Mirar cicatrices, las de fuera y las de dentro, se parece a rebobinar un casete con un bolígrafo. A Paula todos la llamábamos Pauli de niña. Luego, cuando se hizo fan de Nirvana, se empeñó en que la llamásemos Polly, como su canción favorita. Y con ese mote se quedó. Éramos amigos y vecinos. Nos criamos juntos. No hay ningún buen recuerdo en mi niñez y mi adolescencia donde no esté ella. En preescolar me corté el flequillo con unas tijeras de punta redonda y me pinté las uñas con rotuladores de colores. El tutor me castigó cara a la pared en una esquina y el resto de la clase se empezó a reír de mí, coreándome: «¡Mariquita, mariquita!». Polly se cortó el flequillo, se pintó las uñas y la cara con los rotuladores y el tutor la sancionó a mi lado. Los demás niños cerraron la boca. En 3º de EGB, Polly le prendió fuego a una papelera en clase y nos desalojaron del aula. Cuando nos alinearon en el pasillo para encontrar al culpable, Polly gimoteó y dio un paso al frente. Al verla, también di un pasito valiente y nos castigaron a los dos a un mes sin recreo. En 5º de EGB, Polly y yo nos sentábamos juntos y nos pasábamos cartas perfumadas durante las clases. Con un pintalabios, las llenábamos de besos, cada carta con su boca correspondiente. Un día el profesor nos pilló una y quiso humillarnos leyendo en voz alta el contenido. La cara le cambió cuando abrió el sobre y vio una caricatura suya, ahorcado en un árbol, con la picha por fuera y un letrerito que decía: DON JOSÉ LUIS ES GILIPOLLAS. Nos castigaron y nos prohibieron sentarnos juntos el resto de la EGB. En 7º de EGB, mientras amontonábamos palés, maderas y ramas de la tala de los olivos, arbulagas... para la hoguera de Las Candelarias, me caí de boca en Cuesta Colorá cuando arrastraba un hatillo con un hierro y una cuerda. Me hice polvo la cara. Al día siguiente en el colegio Polly me preguntó si me lo había hecho papá e hizo planes para que nos escapásemos juntos de Villa de la Fuente, con 500 pesetas que le regalaron por su cumpleaños." (...)
Polly se compró la cinta original del Dookie de Green Day. A mí Green Day no me gustaba demasiado, pero los prefería a Nirvana, Pixies, R.E.M. o The Smashing Pumpkins, que era lo que ponía cuando nos encerrábamos en su habitación a beber lo que tuviese su padre por casa. Para convencerla le dije que Green Day tenía una canción que me parecía preciosa, «She». Era la primera de la cara B. La pusimos. Estábamos sentados en su cama. Cogí el libretillo de la cinta y nos preparamos para escuchar con atención mientras cantábamos la letra. She... she screams in silence... Luego la letra se complicaba y nos reímos. Entonces Polly me cogió de la camiseta por el pecho, tirando hacia ella, con los labios plantados frente a mi cara para besarme. Para mí ese instante fue como estar en el cielo. Pero empecé a temblar y cuando nuestros labios iban a unirse por primera vez, me aparté y le puse la mejilla. Ella se ruborizó y me sentí un idiota. No volveríamos a estar tan cerca como aquel día cuando sonaba «She» en su habitación, rodeados de sus pósteres de Kurt Cobain. (...)
La Quinta del 98 éramos zagalillos del pueblo, nacidos en 1981, con dieciséis o diecisiete, dependiendo del mes en que cumpliésemos años. Nos compraban o prestaban trajes, imprimíamos camisetas conmemorativas, sacábamos fajos de tíquets de cubatas, todos los que tus padres pudieran pagarte, contratábamos a dos músicos, uno con guitarra y otro con acordeón y cantábamos por las calles y nos pasábamos las horas en los bares, en casas de otros quintos o en la discoteca de la Chari. Con dieciséis o diecisiete años tenías carta blanca de la sociedad para demostrar tu hombría bebiendo como un descosido. Unos se iban de putas al Paradise, otros se hinchaban a cubatas y porros, otros le daban a la farlopa, a los éxtasis, a los tripis... y algunos le pegaban a todo a la vez. Cinco días con sus noches. Así te hacías un hombre. Rober, Miguel y yo decidimos pillarle un gramo de farlopa al Golosinas en honor a San Isidro Labrador e hicimos un mocho. A regañadientes y casi obligado, le tocó a Miguel el Vuelcavasos ir a buscar la coca, porque era el más echao pa’lante de los tres. Qué gusto daba pillar farlopa a esa edad. Qué emociones tan tontas y qué bien te sentaban esas rayas. Cómo se te atravesaban en la garganta como si fuesen puñales. Cuando te envicias con la farlopa vas buscando esas sensaciones de las primeras veces, pero ya te puedes meter cuatro gramos durante un fin de semana empalmando las noches con los días, que no vas a percibir lo mismo. (...) Joder, qué buenísima estaba entonces la coca y qué bien te sentaba. Cómo no me iba a enamorar de ella. Cómo no se iba a convertir en el amor de mi vida. Cuando volvimos al Nacimiento nos sentíamos mil veces más seguros de nosotros mismos, con nuestra armadura de mentira. Por unos instantes nos creíamos menos pringaos. Desconocíamos lo mentirosa que era la farlopa y cómo te podía joder la puta existencia entera. (...)
