jueves, 7 de febrero de 2019

DESPIECE "EN LA MITAD DE LA VIDA" (Kieran Setiya)

Lo que a mí me dejó aturdido fueron las preguntas existenciales de la mediana edad, preguntas para las que no se es demasiado joven a los treinta y cinco años. Puedes planteártelas a los veinte o a los setenta, aunque creo que son especialmente relevantes cuando llegas a mi edad. Son preguntas relacionadas con la pérdida y el arrepentimiento, el éxito y el fracaso, las vidas que querías y la vida que tienes. Son preguntas sobre la mortalidad y la finitud, el vacío que produce la búsqueda de proyectos, sean los que sean. En última instancia, son preguntas sobre la estructura temporal de la vida humana y las actividades que la ocupan. Este libro no es solo para quienes se encuentran en la mediana edad, sino para cualquiera que esté lidiando con la irreversibilidad del tiempo. Esta es una obra de filosofía aplicada: una reflexión filosófica orientada a los desafíos que plantea la mediana edad que adopta la forma de un libro de autoayuda. Las dificultades de la mediana edad han sido ignoradas por los filósofos, pero son filosóficamente interesantes y susceptibles de someterse a terapia con las herramientas que utilizan los pensadores. Antes del siglo xviii no existía una diferenciación nítida entre la filosofía moral y la autoayuda. Los filósofos estaban de acuerdo en que la contemplación de la buena vida debería hacer nuestras vidas mejores. El divorcio entre estos propósitos es una innovación más reciente. A día de hoy, pocos filósofos escriben libros de autoayuda. Cuando lo hacen, por lo general invocan a los clásicos, con frecuencia a los estoicos romanos, Cicerón, Séneca y Epicteto, como si la filosofía hubiera perdido su relevancia para con la vida hace dos mil años. Mi planteamiento no es histórico. Aunque menciono a filósofos del pasado, antiguos y modernos, cuando trabajo en estos asuntos para mí mismo (y, espero, también para ti), no los trato como a eruditos depósitos de sabiduría, sino como a interlocutores. (...)
Si estás leyendo este libro, es bastante probable que te veas reflejado en este momento. Sabes cómo se supone que deberías sentirte, te sientas o no así. Has vivido lo suficiente para preguntarte «¿Esto es todo lo que hay?». Lo suficiente para haber cometido algunos errores graves, para mirar atrás y contemplar los triunfos y fracasos con orgullo o arrepentimiento, para mirar de reojo a las oportunidades perdidas, las vidas que no escogiste y no puedes vivir, y para mirar adelante y ver el final de la vida, no inminente pero tampoco tan lejano; su distancia medida en unidades que ahora comprendes: con suerte, otros cuarenta años. No eres el primero. Tenemos modelos contemporáneos como Lester Burnham en American Beauty, que deja el trabajo, se compra un coche potente y desea a la seductora amiga de su hija adolescente.
Pero hay otros muy anteriores. Una historia parcial citaría al protagonista de Stoner, la brillante novela de John Williams publicada en 1965, quien a los cuarenta y dos años, con un matrimonio fracasado y una carrera que no va a ninguna parte, «ante él no veía nada de lo que deseara disfrutar y había poco de lo pasado que le importara recordar». No resulta sorprendente que acabe teniendo el preceptivo amorío. Citaría al hombre absurdo de El mito de Sísifo, de Albert Camus, publicado en 1942, cuya crisis existencial no es ajena al tiempo sino que «llega, no obstante, un día en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años». (...)
 
