durarían los Gobiernos socialistas. (...)



En marzo de 1985 ya tenían 40.000 militantes incrustados en la Administración, cifra notable para la época. Una Ley de Reforma Universitaria convirtió a los PNN (Profesores No Numerarios), que eran unos 5300, en personal fijo, ayudantes con aspiraciones legítimas a catedráticos. Una cantera socialista mientras hubiera piedra que arrancar. Todo les hacía creer que cabalgaban sobre un tigre al que habían amaestrado. Por eso se sorprendieron tanto cuando en el verano de 1985 al presidente González se le ocurrió la humorada de pasar sus vacaciones en el yate de Franco. La perplejidad del personal periodístico y los sarcasmos de la frustrada oposición sorprendieron al protagonista. Usar el Azor, como había hecho el Caudillo, rompía ese equilibrio respecto al pasado que Adolfo Suárez procuró evitar siempre. Estos muchachos no. Si habían ganado, todo les pertenecía tratándose de bienes de Estado. Fue un aldabonazo que abrió los ojos a algunos, que indignó a otros y que no representaba un resbalón, sino algo que habían asumido: el Patrimonio del Estado tenía como principal misión servir a quienes lo dirigían. E incluso se añadía que ellos lo habían ganado en las urnas y no tras mucha guerra y no menos represión. No acabaron de entender que lo efímero de las voluntades en una democracia no consiente el manejo impune de los patrimonios. Lo aprenderían demasiado tarde, y no del todo. (...)

Para Interior-Gobernación, con la perplejidad general, el tándem González-Guerra escogió a José Barrionuevo, un hombre que si se distinguía por algo era por no saber a ciencia cierta de nada. De raigambre carlista en Almería, hijo de un noble tronado que dejó en herencia el título, servicial, militante de la primera hornada de la democracia, inspector de Trabajo, se había ocupado de la Policía Municipal de Madrid en el gobierno coaligado que hizo a Tierno Galván alcalde de la capital. No tenía ni la más somera idea de qué era un ministerio como el de Interior, ni siquiera había sufrido lo que había sido el de Gobernación durante la dictadura. Todas las torpezas que se cometieron durante su largo período en el ministerio estuvieron basadas más en su ignorancia de las artes —malas— de un personal que tiene como tarea implícita, desde que se inventaron sus funciones, la de manejar, atenuar o acentuar a un funcionariado que de por sí constituye una especie de Estado dentro del Estado. Según confesó él mismo, su «gran descubrimiento» fue la Guardia Civil, la misma que con el tiempo lo llevaría a la cárcel, y no por los efectos beneméritos del Cuerpo, sino por delitos criminales de uno de esos mandos, el coronel, teniente coronel y hasta general Rodríguez Galindo, ascendido a este máximo grado por el ministro Juan Alberto Belloch en otro apartado de esta historia. (...)

Quizá por cierta querencia al pasado, la oposición conservadora bendijo a Barrionuevo exaltando su buen hacer, y la derecha mediática lo alababa haciéndole poseedor de un prestigio que no compartía nadie, fuera de la autosatisfacción de una grandilocuencia carente de sentido de la realidad. Su incompetencia, ligada a la inexperiencia, se haría de rogar, pero acabaría causando un terremoto. (...)

Fernando Morán no podía ocultar un cierto desdén intelectual ante los chicos de la tortilla sevillana, lo que a la larga, sumado a su inequívoca posición de izquierda y nada atlantista, acabaría provocando su cese. Hacía la figura de un animal insólito, casado con una Calvo-Sotelo, despreciativo con la derecha más ignorante que le hizo objeto de reiterados chistes, volviendo a producirse aquí una maldición inveterada, más vieja que el franquismo: los idiotas se ensañaban con el más listo de la cuadrilla, quien por cierto les pagaba con un desprecio más que merecido. «Este es un país de paletos y de horteras», le manifestó a la periodista Nativel Preciado, tras un par de años de actividad ministerial.1 Las campañas contra Fernando Morán disfrazaban su matriz reaccionaria bajo capa de chistes para zotes; el eminente muñidor histórico Ricardo de la Cierva producía entonces recopilaciones para la chusma levantisca. Fernando era hombre leído en un reino tendente a poner el listón en el catón de los infantes. (...)