Aunque Polly se hacía la dura delante de otras personas, era tan insegura y frágil como yo o cualquier otro adolescente. Polly estaba más integrada en el pueblo y me relataba cómo eran en realidad todas esas personas a las que deseaba parecerme. Me advertía de que cuando alguien se daba la vuelta todos empezaban a criticarle y sacarle defectos, creándoles complejos. No se libraba ni Dios. Todo era falso, nadie estaba tranquilo y ni sabían quién iba de buenas o quién de malas. Me contaba como ella y sus amigas aprendieron a vomitar después de comer porque una de ellas les había dicho que así podían adelgazar. Años haciéndolo y no sabían ni que eso se llamaba bulimia y era una enfermedad. Las chicas sufrían presión social con el físico. Polly decía que lo peor de todas esas hipocresías e inseguridades era que aparte de volverte una acomplejada y no fiarte de nadie, te cambiaba el carácter, te modificaba el comportamiento y hasta la postura. Si a alguna le decían que tenía pocas tetas, se quedaba erguida, así con la chepa, para que no se notase. Si a otra le decían que igual sus orejas eran grandes, ya se dejaba siempre el pelo suelto. Si cerraban las piernas y se les quedaban un poco separadas es porque habían follado y cuanto más separadas las tuviesen, era porque más lo habían hecho. Como nadie les explicaba las verdades pensaban que la gente creía que eran unas putas. Cuando se encontraban con alguien, sus amigas y ella se colocaban en mil posturas diferentes, cruzaban una pierna, se ponían de puntillas, lo que fuese con tal de que no se les viera el hueco ahí. También me refería que las compresas eran muy malas, un algodón delante y otro detrás y se manchaban. Todas las chicas iban con camisetas o chaquetas atadas en la cintura. Les agobiaba que se les acercara alguien. Se ponían la ropa de sus hermanos porque era más ancha. Igual Polly se hizo grunge por eso. Si se juntaban con tíos les decían que eran marimachos o lesbianas, como si acaso eso fuera algo malo. No era fácil ser chica a finales de los noventa en Villa de la Fuente. (...)
A los traumas de niño y los de adolescente luego he añadido los de mayor. Mi cabeza es una coctelera con complejos y nitroglicerina. (...) Odio cuando se va apagando el fuego, porque las llamas se transforman en vergüenza y culpa. La vergüenza me pinta la cara como a un payaso y la culpa es un palo con la punta afilada que se hunde en mi pecho, provocándome escalofríos en las entrañas. (...)
He sido callado desde niño y nunca le he contado a nadie lo que hago o dejo de hacer. Ni siquiera a mis amigos o a mis parejas, hombres o mujeres. Me cuesta abrirme a los demás, mostrar mis sentimientos, jamás he sido capaz de decir un simple te quiero. Es mi mecanismo de autodefensa. Tus errores, tus debilidades o tu pasado son herramientas para que otras personas te hagan daño. Pero a la larga, esto ha sido como poner microexplosivos en mi organismo que estallaron todos a la misma vez. Cuando era adolescente mis amigos tenían tantos problemas como yo, no hablábamos de nosotros, no nos preguntábamos unos a otros ¿cómo estás? Estar puteados y callarnos el sufrimiento era el pegamento que nos unía. Sé que a veces sospechaban cosas, o había situaciones que no era capaz de explicar u oían rumores. Pero si mirabas para otro lado, las preocupaciones parecían desaparecer. Ni tan siquiera a Polly, a quien se suponía que se lo contaba todo, podía decirle la mayoría de mis secretos porque temía que se fuese de la lengua. Era un anarquista menor de edad, atrapado en mis contradicciones, maltratado por papá, que follaba con fascistas a cambio de droga. Como para haber ido a ver a don Alfonso, el médico de cabecera, a punto de cumplir diecisiete años para explicarle por qué estaba deprimido. Mamá se había quedado en casa con Ángela, que todavía no tenía edad de pindonguear. Ni en un día de feria papá era capaz de salir con mamá a la calle y tomarse algo juntos, no fuera a ser que alguien la mirara. Estar en la cárcel es horrible, pero ahí no tienes elección. Es lo que hay. Pero ser mujer y acabar atada a un tarado celoso y posesivo como lo era papá se debe parecer a estar en prisión. (...)
