miércoles, 28 de diciembre de 2022

El PIJOPROGRE de Sergio del Molino


 

Olvidemos el falso prefijo pijo y centrémonos en la raíz, progre. Cuenta la leyenda que nació una noche en Bocaccio, el cuartel general de la llamada gauche divine de Barcelona, en algún momento de la década de los ochenta, mientras se emborrachaban alegremente los escritores Félix de Azúa y Rosa Regàs, su hermano Oriol, el cineasta Gonzalo Suárez, el filósofo Eugenio Trías y el periodista Juan Cueto[1]. Según reveló este último muchos años después, la conversación trataba sobre lo «divertidamente indignados» que estaban todos «por el uso y abuso que cierta izquierda española estaba haciendo entonces de algunos valores progresistas y que había elevado precipitada y paletamente a imperativo kantiano». Entre copa y copa, se les ocurrió «el palabro para nombrar y criticar de un plumazo a aquellas otras mitologías que competían con las de la burguesía desde el lado opuesto». Aquel palabro fue progresía, que lleva la guasa en lo morfológico, y del que deriva la apócope progre. Como buenos borrachos, hábiles en la ocurrencia y perezosos en la ejecución, comisionaron a Gonzalo Suárez para que escribiera un artículo que echara a correr el término. Recordaba mal Juan Cueto. Según Gonzalo Suárez, no sucedió en Bocaccio ni en los ochenta ni se debió a un encargo, aunque sí le inspiraron las conversaciones entre amigos donde se hablaba de estas cosas. Suárez acuñó el término progresía en un artículo de la revista Triunfo publicado el 2 de diciembre de 1972[2], y lo hizo con gran seriedad y maneras de lección del Collège de France, muy lejos de las ocurrencias etílicas que apuntaba Cueto: «Se está produciendo un fenómeno curioso cuyo síntoma más característico quizá sea la reivindicación de una nueva clase social que yo denominaría “progresía”, y que pretende erigirse en representantes de la moral artística, heredando así los derechos ejercidos durante tantos años por la burguesía dominante». (...)
La gazmoñería cristiana insta a denunciar el pecado, no al pecador. En un debate, esto es inadmisible: o me dice usted quién y cuándo hizo o dijo tal cosa o no podré juzgarla por mí mismo. La generalización funciona como trampa retórica, pues permite al mismo tiempo que nadie se dé por aludido y que todos reconozcan a alguien que incurre en esos vicios. Por eso triunfa tanto esta clase de sermón. Así resonó por primera vez el término progresía en la bóveda periodística española, como una crítica desde la izquierda cultural y vanguardista a los impostores que tocaban de oído. La apócope progre desactivó casi de inmediato la carga viral que llevaba el término y convirtió a los señalados por él en personajes folclóricos, tipos familiares y reconocibles en el paisaje, señores con barbas y chaquetas de pana, mayormente. Pelmas entrañables e inofensivos que conservaban, muy residual y casi apagada, esa contradicción entre la palabrería más o menos marxista con la que aburrían a sus familias en la sobremesa y su vida aburguesada, sin la menor chispa de compromiso político real. (...)
El progre es, en esencia, alguien que hace lo contrario de lo que dice. Para desmentir sus pensamientos con sus actos necesita un buen repertorio de los primeros. El progre presume de cultura y bagaje lector (los tenga o no) y vive en un mundo simbólico, no material. Lo importante para él está en el papel impreso, en el cine y en la música, que marcan sus señas de identidad. Este rasgo será crucial cuando suceda la transubstanciación corporal del progre y deje de ser el entrañable barbudo de la chaqueta de pana para convertirse en el objeto de odio de la agit-prop derechista. (...)
Históricamente, estos progres tienen muchos parientes. Unos de los que más me gustan son los ochkastie (en ruso, literalmente, con gafas), adjetivo que se popularizó en Rusia en 1905 y reverdeció en 1917 y durante la guerra civil que siguió a la revolución soviética. La revolución de 1905 empezó en las universidades y terminó en una represión brutal, con la Universidad de San Petersburgo rodeada por tropas imperiales y clausurada por el zar. Como venganza por los desmanes, los derechistas más radicales la tomaron con todo aquel que pareciera estudiante o tuviera un aspecto intelectual. Grupos de matones recorrían las calles y apaleaban a cualquier joven que llevara gafas[5]. Ser un ochkastie se convirtió en algo peligroso en Rusia. Uso aquí el término intelectual a lo tosco, contagiándolo de la imprecisión caricaturesca que tiene la palabra progre. Por intelectual me vale lo mismo Stephen Hawking que un cinéfilo o un melómano: cualquier individuo con gafas encaja en el molde. Cuantas más personas entren en el estereotipo, mejor, porque así funcionan los prejuicios, hostiles a los matices o a la claridad. Progre, pijoprogre, intelectual y, más adelante, clase media son términos que uso sin la menor precisión porque, como explicaré a su debido tiempo, los enemigos de la democracia liberal dividen la sociedad en un dualismo de buenos y malos. Las categorías de ese dualismo tienen que ser difusas y facilitar la identificación de capas amplísimas de ciudadanos que no tienen nada que ver entre sí. Todo el mundo entiende qué es un progre si no entra en detalles, porque de cerca todos somos raros, pero de lejos todos parecemos iguales. (...)
