Me ha decepcionado un poco la última novela de Michel Houellebecq, puede que porque ha sido promocionada hasta la náusea o tal vez porque, desolé, desde sus dos mejores obras (Las partículas elementales y Plataforma, convenientemente "despiezadas" anteriormente en este blog en los enlaces anteriores) ha perdido pegada.
En Serotonina, su nueva obra, encontramos refrita la receta de siempre: un autorretrato cínico del hombre posmoderno aderezado con nihilismo exacerbado, sexo, misoginia, habilidad para la descripción exhaustiva y cruel y gusto por la provocación (incluyendo una alabanza a Francisco Franco). Eso sí, también , por supuesto, párrafos con enjundia y desvergüenza característicos de nuestro bastardo predilecto, los mejores de los cuales destaco a continuación:
El lugar le había gustado de inmediato. Era un pequeño centro naturista, tranquilo, apartado de los enormes complejos turísticos que se extienden desde Andalucía hasta Levante, y cuya población se componía sobre todo de jubilados del norte de Europa: alemanes, holandeses, en menor medida escandinavos y, por supuesto, los inevitables ingleses, aunque curiosamente no había belgas, a pesar de que todo en aquel centro (la arquitectura de los pabellones, la distribución de los centros comerciales, el mobiliario de los bares) parecía reclamar su presencia, en fin, era realmente un rincón para belgas. La mayoría de los residentes había desempeñado su carrera en la docencia, el funcionariado en el sentido amplio, las profesiones intermedias. Terminaban ahora su vida de una forma apacible, no eran los últimos a la hora del aperitivo y paseaban con simplicidad, del bar a la playa y de la playa al bar, sus nalgas caídas, sus pechos superfluos y sus pollas inactivas. No se metían en líos, no causaban ningún conflicto de vecindad, extendían con civismo una toalla en las sillas de plástico del No problemo antes de enfrascarse, con una atención exagerada, en el examen de una carta por lo demás corta (en el perímetro del recinto nudista era una cortesía admitida evitar mediante una toalla el contacto entre un mobiliario de uso colectivo y las partes íntimas, posiblemente húmedas, de los consumidores). Otra clientela, menos numerosa pero más activa, era la formada por los hippies españoles (adecuadamente representados, yo me percataba con dolor, por aquellas dos chicas que me habían abordado para inflar los neumáticos). No estará de más un breve recorrido por la historia reciente de España. A la muerte del general Franco, en 1975, España (más concretamente la juventud española) se vio enfrentada a dos tendencias contradictorias. La primera, directamente surgida de los años sesenta, otorgaba un gran valor al amor libre, el nudismo, la emancipación de los trabajadores y ese tipo de cosas. La segunda, que acabaría imponiéndose en los años ochenta, valoraba por el contrario la competición, el porno hard, el cinismo y las stock-options, bueno, simplifico pero hay que hacerlo porque, si no, no llegamos a nada. Los representantes de la primera tendencia, cuya derrota estaba programada de antemano, se replegaron poco a poco hacia reservas naturales como este modesto centro naturista en el que yo había comprado un apartamento. Por otra parte, ¿finalmente se había producido esa derrota programada? Algunos fenómenos muy posteriores a la muerte de Franco, tales como el movimiento de los indignados, podían inducir a pensar lo contrario. Así como, más recientemente, la presencia de aquellas dos jovencitas en la gasolinera Repsol de El Alquián, aquella tarde perturbadora y funesta; ¿el femenino de indignado era indignada? ¿Había, pues, conocido a dos encantadoras indignadas? No lo sabré nunca, no había podido acercar mi vida a la suya, aunque podría haberles propuesto que visitaran mi centro naturista, donde habrían estado en su entorno natural, quizá la morena se habría marchado, pero yo habría estado a gusto con la castaña, en fin, las promesas de felicidad se volvían un poco borrosas a mi edad, pero durante varias noches después del encuentro soñaba con que la castaña llamaba a mi puerta. Había vuelto a buscarme, mi vagabundeo por este mundo había llegado a su fin, había vuelto para salvarme con un solo movimiento la polla, mi ser y mi alma. «Y en mi casa, libre y audazmente, penetra como su dueña.» En algunos de estos sueños ella precisaba que su amiga morena aguardaba en el coche para saber si podía subir para unirse a nosotros; pero esta versión onírica se hizo cada menos frecuente, el guión se simplificaba y al final no hubo siquiera guión, inmediatamente después de abrir la puerta entrábamos en un espacio luminoso, inenarrable. Estas divagaciones continuaron durante un poco más de dos años; pero no nos adelantemos. (...)