Todas las cosas son para toda la vida. Todos los golpes, los malos momentos y los buenos, dejan marcas y heridas, algunas de las cuales nunca cicatrizan. Pero esas, al contrario que los tatuajes, no se ven. Puedes esconderlas y que nadie las descubra, mientras te gangrenan por dentro. (...)
Solo quiero estar bien. Pero como no sé lo que es estar bien y jamás he estado bien, cuesta mucho, porque lo desconozco, es una isla utópica. El estado de WhatsApp de Rachid es: «Lo importante no es cuántas veces te caes, sino cuántas te levantas». Y en este taxi, el día que cumplo treinta y siete años, he conseguido ponerme en pie. Para poder erguirme y sacar fuerzas para dar un paso hacia delante he tenido que romper con todo, escapar de mi entorno, dejar atrás a las personas a las que quiero. Quizás irme lejos es la única forma de curarme, por más que me duela o añore a Sarah. Uno nunca deja de querer, sino de estar. (...)
Tu pequeño cuerpo respira, sí: incluso en la penumbra del hospital, tu respiración es visible. Pero yo quiero escucharla, escucharte, y me molesta mi propio resuello. Y mi ruidoso corazón me impide sentir el tuyo. A lo largo de la noche, cada dos o tres minutos contengo el aliento para comprobar que respiras. Es una superstición tan sensata, la más sensata de todas: dejar de respirar para que un hijo respire (...)
No tengo idea qué hora es. Y no me importa. Las once de la mañana, las tres de la tarde. Así pasan los días cansados pero felices, que se entremezclan con los días felices pero cansados y con los días felices pero felices. (...)
el nacimiento de un hijo anuncia un amplio futuro del que no seremos totalmente parte. Julio Ramón Ribeyro lo resumió muy bien: «El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae». (...)
Es un pensamiento hermoso, cuyo sesgo turbulento, sin embargo, ha desquiciado a millones de hombres. Pienso en padres de otras generaciones, aunque es absurdo suponer que las cosas han cambiado. He conocido a hombres que ejercen la paternidad con lucidez, humor y humildad, pero también he visto a amigos queridos, que parecían tener el corazón bien puesto, alejarse de sus hijos para entregarse a la recuperación desesperada y caricaturesca de su juventud. Y también abundan quienes enfrentan la pulsión de la muerte agobiando a los niños a punta de misiones y decálogos, con la explícita o velada intención de prolongar a costa de ellos sus sueños interrumpidos. (...)
Mientras las mujeres les transmitían a sus hijas el asfixiante imperativo de la maternidad, nosotros crecimos consentidos y pajarones y hasta tarareando «Billie Jean». Nuestros padres intentaron, a su manera, enseñarnos a ser hombres, pero no nos enseñaron a ser padres. Y sus padres tampoco les enseñaron a ellos. Y así. (...)
expresión literatura infantil es condescendiente y ofensiva y a mí me parece también redundante, porque toda la literatura es, en el fondo, infantil. Por más que nos esforcemos en disimularlo, quienes nos dedicamos a escribir lo hacemos porque deseamos recuperar percepciones borradas por el presunto aprendizaje que nos volvió tan frecuentemente infelices. Enrique Lihn decía que nos entregamos a nuestra edad real como a una falsa evidencia. (...)
Más que recordar o relatar, quien escribe intenta ver las cosas como por primera vez, es decir como un niño, o como un convaleciente que regresa de la enfermedad y en cierto modo de la muerte, y vuelve a aprender, por ejemplo, a caminar. También la paternidad es una especie de convalecencia que nos permite aprenderlo todo de nuevo. Y ni siquiera sabíamos que habíamos estado gravemente enfermos. Acabamos de enterarnos. (...)
Nos comparamos con nuestros padres, a pesar de que –lo sabemos– ya no podríamos ser iguales a ellos ni esencialmente distintos de ellos. Y como los matamos a los veinte años, ya no podemos matarlos de nuevo; por eso mismo a veces terminamos resucitándolos. (...)
Hay hombres a quienes la paternidad les pega demasiado fuerte. Es como si de la noche a la mañana, por el solo hecho de convertirse en padres, perdieran la capacidad de pronunciar cualquier frase sin mencionar alguna historia protagonizada por sus hijos, que más que sus hijos parecen sus líderes espirituales, pues para estos padres babosos hasta las anécdotas más anodinas poseen cierta hondura filosófica. Ese es, exactamente, mi caso. (...)
