domingo, 18 de octubre de 2020

La distancia del presente. Auge y crisis de la democracia española (2010-2020). DANIEL BERNABÉ

estamos a 5 de septiembre de 2002 y, aunque las terribles fuerzas de la economía ya se están acumulando para provocar el gran terremoto, nadie parece querer verlo. Por el contrario, hoy es un día de fiesta: Ana Aznar, la hija del presidente del Gobierno, contrae matrimonio con Alejandro Agag, un joven empresario que acaba de dejar su carrera política en el Partido Popular (PP) y que responde,  físicamente, a lo que podríamos esperar de un buen chico educado en CUNEF. La boda, un evento privado, se retransmite por varias televisiones y a la misma asisten los reyes, el Gobierno en pleno e incluso mandatarios como Tony Blair. Pero también una extraña caterva de personajes a los que nadie conoce, con nombres como Francisco Correa y Álvaro Pérez «El Bigotes». Aún no se puede reparar en el hecho, pero este enlace es el punto culmen del aznarato, un lugar y un momento donde la corrupción, las relaciones internacionales y el país de un arrogante milagro económico se dan cita. Sotto voce muchos piensan que, en el fondo, esta boda es un pulso del presidente al monarca. El lugar donde se celebra, El Escorial, no ayuda a deducir lo contrario. (...)

Cerca del recorrido de esta marcha está la plaza de Colón, un lugar que oculta en su subsuelo un centro cultural y en su superficie unas composiciones escultóricas que realizan la extraña simbiosis entre el brutalismo y la nostalgia imperial. Se denominan Jardines del Descubrimiento, pero nadie los llama así. Quince años después, en un acto enormemente simbólico, la derecha liberal se funde con la ultraderecha, aprovechando la excusa del intento independentista catalán, en el mismo paraje. La gigantesca enseña nacional ondea sobre un gentío que parece sacado de uno de los actos de apoyo que el tardofranquismo realizaba en la plaza de Oriente. La bandera, de 294 metros cuadrados, sobre un mástil de cincuenta metros, es gigantomaquia nacionalista, pero también el mayor legado simbólico que Aznar dejó al país y que muy pocas veces es comentado. Aznar, y aquellos poderes a los que representaba en la esfera política, comprendieron que no valía de nada ganar unas elecciones si el país seguía creciendo sobre un sustrato progresista, si no en lo económico, sí en lo simbólico y emocional. Aznar comenzó siendo el presidente que reeditó las memorias de Azaña, que mantuvo con los nacionalistas de la derecha catalana el Pacto del Majestic y que denominó a ETA, en medio de sus negociaciones, movimiento de liberación nacional vasco. Si comenzó siendo todo eso, pudo ser por inclinación personal, pero también porque no le quedaba otra: el poder político sigue la guía que le marca el económico, pero tiene las barreras que le impone la sociedad a la que gobierna y legisla. Y, en este caso, la España de finales de los noventa, imbuida en los primeros aromas del crédito barato y la clase media aspiracional, seguía siendo un país de una clara mayoría progresista. Y eso había que cambiarlo (...).

Que un socialista hablara de patriotismo en 2001 podía sonar pintoresco, que lo hiciera alguien del PP resultaba, aún, alarmante. Los algo más de veinte años desde la aprobación de la Constitución no habían borrado no ya el pasado franquista de los populares, sino sobre todo el rechazo social que todavía provocaba la patria, el campo simbólico-emocional del Estado. (...)

El largo camino del aznarismo puede culminar en nuestros días con una derecha dividida en tres partidos, negativo de la unidad conservadora lograda por Aznar, pero con las ideas del nacionalismo español reaccionario más presentes que nunca en el hemiciclo, los medios de comunicación y las calles. Esta restauración nacional-católica tuvo como vértice a Aznar, pero como gasolina para el sentir popular los éxitos deportivos de la primera década de siglo, que transformaron la idea de España. De aquella por la que nadie sentía especial afinidad, ni odio, a la idea de la marca-país triunfante. Soy español, ¿a qué quieres que te gane? (...)

Pasqual Maragall, citado en un artículo de García Abad sobre el patriotismo constitucional en la revista El Siglo, decía que:  Cuando los nacionalistas ganan las elecciones, sacan a la calle las banderas del país; cuando las gana el partido socialista, no hacemos uso de las banderas nacionales, usamos la del partido. Nunca se nos ha ocurrido apropiarnos de algo que consideramos que es de todos. Nos da un enorme pudor. Los nacionalistas no tienen ese pudor, sea cual sea su nacionalismo[3]. En último término, no resultó una cuestión de pudor, sí de estrategia política a largo plazo, una restauración triunfante impulsada por José María Aznar. Una restauración que tuvo un motor poderoso: el de la venganza. Para Aznar y su séquito la derrota electoral de 2004 y todo lo que vino después de ella fueron una intolerable anomalía a corregir. (...)

Aunque aparentemente Josep Piqué pretende ser el primer presidente de la Generalitat catalana del PP, desde Aznar hasta el propio aspirante, pasando por todo el Olimpo dirigente de los populares, saben que su candidato real es Artur Mas. El PP quiere que gane Mas pero no por mayoría absoluta, sino por una ventaja que requiera el apoyo de los populares encabezados ahora en Cataluña por un personaje de entidad, que ha tenido tiempo de ser comunista y ministro de Exteriores a las órdenes de Aznar y de Bush, y al que resulta muy difícil de asumir como simple cabeza de la oposición liberal-conservadora en un Parlamento periférico[6]. Si en las elecciones de 2003 se llegó a intuir un pacto entre las derechas nacionalistas española y catalana, que había tenido su correspondencia en el Parlamento central o en ayuntamientos como el de Tarragona, en el invierno de 2005 Piqué mantuvo negociaciones con el ministro socialista Jordi Sevilla para que los populares no entorpecieran el futuro Estatut.  El periodista Enric Juliana lo cuenta así en un artículo de título tan descriptivo como «El pacto que lo hubiera cambiado todo» (...).

"La aznaridad, el gran proyecto de restauración franquista, continuó en todo el proceso posterior a los atentados, donde El Mundo de Pedro J. Ramírez y La Mañana, de la Cadena Cope, de Federico Jiménez Losantos se apuntaron a las teorías de la conspiración, cada vez más demenciales, ejerciendo no solo de oposición real al presidente Zapatero, sino también al propio Mariano Rajoy, que sabía que sus posturas moderadas, sin una victoria en 2008, le costarían el puesto. Así, la derecha social se encontró en las calles por primera vez en democracia. Algunos con un lejanísimo recuerdo de concentraciones, a mediados de los ochenta, contra la ley del Aborto, bajo el manto, santo hoy, de Teresa de Calcuta. Otros ocultando el recuerdo de las bandas ultras que pretendieron mantener la dictadura a base de cadenazos, tiros y bombas. La década de los dos mil presenció manifestaciones en contra del matrimonio homosexual, en contra de la negociación con ETA e incluso en contra, nunca se supo bien, si del PSOE, la judicatura, la policía o los servicios secretos, a raíz de la conspiranoia en torno al 11M, cuyo único objetivo fue exonerar a Aznar de la desastrosa gestión del atentado."  (...). Pero donde el PP de Rajoy puso toda la carne en el asador fue contra el nuevo Estatut catalán, con la excusa de que el término nación aparecía en el preámbulo del mismo, algo que tenía una enorme carga simbólica pero ninguna consecuencia legal. Además de las manifestaciones, recogió cuatro millones de firmas mientras el texto legal seguía su curso. Rajoy podía mandar, como hemos visto, a que Piqué negociara con Sevilla, pero miraba de reojo la guadaña de Esperanza Aguirre, que esperaba ansiosa su oportunidad de continuar el legado aznarista. (...)

Daba igual que casos como el de Fórum-Afinsa o la Operación Malaya nos alertaran de que el modelo especulativo-corrupto no podía traer nada bueno para nuestro futuro. Con hipotecas y créditos entregándose como caramelos, la clase trabajadora española pensó que la libertad, la igualdad y la fraternidad eran antiguallas que entregar a cambio de coches de alta gama, casas unifamiliares adosadas y viajes al Caribe en la luna de miel. Un despropósito colectivo donde, además, la ola migratoria de la Latinoamérica azotada en los noventa por el Fondo Monetario Internacional –FMI– hacía los trabajos de servicios peor pagados. Un momento moralmente infame en el que colaboró desde el español más acaudalado hasta el más miserable. Algo que debería pesar en la conciencia nacional mucho más que la bandera o el gol de Iniesta. (...)

el motivo de tantos y tan variados sufrimientos que la clase trabajadora española padeció la pasada década: lo que en un momento fue simplemente una forma más de financiación estatal, ni siquiera la principal, en la época neoliberal convirtió al propio Estado, al propio país, en un producto con el que se podía especular, es decir, alterar falsamente el valor de los bonos de deuda para obtener unos ingentes beneficios. Lo peor de todo es que los especuladores ni siquiera llegaron a comprar los bonos, ni siquiera los seguros a futuro por el impago de esos bonos, los credit default swaps –CDS–, sino que tan solo los pidieron prestados, desataron el ataque y pasaron por caja para embolsarse los réditos. La calificación de la deuda es la carnaza que los tiburones financieros esperan para que sus ataques especulativos sean exitosos. Está hecha por empresas teóricamente independientes, aunque hay que señalar de nuevo que el 90 por 100 de este mercado está controlado por tres firmas norteamericanas, Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch. ¿Cuáles son los métodos que utilizan para calificar a Estados y empresas? Se desconoce. De hecho, cuatro días antes de la quiebra de Enron en 2001 calificaban a esta empresa como confiable. A Lehman Brothers, el banco de inversión que quebró en 2008, acontecimiento fundacional de la gran crisis financiera, le otorgaron buenas calificaciones hasta el mismo momento de su desplome. (...)

