sábado, 17 de junio de 2023

PUNKI: UNA HISTORIA DE AMOR (Juarma)



Mirar cicatrices, las de fuera y las de dentro, se parece a rebobinar un casete con un bolígrafo. A Paula todos la llamábamos Pauli de niña. Luego, cuando se hizo fan de Nirvana, se empeñó en que la llamásemos Polly, como su canción favorita. Y con ese mote se quedó. Éramos amigos y vecinos. Nos criamos juntos. No hay ningún buen recuerdo en mi niñez y mi adolescencia donde no esté ella. En preescolar me corté el flequillo con unas tijeras de punta redonda y me pinté las uñas con rotuladores de colores. El tutor me castigó cara a la pared en una esquina y el resto de la clase se empezó a reír de mí, coreándome: «¡Mariquita, mariquita!». Polly se cortó el flequillo, se pintó las uñas y la cara con los rotuladores y el tutor la sancionó a mi lado. Los demás niños cerraron la boca. En 3º de EGB, Polly le prendió fuego a una papelera en clase y nos desalojaron del aula. Cuando nos alinearon en el pasillo para encontrar al culpable, Polly gimoteó y dio un paso al frente. Al verla, también di un pasito valiente y nos castigaron a los dos a un mes sin recreo. En 5º de EGB, Polly y yo nos sentábamos juntos y nos pasábamos cartas perfumadas durante las clases. Con un pintalabios, las llenábamos de besos, cada carta con su boca correspondiente. Un día el profesor nos pilló una y quiso humillarnos leyendo en voz alta el contenido. La cara le cambió cuando abrió el sobre y vio una caricatura suya, ahorcado en un árbol, con la picha por fuera y un letrerito que decía: DON JOSÉ LUIS ES GILIPOLLAS. Nos castigaron y nos prohibieron sentarnos juntos el resto de la EGB. En 7º de EGB, mientras amontonábamos palés, maderas y ramas de la tala de los olivos, arbulagas... para la hoguera de Las Candelarias, me caí de boca en Cuesta Colorá cuando arrastraba un hatillo con un hierro y una cuerda. Me hice polvo la cara. Al día siguiente en el colegio Polly me preguntó si me lo había hecho papá e hizo planes para que nos escapásemos juntos de Villa de la Fuente, con 500 pesetas que le regalaron por su cumpleaños." (...)




Polly se compró la cinta original del Dookie de Green Day. A mí Green Day no me gustaba demasiado, pero los prefería a Nirvana, Pixies, R.E.M. o The Smashing Pumpkins, que era lo que ponía cuando nos encerrábamos en su habitación a beber lo que tuviese su padre por casa. Para convencerla le dije que Green Day tenía una canción que me parecía preciosa, «She». Era la primera de la cara B. La pusimos. Estábamos sentados en su cama. Cogí el libretillo de la cinta y nos preparamos para escuchar con atención mientras cantábamos la letra. She... she screams in silence... Luego la letra se complicaba y nos reímos. Entonces Polly me cogió de la camiseta por el pecho, tirando hacia ella, con los labios plantados frente a mi cara para besarme. Para mí ese instante fue como estar en el cielo. Pero empecé a temblar y cuando nuestros labios iban a unirse por primera vez, me aparté y le puse la mejilla. Ella se ruborizó y me sentí un idiota. No volveríamos a estar tan cerca como aquel día cuando sonaba «She» en su habitación, rodeados de sus pósteres de Kurt Cobain. (...)


La Quinta del 98 éramos zagalillos del pueblo, nacidos en 1981, con dieciséis o diecisiete, dependiendo del mes en que cumpliésemos años. Nos compraban o prestaban trajes, imprimíamos camisetas conmemorativas, sacábamos fajos de tíquets de cubatas, todos los que tus padres pudieran pagarte, contratábamos a dos músicos, uno con guitarra y otro con acordeón y cantábamos por las calles y nos pasábamos las horas en los bares, en casas de otros quintos o en la discoteca de la Chari. Con dieciséis o diecisiete años tenías carta blanca de la sociedad para demostrar tu hombría bebiendo como un descosido. Unos se iban de putas al Paradise, otros se hinchaban a cubatas y porros, otros le daban a la farlopa, a los éxtasis, a los tripis... y algunos le pegaban a todo a la vez. Cinco días con sus noches. Así te hacías un hombre. Rober, Miguel y yo decidimos pillarle un gramo de farlopa al Golosinas en honor a San Isidro Labrador e hicimos un mocho. A regañadientes y casi obligado, le tocó a Miguel el Vuelcavasos ir a buscar la coca, porque era el más echao pa’lante de los tres. Qué gusto daba pillar farlopa a esa edad. Qué emociones tan tontas y qué bien te sentaban esas rayas. Cómo se te atravesaban en la garganta como si fuesen puñales. Cuando te envicias con la farlopa vas buscando esas sensaciones de las primeras veces, pero ya te puedes meter cuatro gramos durante un fin de semana empalmando las noches con los días, que no vas a percibir lo mismo. (...) Joder, qué buenísima estaba entonces la coca y qué bien te sentaba. Cómo no me iba a enamorar de ella. Cómo no se iba a convertir en el amor de mi vida. Cuando volvimos al Nacimiento nos sentíamos mil veces más seguros de nosotros mismos, con nuestra armadura de mentira. Por unos instantes nos creíamos menos pringaos. Desconocíamos lo mentirosa que era la farlopa y cómo te podía joder la puta existencia entera. (...)