Durante siglos la literatura ha evitado el sentimentalismo como a una peste. Tengo la impresión de que hasta el día de hoy muchos escritores preferirían ser ignorados antes que correr el riesgo de ser considerados cursis o sensibleros. Y es verdad que, a la hora de escribir sobre nuestros hijos, la felicidad y la ternura desafían nuestra antigua y masculina idea de lo comunicable. ¿Qué hacer, entonces, con la satisfacción gozosa y necesariamente bobalicona de ver a un hijo ponerse de pie o comenzar a hablar? ¿Y qué clase de espejo es un hijo? En la tradición literaria abundan las cartas al padre, pero las cartas al hijo son más bien escasas. Los motivos son previsibles –machismo, egoísmo, pudor, adultocentrismo, negligencia, autocensura–, pero se me ocurre que también hay razones puramente literarias. Por lo pronto es más fácil omitir o relegar a los hijos, o comprenderlos como obstáculos para la escritura, esgrimirlos como excusa; ahora resulta que por culpa de ellos no hemos podido concentrarnos en nuestra laboriosa e imponente novela. La infancia pervive en nosotros como un enigma intermitente, por lo general apenas atestiguado en álbumes de fotos, peluches transicionales o puñados de ágatas recogidas alguna tarde en la playa. Nadie escribió nuestra infancia, y quizás lamentamos esa ausencia de señales, pero también, de algún modo, la agradecemos, porque nos permite respirar, cambiar, rebelarnos. Imaginar lo que un hijo leerá en la obra propia es, por lo mismo, tan emocionante como abrumador. Narrar el mundo que un niño olvidará –convertirnos en los corresponsales de nuestros hijos– supone un reto enorme. (...)
Como no soy inmune al optimismo, tiendo a pensar que hoy aceptamos que incluso los hijos propios son hijos ajenos y están destinados a entender el mundo según categorías que ni siquiera somos capaces de conjeturar. «Siempre esperándolos sin pedirles nunca que regresen», dice luminosamente Massimo Recalcati en su estupendo ensayo El secreto del hijo. (...)
Del mismo modo que es profundamente ingenuo tener un hijo suponiendo que la vida seguirá siendo tal como era, convertirse en padre con el solo propósito de inducir un cambio es una soberana estupidez. (...)
Los hombres construimos una cierta idea de compañerismo a partir de las borracheras memorables que nos llevaron a un emocionante callejón sin salida de confesiones y complicidades. Pero nos conocemos más intensamente cuando pasamos una tarde entera con un amigo que ahora es padre y que nos recibe encantado y habla de cualquier cosa, no necesariamente de paternidad, pero ya no nos mira a los ojos, pues tiene la vista fija en ese niño que en cualquier momento puede lanzarse a caminar y sacarse la chucha. (...)
Los apellidos son prosa, los nombres poesía. Hay quienes se pasan la vida leyendo la novela irremediable del apellido. Pero en el nombre laten caprichos, intenciones, prejuicios, contingencias, emociones. Y suele ser la única obra que la madre y el padre escriben juntos. (...)
Desde una adultez acaso excesiva, es fácil suponer que la memoria episódica comienza alrededor de los tres o cuatro años, es decir, que antes de esa edad simplemente no éramos capaces de recordar, pero cualquiera que haya criado niños sabe que a los tres e incluso a los dos años sí recuerdan lo que hicieron la semana pasada o el verano anterior, y que sus recuerdos son puros, no implantados, a veces sorprendentemente precisos y otras veces tan vagos y caprichosos como suelen ser los nuestros. Las inmensas preguntas acerca del funcionamiento de la memoria humana tienen su humilde correlato en la emoción o la inquietud que todos sentimos al pensar en esos años borrados, omitidos, perdidos. ¿Cómo era, realmente, un día entero, a los diez meses, a los dos años de vida? Tal vez luego, en la adolescencia, unas cuantas frases autoritarias (yo te enseñé todo, yo te di de comer, gracias a mí tienes todo lo que tienes) nos permitieron presentir o imaginar esos años de abrumadora dependencia, pero recién cuando somos padres u ocupamos el lugar de padres y nos duele la espalda y no hemos dormido bien en semanas o meses, conseguimos conjeturar esos cuidados que nunca agradecimos porque simplemente no los recordamos. Si fuéramos como Funes, el célebre personaje de Borges incapacitado para el olvido, viviríamos paralizados por rencores permanentes o gratitudes automáticas, obligatorias. La misteriosa amnesia infantil nos permite olvidar, de repente, todos los hechos que podrían neutralizar la severidad con que juzgamos a nuestros padres. Y sería aún peor enterarnos, por supuesto, de olvidadas desatenciones y negligencias. La memoria se destruye o se purifica para que podamos reinventarnos, recomenzar, reclamar, perdonar, crecer. (...)