los dos primeros días hice el esfuerzo de reunirme con ella abajo, de mantener la ilusión de un lecho conyugal, y después desistí, adquirí la costumbre de comer solo, en aquel bar de tapas bastante chulo donde había dejado pasar la ocasión de sentarme a la mesa con la del pelo castaño de El Alquián, y con el paso de los días me resigné a pasar allí todas mis tardes, en ese espacio de tiempo comercialmente átono pero socialmente irreductible que separa en Europa la comida de la cena. El ambiente era relajante, había gente un poco como yo pero peor, en la medida en que tenían veinte o treinta años más que yo y para ellos el veredicto ya había sido dictado, estaban derrotados, había muchos viudos por la tarde en aquel bar de tapas, los naturistas también conocen la viudez, bueno, sobre todo había viudas y no pocos viudos homosexuales cuyo compañero más frágil había volado al paraíso de los sarasas, por otra parte las distinciones de orientación sexual parecían haberse evaporado en aquel bar manifiestamente elegido por los mayores para terminar su vida, en beneficio de distinciones más trivialmente nacionales: en las mesas de la terraza se distinguía claramente el rincón de los ingleses del de los alemanes; yo era el único francés; en cuanto a los holandeses, eran unos auténticos cabrones, se sentaban en cualquier parte, nunca se insistirá lo suficiente en que son una raza de comerciantes políglotas y oportunistas. Y todos ellos se atontaban plácidamente a base de cervezas y platos combinados; el ambiente era en general muy tranquilo, el tono de las conversaciones moderado. De vez en cuando, sin embargo, se abatía una ola de indignados juveniles que venía directamente de la playa, las chicas tenían todavía el pelo húmedo y el nivel sonoro aumentaba un grado en el local. Yo no sé qué coño haría por su parte Yuzu porque nunca se exponía al sol, seguramente veía series japonesas en la Net; aún ahora me pregunto si comprendía algo de la situación (...).
me impulsaba en aquel momento a buscar con avidez la compañía de los veteranos, lo que paradójicamente no era tan fácil, estaban dispuestos a desenmascararme como un falso veterano, sufrí en concreto algunos desaires de jubilados ingleses (lo cual no era grave, un inglés nunca va a acogerte bien, el inglés es casi tan racista como el japonés, del cual constituye en cierto modo una versión atenuada), pero también de los holandeses, que obviamente no me rechazaban por xenofobia (¿cómo podría ser xenófobo un holandés?; ya hay una contradicción en los términos, Holanda no es un país, es a lo sumo una empresa), sino porque me negaban el acceso a su universo senil, no había estado a la altura, no podían confiarme con naturalidad sus problemas de próstata ni los de sus baipases, sorprendentemente me habían acogido con mayor facilidad los indignados, su juventud iba emparejada con una ingenuidad real, y durante aquellos días yo podría haberme pasado al otro bando y tendría que haberlo hecho, era mi última oportunidad y a la vez yo tenía mucho que enseñarles, conocía perfectamente las derivas de la industria agrícola, su militantismo habría adquirido consistencia en contacto conmigo, sobre todo porque la política española en materia de transgénicos era más que cuestionable, España era uno de los países europeos más liberales y más irresponsables en este campo, era España entera, el conjunto de los campos españoles, la que corría el riesgo de transformarse de la noche a la mañana en una bomba genética, en el fondo habría bastado una chica, siempre basta una chica, pero nada sucedió que pudiera hacerme olvidar a la chica de El Alquián, y al mirar atrás ni siquiera se lo recrimino a las indignadas presentes, hasta soy incapaz de recordar realmente su actitud conmigo, al pensarlo tengo la sensación de que era de una benevolencia superficial, pero supongo que yo mismo solo era superficialmente accesible, me había destrozado el retorno de Yuzu, y la evidencia de que tenía que deshacerme de ella y hacerlo lo más pronto posible, me sentía incapaz de fijarme en los encantos de las indignadas, e incluso si me había fijado, de creer que eran reales, aquellas chicas eran como un documental sobre las cascadas del Oberland bernés captado en internet por un refugiado somalí.(...)