Todo el mundo en España sabe qué es un progre y con qué intención se señala a alguien como tal. Casi siempre es denigrante, aunque, si lo usa un progre, puede sonar autocrítico, paródico o incluso vindicativo. Pijoprogre es un monstruo morfológico formado por dos sustantivos que arman un insulto-bomba. Pese a su fealdad (tanto pijo como progre, por separado, tienen la virtud de la brevedad y empiezan por la letra p, lo que permite escupir al pronunciarlos), cuajó en 2019 como insulto canónico de la ultraderecha hacia todo aquel que estuviera a su izquierda. Desde aquella esquina ideológica, el 90% de los españoles pueden ser pijoprogres. Disparaban a bulto porque la etiqueta no era sólo política, sino social e intelectual: apunta a un tipo de personalidad que abunda más en la izquierda radical, pero también se encuentra en la izquierda moderada, en el centro y hasta en regiones de la derecha. El pijoprogre no vota necesariamente a la izquierda radical ni tiene por qué estar demasiado ideologizado. Le basta un barniz de ideas generales sobre la decencia y el bien común ante las que cualquier demócrata puede asentir. En Francia, donde se insulta con más eufonía, los llaman bobós (bourgeois bohème), y su caricatura dice que van en bici, viven en barrios de moda de grandes capitales, han estudiado en la universidad, trabajan en oficinas, y aunque puedan formar familias y tener hijos, no son estas sus prioridades ni sus ambiciones. Muchos prefieren tener un galgo o la raza de perro que se lleve esa temporada. Con tal impedimenta surfean las olas de la sociedad líquida con peinados cuidadosamente despeinados. (...)
El pijoprogre o el bobó, así caricaturizado, ocupa el centro de las grandes ciudades (sobre todo, las terrazas de sus bares) y expresa los síntomas de decadencia occidental que el buen ultraderechista aspira a extirpar de la patria. Yo soy un pijoprogre de una variante atenuada. Vivo en el centro de una ciudad, pero no en una gran capital europea, sino en una urbe intermedia con poco glamur. Mi profesión, en cambio, es informal, libre y ajustada a los estándares de la pijoprogresía. Tengo en mi contra que vivo en familia con mi pareja (con la que no estoy casado, punto pijoprogre a mi favor) y mi hijo, al que educo de forma convencional en un colegio del barrio, sin vanguardias pedagógicas (muchos puntos en contra). Que me guste conducir, me sobren unos kilos y no sepa montar en bici cotiza en negativo. Que me gusten los pueblos y los haya puesto en cierta forma de moda con un libro habla a favor de mi pedigrí progre. Sin embargo, que no me plantee repoblar una aldea perdida ni cultive mis propias hortalizas habla mal de mí. Leo a Rebecca Solnit y a Yuval Noah Harari (bien), pero con lo que disfruto de verdad es con Nietzsche y Galdós (mal). En definitiva, reúno los rasgos suficientes para que un ultraderechista me considere pijoprogre, pero me falta alcurnia a ojos de un pijoprogre del ala dura. (...)
Olvidemos el falso prefijo pijo y centrémonos en la raíz, progre. Cuenta la leyenda que nació una noche en Bocaccio, el cuartel general de la llamada gauche divine de Barcelona, en algún momento de la década de los ochenta, mientras se emborrachaban alegremente los escritores Félix de Azúa y Rosa Regàs, su hermano Oriol, el cineasta Gonzalo Suárez, el filósofo Eugenio Trías y el periodista Juan Cueto[1]. Según reveló este último muchos años después, la conversación trataba sobre lo «divertidamente indignados» que estaban todos «por el uso y abuso que cierta izquierda española estaba haciendo entonces de algunos valores progresistas y que había elevado precipitada y paletamente a imperativo kantiano». Entre copa y copa, se les ocurrió «el palabro para nombrar y criticar de un plumazo a aquellas otras mitologías que competían con las de la burguesía desde el lado opuesto». Aquel palabro fue progresía, que lleva la guasa en lo morfológico, y del que deriva la apócope progre. Como buenos borrachos, hábiles en la ocurrencia y perezosos en la ejecución, comisionaron a Gonzalo Suárez para que escribiera un artículo que echara a correr el término. Recordaba mal Juan Cueto. Según Gonzalo Suárez, no sucedió en Bocaccio ni en los ochenta ni se debió a un encargo, aunque sí le inspiraron las conversaciones entre amigos donde se hablaba de estas cosas. Suárez acuñó el término progresía en un artículo de la revista Triunfo publicado el 2 de diciembre de 1972[2], y lo hizo con gran seriedad y maneras de lección del Collège de France, muy lejos de las ocurrencias etílicas que apuntaba Cueto: «Se está produciendo un fenómeno curioso cuyo síntoma más característico quizá sea la reivindicación de una nueva clase social que yo denominaría “progresía”, y que pretende erigirse en representantes de la moral artística, heredando así los derechos ejercidos durante tantos años por la burguesía dominante». (...)

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