José Luis Rodríguez Zapatero representa mejor que nadie el cambio de época, la transición de siglo: un socialdemócrata de sentimiento que abraza en la práctica el socioliberalismo de los Blair y Schroeder; un progresista preocupado por las minorías que parece olvidar que la izquierda siempre ha tenido aspiración a las mayorías; un demócrata convencido que es víctima, propiciatoria, de todo el andamiaje antidemocrático del mundo de las finanzas; un político que confió en que la ideología podía desarrollarse tan solo en el campo de lo simbólico y dejó la economía para una serie de lecciones que aprender en dos tardes, tal como se escuchó, por uno de esos micrófonos traidores, decir al ministro Jordi Sevilla. La economía, algo restringido a las páginas salmón, esoterismo para elegidos, había pasado a serlo todo. Zapatero: el último presidente soberano de nuestro país, el primer presidente en entregar nuestra soberanía. (...)

En la sentencia del 28 de junio del año 2010 el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales 14 artículos y dejó otros 27 pendientes de interpretación. Además, declaró sin eficacia jurídica algo que realmente nunca la había tenido, la declaración como nación de Cataluña en el preámbulo del Estatuto. Más allá de las consideraciones jurídicas esto significó un mazazo no ya para el sentimiento nacional de millones de catalanes, sino sobre todo la sensación de que la confianza que habían depositado en una votación y en sus instituciones democráticas había resultado baldía. Los artículos legales siempre se pueden acabar recomponiendo, los pactos políticos reconstruyendo, pero, como nuestra reciente historia ha demostrado, es bastante más difícil restituir la confianza del ciudadano medio en las instituciones. Joan Puigcercós aseguró la misma jornada que la sentencia era una «estocada mortal» al Estatuto y vaticinó el crecimiento del independentismo, ya que una parte significativa de la población «no cabe en la constitución»[23].  No hacía falta entonces ser adivino para intuir que el Partido Popular había regalado a los independentistas una oportunidad de oro (...). En las elecciones catalanas de noviembre CiU volvió a ganar los comicios, los socialistas obtuvieron un pésimo resultado y los populares un resultado histórico. Las quiebras de los consensos siempre favorecen a los extremos. (...)

Todo lo que parecía sólido se desvanecía en el aire, la orgía especuladora de la anterior década se convirtió en una monumental resaca para los que apenas habían disfrutado de la barra libre. El público asistía al espectáculo sin entender nada, sin saber cómo aquel país que nos habían presentado brillante y atractivo ocultaba bajo el maquillaje inmundicia y descontrol. Los economistas eran los que menos lo entendían, a pesar del rictus impertérrito, ya que tenían un serio problema: cómo explicar que las recetas que recomendaban a los políticos, que afirmaban rotundos en sus columnas, que declamaban satisfechos en sus conferencias, no es que ya no sirvieran, es que justo habían sido el veneno que nos había arrastrado a aquella crisis. Hicieron lo que hacen siempre, echar la culpa a la mala gestión desde lo público y volver a pedir fuego entre bidones de gasolina. (...)

La «primavera valenciana», como fue bautizada en redes sociales, duró algo más de dos semanas, constituyendo el primer incidente social del nuevo Gobierno en apenas un mes y medio de mandato. Desde la distancia puede parecer anecdótico, pero se configuraron los elementos que marcarían la actuación del PP frente a la protesta en los años venideros. En primer lugar, una serie de actuaciones policiales de una contundencia desmedida con gran cantidad de sanciones administrativas e incluso penales para con los manifestantes. En segundo una serie de declaraciones contrapuestas dentro del mismo Gobierno, que solían tener a Rajoy de elemento conciliador, «el país no puede dar esta imagen»[13], y a los ministros de martillo de herejes, como el de Educación, José Ignacio Wert que acusó a la oposición de «ponerse del lado de la protesta violenta e ilegal»[14]. En tercero, como se puede ver en estas últimas declaraciones, el Gobierno popular detectó desde muy pronto la necesidad de criminalizar comunicativamente la protesta para dejar el camino abierto hacia su penalización mediante el retorcimiento de la ley. (...) 

muchas más ocasiones de las deseadas, la prensa en España no es que tuviera una línea editorial conservadora, es que directamente pasó a formar parte de un aparato de desinformación que, como en los conflictos armados, consideraba un enemigo a batir a todo aquel que se interpusiera en las políticas del Gobierno, una situación que dejaría tocada la credibilidad del aparato mediático entre el público, indiferentemente de su calidad periodística, y que años después tendría una serie de consecuencias fatales en el ascenso ultraderechista, apoyado en gran parte por toda una estrategia de bulos, mentiras y noticias falsas (...).

Una de las ideas fundamentales que este libro pretende transmitir es que la crisis no fue producto de vivir por encima de nuestras posibilidades, sino de un sistema capitalista abandonado a la desregulación que consideró, contando con la ceguera o la connivencia de algunos políticos, que la mejor forma de obtener unos beneficios inmorales era mediante la especulación y no la inversión, sin importar las consecuencias de lo que pudiera suceder. Y las consecuencias fueron que, por ejemplo, esta nota de prensa refería al recorte de 10.000 millones de euros en dos campos tan sensibles como la sanidad y la educación (...).

Para entender de nuevo la magnitud de la cifra conviene tener en cuenta que los recortes en el último año de Zapatero, globales, de todo el presupuesto del Estado, se estimaron en unos 15.000 millones de euros. El Gobierno Rajoy, tras arrancar de los presupuestos más de 27.000 millones de euros, lanzó el Plan de Estabilidad y el Programa Nacional de Reformas de España para 2012, para volver a recortar aún más la inversión estatal, aunque fuera a costa de poner en un serio peligro dos de los avances más significativos conseguidos desde 1978, la sanidad y educación públicas. La prima de riesgo seguía subiendo y la semana anterior se situaba ya en 400 puntos, a pesar de todos estos anuncios de rebaja del déficit, como si los sacerdotes que exigían sacrificios se hubieran hecho adictos a los mismos porque supieran que era la mejor forma de, tras anunciar la catástrofe, agigantar su poder. Unos días después, con el Real Decreto 16/2012, del 20 de abril, el sistema nacional de salud pasó de ser universal a contar con asegurados y beneficiarios, con el principal objetivo de excluir a los inmigrantes no regularizados de la atención médica, a costa de poner en riesgo a toda la población: los virus no entienden de nacionalidad, pero las pandemias llevan el apellido del austericidio. Aún faltaban ocho años para llegar a la primavera del 2020. Y de repente el escándalo. En todo este contexto, es decir, con un Gobierno de una radicalidad neoliberal nunca vista, siguiendo presuroso las órdenes de recorte de la UE, Juan Carlos de Borbón, también conocido como el rey, montó un Cristo de los que es difícil olvidar (...).

Es fácil imaginar que en aquellos días se sentenció el destino del rey protagonista de la Transición, que nos contó que el país evolucionó hacia la democracia gracias a las decisiones de los grandes hombres como él, pero que en el final de su reinado ya se había convertido en una carga pesadísima por su irresponsabilidad a la hora de desempeñar las tareas asociadas a la jefatura del Estado. Más en un momento tan sumamente conflictivo en el que puso al descubierto, para muchos ciudadanos que aún le tributaban respeto, una vida muy poco edificante. Un rey vale como representación neutra del poder, como un padre que se preocupa por la nación, como un hombre íntegro que mira por el bienestar de los ciudadanos, independientemente del color del Gobierno. Un rey es una conveniente ficción que sirve para salvaguardar el carácter de máquina de clase del Estado. Si el principal protagonista de la función desvela la naturaleza de la misma, no es que carezca ya de utilidad para los grandes poderes económicos del país, es que resulta peligroso para sus intereses. La imagen de la monarquía había caído a cotas nunca conocidas. Un año después, en abril de 2013, los ciudadanos valoraban a la realeza en el CIS con 3,68 puntos sobre 10, una cifra alejada del 7,48 de nota que le daban a mitad de los años noventa. Nunca un tropezón salió tan caro, nunca un tropezón fue tan honrado. (...)


