viernes, 10 de julio de 2020

LO MEJOR DE "LA ÚNICA HISTORIA" (JULIAN BARNES)

La única historia - Barnes, Julian - 978-84-339-8024-3 - Editorial ...

¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos? Creo que, en definitiva, esa es la única cuestión. Puedes puntualizar —certeramente— que no lo es. Porque no tenemos elección. Si la tuviéramos sí sería una cuestión. Pero no elegimos y en consecuencia no lo es. ¿Quién puede controlar cuánto ama? Si se puede controlar, entonces no es amor. No sé cómo podemos llamarlo, pero no es amor. La mayoría de nosotros solo tiene una historia que contar. No quiero decir que solo nos sucede una vez en la vida: hay incontables sucesos que convertimos en incontables historias. Pero solo hay una que importa, solo una que a la postre vale la pena contar. La que cuento aquí es la mía. Pero aquí surge el primer problema. Si se trata de tu única historia, entonces es la que has contado y vuelto a contar más veces, aunque sea — como es mi caso— principalmente a ti mismo. Así que la cuestión es la siguiente: ¿todas esas narraciones te acercan a la verdad de lo que sucedió o te alejan de ella? No estoy seguro. Una prueba podría ser si, a medida que pasan los años, sales mejor o peor parado de tu historia. Salir peor podría indicar que estás siendo más veraz. Por otro lado, existe el peligro de ser retrospectivamente antiheroico: fingir que te comportaste peor puede ser una forma de autobombo. De modo que tengo que ser cuidadoso. Bueno, andando el tiempo he aprendido a serlo. Tan cuidadoso ahora como descuidado entonces. ¿O quiero decir despreocupado? ¿Puede tener una palabra dos antónimos? ¿La época, el lugar, el medio social? No sé muy bien lo importantes que son en las historias de amor. Quizá en la antigüedad, en los clásicos, donde hay batallas entre el amor y el deber, el amor y la religión, el amor y la familia, el amor y el Estado. Esta no es una de esas historias. Pero bueno, si insisten… La época: hace más de cincuenta años. El lugar: a unos veinticinco kilómetros al sur de Londres. El medio: el cinturón residencial, como lo llaman, aunque nunca conocí a un corredor de bolsa en todos los años que pasé allí[1]. Casas individuales, algunas con armazón de madera, otras con tejado de tejas. Setos de alheña, laurel y haya. Calles con cunetas todavía sin líneas amarillas y vados para los vehículos de los residentes. Era una época en que se podía ir a Londres en coche y estacionar casi en cualquier sitio. Nuestra zona concreta de aglomeración suburbana se conocía con el bonito nombre de «el Village», y decenios antes quizá fue considerada un pueblo. Ahora disponía de una estación de tren desde la que hombres trajeados viajaban a Londres de lunes a viernes, y algunos también para media jornada extra el sábado. Había una parada de autobús Green Line; un paso de cebra con postes luminosos; una iglesia con el nombre nada original de St. Michael; un pub, una tienda donde vendían de todo, una farmacia, una peluquería; una gasolinera donde hacían reparaciones básicas. Por la mañana oías el chirrido eléctrico de las furgonetas que repartían leche; escogías entre la lechería Express y la United; por la tarde, y los fines de semana (pero nunca las mañanas de domingo), el resoplido de los cortacéspedes de gasolina. En el jardín público se jugaba un críquet ruidoso y torpe; había un campo de golf y un club de tenis. El suelo era lo bastante arenoso como para agradar a los jardineros; la arcilla de Londres no llegaba tan lejos. Poco antes había abierto una delicatessen que algunos consideraban subversiva porque ofrecía productos europeos: quesos ahumados y salchichas nudosas que colgaban de sus ristras como vergas de burro. Pero las casadas más jóvenes del Village empezaban a ser más audaces cocinando y sus maridos, en su mayoría, lo aprobaban. De las cadenas de televisión disponibles se veía más la BBC que la ITV, mientras que solo los fines de semana se consumía alcohol. La farmacia vendía emplastos para verrugas y champú seco en botellines globulares, pero no anticonceptivos; en la tienda encontrabas el soporífero Advertiser & Gazette local, pero ni la más pudorosa revista de chicas desnudas. Para artículos sexuales tenías que subir a Londres. Nada de esto me incomodó durante la mayor parte de mi estancia allí. (...)

Quizá lo hayas entendido demasiado deprisa. Difícilmente podría reprochártelo. Tendemos a encasillar en una categoría preexistente cualquier relación nueva que entablamos. Vemos lo que hay de general o común en ella, mientras que los protagonistas solo ven —perciben— lo que es individual y particular para ellos. Nosotros decimos: era de esperar; ellos dicen: ¡qué sorpresa! Una de las cosas que pensaba de Susan y de mí —en aquel entonces y ahora de nuevo, tantos años después— era que a menudo no había palabras para nuestra relación; al menos, ninguna que encajase. Pero quizá esto sea una ilusión que todos los amantes tienen sobre sí mismos: que escapan a toda categoría y descripción. (...)