Mis días transcurrían cada vez más dolorosos a falta de acontecimientos tangibles y simplemente de razones para vivir, al final hasta había abandonado por completo a los productores de albaricoques del Rosellón; ya no iba muy a menudo al café por miedo a encontrarme con una indignada con los pechos desnudos. Miraba los movimientos del sol sobre las baldosas, despachaba botellas de coñac Cardenal Mendoza y más o menos eso era todo. (...)
me repugnaba esta ciudad infestada de burgueses ecorresponsables, yo también era quizá un burgués pero no era ecorresponsable, circulaba en un 4 × 4 diésel –puede que no hubiera hecho gran cosa en mi vida, pero al menos habría contribuido a destruir el planeta– y saboteaba sistemáticamente el programa de criba selectiva implantado por el presidente de la comunidad de vecinos tirando las botellas vacías al cubo de la basura reservado a los papeles y envases, y los desechos perecederos al contenedor de recogida del cristal. Me enorgullecía un poco de mi incivismo, pero también me vengaba mezquinamente del precio indecente del alquiler y los gastos (...).
parecía confirmar mi hipótesis de que no había renunciado a esos pasatiempos, y una noche tuve ganas de saber a qué atenerme, era absurdo, ella podía volver en cualquier momento, y además hurgar en el ordenador de tu compañera no tiene nada de honorable, es algo curioso la necesidad de saber, bueno, la palabra necesidad es quizá un poco fuerte, digamos que aquella noche no había partidos de fútbol interesantes. Cribando sus mails por el tamaño, separé fácilmente la decena que contenía vídeos adjuntos. En el primero, mi compañera era el centro de un gang-bang de factura clásica: ella hacía una paja y se la chupaba a una quincena de hombres que la penetraban, esperaban sin prisa su turno y usaban un preservativo para las penetraciones vaginales y anales; nadie pronunciaba una palabra. En un momento dado ella intentaba abarcar dos pollas con la boca, pero no lo conseguía del todo. En una segunda fase los participantes le eyacularon en la cara, que poco a poco quedó cubierta de esperma, más tarde Yuzu cerró los ojos. Todo esto estaba muy bien, bueno, por decirlo de alguna manera digamos que no estaba exageradamente sorprendido, pero había otra cosa que me llamaba más la atención: enseguida había reconocido la decoración, aquel vídeo había sido filmado en mi apartamento, y más concretamente en la suite, y eso, eso no me hacía mucha gracia. Debía de haber aprovechado uno de mis desplazamientos a Bruselas, y hacía más de un año que ya no iba, por tanto el vídeo se había filmado muy al principio de nuestra relación, o sea, en una época en que todavía follábamos juntos e incluso follábamos mucho, creo que yo nunca había follado tanto, ella estaba disponible para follar casi en todo momento, yo había entonces deducido de ello que estaba enamorada de mí, era quizá un error de análisis, pero entonces es un error que cometen muchos hombres, o bien no lo es, así es como funciona (como dicen en las obras de psicología popular) la mayoría de las mujeres, está en su software (como dicen en los debates políticos de Public Sénat), Yuzu bien podía ser un caso particular. (...)