Pienso en el extraordinario comienzo de Habla, memoria, de Nabokov: el niño «cronofóbico» que mira una película anterior a su nacimiento y ve a su madre embarazada y la cuna que preparan para él le parece una tumba. Pienso en el devastador primal scream de Delmore Schwartz, «En los sueños empiezan las responsabilidades», uno de los relatos más hermosos que he leído jamás, o en los delirios geniales de Vicente Huidobro en Mio Cid Campeador, o de Laurence Sterne en el Tristram Shandy. Pienso en el estremecedor «recuerdo inventado» que da forma a La lengua absuelta, de Elias Canetti, y en fragmentos de Virginia Woolf y de Rodrigo Fresán y de Elena Garro. La lista empieza a volverse interminable, busco y rebusco en las repisas libros que quiero releer, pero de pronto reparo en que mi hijo lleva demasiado tiempo en silencio. Compruebo que está en el suelo, con sus crayones. Después de varios meses dedicado a dibujar licuados, ahora se especializa en pizzas y en planetas y en pizzas-planetas. Mi primer recuerdo no es, en apariencia, traumático, pero basta un análisis somero para descubrir que en esa película estoy expuesto a la televisión y al fútbol y al machismo y al azúcar y al ácido fosfórico, de manera que el recuerdo actúa como fundamento, e incluso, eventualmente, como justificación y coartada. (...)
Desconfío profundamente de la satisfacción que me provoca pensar que mi esposa y yo lo estamos haciendo bien. Seguro que mis padres también pensaban que lo hacían bien, y yo mismo pienso de unos amigos, cuya encantadora hija ve televisión y come papas fritas todos los días, que lo hacen bastante bien, tal vez mejor que nosotros. En materia de crianza, en cualquier caso, el pánico de hacerlo mal es muchísimo más gravitante que el deseo de hacerlo bien. (...)
Cada vez que conoce a algún recién nacido me pide mirar esas fotos para él tan antiguas que relatan la infancia de su infancia. Absorto en el juego de reconocerse, las contempla con silenciosa seriedad. Remarco su silencio porque no es un niño silencioso, en lo absoluto, sino conversador, fabulador, chamullento. En cuanto a su relación con el fútbol, hubo un tiempo en que no parecía interesarle para nada, consideraba la pelota de trapo como un peluche más. La primera vez que me vio patearla me miró con extrañeza, pero a los dos segundos agarró a una pobre cebra de felpa y la pateó también, y enseguida se convirtió en un experto en el arte de patear peluches por toda la casa. Durante algunos meses siguió atribuyéndole a la pelota la condición de juguete estático y aunque ocasionalmente, como para darme en el gusto, la pateaba, era más frecuente que le conversara y que me pidiera que le hiciera alguna voz. Ahora jugamos a diario, en el patio pequeño o temerariamente en el living, le gusta mucho. Como todos los padres, me dedico a perder, a ser goleado. Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera. Por lo demás, cuando mi hijo mete algún gol que realmente yo no he podido evitar, mi satisfacción es doble e innegable. Y si soy yo quien, por error de cálculo, le marco un gol involuntario, él de inmediato cambia las reglas y anula la conquista. A veces se aburre no de jugar, sino de que el juego sea exactamente como es, y le incorpora unas sacudidas que me suenan a danzas folclóricas de países desconocidos. (...)
«Los niños sirven para que sus padres no se aburran», dice un personaje de Iván Turguénev, y si el chiste funciona es porque la vida con hijos puede parecernos, por el contrario, un incesante sacrificio cotidiano. Muchas veces, sin embargo, he solucionado momentáneamente la angustia o la rabia o la melancolía jugando con mi hijo, como si su existencia funcionara no solo como un pasatiempo, sino también como un antidepresivo o un ansiolítico. (...)
