domingo, 6 de marzo de 2022

¿QUÉ ESTÁ PASANDO EN UCRANIA? "Rusia frente a Ucrania: Imperio, pueblos, energía".

 

El trabajo en cuestión mostraba, y muestra, un empeño constante en procesar esos hechos conforme a una visión que es distinta de la que, en el grueso de nuestros medios de incomunicación, asume la forma de un cuento de hadas en virtud del cual Estados Unidos y la Unión Europea habrían acudido presurosos, de forma desinteresada, a rescatar a un pueblo, el ucraniano, sometido a la tiranía de Moscú. Claro es que la perspectiva con la que estaban redactadas esas páginas también se alejaba, y se aleja ahora, de la que se revela a través de las querencias de determinados sectores de la izquierda que aprecian en el actual presidente ruso una suerte de Che Guevara del siglo XXI. Y que lo hacen en abierto olvido de la condición del sistema que Vladímir Putin ha perfilado en su país, indeleblemente marcado por el peso infame de los oligarcas, por el despliegue de un genocidio en toda regla en Chechenia y por formas varias de represión que algunos de nuestros gobernantes parecen decididos a imitar. (...)

No es difícil explicar por qué son muchos los rusos que recelan de la democracia. Bastará con recordar al respecto que en los años siguientes a 1991 la causa de la democracia se identificó, de manera tan interesada como distorsionadora, con la figura del presidente Yeltsin, en quien no era sencillo apreciar sino una abstrusa combinación de autoritarismo, caos, corrupción y asentamiento de agudos problemas sociales. Que las pulsiones autoritarias no estuvieron ausentes en las decisiones del primer presidente de la Rusia independiente lo deja bien a las claras la disolución, manu militari, del Parlamento, en octubre de 1993. Yeltsin hizo lo imposible por beneficiarse de una reconversión de lo que en apariencia era un sistema semipresidencialista en un aberrante presidencialismo que hundía sus raíces, bien es cierto, en la historia y en la cultura política del país. El hecho de que el presidente controlase directamente los llamados ministerios de fuerza y la paralela concentración del poder en su persona provocaron cortocircuitos constantes en la actividad del Ejecutivo en la década de 1990. En tales circunstancias no puede sorprender que, frente a la debilidad congénita que se reveló en los años de Yeltsin, la apuesta de su sucesor, Putin, lo fuese en provecho de la reconstrucción de lo que en la jerga al uso se ha dado en llamar vertical del poder. De resultas, la estabilidad y la gobernabilidad quedaron claramente por encima de la democracia. (...)

Cierto es que Putin se enfrentó en su momento a tres oligarcas que dieron el mal paso de plantarle cara políticamente. Hablo de Borís Berezovski, Vladímir Gusinski y Mijaíl Jodorkovski. Todos los demás, incluidas figuras próximas a la presidencia, promocionadas a partir de 2000, campan, sin embargo, por sus respetos, hasta el punto de que, luego de haber recibido garantías de que los jueces no examinarían cómo habían labrado sus fortunas —y luego de asumir, bien es verdad, las normas de un capitalismo más regulado—, sobran las razones para afirmar que son los que dictan, en la Rusia contemporánea, la mayoría de las reglas del juego en un escenario marcado por una alianza entre los magnates que nos ocupan y gentes procedentes de los servicios de inteligencia y seguridad. (...)

el Estado sigue siendo el principal agente económico de cuantos perviven en Rusia. El mayor peso corresponde, con todo, a la tercera de las lógicas, tanto más cuanto que con el paso de los años ha ido arrinconando a las otras dos: hablo de un capitalismo de perfiles mafiosos que permitió la rápida acumulación de formidables fortunas en manos de los oligarcas, fortunas que muy a menudo acabaron fuera de Rusia en virtud de operaciones de evasión de capitales muchas veces vinculadas con las redes del crimen organizado. (...)

No olvidemos que en 2000, y según el fiscal general del Estado ruso, las mafias controlaban el 50 por ciento de los bancos y el 40 por ciento de las empresas privadas, y blanqueaban en el exterior nada menos que 150.000 millones de dólares anuales (...). Entre los perdedores debía mencionarse a los ancianos —víctimas principales de la liberalización de los precios verificada en 1992, de la inflación desbocada propia del último decenio del siglo XX y de la desintegración del sistema sanitario— y a las mujeres, que en muchos casos pasaron a engrosar el ejército de reserva de desempleados, circunstancia tanto más onerosa cuanto que su participación en el mercado de trabajo había sido muy notable en la etapa soviética. (...)