La Troika aterriza en España. Se congelan las pensiones, se recorta la prestación de paro, se ajusta la plantilla de sanidad y educación y se aprueban las mayores subidas de impuestos de la historia reciente. La crisis se recrudece»[25]. El día 24 de julio la prima de riesgo española bate récords y se sitúa en 637 puntos, lo que significaba una sangría respecto a los intereses de la deuda soberana que el país tenía que pagar. Hagamos un pequeño receso y recapitulemos cuántas medidas para «calmar a los mercados» se habían tomado desde el inicio de la crisis. Una reforma laboral, unos recortes inéditos y la reforma de la Constitución para incluir en el artículo 135 el pago prioritario de los intereses de la deuda y el techo de gasto, todo esto en el último año y medio de Gobierno Zapatero. En algo más de medio año del nuevo Ejecutivo de Rajoy se habían esquilmado los presupuestos con unos recortes, si no ya inéditos, austericidas, se habían añadido recortes suplementarios a partidas como sanidad y educación, se estaba preparando una nueva reforma laboral y, por si no fuera suficiente, se había reformado por completo el sistema bancario español inyectando en el mismo miles de millones de euros e incluso nacionalizando la cuarta entidad del país. Para terminar la jugada, en el más difícil todavía, la Troika había tomado cartas en el asunto en algo que se llamó rescate, o línea de crédito en condiciones ventajosas, lo que significó la suspensión de parte de nuestra soberanía para ponerla en manos de estos organismos internacionales, lo que implicaba más recortes y más reformas. ¿Y cuál fue la respuesta del mercado después de estos dos años de maremoto económico? Otra vuelta de tuerca. Que el sistema bancario español tenía graves dificultades tras los años de especulación con el suelo era cierto; que el dúo formado por los gigantescos bancos de inversión y las agencias de calificación desangró al margen de lo que sucedía en la economía real a los países de la periferia europea, también. (...)
Que, como estamos viendo a lo largo de este libro, España entró en una espiral entre las consecuencias de la crisis del ladrillo y los ataques especulativos a su deuda pública es cierto; que la derecha aprovechó este panorama para sacar el hacha y ponerse a destruir los avances en materia social de tres décadas, no menos. (...)

2012 no fue un año revolucionario, ni siquiera prerrevolucionario, pero sentó las bases de un profundo malestar que iba mucho más allá de la indignación y estupefacción de 2011. Una minoría creciente ya no se quería conformar con cambiar algunas cosas, sino que, ante los ataques a los derechos sociales y a la propia idea de democracia, lo quería cambiar todo. Hoy podemos asumir que no se sabía bien ni cómo cambiarlo, ni quién protagonizaría ese cambio, ni hacia dónde debía dirigirse. Lo que no podemos asumir es que todo aquello nunca ocurrió. Los 6 millones de parados con los que acabó aquel 2012 eran razón suficiente para que ningún mito, ninguna precaución, ninguna perspectiva, nos fuera a robar la esperanza por nuestro futuro. (...)
El PP había vuelto al Gobierno un año antes y había puesto al país en pie de guerra con sus recortes. En el mejor de los casos, sus votantes asumían que Rajoy no podía hacer otra cosa, en el peor, sus detractores, que era un alumno dispuesto y aventajado de la Troika. Si algo había provocado tal conflicto social es que casos de corrupción como Gürtel, que señalaba a la línea de flotación de los populares, habían pasado a un segundo plano. En un mes, en el segundo año de Gobierno Rajoy, no solo todas las miradas volvieron a posarse sobre las tramas, sino que parecía extremadamente complicado que los dirigentes del PP y su propio partido se pudieran librar esta vez de la acción de la justicia, es más, que pudieran llegar a unas nuevas elecciones antes de dimitir e incluso, de presentarse, que tuvieran opciones de ganarlas. Pues bien, Rajoy y su partido, a pesar de ser como Bill tras el golpe de los cinco puntos, un dead man walking, consiguieron sobrevivir a dos elecciones en otros cinco años. Una de las razones fue el embrollo que suponía seguir la información dosificada en filtraciones, lo que complicaba saber qué era lo que estaba sucediendo, a quién afectaba y cuán grave era. No hay que obviar que la fidelidad del votante derechista soporta carros y carretas, como tampoco que el PP tuvo poderosas razones de su parte.  En cualquier otro momento, en cualquier otro país, el Gobierno no hubiera resistido ni quince días. (...)

De 2001 a 2012, el PP adjudicó mediante dinero público más de 12.000 millones de euros en contratos a las empresas implicadas en la trama. Algo que se olvida, no casualmente, es que en toda esta operación existía una parte interesada que correspondía en su mayor parte con constructoras y gestores de infraestructuras. No se trata, ni mucho menos, de exonerar a la parte política, indispensable para que el desmesurado chiringuito funcionara, sino de hacer ver que la corrupción era la forma en la que el capitalismo operaba en España. Las grandes empresas chupaban del dinero de todos para obtener beneficios astronómicos, algo que tuvo que ver en gran parte con la especial virulencia de la crisis en España. Los expertos y economistas televisivos, tan dispuestos siempre a lanzar ataques neoliberales contra los servicios públicos, olvidan continuamente que sin la corrupción del dinero de todos muy pocas de las grandes empresas nacionales serían hoy lo que son. (...)

Aunque Baltasar Garzón, según la sentencia, vulneró el derecho a la defensa, pasó a formar parte de una constante que marcó el caso Gürtel: quien se acercaba demasiado al epicentro de la corrupción acababa con graves problemas. Aunque esta es una mera especulación, no es de extrañar que Ruz, el continuador de la labor de instrucción en esta trama, se anduviera con pies de plomo en todo lo relacionado con la correa que nutría de sobornos al PP y de obras faraónicas a los principales constructores del país. La justicia debe ser escrupulosa con sus procedimientos para garantizar que las causas se juzgan de una forma justa. A menudo es especialmente escrupulosa con las causas que implican a señores con mucho poder o mucho dinero. El registro de la sede popular de Génova llegó un jueves 19 de diciembre de 2013 a las nueve de la noche, casi un año después de que la información sobre la caja B del PP y los papeles de Bárcenas hubiera estallado. Ruz pudo ordenarla para recabar información sobre una reforma de la sede del PP que era susceptible de haber sido realizada con dinero en negro. Evidentemente, a esas alturas de la película, poco quedaba de la información que Bárcenas tenía en su despacho. (...)
era muy difícil que las palabras de Rajoy contaran con ningún crédito por los propios sms, especialmente en el que se leía: «Luis. Lo entiendo. Sé fuerte. Mañana te llamaré. Un abrazo», que fue mandado el 18 de enero, dos días después de conocerse la primera cuenta en Suiza de Bárcenas. De este mensaje no se desprende enfado, estupefacción o siquiera una necesidad de distanciarse de su interlocutor, sino complicidad, nunca mejor dicho, y un esfuerzo del presidente por calmar al tesorero, como si las revelaciones que quedaran pendientes fueran a complicar al partido y a su persona. (...)

Si no vivieron aquello como adultos, si no lo recuerdan, cierren los ojos e intenten contraponer emocionalmente estas desastrosas cifras al grueso de este capítulo, la corrupción. Si en 2011 existió la indignación, en 2012 la lucha, en 2013 se estaba empezando a mascar la rabia. Una rabia que en su mayor parte seguía carente de forma. El sumatorio de la crisis económica, la quiebra social, el descrédito de los grandes partidos y el río desbordado de la corrupción eran tres condiciones para que, en este país, en 2013, se hubiera vivido una situación prerrevolucionaria, al menos como la que sucedió en la etapa final del franquismo y la primera Transición. Pero aquello no sucedió y la protesta, aunque había movilizado a grandes capas de la sociedad, no acabó nunca de dar el salto hacia pretensiones mayores, como al menos un movimiento constituyente que cambiara los pilares de 1978.  Las razones evidentemente son muchas, pero la principal hay que buscarla en la resaca ideológica y material de la década anterior a la crisis. España había cambiado su tejido productivo y ya no era un país eminentemente agrario e industrial, los sindicatos habían ido perdiendo fuerza, la clase trabajadora a sus batallones pesados y se cuestionaba a la propia izquierda como eje ideológico aglutinador desde los nuevos movimientos sociales. Pero sobre todo la clase media aspiracional, esa identidad que había venido a llenar el hueco del ascensor social estropeado, hacía pensar a millones de personas de clase trabajadora que habían sido lo que nunca fueron, crédito mediante. La rabia tuvo una naturaleza mucho más nostálgica que propositiva. No se buscaba ir a ninguna parte, tan solo se manifestaba un rencor impotente por lo que se había perdido. Cuando más necesitábamos a la ideología, más vaporosa se había vuelto. Cuando más necesitábamos a las organizaciones de izquierda, más débiles estaban. Cuando más nos necesitamos a nosotros mismos, había dejado de existir un nosotros. (...)


Toda esta articulación era y es un torpedo a la línea de flotación de la izquierda, la ideología que organiza y da capacidad, sujeto político, a la clase trabajadora. En primer lugar, porque sustituye igualdad por diversidad o más concretamente porque da apariencia de diferencia a las desigualdades sociales que provoca el capitalismo, que no hace falta recordar en este momento se tornaron flagrantes. A continuación, una vez que ya tenemos a la diversidad no como fenómeno social natural, sino como mito cultural neoliberal, pasamos a eliminar el concepto de clase, es decir, la relación que mantienen las personas con el sistema de producción y que las incluyen en grandes colectividades con necesidades contrapuestas. Puede que si ustedes leen proletariado y burguesía piensen que se trata de términos trasnochados, no menos que si leen lucha de clases, que además parece tener consecuencias indeseables y violentas. Bien, si lo piensan detenidamente, toda esta historia que vamos recorriendo no es más que una notoria lucha de clases, donde los propietarios de los medios de producción, bien de mercancías, bien de dinero –finanzas–, hacen valer sus intereses sobre los de la gran mayoría que pertenece a la clase trabajadora, es decir, que no poseen ninguno de estos medios de producción y solo tienen su fuerza de trabajo que venden en condiciones muy desfavorables (...).