Al no poder pagar el alquiler, Yuzu se vería condenada a volver a Japón, a no ser, quizá, que decidiera prostituirse, tenía algunas de las facultades necesarias, sus prestaciones sexuales eran de muy buena calidad, en especial en el capítulo crucial de la mamada, chupaba el glande con esmero, sin perder nunca de vista la existencia de los cojones, solo había una laguna en lo referente a la garganta profunda debido al tamaño pequeño de su boca, pero esta modalidad era solo, a mi entender, una obsesión de maniáticos minoritarios, si quieres que la polla esté totalmente rodeada de carne pues, bueno, ahí tienes el chocho, está hecho para eso, de todos modos la superioridad de la boca, que consiste en la lengua, queda anulada en el universo cerrado de la garganta profunda, donde la lengua se ve ipso facto privada de toda posibilidad de acción, en resumen, no polemicemos pero el hecho es que Yuzu te la cascaba bien y que lo hacía de buena gana en todas las circunstancias (¡cuántos de mis viajes en avión se habían visto aderezados por sus pajas sorprendentes!), y sobre todo que estaba extraordinariamente dotada en el ámbito anal, tenía un culo receptivo y de fácil acceso, y además lo ofrecía con una buena voluntad perfecta, ahora bien, al anal, en el escorting, se le aplica siempre un suplemento en la tarifa, en realidad incluso podría pedir mucho más que una simple puta con anal, yo situaba su tarifa probable alrededor de los 700 euros la hora y 5.000 mil la noche: su auténtica elegancia, su grado de cultura limitado pero suficiente podían convertirla en una verdadera escort, una mujer a la que llevarías tranquilamente a una comida y hasta a un importante almuerzo de negocios, por no hablar de sus funciones artísticas, fuente de conversaciones apreciables, pues en los ambientes empresariales son muy aficionados a las conversaciones artísticas, y por otra parte yo sabía que algunos de mis compañeros de trabajo habían sospechado que yo estaba con Yuzu precisamente por ese motivo, una japonesa en definitiva representa siempre un poco de clase, prácticamente por definición, yo sabía que me habían admirado por eso, pero aun así lo certifico y créanme, estoy cerca del fin y las ganas de mentir me han abandonado definitivamente, no fueron las cualidades de escort «de gama alta» de Yuzu las que me sedujeron de ella, sino realmente sus aptitudes de puta ordinaria. Sin embargo, en el fondo yo apenas creía en la Yuzu puta. Había frecuentado a muchas, ya fuera solo o con las mujeres con las que había convivido, y ella carecía de la cualidad esencial de ese maravilloso oficio: la generosidad (...).
Llegados a este punto, quizá sea necesario que haga algunas aclaraciones sobre el amor, destinadas sobre todo a las mujeres, porque ellas comprenden mal lo que es el amor en los hombres, están siempre desconcertadas por la actitud y el comportamiento masculinos y a veces llegan a la conclusión errónea de que los hombres son incapaces de amar, rara vez perciben que esta misma palabra, amor, describe en el hombre y la mujer dos realidades radicalmente distintas. El amor en la mujer es un poder, un poder generador, tectónico, cuando el amor se manifiesta en la mujer es uno de los fenómenos naturales más imponentes que la naturaleza pueda ofrecernos contemplar, hay que considerarlo con temor, es un poder creativo del mismo tipo que un temblor de tierra o un trastorno climático, el origen de otro ecosistema, otro entorno, otro universo, con su amor la mujer crea un mundo nuevo, pequeñas criaturas aisladas chapoteaban en una existencia incierta y de pronto la mujer crea las condiciones de existencia de una pareja, de una nueva entidad social, sentimental y genética, cuya vocación es efectivamente eliminar todo rastro de los individuos preexistentes, la esencia de esta nueva entidad es ya perfecta como lo había advertido Platón, en ocasiones puede adquirir la complejidad de una familia pero es casi un detalle, al contrario de lo que pensaba Schopenhauer, la mujer de todos modos se entrega por completo a esta tarea, se abisma en ella, se consagra en cuerpo y alma, como suele decirse, y por otra parte no hace en realidad la diferencia, esa diferencia entre cuerpo y alma no es para ella más que una disputa masculina intrascendente. Sacrificaría sin vacilar su vida a esta tarea que en realidad no lo es, porque es la manifestación pura de un instinto vital. (...)
