Lo mejor para dejar a un novio es que ese día te despiertes guapa. Hoy es exactamente uno de esos días. He quedado con Hugo en el bar en el que alguna vez fantaseamos que eran otros los que rompían. No ha sido algo deliberado. Es domingo y está todo cerrado. Solo resulta que hoy esos otros somos nosotros. En términos cuantitativos, siempre llora menos el que deja. Así que es posible que esa sea yo. Todo lo que voy a decir suena convincente: Universidad. Otros amigos. Necesito mi espacio. Estoy empezando a descubrir quién soy. Estoy muy liada, hago una carrera muy difícil, todo el mundo lo dice. Ojalá nos hubiéramos conocido en cinco o diez años. Somos tan jóvenes. Tengo que buscarme un trabajo porque quiero tener más dinero. Quiero tener más dinero. Sé que eso no te incumbe, pero creo que debes saberlo. Además, siento que lo nuestro es algo circunscrito al instituto. (....)
«Circunscrito» me parece una palabra bastante precisa. Espero que la entienda. De repente, todo ha cambiado. Lo siento. Cuando se rompe hay que decir lo siento por haber conducido al otro a una inversión fallida. Buscamos amores rentables. Yo también lo haré. Diré lo siento y perdóname y si a los treinta aún nos queremos, nos casamos, ¿vale?" (...)
Los amores prescriben y después todo el mundo hace como si nada. Los amores caducan por el bien de una convivencia pacífica. Si no fuera así, el ambiente sería sofocante. (...)
Esta casa es la segunda residencia de mi abuela, opción de veraneo de las familias como la mía. Antes, las familias trabajaban todo el rato para ahorrar un poco, pagarse un piso en propiedad y, con suerte y si se les daba bien, aspirar a una segunda residencia. Todo el mundo quería su terreno con un huerto y, tal vez, incluso piscina, y luego, automáticamente, te convertías en clase media. Ahora todo es distinto. Tengo diecinueve años. A mi edad mi madre estaba casándose, yo solo reclamo dinero yestar sola en mi cuarto. (...)
Le decía a Hugo «rosa, rosae, rosam», y entonces él me colocaba mi mano encima de sus pantalones: «Mira cómo estoy ya». Y yo «Hay que estudiar». Y él «Solo una rápida. Una mamada rápida. No te cuesta nada. Soy tu novio». Por supuesto, nunca se aprendió las declinaciones del latín. Por supuesto, lo suspendió todo. Yo casi siempre accedía a la mamada para superar cuanto antes esa fase. Además, siempre he creído que practico mamadas con mucho talento, o es que todas nos sentimos muy talentosas haciéndoles mamadas a los chicos. En Internet leí que hay que llegar a la arcada o nada. También leí que hay que tragar el semen, nunca escupirlo, mientras miras de forma sexy a tu amante. Mis fuentes eran un artículo titulado «Cómo hacer que tu chico se corra en dos minutos o menos» y mi amiga Bárbara Saruso, de 3.º B. A veces nos acostábamos solo porque tenía calculado que así me dejaba más tiempo tranquila y podíamos recuperar el estudio antes. Él siempre acababa diciendo que había sido increíble, realmente se pensaba que los dos nos habíamos corrido a la vez, como en una película romántica. (...)
Mamá, ¿por qué nos llevabais al Carrefour a comprar libros? —suelto yo de golpe—. ¿Tanto os costaba llevarnos a librerías? La gente normal compra libros en librerías, no en el Carrefour. A mi madre se le quita la sonrisa por el momento niño y frunce el ceño. Me mira. No logro recordar cuánto se alarga mi discurso sobre las librerías y la importancia de comprar en librerías porque ¿sabes, mamá? los libreros te recomiendan libros y quizás autores de los que nunca he oído a hablar a mi edad y debería haber oído hablar ya, de hecho debería haberlos superado, a mi edad, a mi edad, a mi edad, Salinger, Bolaño, Austen, Yeats, Kafka, Bukowski, Dostoievski, Woolf, Plath, los estoy conociendo ahora y por casualidad, mamá, sin ningún orden ni rigor, suerte que existe internet, qué tarde es para todo, mamá, las librerías, mamá, qué importantes son. He perdido toda mi vida leyendo literatura juvenil y ahora todo es un desastre. —Pero ¿qué estás diciendo? —Mi madre farfulla algo que no comprendo—. ¿La gente normal? Ahora seremos anormales, si te parece. —Solo digo que... —Te quejarás de libros. Tienes un montón. Nunca te hemos puesto pegas, te hemos dicho siempre que compres lo que quieras. ¿O no? Aquí hay de todo, ¿no hay de todo aquí? —Es igual. Luego se desvía un momento de la cola, se acerca a la sección de congelados y coge tres pizzas congeladas para la cena. Las coloca bruscamente dentro del carro. —¿Tus favoritas, o ya tampoco? (...)
"Me pongo camisetas más ajustadas los días de autoescuela. Me siento en una fila anterior a la de ellos y hago ver que no los miro. Noto cómo sus miradas me siguen desde el top hasta las sandalias de dedo. No sé si me gusta o solo es que me aburro. Ellos hablan y ríen detrás de mí de formas bruscas e incomprensibles, creo que dicen mi nombre pero tampoco podría asegurarlo. Se pegan codazos y emiten sonidos medio guturales tapándose la boca con el puño. Lolololo. Me acomodo el pelo y contesto obediente a todas las preguntas de Rufina. Realmente me tomo la autoescuela como si fuera el instituto. (...)