Que nos hayamos detenido tanto en algo que fue intrascendente a nivel social en España como el Partido X, al que solo recordamos por la burbuja de las redes y cierto periodismo que estaba deseoso de dar espacio a todo lo que tenía el aroma del 15M, no es tan solo por la peculiaridad de estos activistas con camisas de algodón ecológico y espíritu de empresario «punto com», sino porque este aparataje tuvo importancia para entender episodios posteriores de toda esta historia. El Partido X fue un fracaso que se saldó con apenas cien mil votos en las elecciones europeas del siguiente año, 2014, pero sus ideas, esa mezcla de mitificación del procomún, procedimentalismo, tecnofetichismo y un neoliberalismo latente, anticiparon tendencias que se darían en movimientos políticos y sociales progresistas. Más allá de propuestas bizarras, el mundo –real– de la política se iba nutriendo de nuevos canteranos de indudable talento. Alberto Garzón, el joven diputado de Izquierda Unida que había sido elegido por Málaga en 2011, había tomado cada vez más protagonismo en la vida política del país. (...)



Ese año se incorporó una nueva palabra a nuestro vocabulario, procedía de Argentina y denominaba a un tipo de protesta que los activistas por la vivienda adaptaron con gran éxito a nuestro país: se trataba del escrache. El escrache consiste en que un grupo numeroso de personas manifiesten su descontento directamente a quien consideran responsable del problema que les atañe. En vez de hacerlo en una marcha o una concentración, llevan su protesta a las puertas de la casa del interfecto o incluso le siguen por la calle sin utilizar la violencia. Este nuevo tipo de acción tuvo unos efectos demoledores que, como era de esperar, sacaron de la tumba esa expresión en euskera llamada kale borroka. Los escraches eran inquietantes porque ponían en la picota a un individuo concreto, generalmente un político con altas responsabilidades, y transformaban lo que había sido un enfado abstracto –es muy difícil odiar a algo llamado Goldman Sachs– en algo concreto con cara, apellidos y corporeidad. A su vez, tampoco lo obviemos, era una forma de presión directa contra los políticos que comprobaban que sus acciones de Gobierno podían acarrearles problemas directos y personales. En este caso la iniciativa surgió de la PAH contra los parlamentarios del PP que se mostraron contrarios a una iniciativa legislativa popular, avalada con casi un millón y medio de firmas, donde la plataforma proponía la dación en pago, es decir, que los propietarios de un inmueble hipotecado, al verse incapacitados para hacer frente a sus deudas, pudieran entregar el piso al banco sin tener que seguir haciendo frente al dinero prestado, algo que por otro lado ya propuso IU en sede parlamentaria en 2011. Lo trágico es que, en multitud de casos, además de haber perdido su piso tras un desahucio, muchos ciudadanos tenían que seguir haciendo frente a las letras de su hipoteca, impagadas en la mayoría de situaciones por haberse quedado sin trabajo. Ya en 2020, aquel «jarabe democrático», como denominó Iglesias a los escraches, cambió de signo y fue protagonizado por ultraderechistas frente a la vivienda de diferentes miembros del Gobierno, incluido especialmente el propio líder de Podemos. Las motivaciones eran muy diferentes, el empuje ético tras el conflicto también (...).

La LOMCE traía asociados, de nuevo, unos recortes extraordinarios que se valoraban en 10.000 millones de euros, un punto del PIB, en la previsión que el Gobierno mandó a la UE para el periodo 2010-2015. Además, proponía unos nuevos exámenes externos a modo de reválida al finalizar la ESO y el Bachillerato, medida que se justificó desde los inspiradores de la ley como una manera de evaluar mejor los resultados del sistema de enseñanza y desde la comunidad educativa como una manera de poner más trabas a que los alumnos accedieran a la enseñanza superior. Se tenía en cuenta la asignatura de religión para la obtención de becas que, por otro lado, endurecían sus requisitos y su cuantía, se reducían los fondos para los programas de horas de refuerzo y alumnos con dificultades. Los profesores descendieron en la escuela pública en una alarmante cifra de más de 22.000 profesores y 3.000 en la universidad. El 60 por 100 de los beneficiarios, más de medio millón de alumnos, perdieron las ayudas para libros de texto, y los recortes para el comedor, en un momento de extrema carestía de las familias, se redujeron entre un 30 y un 50 por 100 (...).

PODEMOS
Precisamente, el no ser objetivamente un partido, permitió que Podemos creciera exponencialmente ya que cualquiera podía formar una asamblea afín, llamada círculo, y asociarse simbólicamente a la organización. Surgieron así círculos por todo el territorio de simpatizantes que no pagaban una cuota pero que colaboraban económicamente cuando se necesitaba. Podemos comenzó a financiarse de forma ajena a los bancos, algo que era un golpe para una IU que ya había sido relacionada con Bankia en Madrid. Toda aquella afluencia de jóvenes, jubilados, activistas, antiguos afiliados del PSOE, antiguos militantes de todas las organizaciones, partidos y sectas de izquierda que han existido en España, resultaba en un caos notable, pero era algo que en el fondo daba igual. Aunque aquello daba aspecto de ser enormemente horizontal, aunque el debate era permanente en los círculos y los espacios digitales creados por la organización –el ágora digital llamado Plaza Podemos–, las decisiones esenciales, como en cualquier partido, se tomaban por parte de la dirección. Y lo que se quería en aquellos cuatro meses era extender una marca y crear impacto. Enamorar más que construir en un tiempo tan breve, o, como dijo Monedero un par de semanas después de la presentación, «si quieres construir un barco, no hay que empezar por reclutar tripulación, cortar maderas y poner velas, sino que hay que crear en la gente anhelo de mar (...)
Leyendo los discursos recogidos en estas páginas y las declaraciones que sus líderes realizaban en cualquier entrevista, resulta extraño entender cómo desde la izquierda se acusaba a Podemos de ser un partido excesivamente moderado: el sistema financiero, las medidas de austeridad y los problemas sociales eran el objetivo de sus críticas.  Extraño a no ser que asumamos que uno de los males de la izquierda es el «identitarismo», de la misma forma que para cualquier grupo catalogado como posmo. En nuestro siglo no importa tanto lo que se hace que lo que se es o, mejor dicho, se dice ser. Bien es cierto que el «no somos ni de derechas ni de izquierdas» o el propio concepto de casta, es decir, entender a los políticos como una clase social en sí misma, habían sido monedas retóricas en la indignación, pero también divisas del ultraderechismo en España. La maniobra era audaz, pero también notablemente arriesgada, no porque nadie pensara que bajo podemos se ocultaba un grupo secreto de falangistas-situacionistas, sino porque la pedagogía política que millones de personas recibieron abría la puerta a la entrada de monstruos que en 2014 nadie podía imaginar ya vivos. (...)


La historia nos brinda coincidencias como poco reseñables. En el año en que Podemos empezó a ser el resultado en forma de partido del descontento con la crisis y el sistema político, una de las figuras históricas de ese sistema iniciado en 1978 falleció el 24 de marzo de 2014. Adolfo Suárez, el primer presidente de nuestra última etapa democrática, fue despedido por miles de personas en una capilla ardiente en el Congreso de los Diputados, en su mayoría aquellos que por edad vivieron en su juventud la Transición. Muchos sin duda eran de derechas, muchos otros también de izquierdas. Aunque Suárez se acercó al PP a mediados de los noventa, seguía siendo una figura respetada para muchos que no sintonizaban con los conservadores. Esto, aunque entonces no se percibiera aún, indicaba que había una importante capa de población que, aun siendo progresista, se sentía ofendida por la desacralización de la Transición y las apelaciones al Régimen del 78. Lo que para algunos, los que teníamos treinta años por entonces, significaba un fraude político, para otros, la anterior generación, había sido un esfuerzo que condujo a una etapa de prosperidad y tranquilidad. Ambas cosas eran, de hecho, más o menos ciertas. Lo que se atacaba ahora era el relato parcial de la Transición, donde, según nos habían contado, la democracia vino por el buen tino de los grandes hombres, sobre todo Juan Carlos I y Adolfo Suárez. Se eliminaba así uno de los factores definitivos del proceso: la movilización de la clase obrera que obligó a quienes mandaban a sacrificar parte de sus privilegios para evitar males mayores. (...)


Después de haber permitido tras 1945 a la dictadura franquista, pesando más la Guerra Fría que la democracia, el bloque occidental necesitaba una España asimilable a cualquier país de su entorno para finalizar la construcción europea. El relato de la Transición, además, tapó la memoria de la Segunda República y la violencia ultraderechista del periodo reduciéndola al asesinato de los abogados de Atocha. Pero, sobre todo, lo que se criticaba era que 1978 tenía en su configuración todo lo que explotó en los años que nos ocupan, desde la relación entre el poder político y económico, llamada corrupción, hasta un sistema bipartidista que dejaba muy poco espacio a otras opciones. Todo esto podía ser cierto, pero a nadie le gusta que le lancen a la cara que en lo que ha creído toda su vida resulta un fraude. Además, aunque el relato crítico corregía al oficial en muchos puntos ciertos, olvidaba un hecho esencial: quizá todo el mundo era consciente de la componenda que significaba la Transición pero después de cuarenta años de dictadura nadie quería vivir episodios convulsos. Toda generación tiene derecho a matar metafóricamente a la que le precede. Toda generación tiene derecho a defender lo que conquistó para sus hijos con enormes sacrificios. (...)