El hombre, en principio, es más reservado, admira y respeta ese desenfreno emocional sin comprenderlo plenamente, le parece extraño complicar tanto las cosas. Pero poco a poco se transforma, poco a poco es absorbido por el vórtive de pasión y de placer creado por la mujer, más exactamente reconoce la voluntad de la mujer, su voluntad incondicional y pura, y comprende que esta voluntad, aunque la mujer exige el homenaje de las penetraciones vaginales frecuentes y de preferencia cotidianas, pues son la condición normal para que se manifiesten, es una voluntad en sí absolutamente buena en la que el falo, centro de su ser, cambia de estatuto porque se convierte asimismo en la condición de que sea posible manifestar el amor, ya que el hombre apenas dispone de otros medios, y merced a este curioso desvío la felicidad del falo pasa a ser un fin en sí mismo para la mujer, un fin que no tolera casi restricciones en cuanto a los medios empleados. Poco a poco, el inmenso placer que procura la mujer modifica al hombre, que le otorga agradecimiento y admiración, su visión del mundo se ve transformada, de manera imprevista accede a la dimensión kantiana del respeto, y poco a poco llega a contemplar el mundo de otra forma, la vida sin una mujer (e incluso, precisamente, sin esa mujer que le proporciona tanto placer) se vuelve realmente imposible y se asemeja a la caricatura de una vida; en este momento, el hombre empieza en verdad a amar. El amor en el hombre es, por tanto, un fin, una realización y no, como en la mujer, un comienzo, un nacimiento; he aquí lo que se debe considerar. Sin embargo, aunque rara vez, sucede que en los hombres más sensibles e imaginativos el amor se produce desde el primer instante, el love at first sight no es, pues, en absoluto un mito; pero es entonces cuando el hombre, gracias a un prodigioso movimiento mental de anticipación, ya ha imaginado el conjunto de placeres que la mujer podría prodigarle en el curso de los años (y hasta que la muerte, como se dice, los separe), cuando ya (siempre ya, como habría dicho Heidegger en sus días de buen humor) ha previsto el fin glorioso, y era ya esta infinidad, esta gloriosa infinidad de placeres compartidos, lo que yo había entrevisto en la mirada de Camille (pero volveré a hablar de ella), y también, de un modo más incierto (y también con un poco menos de vigor, pero es verdad que yo tenía diez años más y el sexo en el momento de nuestro encuentro había desaparecido totalmente de mi vida, ya no ocupaba un lugar, yo estaba ya resignado, ya no era un hombre completo), en la mirada tan brevemente cruzada con la chica castaña de El Alquián, la eternamente dolorosa chica de El Alquián, la última y probablemente definitiva posibilidad de ser feliz que la vida había puesto en mi camino (...). Se me reprochará quizá que concedo excesiva importancia al sexo; no lo creo. Aunque no ignoro que otras alegrías ocupan poco a poco su lugar, en el curso del desarrollo normal de una vida el sexo sigue siendo el único momento en que involucras personal y directamente tus órganos, por lo cual el paso por el sexo, y por un sexo intenso, sigue siendo obligado para que se produzca la fusión amorosa, nada puede realizarse sin él, y todo lo demás, normalmente, dimana de él suavemente. Hay algo más, por añadidura, y es que el sexo constituye un momento peligroso, el momento por excelencia en que uno se la juega. No hablo específicamente del sida, aunque el riesgo de muerte pueda representar un auténtico escollo, sino más bien de la procreación, peligro mucho más grave en sí mismo, por mi parte yo había renunciado, siempre que fuera posible, a usar preservativos en cada una de mis relaciones, a decir verdad la ausencia de preservativo se había convertido en condición necesaria de mi deseo, donde el miedo de engendrar existía en una proporción considerable, y sabía bien que si por desgracia la humanidad occidental llegaba a separar efectivamente la procreación del sexo (como a veces proyectaba hacer), condenaría a la vez no solo la procreación, sino también el sexo, y se condenaría a sí misma mediante un movimiento idéntico, cosa que los católicos identitarios habían captado muy bien, incluso cuando sus posiciones entrañaban, por otra parte, extrañas aberraciones éticas, como sus reticencias ante prácticas tan inocentes como los tríos o la sodomía, pero yo me extraviaba poco a poco a base de copas de coñac