Ocupó los cargos más relevantes y pasó de ser el «Solanita pelotillero», de familia asentada y huidizo de cualquier conflicto que exigiera comprometerse sin garantía de victoria, a hombre providencial para la cultura socialista; nadie trabajará con tanto tino, y además instruiría a su sucesor, Pérez Rubalcaba. Su posterior período como portavoz del Gobierno y reiterado ministro le daría una pátina y dejaría una huella que se consumaría con el no va más de la secretaría general de la OTAN, años después. Parecía el paradigma del cambio, no tanto de la realidad cuanto de las aspiraciones del PSOE; había pasado de patrocinador por excelencia de la oposición a la OTAN a encabezar la Alianza. (...)
más que dudosas operaciones empresariales que apuntaban al presidente de la Comunidad, Joan Lerma; a su jefe del gabinete de Prensa, el periodista Ximo Puig, luego presidente autonómico y entonces en plena pelea partidaria con el sector de Cipriano Císcar, porque la Comunidad Valenciana tenía la particularidad tradicional de numerosos ingredientes para la paella y no menos ruidos para las fallas. Entonces Ximo Puig no dejó de considerar que «la maraña de empresas paralelas» podía calificarse como «escándalo nacional». Como Cataluña, tan diferentes y tan similares, los socialistas valencianos siempre fueron una familia numerosa, muy numerosa, pero muy mal avenida. (...)
El asunto saltó tras las denuncias del Frankfurter Rundschau y Der Spiegel por financiación subterránea del consorcio alemán de Friedrich Karl Flick al conjunto de su clase política. Si el padre había ayudado a Hitler, por lo que fue condenado en Núremberg a siete años de prisión —de los que cumplió cinco—, su hijo había regado las cuatro fundaciones de la República Federal: la socialdemócrata Ebert, la democristiana Adenauer, la liberal Naumann y la socialcristiana Seidel. Total, diez millones de marcos de la época (unos 890 millones de pesetas, una nadería para lo que vendría después). Como el asunto llegó al Parlamento alemán, se constató que el PSOE había recibido cuatro millones de marcos para «ayuda a Felipe González», según testificó el gerente de Flick, Max Paefgen. (...)

La denuncia bautismal del militante Alonso Puerta terminaría con su expulsión y graves rifirrafes que, como ocurre casi siempre, acababan con sanciones a los que levantaban las alfombras recién colocadas, al tiempo que la autoridad partidaria daba la orden de hacer pasar los objetos, mal pisados y usados con provecho, por la lavandería. La realidad, preñada de satisfacciones, lo cubría todo. (...)

El fracaso de las audaces medidas económicas del Gobierno de Mitterrand sirvió como espejo en el que reflejarse, si es que se dignaban a mirar hacia alguna parte. Pronto se vieron obligados a corregirlas, luego a achicarlas y por fin a mantenerse en el mismo statu quo que exaltaba el sistema económico entonces incontestable, representado por las Administraciones de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. (...)



No puede decirse que la política económica de Miguel Boyer fuera buena para la marcha de la economía española, pero confirmaba que, si bien la mayoría veía mermado su poder adquisitivo y contemplaba un aumento alarmante del paro, al menos algunos podían hacer buenos negocios. No sólo no se había achicado el desempleo —que se arrastraba tras años de dejadez y por la imposibilidad de que los frágiles Gobiernos de Adolfo Suárez pudieran atajar unas deficiencias que incluso venían de antes—, sino que Miguel Boyer manifestaba un desdén manifiesto por los sindicatos, las rentas bajas e incluso el partido, un PSOE que cada vez lo miraba con mayor perplejidad y hasta temor. Era un Gobierno de izquierdas que no tenía el más mínimo rubor en hacer una política económica ultraliberal cuando aún esta se hallaba en sus albores. La operación podía desarmar a la derecha clásica, que aún peleaba por los restos de su naufragio pero abría boquetes en la apreciación que los propios votantes de izquierda sentían por lo que muchos consideraban «su partido». (...)