Si 2010 fue el año de la economía, 2011 fue el año de la indignación, 2012 el de la protesta y 2013 el de la corrupción, 2014 fue el año que pensamos peligrosamente. Como si tras una cruenta y prolongada batalla nadie hubiera obtenido la victoria y los ejércitos se tomaran un respiro para reorganizarse y soñar con lo que se podía alcanzar. Esto es en parte cierto, no porque hubiera dos Estados mayores que se hubieran reunido para acordar un armisticio, sino porque 2014 ya era el sexto año de la crisis, donde técnicamente se empezó a salir de la recesión, pero donde todas las consecuencias, económicas, políticas y sociales seguían siendo las mismas o peores por acumulación. La mezcla de cansancio y rabia era lo que mandaba en muchos ciudadanos. Y quizá una cierta esperanza que había surgido con Podemos. ¿Fue Podemos culpable del fin de las movilizaciones? Atendiendo a 2014 ni mucho menos. Viéndolo en perspectiva este fue el último año donde la calle tuvo protagonismo, sobre todo en la primera mitad del año. La respuesta probable a la pregunta es que las movilizaciones hubieran ido decayendo con o sin Podemos, es imposible mantener la tensión que requiere la protesta por tanto tiempo. Además, la perspectiva que da lo ideológico solo estaba presente en una minoría (...).
La mayoría de ciudadanos que habían tomado las calles en los tres años anteriores necesitaban que aquel esfuerzo se concretara en algo más que la perspectiva difusa de un proceso constituyente. Votar a un partido era lo que habían hecho toda la vida, y ahora surgía una nueva opción electoral vinculada a todos aquellos conflictos. (...)

El feminismo en España, aunque había contado con una potencia notable en los ochenta, había pasado como otras luchas asociadas a la izquierda en España, poco a poco, a institucionalizarse o radicalizarse en los márgenes, en todo caso a perder potencia de movilización y de marcar la agenda. (..)

La forma en que el capitalismo funcionaba en España era justo esta. No se pensaba en inversiones a largo plazo, en adaptarse a nuevos mercados y tecnologías, en fortalecer nuestros servicios públicos para ahorrar cuando vinieran mal dadas, sino en el dinero fácil y rápido. Si no tenemos en cuenta que el país acabó en la ruina por la gigantesca burbuja inmobiliaria, aquello funcionaba como negocio: España, para algunos, era una fiesta. La gran mayoría de los condenados habían sido refrendados en las urnas con mayorías absolutas. Y eso, que en la política local se podía atribuir a las redes de influencia, no tenía parangón en escalas autonómicas y nacionales. Hubo muchos corruptos, pero muchísimos más ciudadanos, millones, que no solo transigieron, sino que parecían aplaudir la corrupción. Y esto no debe olvidarse como una gran mancha compartida de la ética nacional. La cuestión es si, en el fondo, el mecanismo con el que un concejal de un pequeño pueblo robaba era muy diferente de la gran estafa con la que los bancos de inversión norteamericanos saquearon nuestra deuda pública (...).

nadie hubiera admitido por aquellas fechas, muchos ni siquiera hoy, que aquel cambio fue mucho menos patente que el que se produjo en las primeras elecciones municipales, las de 1979. Muchos ediles del PSOE y el PCE tomaron el mando, directamente, de policías que unos años antes no hubieran tenido problemas en descerrajarles un tiro frente a un paredón, por resumir el contexto. Aquel 24 de mayo de 2015 fue celebrado generacionalmente como la madurez política, pero también, por eso mismo, fue la primera vez en la que muchos se toparon con la prosaica aspereza de la política real. A partir de ese momento habría que manejar presupuestos, legislar pero también obedecer leyes, tratar con la administración pública, intentar solventar problemas vecinales que llevaban ahí décadas, construir y derribar, cumplir protocolos, ajustarse al sopor del pleno. Y todo aquello era tan ideológico como construir narrativas, teorizar, organizar asambleas o manifestarse, pero increíblemente más difícil. (...)

Si ya en las elecciones andaluzas de 2015, Ciudadanos fue la llave para que Susana Díaz revalidara su mandato, en las madrileñas lo fue para que Cristina Cifuentes, una prometedora política del PP que había saltado a la arena pública como delegada del Gobierno en los peores momentos de las protestas, consiguiera conformar Ejecutivo. Ciudadanos era el Podemos de derechas que Josep Oliu, presidente del Banco Sabadell, había pedido[21] en verano de 2014, la opción renovadora que venía a apuntalar lo que por sí mismo no se sostenía. Nadie con un mínimo de vista se podía llevar a engaños en aquel momento, ni nadie pudo equivocarse después, por muchos llamamientos que el partido de Rivera hiciera a la regeneración. Pedro J. Ramírez ya aportó en su columna previa a las elecciones europeas por dónde podían ir las cosas. Si el Partido Popular se hundía entre tramas y recortes había que diversificar las simpatías, además, aquella obsesión con el bipartidismo, no con las causas y consecuencias del mismo, se adaptaba con fluidez al objetivo del cambio continuista (...).


La derrota griega no fue solo suya o del sur de Europa, fue una derrota generacional que solo unos pocos supieron ver en aquel momento. En enero de 2019, Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, afirmó ante el Europarlamento: Éramos varios los que pensábamos que Europa tenía músculo suficiente para resistir sin la influencia del FMI […] Si California entra en dificultades, Estados Unidos no se dirige al FMI. Tendríamos que haber hecho lo mismo […] He lamentado la falta de solidaridad. No fuimos suficientemente solidarios con Grecia. Insultamos a Grecia[28]. No fue una cuestión de solidaridad, no en último término. Sí de impedir que un pueblo soberano contradijera unas medidas económicas que no estaban destinadas a salvar a ningún país, sino a dejar a salvo a los bancos alemanes y a la moneda única. (...)

El nuevo actor se llamará crisis de régimen político, es decir, la incapacidad de la institucionalidad por adaptarse al nuevo periodo y, sobre todo, los esfuerzos denodados, a toda costa y cayera quien cayera, por evitar que Podemos llegara al Palacio de la Moncloa. (...)

Lo interesante de estas jornadas fue ver cómo Ciudadanos era una herramienta de promiscuidad posmoderna, capaz de quedar bien en un posible foro al lado de Rajoy como de Sánchez. Puede que el lector menos versado en las artes del engaño denomine a este fenómeno «centro político», sin saber que eso llamado «centro» es una isla evanescente que solo existe en función del desplazamiento de los contrarios. Ciudadanos era y es un partido neoliberal y netamente de derechas, quizá no conservador en temas como los derechos LGTB o el aborto, pero sin duda producto de un momento donde pese a que el capitalismo había enfrentado una crisis inédita en ochenta años, producida en gran medida por la desregulación neoliberal, este mismo esquema de economía especulativa y recorte de derechos laborales y sociales seguía siendo el sentido dominante en la política. No es que Ciudadanos hubiera ocupado una posición permanente e inmutable llamada «centro», es que la derecha se había radicalizado tanto que había conseguido arrastrar a ese punto medio muchos grados a estribor. (...)

JAQUE PASTOR: AUGE Y CAÍDA DEL ERREJONISMO

No es exagerado decir que en estos meses el sector de Iglesias era un extraño en su propio partido, teniendo que improvisar una estructura paralela ya que la organización y recursos del grupo parlamentario y del partido estaban manejados casi en su totalidad por el sector errejonista, ya incómodo y disgustado por considerar la investidura fallida de Sánchez una oportunidad perdida. Unos meses después, el periodista Enric Juliana nos contaba, en un artículo titulado «Conspiraciones de Enero», la operación «jaque Pastor»: En enero del 2016, cuando Podemos debatía qué hacer ante la candidatura del socialista Pedro Sánchez a la investidura, el entorno de Pablo Iglesias detectó unos mensajes de Telegram del secretario de organización Sergio Pascual en los que se hablaba de la «operación jaque pastor». Tiraron del hilo y llegaron a la conclusión de que Pascual estaba moviendo piezas para provocar un cambio en la dirección del partido en la Comunidad de Madrid. Sin el apoyo de Madrid, Iglesias podía ser hombre muerto en el futuro congreso de Podemos. Mate pastor. Un jaque en cuatro movimientos al principio de la partida, cuya rapidez fascina a los principiantes y cuyo éxito requiere un adversario confiado. (...)

La izquierda culpó de forma bastante mecánica a Errejón por una campaña que se consideró poco agresiva para el momento que vivía el país, tanto que Iglesias, que había sido el héroe del anterior debate con un minuto de oro tan efectivo como efectista, en estas elecciones acudió al debate con una postura más centrada en no asustar a los votantes del PSOE que en agradar a los propios. El errejonismo respondió con la mítica transversalidad, acusando soslayadamente a Iglesias e IU de haber hecho virar su imagen a una posición de izquierda tradicional. Probablemente ambos tenían algo de razón, probablemente muchos votantes acérrimos de IU no habían olvidado las afrentas de Podemos del año anterior, probablemente hubo gente que se quedó en casa porque, al margen de campañas y posiciones ideológicas, no habían comprendido por qué se habían llegado a unas segundas elecciones. Lo de cambiar el Régimen era un objetivo que había movilizado a muchos, sobre todo jóvenes. Otros tantos, de más edad, antiguos votantes del PSOE, tan solo querían ver fuera a Rajoy de La Moncloa y a Iglesias en un Gobierno junto a Sánchez. En todo caso, que lo primero que se buscaran fueran culpables para una decepción por unos tremendos 71 diputados reflejaba tanto el carácter emocional de la nueva política, como las guerras internas que ya habían empezado y que se dejaron en armisticio mientras duraba la campaña. (...)