esperando a Yuzu, que no era en absoluto católica y mucho menos católica identitaria, eran ya las diez, no iba a pasarme la noche allí, marcharme sin volver a verla me fastidiaba un poco a pesar de todo, me preparé un bocadillo de atún para pasar el rato, me había terminado el coñac pero quedaba una botella de calvados. (...) Cierto es que las infidelidades de Yuzu (por emplear una palabra suave) me habían dolido, mi vanidad viril se había resentido, y sobre todo me había invadido una duda, si a ella le gustaban todas las pollas tanto como la mía, he aquí la pregunta clásica que los hombres se hacen en esta tesitura, y yo también me la había hecho antes de, ay, llegar a la conclusión de que así era, es verdad que nuestro amor había sido mancillado y que los cumplidos a propósito de mi polla, que tanto orgullo me producían al principio de nuestra relación (tamaño confortable sin ser excesivo, aguante excepcional), los veía ahora con otros ojos, veía la manifestación de un juicio fríamente objetivo, nacido más de una frecuentación continuada de múltiples mingas que de la ilusión lírica que emana del ánimo inflamado de una mujer enamorada, cosa que yo habría preferido, lo confieso muy humildemente, no alimentaba ninguna ambición especial con respecto a mi polla, bastaba con que gustara para que a mí también me gustara, esa era mi actitud con respecto a mi polla. (...) en el amor incondicional el ser amado no puede morir, es inmortal por definición, el realismo de Yuzu era el otro nombre del desamor, y esta deficiencia, esta falta de amor tenía un carácter definitivo, en una fracción de segundo ella acababa de salir del marco del amor romántico, incondicional, y había entrado en el de la conveniencia, y desde aquel momento supe que se había acabado, que nuestra relación había terminado y que incluso ahora era mejor que acabase cuanto antes porque yo ya no tendría nunca más la sensación de tener a mi lado a una mujer sino a una especie de araña, una araña que se alimentaba de mi fluido vital y que no obstante conservaba la apariencia de una mujer, tenía pechos, tenía culo (que ya he tenido ocasión de elogiar) e incluso un coño (sobre el que he expresado algunas reservas), pero nada de esto servía ya, yo la veía convertida en una araña, una araña venenosa que picaba y me inyectaba día tras día un fluido paralizante y mortal, era importante que ella saliera lo más pronto posible de mi vida. (...)
¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creía. ¿Era capaz de ser feliz en general? Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse. (...)
¿Era yo tan infeliz, en el fondo? Si por casualidad uno de los seres humanos con los que estaba en contacto (la recepcionista del Hotel Mercure, los camareros del Café O’Jules, la empleada del Carrefour City) me hubiera preguntado por mi estado de ánimo, más bien habría tendido a calificarlo de «triste», pero se trataba de una tristeza apacible, estabilizada, que por otra parte no era probable que aumentase o disminuyera, una tristeza, en suma, que podría haber inducido a considerarla definitiva. Sin embargo, no caí en esa trampa; sabía que la vida podía todavía depararme numerosas sorpresas, atroces o jubilosas, según viniera. No obstante, por el momento no experimentaba ningún deseo, lo que muchos filósofos, o al menos era la sensación que yo tenía, habían considerado un estado envidiable; los budistas estaban básicamente en la misma longitud de onda. Pero otros filósofos, así como el conjunto de los psicólogos, consideraban que esta ausencia de deseo era patológica y malsana. (...) estudié con detenimiento el prospecto, que me informó de que era probable que me quedara impotente y que mi libido desapareciese. El Captorix actuaba aumentando la secreción de serotonina, pero la información que pude obtener en internet acerca de las hormonas de funcionamiento psíquico daba una impresión de confusión e incoherencia. Había algunos comentarios sensatos, como: «Al despertarse cada mañana, un mamífero no decide si va a permanecer con el grupo o alejarse de él para vivir su vida», o este otro: «Un reptil no posee ningún sentimiento de apego por los otros reptiles; los lagartos no confían en los lagartos.» Más específicamente, la serotonina era una hormona vinculada a la autoestima, al reconocimiento alcanzado dentro del grupo. Pero por lo demás se generaba esencialmente a la altura del intestino y se observaba