Hoy día hablamos de sexo transaccional y sexo recreativo. En aquel entonces nadie practicaba el sexo recreativo. Bueno, tal vez sí, pero no lo llamaban así. En aquel entonces había amor, y había sexo, y había una combinación de ambas cosas, en ocasiones incómoda, en ocasiones fluida, que a veces funcionaba y a veces no. (...)

Espero que se entienda que lo estoy contando todo tal como lo recuerdo. Nunca he llevado un diario, y la mayoría de los protagonistas de mi historia —¡mi historia!, ¡mi vida!— han muertos o están desperdigados. Así que no necesariamente estoy relatando las cosas en el orden en que sucedieron. Creo que existe una autenticidad distinta de la memoria, y que no es inferior. La memoria clasifica y criba con arreglo a las exigencias de quien rememora. ¿Tenemos acceso al algoritmo de sus prioridades? Probablemente no. Pero yo presumiría que la memoria prioriza lo más útil para orientar al poseedor de esos recuerdos. De modo que habría un interés personal en que los más felices sean los que afloren antes. Pero es solo una conjetura. Por ejemplo, recuerdo una noche en que estaba en la cama, desvelado por una de esas erecciones que te palmotean el estómago y que cuando eres joven das por sentado —o no te preocupa— que durarán el resto de tu vida. Pero aquella vez era diferente. Verán, era una especie de erección generalizada, sin ninguna conexión con una persona o un sueño o una fantasía. Se trataba más bien del puro gozo de ser joven. Joven de cerebro, corazón, polla y alma, y resultaba ser la polla lo que mejor expresaba aquel estado general. Creo que cuando eres joven piensas en el sexo casi todo el tiempo, pero no reflexionas mucho al respecto. Estás tan enfrascado en el quién, el cuándo, el dónde, el cómo —o, más a menudo, en el gran y si…— que piensas menos en el por qué y el para qué. Antes de conocer el sexo has oído todo tipo de cosas sobre él; actualmente muchas más, y mucho antes y mucho más gráficamente que cuando yo era joven. Pero el resultado viene a ser el mismo: una mezcla de sentimentalismo, pornografía y tergiversación. Cuando vuelvo la mirada a mi juventud, la veo como una época de vigor genital tan insistente que impedía el examen de para qué servía tanta pujanza. Quizá hoy no entiendo a los jóvenes: me gustaría hablar con ellos y preguntarles cómo lo ven ellos y sus amigos, pero entonces surge la timidez. Y quizá tampoco comprendía a los jóvenes cuando yo lo era. Esto también podría ser verdad. (...)

Así que ahora que soy más mayor comprendo que una de mis funciones humanas es permitir que los jóvenes crean que los envidio. Pues es obvio que los envidio en la cruda cuestión de morir antes; por lo demás, sin embargo, no. Y cuando veo una pareja de jóvenes amantes, entrelazados verticalmente en la esquina de una calle, o entrelazados horizontalmente sobre una manta tendida en el parque, el sentimiento principal que me suscitan es una especie de impulso protector. No, no compasión: un sentimiento de protección. No se trata de que ellos la deseen. Y, no obstante (y resulta curioso), cuanto más bravucona es su conducta, más fuerte es mi reacción. Quiero protegerlos de lo que es probable que les depare el mundo y de lo que se harán probablemente el uno al otro. Por supuesto, esto no es posible. No solicitan mi asistencia, y su confianza es una insensatez. (...)

Y otra cosa. Cuando más arriba he hecho mi boceto de agente inmobiliario sobre el Village, puede que no haya sido estrictamente exacto. Por ejemplo, respecto a los postes luminosos del paso de cebra. Puede que me los haya inventado, pues hoy día es raro ver un paso de cebra sin el obligado par de luces intermitentes. Pero entonces, en Surrey, en una carretera con poco tráfico…, lo dudo bastante. Supongo que podría hacer una investigación real, buscar postales antiguas en la biblioteca central o las pocas fotos que conservo de la época, y rectificar mi relato en consonancia con ellas. Pero estoy rememorando el pasado, no reconstruyéndolo. Así que no habrá muchos decorados. Quizá prefieras más. Quizá estés acostumbrado a ellos. Pero no puedo remediarlo. No intento tejer una historia; estoy tratando de contar la verdad. (...)


Y además estaban las hijas. En aquel tiempo yo no me sentía muy a gusto con las chicas, ni con las que conocía de la universidad ni con las Carolines del club de tenis. No comprendía que ellas estaban casi siempre tan nerviosas como yo con… todo el rollo. Y mientras que los chicos no tenían problemas para mostrarse con su propia gilipollez casera, las chicas, en su comprensión del mundo, a menudo parecían basarse en la sabiduría de sus madres. Olfateabas la inautenticidad cuando una chica —que no sabía más que tú de nada— decía algo como: «A toro pasado, todo el mundo sabe lo que tenía que haber hecho». Una frase que podría haber salido textualmente de la boca de mi madre. Otra muestra de conveniente lucidez materna que recuerdo de entonces era la siguiente: «Si rebajas tus expectativas no puedes sentirte decepcionado». Esta actitud ante la vida me parecía deprimente, la adoptase una madre de cuarenta y cinco años o una hija de veinte. (...)