NO ES NO: LA ÚNICA AUTORIDAD DEL PSOE.

medios progresistas y conservadores formaron una línea irreductible que ejerció una presión constante sobre el líder socialista culpándolo de abocar al país a unas terceras elecciones. Bajo el mismo criterio se podía haber acusado a Rajoy de ser incapaz de buscar el entendimiento necesario con el PNV, con el que el PP ya había trazado alianzas parlamentarias en los noventa, ni era tan descabellado ni tan difícil. Pero había un problema mayor y era que nadie quería ver, o, mejor dicho, nadie deseaba que la mayoría viera, que el bloqueo a lo único que respondía es que había un tercer partido al que nadie hacía caso, que representaba a unos cuantos millones de electores hartos e indignados con los derroteros que llevaba el país, posiblemente tanto como los propios votantes socialistas. Pedir a Sánchez que se abstuviera, cuando Rajoy lo tenía relativamente fácil esta vez, era poner su cuello bajo la guillotina y, quizá, esto era lo que se estaba buscando en último término. Busquen a ver cuántos editoriales del momento hay acusando al PNV de falta de visión de Estado. No existen porque la intención era una bien diferente. (...)

El PSOE formalizó en aquel sábado 1 de octubre uno de los episodios de mayor contenido político de esta historia, no por las escenas tremendistas de su debate interno, sino porque mostró la doble naturaleza de cualquier partido socialdemócrata en una democracia liberal, de un lado el deberse a sus votantes, en este caso gran parte de la clase trabajadora española, pero de otro ser el sostén de la institucionalidad política del Estado, justo además en un momento en que su otra pata, el PP, estaba con una herida sangrante porque todo el mundo sabía ya que las sentencias judiciales que se aproximaban serían desastrosas para Rajoy. (...)
Muchos votantes tradicionales socialistas quedaron aquel día conmocionados, viendo cómo su partido, ese que les hizo soñar con un país más justo en 1982 tras cuarenta años de dictadura, se inmolaba para salvar la cara, en primer término, a una banda de derechistas corruptos y, en el fondo, a todo el IBEX 35 que temía, por encima de todo, que Podemos pudiera alcanzar el Gobierno del país. Lo más desconcertante de todo esto es que el PSOE, junto a los que tracen pactos con él, nunca podrá saber cuál de las dos caras sacará a relucir, ni cuándo será la siguiente ocasión en el que se le llame al orden o de un golpe en la mesa que le libre de sus ataduras. Aquel día, y en esto nunca se ha insistido lo suficiente, estuvo a punto de ocurrir también ese cataclismo. Sánchez dimitió de todos sus cargos y el PSOE quedó en manos de una gestora. (...)

Sesenta mil setecientos dieciocho millones de euros, por si no les vale con el número que dispongan también de la cifra en letra. El informe contabilizaba los recursos públicos destinados a la fusión y reestructuración del sistema bancario español de 2009 a 2015. Si la cifra directa era mareante, este organismo cifró en un total de 122.122 millones de euros el total de recursos que el Estado tenía comprometidos con la banca. El SAREB, eso que se empezó a llamar desde su creación «banco malo», la entidad encargada de absorber todos los activos tóxicos del ladrillo, no se liquidará hasta el 2029, por lo que no podremos saber con seguridad cuánto dinero público se perdió en el rescate bancario. Aunque desde el Gobierno del PP se insistió en que esta operación no iba a tener costes para las arcas públicas, por el proceso de venta de las entidades nacionalizadas y saneadas, lo cierto es que el Tribunal de Cuentas cifró que se podían perder 41.786 millones de euros. Si lo piensan es casi cómico que alguien pierda tal cantidad de dinero, como si se hubiera olvidado una bolsa de Galerías Preciados en la parada del autobús. Deja de ser cómico cuando nos damos cuenta que esa ingente cantidad de dinero era de todos y que tuvimos que machacar nuestro sistema sanitario y educativo para pagar la broma. A los pobres no nos alcanza la risa ni en el absurdo. (...)

Todo resultaba incómodo, hasta el permanente movimiento del personaje sobre la silla, colocado a la derecha de los jueces, en un escritorio marrón claro de un estudiante al que sus padres han pillado sin hacer los deberes. Fue el enésimo número de Rajoy, ese que se le daba tan bien interpretar ante las dificultades, el de ser un hombre que pasaba por allí, sin enterarse demasiado de lo que sucedía, y tirando de retranca para el beneplácito de su parroquia. Fue un día triste para la democracia española, otro más, provocado por la infame fosa séptica de la corrupción. (...)


EL KAFKIANO PROCÉS
La intervención de los Jordis fue tan contraria a la violencia y positiva en términos del desarrollo con un cierto orden de la concentración como tácticamente necesaria para el independentismo, que necesitaba de activistas sociales de reconocido prestigio en Cataluña ya que no podía subir a un político al techo de un coche con un megáfono. Por otro lado, quien ordenó la actuación judicial, no solo quien la firmó, era previamente consciente que con el clima que se vivía en Cataluña y con la propia naturaleza de su acción, registrar consejerías y detener a altos cargos, las movilizaciones iban a ser masivas e inevitables. Es decir, a ambos contendientes les interesaba lo sucedido. A veces en política, cuando lo que se decide es apostar por el choque de trenes, no hay mayor problema en echar más carbón a la caldera de las máquinas. (...)
En Cataluña, ese día, no hubo más porrazos que los que los manifestantes del 15M recibieron de los Mossos, siguiendo órdenes de CiU, en verano de 2011; no hubo más detenciones que las que habían sufrido los sindicalistas a lo largo de estas páginas; no hubo más represión que la que cientos de colectivos habían sufrido en toda esta convulsa década, pero, probablemente, el hecho de que todo aquello sucediera en las inmediaciones de algo tan querido como un colegio y quien recibiera los golpes fueran votantes, la personalidad que toma el ciudadano cuando deposita su aspiración y esperanza en una urna, hizo de aquella jornada algo de una oscuridad espantosa. Se produjeron incidentes que a punto estuvieron de ser violentos entre los Mossos, que observaban la situación, y la propia Policía Nacional y Guardia Civil, en unos instantes que nos describen como un cuerpo había hecho dejación de sus funciones mientras que otros estaban siendo utilizados para resolver a hostias un problema que era fundamentalmente político pero que ambos nacionalismos, el español y el catalán, no tuvieron a bien reconducir. (...)
Lo que sucedía en Cataluña no se había fraguado en aquellos días, ni siquiera en aquel año, sino tras una década larga que comenzó por la aprobación truncada del nuevo Estatuto de Cataluña en 2006, origen del despropósito, por la mezquindad de un Partido Popular que entendió un momento tan sustancial para la estabilidad del país como una herramienta más para desgastar al Gobierno de Zapatero. Que una opción como el independentismo, que había sido minoritaria en Cataluña, pasara en pocos años a seducir a la mitad de sus ciudadanos, fue también una maniobra bien ejecutada de la derecha catalana que encontró en el soberanismo una forma de atenuar sus políticas antisociales en la crisis y los casos de corrupción así mantener su poder en Cataluña. (...)


Como explicamos en el capítulo 0 de esta historia, Aznar y quienes representaba, no perdonaron nunca su derrota electoral de 2004, considerando a Zapatero una anormalidad histórica, e incluso al propio Rajoy que le sucedió. De forma gradual iniciaron la reconstrucción de la derecha en términos simbólicos para retomar el poder, no solo el del Gobierno, sino el de la hegemonía ideológica en España. El revisionismo histórico, la violencia verbal de los radio-predicadores, los grupos conspiranoicos del 11M, el «TDT party» y el ataque al Estatut de 2006 fueron sus primeras armas. También la importación de las guerras culturales a España, el nacionalismo camuflado en deporte y lo políticamente incorrecto como trampa para hacer pasar lo conservador por rebelde. (...) carecían de control sobre el PP, parte del IBEX los miraba con la desconfianza de quien solo quiere tranquilidad para sus negocios y estaban marcador por el indeleble olor de lo facha. Así fue hasta que los sucesos de 2017 en Cataluña les dieron la excusa perfecta para hacer pasar su modelo regresivo de España por toda la España posible y, aquella bandera, primero condenada a lo institucional, después rescatada con el «soy español, a qué quieres que te gane», fue de nuevo la enseña de la unidad nacional, de una unidad bajo la bota de los designios de la derecha más radical. Sus acólitos, que durante años habían leído libros que les contaban que Franco no fue tan malo, que veían Intereconomía y mascaban su odio en la soledad del sillón orejero, se vieron de repente colgando la bandera del balcón y en la calle, rodeados de otros muchos como ellos, experimentando la fuerza imparable que da sentirse parte de una comunidad política, reconocer al vecino, guiñar el ojo al tipo que te vende el pan y que desconocías que era de los tuyos. Mucha gente ajena a este segmento social participó en las protestas que se sucedieron aquel otoño contra la independencia de Cataluña, pero daba igual, los que llevaban la voz cantante eran ellos, un plural que se identificaba a ratos con la rama más dura del PP, con un Ciudadanos que dejó a un lado toda la arquitectura de clase media aspiracional para calzarse las botas de comando y con una pléyade de nuevos y viejos partidos ultraderechistas que pululaban en aquellos akelarres. (...)

arte de la izquierda, a la cual me sumé en su momento, creyó ver en la independencia de Cataluña el último clavo en el ataúd del llamado Régimen del 78, cuando no fue más que el electroshock que lo devolvió a la vida y que, además, trajo a un nuevo actor a esta historia: la ultraderecha. Esto no significa cargar toda la responsabilidad de lo sucedido al proceso independentista catalán, de hecho, insistimos, este, más que plan misión a largo plazo, podía haber tenido lugar mezclando un atentado yihadista, el racismo y la inmigración, bien como respuesta a un Gobierno de izquierda que se considerara que iba muy lejos, bien con otro hipotético acontecimiento. Lo que no significa que, sin el concurso del independentismo catalán, tanto voluntario como involuntario, el ultraderechismo no hubiera vuelto como una fuerza social de peso a partir de aquel otoño de 2017. (...)