El escenario que retrato no era otro que el de una crisis social agudísima que bien podía resumirse en tres rasgos: un incremento general de la desigualdad, un crecimiento muy notable del porcentaje de población condenada a mal vivir por debajo del umbral de la pobreza y, en suma, la desaparición, ante todo al calor de la crisis bursátil de 1998 y del hundimiento consiguiente del rublo, de las incipientes clases medias. Para que nada faltase, lo suyo es recordar que el decenio de 1990 fue, en Rusia, el de la aplicación de un programa de ajuste del Fondo Monetario Internacional. (...)

Estados Unidos intentó atraer hacia sí a Rusia, pero no tanto porque esta última objetivamente interesase a Washington, sino, antes bien, porque acariciaba la idea de mantener a Moscú alejado de la Unión Europea. El objetivo maestro de la política norteamericana al respecto, saldado con innegable éxito, no era otro que cortocircuitar la imaginable gestación de una macropotencia euroasiática en la que se diesen cita la riqueza de la UE, por un lado, y la profundidad estratégica y las materias primas energéticas de Rusia, por el otro. En esta tarea Estados Unidos se vio beneficiado por las sucesivas incorporaciones de nuevos socios a la Unión Europea. No se olvide que la mayoría de esos nuevos socios eran países que arrastraban una relación tensa con Moscú, de tal suerte que su adhesión a la UE a duras penas facilitaba una normalización de las relaciones de esta con Rusia. (...)

la Casa Blanca propició una nueva ampliación de la OTAN, que en este caso afectó a Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania y Rumania; en adelante la Alianza Atlántica pasaba a contar con nuevas fronteras con Rusia y se asomaba, por añadidura, a la ribera occidental del mar Negro. Fácil es intuir que, en singular, la adhesión a la OTAN de tres repúblicas exsoviéticas, las tres del Báltico, no llenó precisamente de contento en Moscú. En un tercer ámbito, Estados Unidos se mostró muy reticente a desmantelar las bases, teóricamente provisionales, que, con anuencia rusa, había perfilado en el otoño de 2001 en el Cáucaso y en el Asia Central con la vista puesta en permitir su intervención militar en Afganistán. (...)


 

Ucrania es, por su superficie, 603.500 km², el segundo Estado más grande de Europa, luego de Rusia y por delante de Francia y de España. Contaba en 2009 con 46.000.000 de habitantes59. El nombre del país algo nos dice sobre su condición: al remitir al concepto de frontera, da cuenta de una región periférica, de un ámbito fronterizo que opera dentro de la lógica general de un espacio más grande (...).  A buen seguro que buena parte de los esfuerzos del nacionalismo ucraniano contemporáneo se ha orientado a cancelar esa situación subalterna para otorgar al proyecto nacional correspondiente una creciente autonomía. La tarea, como vienen a demostrarlo hechos contemporáneos de sobra conocidos, es difícil: el país se halla emplazado en un mal lugar, o tal es su condición al menos si damos crédito a la idea, muchas veces enunciada y siempre polémica, que afirma que mientras Rusia controle Ucrania conservará su condición de imperio, en tanto la pérdida de esta acarreará, sin embargo, la quiebra del imperio en cuestión. No es este mal momento para subrayar, por lo demás, que en un escenario de intereses y dependencias mutuos, Ucrania es una tierra más occidental, por la atracción polaca, y más meridional, por su ubicación geográfica, que Rusia61. En alguna ocasión ha sido comparada con Irlanda, de resultas del carácter dependiente derivado del dominio ejercido por una aristocracia extranjera que impuso su lengua y, también, su régimen político, social y religioso (...). Téngase presente que la tercera parte del potencial industrial de la Unión Soviética radicaba en Ucrania, que aportaba un 42 por ciento del acero, un 55 por ciento del hierro, un 33 por ciento del carbón y un 18 por ciento de la electricidad67. Con alguna ligereza cabe interpretar que, acaso a manera de contraprestación por la historia anterior, la Ucrania que accedió a la independencia a finales de 1991 incorporó territorios de condición conflictiva, con lo que asumió dimensiones mayores de las que la historia del país parecía llamada a reclamar. Es el caso de Crimea —con 25.900 km² y mayoritariamente poblada, como veremos, por rusos, fue entregada a Ucrania por Jrushov en 1954 para celebrar el tercer centenario de la alianza histórica entre aquella y Rusia—, pero lo es también de adquisiciones territoriales que la URSS obtuvo en Europa Central en la época de Stalin (...)