«La onomatopeya construye el mundo, el sonido da color a la idea», escribe David Wagner en Cosas de niños, un libro genial que me gustaría citar entero. Recuerdo con cierta nostalgia prematura el tiempo en que mi hijo y yo pasábamos horas imitando sonidos de animales –cuando se nos acababa el repertorio inventábamos también la risa de los perros, o el llanto de los caballos, y el juego seguía hasta que nos perdíamos gozosamente en el sinsentido: cómo bostezan las urracas, cómo tartamudean los cocodrilos, cómo estornudan los tlacuaches. De todas las especialidades de cuidados paternos –lazarillo de escaleras, asistente de vestuario, hermanador de calcetines, recolector de juguetes regados por el suelo, cheerleader de almuerzos, salvavidas de piscina individual, etcétera– la que he desempeñado con mayor alegría y creo que destreza ha sido la de inventor e intérprete de voces de toda clase de objetos, algunos bastante típicos –una preciosa jirafa «transicional» o unos títeres de dedo que hablan español con distintos acentos– y otros harto más difíciles de humanizar, como la cafetera, las ventanas, el estuche de la guitarra, el omnipresente termómetro y hasta algunos artefactos que considero, de entrada, antipáticos, como la pesa o –cómo la odio– la olla a presión. La paternidad vuelve a legitimar juegos que abandonamos cuando el sentido del ridículo consiguió gobernarnos por entero, incluyendo, tristemente, la intimidad. Pienso en el animismo, un sistema de creencias que nunca desatendí del todo, pero que ahora, en compañía de mi hijo, ha vuelto a resultarme no solo divertido sino además necesario. Me gusta mucho esa escena de Chungking Express, la película de Wong Kar-wai, en que un personaje habla con un enorme Garfield de peluche: me gusta porque es cómica y seria al mismo tiempo; porque es kitsch, como la vida, y porque es trágica, como la vida. (...)
«El recuerdo se organiza no desde el pasado ni desde el presente, sino desde el porvenir», conjetura el psicoanalista Néstor Braunstein en Memoria y espanto, su fascinante ensayo sobre los primeros recuerdos en la literatura, y enseguida agrega: «Lo que uno llega a ser no es el resultado, sino, por el contrario, la causa del recuerdo».
Creo que Turguénev tenía razón, y no hay contradicción alguna: los padres existen para divertir a sus hijos y los hijos sirven para que sus padres no se aburran (ni se angustien). Son ideas complementarias que tal vez podrían servirnos para ensayar nuevas definiciones de la felicidad o del amor o del cansancio físico, o de todo eso junto, simultáneo. Ahora mismo, mientras escucho en la radio las dolorosas noticias matinales, extraño la compañía de mi hijo –suele levantarse a las seis o incluso antes, pero ya casi son las siete y sigue en la cama y tengo ganas de despertarlo, porque estoy aburrido, porque estoy angustiado. (...)
Nadie te enseñó nada acerca de la música, no fue necesario. La música estaba ahí, desde antes del parto; nadie tuvo que explicarte qué es, cómo funciona. Tampoco nadie te ha explicado la literatura y ojalá nadie te la explique nunca. La lectura silenciosa es en cierto modo una conquista; quienes leemos en silencio y en soledad aprendemos, justamente, a estar solos, o mejor dicho reconquistamos una soledad menos agresiva, una soledad vaciada de angustia; nos sentimos poblados, multiplicados, acompañados mientras leemos en silenciosa soledad sonora. Pero eso vas a descubrirlo por ti mismo dentro de unos años, yo lo sé. Vas a decidir por ti mismo si te sigue interesando la forma de conocimiento tan extraña, tan específica, tan difícil de describir que permite la literatura. (...)
En su hermoso ensayo Como una novela, Daniel Pennac lamenta que él y su esposa dejaran de leerle cuentos a su hijo cuando el niño aprendió a leer por sí mismo. Pero quizás no fue culpa del padre ni de la madre. Acaso fue el propio niño quien decidió dejarlos fuera de la ceremonia de la lectura. No queremos que pase eso. La lectura no pertenece a la serie de actividades que realizamos por ti mientras aprendes a hacerlas solo. No es como lavarse los dientes o vestirse o cortarse las uñas. Tampoco es como caminar, aunque me gusta pensar que se parece. Te llevamos en brazos hasta que aprendiste a caminar y seguimos cargándote cuando te cansas y a veces no estás cansado y te cargamos igual y lo seguiremos haciendo mientras aguantemos tu peso y tú aguantes el peso simbólico de que te carguemos. Ahora lees a través de nosotros, pero cuando leas por ti mismo tal vez ya no te parezca divertido que leamos para ti. Tendremos que inventar algo, ojalá se nos ocurra la manera de continuar esa ceremonia, la más importante del día; que cambie de forma, pero que siga sucediendo. Después de los cuentos viene la música, la última música. Siempre, desde tus primeros días de vida, te canto «Beautiful Boy», pero las demás canciones no son de cuna. Quizás «Two of Us» tiene algo de lullaby, aunque no es una canción sobre padres e hijos sino sobre amor y compañerismo, y por eso te la canto. Las otras canciones –de Violeta Parra, de Silvio Rodríguez, de Andrés Calamaro, de Los Jaivas– son canciones de amor o de protesta o de amor y de protesta. (...)