A principios del año 2018, el clima político en España se parecía al de una habitación mal ventilada con humedades. El independentismo catalán había devorado toda la actualidad por varios meses y su contraparte, el nacionalismo español, fluía a cada momento con más descaro por las arterias de la sociedad. (...)

el feminismo estaba en el momento adecuado y en el lugar adecuado. Ya había mostrado los colmillos contra la ley del aborto de Gallardón, siendo parte de su cese, en lo que fue una de las primeras victorias reales contra el Gobierno de Rajoy de todo el periodo. Además, que prácticamente todo el movimiento de protesta del periodo 2011-2014 hubiera acabado en las instituciones, dejó un espacio libre en lo asambleario y la calle del que antes no se había dispuesto. Si a esto le sumamos que la precariedad seguía siendo la píldora habitual con la que muchos jóvenes encaraban su vida, agravada en el caso de ser mujer, provocó que el feminismo fuera la respuesta a la situación irresuelta del periodo anterior. Miles de mujeres que salieron a aquel día constituyeron no solo un hálito para su lucha, sino que configuraron una nueva ola de protesta que no era la de la Transición, ni de las huelgas estudiantiles de 1986, ni las protestas por el 0,7 de principios de los años noventa, ni el ciclo que culminó con las marchas contra la Guerra de Irak, ni el 15M, que era la suya, la de la generación que había nacido ya en el siglo XXI y que en aquel marzo de 2018 cumplían su mayoría de edad. (...)

A veces es emocionante tirar del hilo de la historia y ver cómo, por más que los poderes establecidos se esfuerzan en crear mejores métodos de adocenamiento, la naturaleza netamente injusta del capitalismo, las justas razones por buscar un mundo mejor, dan el protagonismo a nuevas generaciones para seguir luchando. (...)

Aunque Rajoy ya es conocedor la tarde del jueves 31 de mayo de que el PNV va a dar un voto favorable a la moción, es decir, que sus días como presidente se han acabado, aunque sabe que en la sesión el resto de grupos le va a despellejar –la naturaleza es implacable con un depredador desdentado–, es incomprensible que alguien decida terminar su carrera política de esa forma. Los suyos están pensando ya en que el presidente va a dimitir, lo que al menos les daría la oportunidad de ir a unas nuevas elecciones, pero Cospedal tiene que ir al restaurante y volver al hemiciclo para confirmar que Rajoy no tiene intención de irse, lo que sería acabar de admitir su responsabilidad en la Gürtel. Pasadas las diez de la noche todas las cámaras se habían trasladado del hemiciclo al restaurante de marras para intentar captar la imagen del presidente que había sido sustituido por un bolso. Rajoy apareció por la puerta, desorientado, con la mirada perdida, sin saber bien a dónde dirigirse. Los escoltas le indican la dirección en dos ocasiones y él toma la contraria. Mientras, un puñado de curiosos, decenas de cámaras y 47 millones de personas a través de la televisión asisten al hundimiento definitivo de quien había regido sus vidas por siete años, en una de las décadas más convulsas, duras y sin embargo apasionantes de la democracia española. Rajoy, montándose en el coche, no se deshace de su particular sonrisa, como si ese personaje atolondrado, esa táctica desatención, esa atenta inconsciencia, le hubieran acabado devorando. (...)

Ese fue, supongo, el sentimiento de otra mucha gente, esa gente que desde hacía años no podía entender cómo tal banda de corruptos nos había arruinado la vida dejando a la intemperie nuestra existencia en el chaparrón de la crisis. Que llegara Sánchez u otro nos daba más o menos igual, lo que nos importaba es que el PP se había ido. (...)

El 17 de mayo conocíamos que Pablo Iglesias e Irene Montero, que eran pareja y esperaban ser padres, se habían hipotecado por más de medio millón de euros para comprar un chalet de grandes dimensiones en Galapagar, un pueblo de la sierra de Madrid. Antes de seguir conviene aclarar que no hubo nada ilegal, que la operación bancaria no encubría ningún soborno, blanqueo de dinero, tráfico de influencias o cualquier otra de las figuras delictivas que han decorado estas páginas. Conviene aclararlo porque quizá, después de cientos de artículos en prensa, ese año y los siguientes, tantos como los referidos a los casos de corrupción, parecería que lo que se nos estaba queriendo decir es que era algo parecido. Y no. Simplemente se trató de la compra de una vivienda. Sin embargo, se desató una tempestad de magnitud incalculable en la que parecía que aquella vivienda era el apocalipsis nacional, al menos a la altura de la Gürtel, la independencia catalana o la pérdida de Cuba. Hasta la aparición de Podemos la vida privada de los políticos era desconocida para la mayoría del público. Unas fotos de Rodrigo Rato, en su etapa de ministro, tras su separación comprando un tendedero, llegaron a causar una cierta polémica en la que se dirimió si había habido intromisión en la vida personal del político, a la sazón banquero, ahora presidiario. Pero con los líderes de Podemos hubo carta blanca para llegar hasta extremos que no se habían visto. Se acosó a sus padres, se husmeó en su vida privada, se airearon sus relaciones y se hurgó a fondo en su juventud y etapa anterior a la política. Y con aquel chalet no iba a ser diferente. (...)
Todo el mundo agradece una coherencia entre la vida y las ideas, el problema era que Podemos había caído en aceptar que la izquierda significaba privación y ascetismo y sus líderes, en vez de profesionales de su actividad, monjes franciscanos. Aquella simbólica ejemplaridad pudo mantenerse hasta que empezaron a ser personajes conocidos, hasta que su vida cambió para siempre. Fue entonces cuando el monstruo que habían alimentado se les echó encima. (...)

Ya en 2020 nos enteramos, por ejemplo, que el empresario hotelero Kike Sarasola le cedió un piso valorado en dos millones de euros, un millón y medio más que el chalet, a Albert Rivera mientras el político catalán residía en Madrid. Nunca nadie le recordará a Rivera el favor, nunca se hablará del pisazo de 300 metros cuadrados, ni nadie le llamará «el marqués de la Casa de las Siete Chimeneas». (...)

En un ambiente informal, mientras fumábamos un cigarro en la calle, le pregunté si es que Pablo no tenía a nadie que le hubiera advertido del asunto. Aquel dirigente me contestó que había algo que les había cambiado a casi todos: los hijos. Los digitales de la derecha más reaccionaria, especialmente el dirigido por Inda, OK Diario, ejercían una presión extrema contra la vida privada de Iglesias y Montero, tanta que llegaron a mandar en mayo a unos paparazzis para fotografiar a la pareja saliendo de un hospital con la ecografía de los mellizos que esperaban. En junio el padre de Irene Montero falleció y El Español, de Pedro J. Ramírez, mandó un fotógrafo para captar unos momentos tan difíciles. Ninguno de estos reportajes es ilegal, a cualquiera nos pueden fotografiar en la vía pública, pero sí eran al menos moralmente cuestionables. Este ecosistema fue el que impulsó a los dirigentes a tomar la decisión de comprar, más que una vivienda, una fortaleza, en lo que pensaron un sitio alejado de la presión y poco ostentoso. Evidentemente sus planes no salieron como esperaban y hoy una patrulla de la Guardia Civil tiene que estar apostada permanentemente en su casa debido a que, cada dos por tres, por allí circulan desde la extrema derecha en procesión hasta algún reportero infame, de la misma ideología declarada, intentando captar imágenes de dentro de la casa. (...)

Carlos Herrera, locutor de la cadena COPE, animó a sus oyentes a hacer una romería en las puertas del Chalet; Eduardo García Serrano, de El gato al agua, nombraba a Montero como «la chati» en su programa, Federico Jiménez Losantos directamente dijo que «veo a Errejón, veo a la Bescansa, veo a la Rita Maestre y me sale el monte, el agro… si llevo escopeta les disparo, menos mal que no la llevo. Estos mamarrachos nos van a hacer más pobres y se van a cargar España»[23]. Sirvan estas píldoras para entender cuál era, y es, el lenguaje empleado por parte del periodismo español al referirse a diputados electos en nuestro Parlamento. (...)