El cese fulminante de José Víctor Sevilla, secretario de Estado de Hacienda, en febrero de 1984 causó cierto asombro. Era sabido que Sevilla no compartía la política fiscal de Boyer, que se sustentaba en la convicción del talento estratégico de Mariano Rubio, subgobernador del Banco de España y amigo personal de longa data. Sevilla había llamado la atención sobre la desproporcionada alza de la inflación, trampeada por Boyer para mantener los topes salariales, y, por si esto fuera poco, puso el grito en el cielo de Felipe González sobre los pagarés del Tesoro, que colindaban con el «dinero negro». Más de tres billones —con «b» de billetes— de pagarés del Tesoro sin retención fiscal, opacos a la Hacienda pública y auténtica ducha para blanquear el dinero negro, donde entraría a saco la que luego se llamaría beautiful people y que entonces se acogía a la más chusca calificación de «amigos de Boyer». Incluso su secretaria ministerial, Petra Mateos, se convertiría en leyenda del mundo financiero. Boyer echó a Sevilla y lo sustituyó por Josep Borrell (...).

Esa realidad definía a un Gobierno de izquierdas que no tenía el más mínimo rubor en hacer una política económica neoliberal aún indefinida. Verdaderamente desarmaba a la derecha clásica, pero abría boquetes en la apreciación de muchos votantes que aún tenían confianza en «su partido». La medida estrella rutilante, la única que se podía vislumbrar, consistió en la implantación de la jornada laboral de cuarenta horas semanales, pero al tiempo que se incrementaba el desempleo y la pérdida de poder adquisitivo. (...).

Controlada TVE, la única existente, por la mano férrea del secretario para la manipulación descarada, que no era otro que José María Calviño —padre de la que llegaría a ser ministra de Economía con Pedro Sánchez—, colocado personalmente por el vicepresidente Alfonso Guerra para ejercer como depositario de las verdades reveladas por el Gran Comunicador. TVE, el medio oficial, oficioso y lo que fuera menester —y que daría paso luego al encaje de bolillos, o el chalaneo ferial de ganado, que constituiría la llegada de las televisiones privadas—, era inseparable del fuego graneado de un diario que llegaría a erigirse entonces en una especie de intelectual colectivo de intereses muy privados, el que urbi et orbi se proclamaba «El diario independiente de la mañana», El País. (...)




El nombramiento de Calviño para domeñar al paquidermo RTVE tenía el sentido inequívoco de ponerlo bajo el control de Guerra, y por añadidura del jefe de la mesa de billar. Bastaba echar una mirada a la trayectoria vicaria del director general del ente público. José María Calviño era todo lo que se podía ser, incluso abogado, candidato «republicano» en las primeras elecciones, galleguista ejerciente, funcionario veterano del ente y de su Consejo. Fiel siempre, y así lo demostró en la primera ocasión que se le presentó. El exitoso programa de debate La clave, que dirigía José Luis Balbín, vieux routier del periodismo, invitó como uno más al recién expulsado del partido, Alonso Puerta, el primero en denunciar prácticas corruptas en el socialismo madrileño. Aquel día 14 de enero de 1983 se acabó La clave, Balbín y Alonso Puerta; todos «viraron a negro», como si se tratara de un corte de película. Calviño demostró su valía y lo que estaba dispuesto a hacer (...)

Si toda manifestación de civilización lleva aparejada una dosis de barbarie, en las proporciones del PSOE de la década de los ochenta existía un conflicto entre civilización y barbarie, o lo que es lo mismo entre el crimen y el respeto a una ley demasiado laxa (...)



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