Estaba dispuesto a intentarlo si servía de ayuda a Susan, pero seguía viendo con cierto horror la edad adulta. Primero, no estaba seguro de que fuese asequible. Segundo, si lo era, no estaba seguro de que fuera deseable. En tercer lugar, aunque fuese deseable, solo lo era comparado con la infancia y la adolescencia. ¿Qué me producía aversión y desconfianza en el hecho de ser adulto? Pues, para decirlo brevemente: la conciencia de poseer derechos, el sentido de superioridad, la presunción de saber más, si no todo, la amplia banalidad de las opiniones adultas, el modo en que las mujeres sacaban la polvera y se empolvaban la nariz, la forma en que los hombres se sentaban en una butaca con las piernas separadas y sus partes prietamente resaltadas contra el pantalón, la manera en que hablaban de jardines y de jardinería, las gafas que llevaban y el ridículo que hacían, la bebida y el tabaco, el horrible estruendo de la flema cuando tosían, los aromas artificiales que se echaban para ocultar sus olores animales, que los hombres se quedaran calvos y las mujeres se modelaran el pelo con aerosoles de fijador, la idea pestilente de que quizá mantuvieran todavía relaciones sexuales, la dócil obediencia de ambos sexos a las normas sociales, su irascible desaprobación de cualquier cosa satírica o contestataria, su suposición de que el éxito de sus hijos dependería del grado en que imitaran a sus padres, el ruido sofocante que hacían cuando estaban de acuerdo unos con otros, sus comentarios sobre la comida que cocinaban y la comida que comían, su afición a alimentos que a mí me daban asco (en especial las aceitunas, las cebollas en vinagre, los chutneys, los encurtidos picantes, la salsa de rábano picante, las cebolletas, la pasta para sándwiches, los apestosos emparedados de queso con pasta Marmite), su autocomplacencia emocional, su sentido de superioridad racial, la forma en que contaban los peniques, el modo en que se hurgaban en los dientes para desalojar los residuos de comida, lo poco que se interesaban por mí y el excesivo interés que mostraban cuando yo no quería que lo hicieran. No era más que una lista corta de la que Susan, por supuesto, estaba totalmente excluida. Ah, y otra cosa. Que, sin duda a causa de un miedo atávico a reconocer sus auténticos sentimientos, ironizasen sobre la vida afectiva y convirtieran la relación entre los sexos en una chanza tonta y continua. Que los hombres insinuaran que en realidad las mujeres lo gobernaban todo; que las mujeres insinuasen que los hombres en realidad no comprendían lo que estaba sucediendo. Que los hombres fingieran que eran los más fuertes y que hubiera que mimar, consentir y cuidar a las mujeres; que estas fingiesen que, con independencia del folclore sexual acumulado, eran las únicas que tenían sentido común y práctico. Que los dos sexos admitieran plañideramente que a pesar de todos los defectos del sexo opuesto seguían necesitándose mutuamente. Que no se puede vivir ni con las mujeres ni sin ellas, ni tampoco con los hombres ni sin ellos. Y que ellas y ellos conviviesen en el matrimonio, que, como dijo un ingenioso, era una institución, sí, pero para enfermos mentales. ¿Quién lo dijo primero, un hombre o una mujer? No era de extrañar que nada de esto entrara en mis aspiraciones. O, mejor dicho, esperaba que nunca se me pudiese aplicar; de hecho, pensaba que podría evitarlo. De modo que cuando yo decía: «¡Tengo diecinueve años!», y mis padres respondían triunfalmente: «¡Sí, solo tienes diecinueve años!», la victoria era también mía. Gracias a Dios que «solo» tengo diecinueve, pensaba. 

Si algo he descubierto a lo largo de los años es que el primer amor sienta una pauta para toda la vida. Puede ser que no supere a los amores posteriores, pero a estos siempre les afectará la existencia del primero. Puede servir de modelo o de ejemplo negativo. Puede ensombrecer a los amores siguientes o, por otra parte, puede facilitarlos o mejorarlos. Aunque en ocasiones el primer amor cauteriza el corazón, y lo único que encontrará quien busque después será tejido cicatricial. 

«Nos eligieron por azar». No creo en el destino, como quizá ya he dicho. Pero ahora sí creo que cuando dos amantes se encuentran, ya existe tanta prehistoria que solo son posibles determinados resultados. Los amantes, por el contrario, se imaginan que el mundo vuelve a empezar desde cero y que las posibilidades son nuevas e infinitas. Y el primer amor siempre acontece en la aplastante primera persona. ¿Cómo puede ser de otra manera? Y además en el abrumador presente de indicativo. Tardamos en comprender que existen otras personas y otros tiempos verbales. (...)

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