Lo trágico de todo este asunto no es ya que un ministro del Interior prevaricara para incriminar a adversarios políticos, sino que todos pudimos escuchar cómo hablaba de una parte sustancial del poder judicial, el Ministerio Fiscal, con la familiaridad operario del taller mecánico de la esquina que te va a afinar el coche. La separación de poderes convertida en un papel mohoso. Desde el 20 de julio de 2017, supimos de forma acreditada por una comisión de investigación del Congreso de los Diputados que, durante la etapa de Rajoy, el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, había montado lo que se denominaba la «policía patriótica» o, de forma menos rimbombante, las cloacas del Estado. El ministro, junto al director general de la Policía, Ignacio Cosidó, y el director adjunto operativo, el comisario Eugenio Pino, «creó una estructura policial para obstaculizar la investigación de los escándalos de corrupción que afectaban al PP y para perseguir a los adversarios políticos (...)
Una de las acciones en las que estuvo envuelta esta policía patriótica fue el intento, en 2016, por tumbar a Podemos con la filtración de un falso informe policial denominado PISA –Pablo Iglesias S.A.– y de unos pagos desde Venezuela que realmente nunca se produjeron. Además, también se filtraron conversaciones privadas de Telegram, que provenían de un teléfono robado a una colaboradora del líder de Podemos, Dina Bousselham, caso que en junio de 2020 aún no se ha resuelto ya que el recorrido de la tarjeta, desde que le fue devuelta a Iglesias por Antonio Asensio, presidente del Grupo Z, hasta su posterior destrucción y la táctica judicial que ha seguido Podemos, han puesto en la picota a Iglesias al retener la tarjeta unos meses sin comunicárselo a su colaboradora. Todas estas filtraciones, por cierto, eran reveladas por OK Diario, el digital de Eduardo Inda. El caso de la policía patriótica tiene pendientes varios juicios. (...)

El 27 de octubre de 2014, el periódico El Mundo saca en portada una información que atribuye una cuenta en Suiza a Xavier Trias, entonces alcalde de Barcelona. El contexto, el aumento de intensidad del independentismo catalán. La información estaba firmada, de nuevo, por Eduardo Inda y Esteban Urreiztieta. El político catalán denunció al periódico por la falsedad de la información, pero en el juicio los periodistas fueron absueltos, ya que se consideró que la información, aun falsa, parecía fiable. La razón es que provenía del DAO, el director adjunto operativo, Eugenio Pino, el que luego se supo que era el mando a cargo de la policía patriótica. Curiosamente la cantidad del dinero que se le atribuía a Trias, 12,9 millones de euros, era la misma que aparecía en la grabación entre el ministro Fernández Díaz y el jefe de la Oficina Antifraude de Cataluña. Las sospechas de que algo se cocía empezaron a incrementarse (...)

Incluso el propio feminismo empezaba a padecer un intenso fraccionamiento que, más que ver con cuestiones políticas de fondo, tenía relación con el papel de contenedor de reivindicaciones que la lucha de las mujeres estaba sufriendo. Todo era feminista, tanto que el propio feminismo estaba empezando a dejar de lado a su sujeto político, la mujer. En el paroxismo de la diversidad como fin identitario, algunas convocatorias al 8M citaban a decenas de colectivos específicos, pero se olvidaban de la propia mujer. La razón, la pujanza de lo queer, un movimiento importado de EEUU que abogaba por la autodeterminación de género. Una construcción social, el género, expresión cultural del sexo fuertemente mediada por cómo la economía ha necesitado hacer secundaria a la mujer, se transformaba en una elección individual. Tomando como excusa a los transexuales, apocopados a personas trans, se esgrimían neologismos como «persona gestante» o «persona con vagina» para evitar ofender a aquellos que habían decidido sentirse mujeres, reduciendo a la hembra de la especie humana a una elección identitaria reducida a lo cultural. Lo interesante es observar cómo muchas feministas, de las que se habían jugado el tipo en las décadas anteriores, eran desplazadas, sufriendo campañas de acoso en las redes que llegaban, a veces, hasta resultar amenazantes. Una nueva generación de activistes, socializados en lo digital, empezaba a hacerse notar. (...)


Tuvimos que hacernos los suecos para que no nos extrañara que una adolescente que empieza una huelga estudiantil en su pueblo fuera recibida meses después en el FMI con grandes honores. El problema no era la reivindicación última de este movimiento climático, abstracto y poco definido en lo económico, sino que Thunberg parecía una creación para dominar las pasiones políticas. En todo caso, ya bien entrado el siglo XXI, la política era cada vez más un acto declarativo, identitario e individualista que dejaba poca organización y menos ideología dura. Quien se atrevió a plantear al menos dudas sobre lo extraño de aquella operación de mercadotecnia fue, como ya era habitual, laminado por bastantes fanáticos a tiempo parcial y unos pocos intelectuales que fuera, ya de la oportunidad institucional, fuera de la dirección de la calle de la que llegaron a disfrutar al inicio de este libro, se apuntaban a intentar capitalizar lo queer, el sucedáneo ecológico o, ya en el filo del presente de mitad de 2020, las protestas antirracistas. Si al principio de esta historia la protesta, personaje perenne de estas páginas, había cambiado, sustituyéndose el partido y el sindicato por las redes informales, la clase por la gente y la polarización por la transversalidad, al menos el motivo de la protesta seguía siendo global, conjunto. Al final de estas páginas, Trampa mediante, la cultura neoliberal, con la colaboración del activismo contemporáneo, ha seccionado el motivo para salir a la calle, de modo que resulta muy difícil atisbar la puesta en marcha de un sujeto político coherente. ¿En todos los ámbitos? La derecha, oliendo problemas en el Congreso, convocó para el día 10 de febrero una manifestación en la madrileña plaza de Colón. El motivo era la unidad de España, las negociaciones del Gobierno Sánchez con las fuerzas independentistas para poder aprobar los presupuestos. El rojigualdismo quiso mostrar fuerza y sin duda juntó a miles de personas en la plaza y sus aledaños, pero no consiguió desbordar las previsiones ni mostrar nada que no se hubiera visto en los años antecedentes. Eran muchos, sí, pero eran los mismos de siempre. El problema es que, a diferencia de las manifestaciones reaccionarias contra el Gobierno de Zapatero, allí ya no estaba solamente el Partido Popular, cada vez más derechizado de la mano de Casado, sino un Ciudadanos con un Albert Rivera cada vez más desatado en líneas nacionalistas españolas y Vox, la ultraderecha que, lejos de ser puesta en cuarentena como cualquier demócrata hubiera hecho, fue acogida como último invitado de esta troika sórdida. La mezcla era aterrante. (...)
en las manifestaciones del otoño de 2017 ya habíamos visto a niñas de colegio caro levantando la zarpa mientras que se hacían un vídeo para el stories de Instagram, aquí el sincretismo se disparó como si de un cuadro de El Bosco con resaca se tratara. Banderas del Imperio con rojigualdas bajo el toro de Osborne, cougars de la alta sociedad con sus jóvenes amantes eventuales del Toni 2, fachas de toda la vida con libertarianos de flequillo ladeado, techno-nacional con el pasodoble, nazis expertos en dar palizas con seminaristas deseosos de dar alguna comunión. La España viva, al parecer, que parecía más un bestiario de todas esas criaturas que nos han amargado la existencia desde Fernando VII. (...)


Pablo Iglesias siempre ha tenido un problema como político que a la vez resulta una de sus virtudes personales y que ha salido a relucir a lo largo de esta historia: se crece ante la adversidad dejando vía libre a su lado más arrogante y pendenciero. Lo que le sirvió para destacar a los ojos del público como ese chaval de la coleta que ponía firmes a los Inda y Marhuenda, que atacaba a «la casta» como ningún líder lo había hecho, también le valió disgustos como el episodio de la cal viva en 2016 o ser tajante con aquellos en los que intuía como traidores dentro de sus filas. Esto Sánchez, e Iván Redondo, lo sabían y le plantearon la celada perfecta para que Iglesias se descolgara con alguna declaración altisonante. E Iglesias hizo justo lo contrario, contemporizar, en una contraofensiva que demuestra que la política, no la ciencia política, sino ese juego embarrado y mezquino de la política con minúsculas, también se aprende. Sorprendió a propios y ajenos al afirmar el 19 de julio que, si él era el impedimento, se retiraba como aspirante a la vicepresidencia. En teoría aquello era una victoria para Sánchez, pero realmente en las filas socialistas se volvió a ver como un impedimento. Se retoman las negociaciones el 20 de julio. El PSOE ofreció una vicepresidencia social a Irene Montero y algunos ministerios, realmente secretarías de Estado con muy poco peso presupuestario e imagen pública (...)

PSOE y Unidas Podemos tenían a su alcance una legislatura que, en cuanto a la aritmética parlamentaria, hubiera resultado sencilla. Ambos grupos sumaban 165 escaños, tan solo a dos de la mayoría absoluta. Con acuerdos con Compromís y el Partido Regionalista de Cantabria –PCR– hubieran podido aprobar desde los presupuestos a la mayoría de las leyes. Eso sin contar con el PNV, que con sus seis diputados hubiera aportado la estabilidad sobrante al resto de la legislatura. No hubieran tenido que contar siquiera con el apoyo de ERC o de Bildu. Por otro lado, la oposición de derechas tenía a un jefe de filas, Pablo Casado, con tan solo 66 escaños, una debilidad alarmante que hubiera provocado que el codicioso Rivera le hubiera retado en más de una ocasión. Por último, Vox resultaría un partido intrascendente, ya que ni en votos ni en presencia podría haber hecho demasiado en el hemiciclo de la XIII legislatura. No haber sacado aquella investidura adelante fue un error de una magnitud enorme y eso, al margen de lo que sucedió luego, debería estar fuera de toda duda.

LA DISTANCIA DEL PRESENTE: 
AUGE Y CRISIS DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA.
Daniel Bernabé.
Akal, 2020

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