Cada noche nos turnamos, con tu madre, el ritual de los tres libros y de las tres o cuatro (o cinco) canciones. Las mañanas, en cambio, siempre empiezan conmigo. Yo, que solía ser un pájaro nocturno, ahora me desmañano contigo: casi todos los días de tu vida hemos visto juntos el amanecer. Aunque no siempre te gustó que fuera yo tu incondicional compañero matutino. En tiempos que ahora me suenan remotos, me mirabas con una mezcla de recelo y un gesto serio o altivo que no sé definir. Llorabas veinte segundos, a veces un minuto entero, antes de aceptar mi consuelo. Supongo que el living era como un bar al que ibas a llorar tus lactantes penas de amor y yo era el barman que conocía a la perfección cómo te gustaba el jugo de naranja, o el parroquiano anodino pero amistoso que siempre estaba ahí, dispuesto a escucharte y a reírse con tus chistes y a pagarte la cuenta. (...)
De pronto me dejo ensombrecer por la evidencia, confirmada por mis padres, de que a mí no me leían cuentos antes de dormir. Es un pensamiento autocompasivo, débil, fácil. Pienso en mi abuela, que en lugar de leernos cuentos nos compartía toda clase de chismes acerca de la comunidad que había perdido cuando joven, con el terremoto de Chillán, en 1939. Casi todos sus amigos de juventud habían muerto, pero quedaban sus historias, que mi abuela saboreaba al recrearlas para mi hermana y para mí. De pronto se acordaba de que los protagonistas de sus ficciones estaban muertos y los extrañaba y se echaba a llorar y teníamos que meternos en su cama a consolarla. Esas historias fueron, como dice Natalia Ginzburg, nuestro latín. Quizás luego, cuando me puse a escribir, quería honrar e imitar esos vaivenes entre la risa y el llanto que sucedían cuando escuchábamos a mi abuela. (...)
No fui a Nueva York porque no quise cortarme el pelo. Y mi padre no leyó mi «Carta al padre». –Voy a leerla cuando tenga ganas de llorar –me dijo–. Pero nunca tengo ganas de llorar. No supe qué responder. Nunca sabía qué responder. Por eso escribía, por eso escribo. Lo que escribo son las respuestas que no se me ocurrieron a tiempo. Los bosquejos de esas respuestas, en realidad. La primera vez que intenté esta historia, por ejemplo, te borré. Creía que era posible disimular tu ausencia, como si hubieras faltado a la función y los demás actores hubiéramos tenido que improvisar unos ajustes de último minuto. Recién ahora entiendo que la historia empezaba contigo, porque aunque quisiera, de algún modo, evitarlo, esta es, en todos los sentidos, una historia de amor. (...)
Hablabas con frases cortas y pausas largas entre cada palabra. Hablabas como la protagonista de una película hermosa y lenta, mientras que yo hablaba como un actor de comedia que por primera vez consigue un rol serio e importante y quiere demostrarle al mundo su versatilidad, pero su empeño es triste, porque se le nota el esfuerzo. (...)
Aún no nos besábamos, aún no nos acostábamos, no sabíamos, con precisión, nada acerca del futuro. Tal vez yo intuía o fantaseaba que pasaríamos un tiempo largo juntos, varios años, toda la vida. Pero no sospechaba que esos años serían divertidos, intensos y amargos y que luego vendría un tiempo muchísimo más largo, quizás indefinidamente largo, sin saber nada el uno del otro, hasta llegar al momento en que parecería posible, concebible, por ejemplo, contar una historia, cualquier historia, esta historia, borrándote. Por lo pronto eras imborrable, de una vez y para siempre. Y ningún pensamiento sobre el futuro importaba demasiado esa noche que pasamos imitando, con los libros como ladrillos, esos edificios imponentes, lejanos, distantes, fríos, absurdos, hermosos. (...)
INTRODUCCIÓN A LA TRISTEZA FUTBOLÍSTICA I Era, para nosotros, la única forma de tristeza masculina perceptible. Vivíamos en un mundo de mierda, pero lo único que parecía afectar a los hombres era un resultado adverso en el partido del domingo. Del mismo modo que las dos o tres horas posteriores a un triunfo eran propicias para pedirles permiso o dinero, cuando nuestros padres sucumbían a la tristeza futbolística todos sabíamos que era mejor dejarlos lidiar a solas con la derrota. Amurrados y convalecientes, esas noches los hombres se volvían aún más lejanos, porque hacían cosas inusuales, como mirar por la ventana con severa impotencia hacia la calle vacía o tararear «Me olvidé de vivir» mientras lustraban sus zapatos frenética, interminablemente. Pero no tiene gracia juzgarlos ahora. Es demasiado fácil. Por lo demás, ese romanticismo ha pervivido en nosotros. Es un hecho que seguimos experimentando la tristeza futbolística; ha cambiado de forma, pero sigue viva, tal vez más viva que nunca. (...)