En el prefacio a un ignorado clásico publicado en 1967 sobre la mitología de la mediana edad, The Middle-Age Crisis (La crisis de la mediana edad), de Barbara Fried, el profesor de psicología Morris Stein escribió que la «crisis es ubicua»: Cada uno de nosotros pasa por ella a su manera, la experimenta con mayor o menor intensidad y sale de ella más o menos reconciliado con los años por venir. Es una crisis de desarrollo «natural» y es inevitable. Aparte de las temibles comillas, la idea que trasmite es de destino social o biológico. Estamos programados para sufrir la crisis de la mediana edad, hombres y mujeres por igual, y la cuestión no es si la vamos a experimentar, sino cuándo. Mejor que vayamos preparándonos. En 1980, la idea de la crisis de la mediana edad prosperaba y se hacía con un lugar destacado y seguro en la cultura popular. Se había convertido en un concepto que no necesitaba explicación, en objeto de humor irónico y comentarios cómplices. Si tú no la estabas pasando, podías leer sobre ella en incontables novelas, desde Algo ha pasado, de Joseph Heller, hasta El último verano de Mrs. Brown, de Doris Lessing. Incluso podías jugar a ella en un juego de mesa. En Mid-Life Crisis (La crisis de la mediana edad), lanzado en 1982, los jugadores escogían si buscaban la estabilidad, acumulaban riqueza y gestionaban el estrés o declaraban pasar por una crisis de la mediana edad y, entonces, se precipitaban hacia la bancarrota, el divorcio y el ataque de nervios. Hasta ahí la percepción, pero, ¿y la realidad? La verdad es que era difícil de saber. (...)
Es fácil encontrar pruebas anecdóticas de la crisis de la mediana edad si preguntas por ahí, pero no son científicas y, sin duda, ahora están distorsionadas por la comprensible tendencia de la gente a explicarse a sí misma en términos socialmente relevantes. La idea de la crisis de la mediana edad está siempre a mano, supone una herramienta para comprenderse y para explicarse ante los demás, una herramienta especialmente atractiva por su poder para excusar lo que de otro modo sería un comportamiento intolerable. ¿Qué esperabas? ¡Estoy pasando la crisis de la mediana edad!" (...)
En una antología de 2004, How Healthy Are We? (¿Cómo está nuestra salud?), que Brim editó con dos colegas, la profesora de psicología Carol Ryff y Ronald Kessler, profesor de políticas de sanidad pública en la Facultad de Medicina de Harvard, los resultados fueron cuidadosamente sintetizados, y la perspectiva fue prometedora. «En su mayor parte», nos dicen, «los hallazgos revelaron un retrato positivo del envejecimiento: los adultos de más edad dieron niveles más altos de afecto positivo, combinado con niveles más bajos de afecto negativo en comparación con los adultos jóvenes y de mediana edad». Pero eso no es todo: «la edad estaba vinculada negativamente con la depresión grave, y los adultos de más edad muestran menos probabilidad de sufrir esa enfermedad». Es una historia de estabilidad o de mejora desde la juventud a la mediana edad y más allá. Cuando los resultados se hicieron públicos por primera vez, en 1999, el Washington Post publicó una sección especial titulada «La mediana edad sin la crisis». Según el titular del New York Times, «Un nuevo estudio descubre que la mediana edad es el mejor momento de la vida». (...)
En otras palabras, en la mediana edad ocurren cosas malas, con los niños y los padres, el trabajo y la salud. Si llamas a eso crisis de la mediana edad, simplemente porque puedes, entonces la crisis de la mediana edad aflige a una cuarta parte de los estadounidenses. Pero puede que no tenga nada que ver con la conciencia de la mortalidad, la finitud de la vida, el arrepentimiento del pasado, las oportunidades perdidas o las ambiciones fracasadas, y no digamos ya con la edad cronológica. (...)
Al mirar la incidencia de la depresión y la ansiedad en la encuesta de población activa de Reino Unido, descubrieron que la probabilidad alcanzaba el máximo alrededor de los cuarenta y cinco años, con una tasa aproximadamente cuatro veces mayor que la de los adolescentes y tres veces mayor que la de los adultos más viejos. Las posibilidades de venirte abajo son significativamente más altas en la mediana edad, aunque la mayoría de la gente no lo haga. Los intentos de explicar la curva en forma de U, aunque tentativos, evocan el estereotipo tradicional. El más sugerente se debe al economista alemán Hannes Schwandt. Estudió datos longitudinales que hacían un seguimiento a 23.000 personas de entre diecisiete y ochenta y cinco años entre 1991 y 2004. Se preguntaba a la gente sobre su nivel actual de satisfacción vital general y sobre el nivel que esperaba tener al cabo de cinco años. Schwandt descubrió que las personas más jóvenes tienden a sobrestimar lo satisfechas que estarán, mientras que las personas de mediana edad subestiman la vejez. La mediana edad, en consecuencia, es peor de lo anticipado y, al mismo tiempo, las esperanzas sobre el futuro se desvanecen. De ahí el deprimente vértice de la curva en U. Schwandt propuso un modelo matemático en el que la satisfacción vital experimentada es una función de lo bien que va la vida en el momento actual, combinada con el optimismo sobre el futuro y la decepción con el presente. «En conjunto», escribe, «lo que cuentan estos hallazgos es que la curva que refleja la satisfacción con el trabajo (y la vida en general) tiene forma de U porque las aspiraciones no cumplidas son sentidas de manera dolorosa en la mediana edad, pero durante la tercera edad se abandonan para bien y se sienten con menos arrepentimiento». La clave de la felicidad es, pues, gestionar las expectativas personales. (...)
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Tras declarar que la crisis de la mediana edad era un mito, Susan Krauss Whitbourne llevó a cabo su propio sondeo con 500 adultos, que no replicaron el valle de la mediana edad. Whitbourne añadió dos pruebas más, una que pedía a los encuestados que valoraran hasta qué punto su vida actual tenía sentido; la otra en qué medida buscaban ese sentido. La búsqueda de sentido descendía en línea recta de los treintañeros a los cuarentones, cincuentones y sexagenarios, y la existencia de significado aumentaba de manera constante. Cuando se trata del sentido en la vida, sostiene Whitbourne, envejecer es fantástico. Y así, la crisis de la mediana edad llega a la cincuentena, con la salud recuperada pero unas perspectivas confusas, justo cuando yo —un profesor titular con esposa e hijos, dos libros y veintitantos artículos publicados— cumplo cuarenta. Me encanta ser filósofo, pero no con la pasión que sentía hace diez años. La novedad del logro se ha desvanecido: la primera publicación, la primera conferencia, el primer día de clase. Terminaré el artículo que estoy escribiendo; con el tiempo será publicado y escribiré otro. Daré clase a esos estudiantes; se licenciarán y seguirán su camino; daré más clases. El futuro es un túnel de cristal: el resto de la vida, y su diversidad, sucede en otra parte. Mi hijo crecerá; mi mujer y yo envejeceremos. Mi cuerpo cruje y se debilita; el dolor de espalda es un compañero habitual, no un visitante ocasional: escribo de pie. Mis padres se hacen mayores, su salud es cada vez más precaria. Siento la finitud de la vida: los años están contados; el tiempo pasa rápido. Podría ser peor. Podría odiar mi trabajo o podrían haberme despedido de él, o ambas cosas. Mi mujer podría haberme dejado; yo podría querer dejarla. Podría estar contemplando una vida que parece vacía sin niños o una en la que hubiera demasiados. Podría ser pobre, pasar hambre, vivir una guerra. Reconozco el lujo de la crisis de la mediana edad, con cierto grado de culpa y vergüenza. ¿Por qué no puedo sentirme más agradecido con lo que tengo? Pero esta es mi vida. Estoy en lo más hondo de la curva y necesito ayuda. Quizá tú también. (...)
«¿Cuál es la mejor vida para el ser humano?». En la Crítica de la razón pura, Immanuel Kant, quizá el filósofo más importante de la Ilustración, insiste en que «todos los intereses de mi razón (tanto los especulativos como los prácticos) se resumen en las tres cuestiones siguientes: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?». (...)
A pesar del desdén por la mediana edad en la filosofía, hay conocimientos filosóficos que pueden esclarecerla, que pueden liberarnos de patologías derivadas de nuestra escala de valores, mostrarnos cuándo aquellas son evitables y reconciliarnos con nosotros mismos cuando no lo sean. Los filósofos tienen cosas que enseñar, así como que aprender, sobre la crisis de la mediana edad. (...)
 