Aunque Polly se hacía la dura delante de otras personas, era tan insegura y frágil como yo o cualquier otro adolescente. Polly estaba más integrada en el pueblo y me relataba cómo eran en realidad todas esas personas a las que deseaba parecerme. Me advertía de que cuando alguien se daba la vuelta todos empezaban a criticarle y sacarle defectos, creándoles complejos. No se libraba ni Dios. Todo era falso, nadie estaba tranquilo y ni sabían quién iba de buenas o quién de malas. Me contaba como ella y sus amigas aprendieron a vomitar después de comer porque una de ellas les había dicho que así podían adelgazar. Años haciéndolo y no sabían ni que eso se llamaba bulimia y era una enfermedad. Las chicas sufrían presión social con el físico. Polly decía que lo peor de todas esas hipocresías e inseguridades era que aparte de volverte una acomplejada y no fiarte de nadie, te cambiaba el carácter, te modificaba el comportamiento y hasta la postura. Si a alguna le decían que tenía pocas tetas, se quedaba erguida, así con la chepa, para que no se notase. Si a otra le decían que igual sus orejas eran grandes, ya se dejaba siempre el pelo suelto. Si cerraban las piernas y se les quedaban un poco separadas es porque habían follado y cuanto más separadas las tuviesen, era porque más lo habían hecho. Como nadie les explicaba las verdades pensaban que la gente creía que eran unas putas. Cuando se encontraban con alguien, sus amigas y ella se colocaban en mil posturas diferentes, cruzaban una pierna, se ponían de puntillas, lo que fuese con tal de que no se les viera el hueco ahí. También me refería que las compresas eran muy malas, un algodón delante y otro detrás y se manchaban. Todas las chicas iban con camisetas o chaquetas atadas en la cintura. Les agobiaba que se les acercara alguien. Se ponían la ropa de sus hermanos porque era más ancha. Igual Polly se hizo grunge por eso. Si se juntaban con tíos les decían que eran marimachos o lesbianas, como si acaso eso fuera algo malo. No era fácil ser chica a finales de los noventa en Villa de la Fuente. (...)

A los traumas de niño y los de adolescente luego he añadido los de mayor. Mi cabeza es una coctelera con complejos y nitroglicerina. (...) Odio cuando se va apagando el fuego, porque las llamas se transforman en vergüenza y culpa. La vergüenza me pinta la cara como a un payaso y la culpa es un palo con la punta afilada que se hunde en mi pecho, provocándome escalofríos en las entrañas. (...)

He sido callado desde niño y nunca le he contado a nadie lo que hago o dejo de hacer. Ni siquiera a mis amigos o a mis parejas, hombres o mujeres. Me cuesta abrirme a los demás, mostrar mis sentimientos, jamás he sido capaz de decir un simple te quiero. Es mi mecanismo de autodefensa. Tus errores, tus debilidades o tu pasado son herramientas para que otras personas te hagan daño. Pero a la larga, esto ha sido como poner microexplosivos en mi organismo que estallaron todos a la misma vez. Cuando era adolescente mis amigos tenían tantos problemas como yo, no hablábamos de nosotros, no nos preguntábamos unos a otros ¿cómo estás? Estar puteados y callarnos el sufrimiento era el pegamento que nos unía. Sé que a veces sospechaban cosas, o había situaciones que no era capaz de explicar u oían rumores. Pero si mirabas para otro lado, las preocupaciones parecían desaparecer. Ni tan siquiera a Polly, a quien se suponía que se lo contaba todo, podía decirle la mayoría de mis secretos porque temía que se fuese de la lengua. Era un anarquista menor de edad, atrapado en mis contradicciones, maltratado por papá, que follaba con fascistas a cambio de droga. Como para haber ido a ver a don Alfonso, el médico de cabecera, a punto de cumplir diecisiete años para explicarle por qué estaba deprimido. Mamá se había quedado en casa con Ángela, que todavía no tenía edad de pindonguear. Ni en un día de feria papá era capaz de salir con mamá a la calle y tomarse algo juntos, no fuera a ser que alguien la mirara. Estar en la cárcel es horrible, pero ahí no tienes elección. Es lo que hay. Pero ser mujer y acabar atada a un tarado celoso y posesivo como lo era papá se debe parecer a estar en prisión. (...)

Todas las cosas son para toda la vida. Todos los golpes, los malos momentos y los buenos, dejan marcas y heridas, algunas de las cuales nunca cicatrizan. Pero esas, al contrario que los tatuajes, no se ven. Puedes esconderlas y que nadie las descubra, mientras te gangrenan por dentro. (...)

Solo quiero estar bien. Pero como no sé lo que es estar bien y jamás he estado bien, cuesta mucho, porque lo desconozco, es una isla utópica. El estado de WhatsApp de Rachid es: «Lo importante no es cuántas veces te caes, sino cuántas te levantas». Y en este taxi, el día que cumplo treinta y siete años, he conseguido ponerme en pie. Para poder erguirme y sacar fuerzas para dar un paso hacia delante he tenido que romper con todo, escapar de mi entorno, dejar atrás a las personas a las que quiero. Quizás irme lejos es la única forma de curarme, por más que me duela o añore a Sarah. Uno nunca deja de querer, sino de estar. (...)
Punki: una historia de amor.  
Juarma. 
Blackie Books, 2023 

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