su presencia en muy numerosas especies vivas, incluidas las amebas. ¿De qué autoestima podían presumir las amebas? ¿De qué reconocimiento dentro del grupo? La conclusión que se desprendía poco a poco es que la ciencia médica seguía siendo confusa y aproximativa en estas materias y que los antidepresivos formaban parte de esos numerosos medicamentos que funcionan (o no) sin que se sepa exactamente por qué (...). atrás quedaban mis días de estudiante, había habido ya bastantes chicas, la mayoría extranjeras. Hay que tener muy en cuenta que por entonces no existían las becas Erasmus, que más adelante facilitarían en gran medida las relaciones sexuales entre estudiantes europeos, y que uno de los únicos lugares en la que era posible ligar con extranjeras era la Ciudad Universitaria Internacional del boulevard Jourdan, donde milagrosamente el Ministerio de Agricultura disponía de un pabellón donde se celebraban todos los días conciertos y fiestas. Conocí, pues, carnalmente a chicas de diferentes países y adquirí la convicción de que el amor solo puede desarrollarse sobre la base de cierta diferencia, de que el semejante nunca se enamora de su semejante, aunque en la práctica muchas diferencias pueden dar buen resultado: una extrema diferencia de edad puede generar pasiones de una virulencia inaudita; la diferencia racial conserva su eficacia; y tampoco hay que desdeñar la simple diferencia nacional y lingüística. Es malo que los que se aman hablen la misma lengua, es malo que puedan comprenderse realmente, que puedan comunicarse verbalmente, porque la vocación de la palabra no es crear el amor, sino la división y el odio, la palabra separa a medida que se formula, mientras que un informe parloteo amoroso, semilingüístico, hablar a tu mujer o a tu hombre como se hablaría a un perro, genera las condiciones de un amor incondicional y duradero. (...) Hubo, por tanto, mujeres diferentes, sobre todo españolas y alemanas, algunas sudamericanas, también una holandesa, apetecible y redonda, que parecía en verdad un anuncio de gouda. Estuvo Kate, por último, el último amor de mi juventud, el último y el más grave, después puede decirse que mi juventud terminó, no he vuelto a conocer esos estados mentales que suelen asociarse con la palabra «juventud», esa encantadora despreocupación (o, según los gustos, esa repulsiva irresponsabilidad), esa sensación de un mundo indefinido, abierto, después de Kate la realidad me envolvió definitivamente. (...)
Ya nadie será feliz en Occidente, pensaba además, hoy debemos considerar la felicidad como un ensueño antiguo, pura y simplemente no se dan las condiciones históricas. (...)
no era tanto que dieran ganas de follarla como de dejarse follar por ella, se notaba que era una mujer que de un instante a otro podía verse arrastrada por el impulso irresistible de follarte, y de hecho era lo que ocurría en nuestra vida cotidiana, su cara no transparentaba nada y de golpe me ponía una mano en la polla, desabrochaba la bragueta en cuestión de segundos y se arrodillaba para mamármela, o bien la variante en que se quitaba las bragas y empezaba a masturbarse, y recuerdo que esto lo hacía casi en cualquier sitio, incluso una vez en la sala de espera del servicio municipal de impuestos directos, había una negra con dos niños que había parecido un poco escandalizada, total, que Claire mantenía en materia sexual un suspense permanente. (...) la industria del porno vivía sus últimos meses antes de que la destruyera el porno amateur en internet, YouPorn iba a destruir esa industria con mayor rapidez incluso que YouTube la industria musical, el porno ha sido siempre puntero en la innovación tecnológica, como ya lo han señalado numerosos ensayistas, sin que ninguno se percatara de lo que esta constatación tenía de paradójica, porque en definitiva la pornografía es el sector de la actividad humana donde la innovación tiene menos importancia, en él no se produce absolutamente nada nuevo, todo lo concebible en materia pornográfica existía ya ampliamente en la Antigüedad griega o romana. (...) "No solamente yo no estaba en condiciones de salvar a Claire, sino que ya nadie estaba en condiciones de salvarla, salvo quizá algunos miembros de sectas cristianas (los mismos que acogen o fingen que acogen con amor, como hermanos en Cristo, a los viejos, los minusválidos y los pobres) de los que ella de todas formas no querría oír hablar, no soportaría