Para ver los partidos en relativa paz, nuestros padres no tenían más remedio que empalagarnos con helados, cocacolas y maní confitado. Llevarnos al estadio era un error, una pésima idea, pero también una apuesta, una inversión a corto o a mediano plazo, porque nuestros padres sabían que en algún momento nos distraeríamos de nuestras distracciones, finalmente abducidos por la entrañable lentitud futbolística. En mi caso esto sucedió pronto: a los siete años ya era yo, en plenitud, un fanático empedernido. Un fanático de Colo-Colo, como mi padre. Hubiera sido genial que me gustara el equipo enemigo u otro equipo cualquiera. No se me ocurre ahora una forma más económica de matar al padre, mucho más efectiva que la manoseada rebeldía grunge o el lacerante gritoneo político que vinieron después. Conocía algunas historias de niños disidentes: de forma misteriosa, aduciendo motivos poco serios, banales, como lo bonita que era la camiseta de Universidad Católica, conseguían torcer la trama, y a esos padres estafados y perplejos no les quedaba más remedio que convivir a diario con el enemigo. (...)
No está claro que hayamos, en propiedad, elegido un equipo de fútbol. Para muchos de nosotros ese aspecto de la herencia paterna fue el único que nunca cuestionamos. Y aunque estuviéramos peleados a muerte con nuestros padres, la posibilidad de sublimar los problemas y ver un partido juntos nos proporcionaba cierta dosis razonable de esperanza familiar, una tregua momentánea que al menos nos permitía sostener la ilusión de pertenencia. III Mi relación con el fútbol no es literaria, pero mi vínculo con la literatura sí tiene, en cierto modo, un origen futbolístico. Mis mayores influencias como escritor no fueron la gigantesca novela de Marcel Proust ni los imperecederos poemas de César Vallejo o de Emily Dickinson o de Enrique Lihn, sino las transmisiones radiales de Vladimiro Mimica, el locutor de Radio Minería. Ninguna lectura fue para mí tan decisiva como la elegante prosa hablada del famoso cantagoles. Incluso grababa los partidos y me echaba en la cama a escucharlos para disfrutarlos en un sentido meramente musical. (...)
De todos los programas televisivos disponibles, el único que no se rige por los imperativos de información ni de entretenimiento es el fútbol. Los relatores y comentaristas pueden pasarse los noventa minutos hablando de lo malo que está el partido y ni se les cruza por la mente la posibilidad de perder audiencia, porque de hecho esa posibilidad no existe. Los televidentes del fútbol somos público fiel, cautivo, y seguiremos ahí, hipnotizados, o en el peor de los casos arrullados por la ausencia de acción. Y ni siquiera los ronquidos propios ni la sospecha de que durante los minutos que hemos dormitado el partido ha seguido igual de fome nos llevan a cambiar de canal o a apagar la tele. (...)
Hay cierta belleza en estas escenas de aburrimiento honesto, sobrio. Pero las transmisiones televisivas son siempre un poco redundantes. Mientras los locutores radiales son poetas que avanzan con admirable velocidad de metáfora en metáfora, o diestros narradores clásicos, con estilos reconocibles y hasta estudiables, capaces de hacer conocido lo desconocido mediante apenas un par de pinceladas, los relatores televisivos de fútbol están condenados a repetir lo que estamos viendo, lo que ya sabemos. Es un oficio difícil, aunque quizás es aún más difícil el oficio de los comentaristas, con quienes rara vez estamos de acuerdo. Salvo cuando se trata de futbolistas retirados que en el pasado quisimos o respetamos, los comentaristas reciben siempre nuestro invariable y tal vez desmedido e injusto desprecio. (...)
En cuanto a la tristeza futbolística de nuestros padres, tan distinta aunque a veces tan similar a la tristeza futbolística de quienes ahora somos padres y por lo tanto asistimos a la recreación constante de nuestra infancia; en cuanto a esa tristeza, digo, tras releer estas páginas, descubro y admito que he sido tremendamente injusto. Lo que nuestros padres sentían al ver ganar al equipo de sus amores no era exactamente alegría, sino una especie de tristeza apenas atenuada. Quiero decir: nuestros padres estaban tristes, claro que sí, todos los minutos de todas las horas de todos los días estaban tristes, y la victoria era apenas una tregua, un paliativo, una cortesía, un engañito; un indicio exiguo que les permitía transitoriamente creer que no todo era tan terrible. Por lo demás, la tristeza futbolística los humanizaba, demostraba que eran falibles e infantiles, como nosotros entonces, como nosotros ahora. Me parece que a eso apunta el doctor D. Zíper con este bello postulado: «Si el fútbol es el problema, la infancia es la solución». (...)