El escenario descrito ha sido fuente de agrias discusiones, que llegan hasta hoy, sobre la articulación territorial. La principal es, sin duda, la que surge del hecho de que buena parte de las fuerzas políticas, y de los grupos de presión, que operan en las áreas con presencia significada de población rusa apostó hasta 2014 por una federalización de Ucrania —esta era un Estado unitario— que acarrearía el reconocimiento de entidades con derechos de autogobierno mayores que los actuales. Una encuesta realizada en 2004 en el óblast de Donetsk concluía que un 58,7 por ciento de los interrogados estaba a favor de la federalización de Ucrania, un 55,3 aprobaba la creación de una república autónoma que agrupase el sur y el este del país, un 40,8 se inclinaba por defender la independencia de esas áreas y un 39,5 postulaba la integración de las regiones correspondientes en Rusia (...). menudean las identidades múltiples y, llegado el caso, confusas, al amparo de un escenario propicio para el asentamiento de lo que muchas veces se antoja una identidad nacional en precario. Recuérdese, a título de ejemplo, que en su momento se hicieron valer muchas dudas, en capas amplias de la población, en lo que se refiere a la conveniencia de la disolución de la URSS y a la de la configuración de una Ucrania independiente. Casi diez años después de la independencia, una encuesta concluía que solo un 45 por ciento de los ucranianos percibía como positiva esta última —un 26 por ciento en las regiones orientales—, en tanto que un 62 por ciento de los interrogados describía como negativa la desaparición de la URSS —un 79 por ciento en las citadas regiones orientales— (...).

Las dos décadas que siguieron a la independencia de 1991 lo fueron, sin embargo, de una activa ucranización, encaminada a restringir el empleo del ruso entre las poblaciones que se consideraban expresamente rusas, algo así como una quinta parte del total de los habitantes. La ucranización se saldó con aparentes éxitos. Baste con recordar al respecto que entre 1990 y 1998 el porcentaje de niños educados en escuelas en ucraniano se elevó de un 47,9 a un 62,8 por ciento, en tanto que el de niños educados en escuelas en ruso descendía de un 51,4 a un 36,4 por ciento84. Hay quien piensa, sin embargo, que, pese a lo anterior, la política de ucranización provocó, antes bien, un asentamiento de los feudos propios de cada una de las lenguas, de la mano de lo que al cabo sería una ratificación de las diferencias regionales preexistentes. (...)

En los últimos años de la Unión Soviética se registró en Ucrania, como en el resto de la URSS, una general dinámica descentralizadora. En el caso ucraniano una de sus secuelas fue, el 1 de diciembre de 1991, la celebración de un referendo de autodeterminación que registró un 92,3 por ciento de votos a favor de la independencia del país, con una participación del 84 por ciento. (...)

Una vez que Ucrania accedió a la independencia en diciembre de 1991 se abrieron camino disputas varias con Rusia que afectaron ante todo a una doble discusión: la de si correspondía aceptar la existencia de un Estado heredero de la URSS, por un lado, y la de cómo debían repartirse los activos comunes, por el otro. Esas disputas se interesaron por dos materias principales: el porvenir de las armas nucleares presentes en territorio ucraniano —las últimas fueron transferidas a Rusia en junio de 1996, no sin que antes, y en esta materia, Estados Unidos, temeroso del descontrol que podía acosar al arsenal ucraniano, se pusiese del lado de Moscú—88 y el futuro de los buques de la flota soviética radicada en el mar Negro —la mitad de sus barcos, que correspondió a Ucrania, fue canjeada a cambio de reducciones en la deuda de esta última—89. Las cosas como fueren, Rusia asumió todos los activos de la URSS al tiempo que se hacía cargo, eso sí, del monto total de la deuda soviética. (...)

Durante la presidencia de Kuchma no faltaron ni los flujos autoritarios ni los hábitos represivos. El hito principal al respecto de estos últimos fue la desaparición, en septiembre de 2000, de un periodista crítico, Gueorgui Gongadze, cuyo cuerpo decapitado fue encontrado un par de meses después. Muchas de las acusaciones se volcaron en la figura de Kuchma, quien, por lo demás, se había visto obligado a aceptar una suerte de cohabitación con un primer ministro, Víktor Yúshenko, que luego sería líder principal de la llamada Revolución Naranja. En 2001 Yúshenko fue, con todo, destituido en virtud de una moción de censura. Tres años después, a finales de 2004, se registró una confrontación, por la presidencia del país, entre un candidato prorruso, Víktor Yanukóvich, y otro prooccidental, el ya mencionado Yúshenko. Como veremos más adelante, las etiquetas que aquí aparecen en cursiva son más polémicas, y menos clarificadoras, de lo que pudiera parecer. Las acusaciones de fraude en favor de Yanukóvich en la segunda vuelta de las presidenciales de 2004 provocaron una repetición de las elecciones —las irregularidades electorales no preocuparon mucho, por cierto, en Moscú— que se saldó con el triunfo, al calor de la llamada Revolución Naranja, de Yúshenko, quien al poco designó como primera ministra a Yuliya Timoshenko. Lo suyo es recordar que la reacción de Rusia ante todo este proceso fue bastante moderada: si por un lado el Kremlin no impuso obstáculos ante una eventual incorporación de Ucrania a la UE, por el otro procuró formas suaves de intervención en la vida ucraniana91. Pronto se hicieron valer, sin embargo, divisiones agudas en el bando naranja, de la mano ante todo de una colisión entre Yúshenko y Timoshenko, quien al cabo perdió su puesto de primera ministra. (...)