la compasión fraternal de esas sectas, lo que ella necesitaba era una ternura conyugal normal y antes que eso una polla en el coño, pero precisamente eso era lo que ya no era posible, la ternura marital ordinaria solo habría podido sobrevenir como acompañamiento de una sexualidad satisfecha, habría tenido que pasar forzosamente por la casilla «sexo», que en adelante y para siempre le estaba vedada. (...) el dinero nunca había recompensado el trabajo, no tenía estrictamente nada que ver, ninguna sociedad humana se había construido nunca sobre la remuneración del trabajo, y ni siquiera la sociedad comunista futura pensaba descansar sobre esas bases, el principio del reparto de las riquezas lo había reducido Marx a esta fórmula perfectamente hueca: «A cada cual según sus necesidades», fuente de trapicheos y disputas interminables si por desgracia alguien había intentado ponerla en práctica, por fortuna esto nunca había ocurrido, ni en los países comunistas ni en los otros, el dinero llamaba al dinero y acompañaba al poder, esta era la última palabra de la organización social. (...) a mí la vida profesional me la sudaba, creo que no pensé en ella más de medio minuto, me parecía inconcebible interesarse seriamente por algo que no fuera las chicas; y lo peor es que a los cuarenta y seis años caía en la cuenta de que había tenido razón en aquella época, las chicas son unas putas si se quiere, se puede ver de esta manera, pero la vida profesional es una puta mucho más grande y no te da ningún placer. (...) no solo había desaparecido por completo mi capacidad de erección, sino hasta el menor deseo, la idea de follar me parecía ya disparatada, inaplicable, y ni siquiera lo arreglarían dos putillas tailandesas de dieciséis años, estaba seguro, de todas formas Azote tenía razón, estaba bien para tíos majos tirando a gilipollas, a menudo ingleses de las clases populares bien dispuestos a creer cualquier manifestación de amor o más simplemente de excitación sexual en una mujer, por inverosímil que pareciera salían regenerados de sus brazos, de su coño y de su boca, ya no eran claramente los mismos, los habían destruido las mujeres occidentales, el caso más flagrante era efectivamente el de los anglosajones, que volvían perfectamente regenerados, pero no era mi caso, yo no tenía nada que reprochar a las mujeres y de todos modos a mí no me afectaba porque ya no me empalmaría nunca más y hasta la sexualidad había desaparecido de mi horizonte mental (...). He conocido la felicidad, sé lo que es, estoy capacitado para describirla, conozco también su final, lo que sigue habitualmente. Nos falta una sola persona y todo está despoblado, como se suele decir, hasta el término «despoblado» es muy débil, suena un poco a estúpido siglo XVIII, no hay en él todavía esa sana violencia del Romanticismo naciente, lo cierto es que te falta una persona y todo está muerto, el mundo está muerto y tú mismo estás muerto, o bien transformado en una figurilla de cerámica, y los demás también son figurillas, un aislante perfecto desde los puntos de vista térmico y eléctrico, así que ya absolutamente nada puede afectarte, salvo los sufrimientos interiores, emanados de la desintegración de tu cuerpo independiente, pero yo aún no había llegado a eso, por el momento mi cuerpo se comportaba decentemente, lo único que ocurría era que estaba solo, literalmente solo, y que no extraía ningún goce de mi soledad ni del libre funcionamiento de mi alma, necesitaba amor y un amor de una manera muy concreta, necesitaba amor en general pero en particular necesitaba un coño, había muchos, miles de millones en la superficie del planeta a pesar de su tamaño moderado, si te paras a pensarlo es alucinante el número de coños que hay, te da mareo pensarlo, creo que todos los hombres han podido experimentar ese vértigo, por otra parte los coños tenían necesidad de pollas, bueno, al menos es lo que los coños se habían imaginado (feliz desprecio sobre el que descansa el placer del hombre, la perpetuación de la especie y quizá incluso la de la socialdemocracia), en principio la cuestión es solucionable pero en la práctica ya no lo es, y es así como muere una civilización, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy escasa carnicería, una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido.
Serotonina.
Michel Houellebecq.
Anagrama, 2019.
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