Directamente me corría así. No necesitaba desnudos, no necesitaba porno, necesitaba más bien poco. Me bastaba con un par de dedos que ni siquiera introducía. Entre orgasmo y orgasmo me asaltaban pensamientos fugaces sobre por qué hasta mi masturbación era patética y poco ambiciosa. Y sobre si estaría haciendo bien eso de masturbarme, la técnica propiamente dicha. Me preguntaba si eso de no introducir los dedos sería lo normal, por qué me bastaba con frotarme el clítoris. ¿Estaría enferma? ¿Funcionaría todo bien allí abajo? Luego continuaba hasta acabar con el cuello torcido, contraída, acalorada y sin la parte de arriba. Seguía así un rato más, frotando ya casi automáticamente, incluso pensando en temas prácticos, burocráticos, cinco, seis, siete orgasmos, hasta que las piernas se me agarrotaban y sentía algo parecido a las agujetas. Y luego aparecía esa especie de culpa, como si alguien me hubiera estado observando por una mirilla y yo tuviera que demostrarle que, en fin, era mucho más que ese último rato que acababa de verme así, de esa guisa. Espasmódica perdida. A veces me olía los dedos para acabar y luego me preguntaba qué pintaba Ane en todo ese asunto, si no sería ya lesbiana por eso. O, como mínimo, bisexual. (...)
Dijo mi madre que la vida era un calvario para algunos y que algunas familias parecía que tenían la negra. Mi madre y mi abuela me miraban, entonces, satisfechas al ver que todas las partes de mi cuerpo funcionaban correctamente y las de mi hermana también, y las de ellas también aunque eso era lo menos importante. Me miraban con ternura y alivio y maternalismo, del mismo modo en que se miran cuando ven a un niño minusválido babear en una silla de ruedas y se alegran de que ese niño no sea yo, ni mi hermana, ni ningún primo ni pariente lejano o cercano. Pregunté qué era eso de tener la negra, si tenía que ver algo con las personas negras, y que si tener la negra era una forma de llamar a la suerte, a lo que mi madre contestó: —La suerte, bueno. Es una forma de decirlo, porque la suerte no existe. Los pobres siempre son más desgraciados que los ricos, y también envejecen más rápido. Eso que no se te olvide. ¿Tú no te has fijado en que la gente de dinero tiene como otro brillo? Se gastan dinero en eso. Yo si pudiera me quitaba las bolsas de los ojos y me estiraba los párpados y todas estas arrugas. —Y hacía el gesto de estirarse la cara—. Anda que no cambia la cosa. —Pero la verdad es que nosotros no nos podemos quejar. Nos ha salido todo estupendamente. Que no se tuerza —agregó mi abuela. Entonces mi abuela se santiguó ese día sin ser ella muy creyente, algo que hacía todas las veces que se hablaba de cosas feas en su presencia. Lo hacía como un ritual profano. Cero sentimiento. Solo rutina y hasta desdén. —Pero si tú no crees en Dios, yaya —le dije, tirándole de la blusa. —Es por si él cree en mí. (...)
Cuelgo a mi madre con esa sensación de que podría haberlo hecho mejor. Tres minutos de llamada. Nada te impedía ser mejor persona, sin embargo has decidido no serlo. Alguna vez me entran ganas de enviarle un mensaje: «Perdona por ser tan estúpida». Pero al final no lo hago. (...)
Mis padres querían enseñarnos Andalucía porque nunca habían estado con sus hijos y les parecía que debíamos conocer lo que ellos llamaban intensamente «su tierra». Aunque decían que era suya, —lo dijeron muchas veces durante aquel primer y único viaje al sur—, lo cierto es que en Cataluña apenas hablaban de sus respectivos pueblos natales, en Jaén; o de cómo era la abuela o ellos mismos antes de emigrar, ni siquiera se decía la palabra «emigrar», se hablaba de ir de un sitio a otro, o de que «antes» teníamos esto y «ahora» tenemos lo otro. Reconocía en las palabras y en los romances de mi abuela lo que yo creía que era Andalucía: cuchá, ea y eso es una chominá. O en mis padres, siempre en un terreno incierto, el de llamar chamarreta a la samarreta cuando hablaban catalán y luego vestirnos de flamencas para ir a la feria aunque ni siquiera sabíamos bailar sevillanas. Nunca lo suficientemente catalanes, nunca lo suficientemente andaluces. (...) La única relación sincera que unía a mi familia con Andalucía eran unas transacciones periódicas de aceite de oliven virgen extra y la Gran Enciclopedia de Andalucía que estaba en el mueble del televisor y que jamás vi a nadie leer. Andalucía era, en mi cabeza de nueve años, una especie de marco más bien teórico, abstracto, puede que hasta ficcionado. Ni siquiera tenía muy claro que Andalucía existiera de verdad. (...)
Cuando eres niña, crees que los padres solo pueden hacer cosas ejemplares, y luego te enteras de que solo hacen lo que pueden.
Listas, guapas, limpias.
Anna Pacheco.
Caballo de Troya, 2019.
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