Ya he adelantado que los perfiles de naranjas y de azules, de prooccidentales y prorrusos, no eran tan definidos como una primera lectura invitaría a concluir. Que la colisión entre unos y otros existía era, con todo, un hecho incontrovertible que apuntalaba a la conclusión de que la vida política ucraniana resultaba ser más rica y plural que la del vecino ruso. Sobre el papel estábamos delante de dos proyectos palmariamente distintos. El naranja, por un lado, se caracterizaría por una general hostilidad hacia Rusia, por el designio de entronizar el ucraniano como lengua oficial, por la presencia de vínculos estrechos con la Iglesia grecocatólica y por una apuesta en provecho de una aproximación creciente a la OTAN. El azul, por el otro, disfrutaría de respaldos electorales mayores en las áreas rusófonas, se mostraría partidario de otorgar al ruso la condición de lengua en pie de igualdad con el ucraniano, revelaría francas afinidades con el patriarcado ortodoxo de Moscú y asumiría una rotunda hostilidad hacia la Alianza Atlántica (...)

El proyecto de Yanukóvich, en fin, no fue manifiestamente prorruso: quien fuera presidente entre 2010 y el inicio de 2014 no interrumpió las aproximaciones a la UE, no canceló la presencia de Ucrania en la asociación, más bien hostil a Moscú, que agrupaba a Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y Moldavia (GUAM)95, y tampoco incorporó a Ucrania a la unión aduanera constituida por Rusia, Bielorrusia y Kazajstán96. Al cabo parece que puede concluirse que, junto al flujo confrontacional, innegable, que guio durante años la convulsa vida política ucraniana había otro de sentido diferente que se traducía en el designio de rehuir compromisos rotundos y procurar fórmulas de no alineamiento. (...)

El origen del poder de los oligarcas ucranianos no es distinto del que explica la consolidación de sus homólogos rusos. El poder en cuestión bebió, en Ucrania como en Rusia, del comercio de materias primas y productos químicos que se adquirían a precios regulados por el Estado y se vendían en los mercados internacionales a precio libre, de la especulación con los tipos de interés, de las inmorales privatizaciones registradas en el decenio de 1990 y, en fin, del negocio de la energía (...)

Un fenómeno llamativo que retrata cabalmente muchas de las miserias de la Ucrania contemporánea es, en suma, el hecho de que los oligarcas han controlado de manera visible la vida parlamentaria —hay quien ha hablado de un “Parlamento monetizado” en el que se darían cita grandes fortunas en busca, fundamentalmente, de influencia y de impunidad—100, al tiempo que han mantenido una estrecha relación, y una comunidad de intereses, con la elite política. Según una descripción, entre los 450 diputados elegidos en las generales de 2006 se contaban trescientas grandes fortunas (...)

Ucrania es un país que consume cantidades extraordinarias de energía, circunstancia tanto más llamativa cuanto que en este terreno su economía es manifiestamente dependiente, como subrayaré más adelante, de suministros externos. Un 55 por ciento de la energía primaria, un 75 por ciento del petróleo y un 80 por ciento del gas son importados105. De por medio se ha registrado una conflictiva reconversión de la industria del carbón, que, aunque todavía vital, se vincula con explotaciones cada vez menos rentables. Ucrania cuenta, en suma, con varios reactores nucleares necesitados, para su mantenimiento, de equipos rusos106. En la etapa 2013-2014 se confirmó lo que se antojaba una práctica bancarrota de las cuentas públicas, con un descenso dramático de las reservas de divisas y una busca desesperada de recursos en los mercados foráneos. Si bien la deuda externa contraída por Ucrania con el mundo occidental era moderada, no podía decirse otro tanto de la que afectaba a Rusia, país que se había hecho con el control, por lo demás, de numerosas empresas ucranianas objeto de privatización: la refinería de Odesa fue adquirida por Lukoil, el complejo de Nikoláyev fue comprado por Aluminio de Siberia, el banco Kyivinvest quedó bajo la férula del banco Alfa, la refinería Linos, en Ucrania Occidental, pasó a manos de Tiumen Oil…107. En 2008 un 22,7 por ciento de las importaciones ucranianas procedía de Rusia, en tanto que un 23,5 por ciento de las exportaciones se encaminaba a esta última108. Hablamos de dos economías, la ucraniana y la rusa, que no parecían llamadas a complementarse, sino, antes bien, a competir109. El escenario social ucraniano no era más halagüeño que el que se revelaba en otros espacios de la misma área geográfica. Las bolsas de pobreza han crecido notablemente en el último cuarto de siglo. (...)

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