¿Cómo deberíamos pensar en las oportunidades perdidas, los arrepentimientos y los fracasos, la finitud de la vida y la multitud de actividades que nos motivan a lo largo de ella? Aunque no sea generalizada, la crisis de la mediana edad afecta a rasgos temporales de la vida humana que sí son generales: la progresiva reducción de las posibilidades, la finalización o el fracaso de los proyectos, la acumulación de biografía. Esto mitiga un tanto el tufo a autoindulgencia que resulta de dedicar tanto pensamiento a penas de ricos y privilegiados. (...)
Quizá irónicamente, es tentador citar en relación con la crisis de Mill no tanto la paradoja del egoísmo, sino lo que podríamos llamar la paradoja del altruismo. No me refiero a la supuesta paradoja de comprender cómo es siquiera posible el comportamiento altruista, sino a la paradoja, que antes no ha sido nombrada, implícita en el aforismo de Jackie Robinson: «Una vida no es importante excepto en el impacto que tiene en otras vidas». El joven Mill podría haber estado de acuerdo. Pero la idea es, en última instancia, incoherente. Para ver la incoherencia, tenemos que tomar prestada de la filosofía moral la distinción entre el valor final y el instrumental. El valor instrumental es el valor de algo como medio para un fin, como el valor de ganar dinero o ir al dentista. Vale la pena hacerlo, sin duda, pero solo porque las consecuencias de tener dinero o de hacerse una endodoncia son mejores que su contrario. (...)
La afirmación de Robinson sugiere que el valor de todo lo que hacemos es instrumental: su valor reside en los efectos que tiene sobre los demás. Pero ¿cuál es el valor de esas otras vidas y de las actividades que las ocupan? Si también eso es instrumental, entonces depende del valor de sus efectos sobre los demás, y el valor de esos efectos depende a su vez de sus efectos sobre otros, que dependen a su vez de sus efectos… El valor se pospone sin fin. Como insiste Aristóteles muy al principio de Ética a Nicómaco, si la explicación del valor es siempre instrumental, «habrá un progreso al infinito, de manera que nuestra tendencia será sin objeto y vana». Solo si la vida humana es importante en sí misma, al margen de sus efectos, el altruismo tiene algún sentido. Hay valor en actuar en beneficio de los demás solo si también hay valor en otras actividades. De ahí la paradoja: si el altruismo es lo único que importa, nada importa; no merece la pena vivir la vida. (...)
En la mitad de la vida.
Kieran Setiya.
Libros del Asteroide, 2019.

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