domingo, 7 de octubre de 2018

LA NOCHE DE LA PISTOLA (David Carr)

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Para un adicto, la elección entre la cordura y el caos, a veces, es un rompecabezas. (...)
El meme de la degradación seguida de la salvación es un recurso tradicional, pero ¿transmite la complejidad de lo que realmente sucedió? A todo el mundo le contamos lo que necesita saber, incluyendo a uno mismo. En Notas del subsuelo, Fiódor Dostoievski explica que el recuerdo -incluso la memora- es fungible y que, a menudo, deja fuera verdaes atroces. Escribe: “El hombre está obligado a mentir sobre sí mismo”. (...) La gente recuerda más a menudo lo que puede soportar que lo que fue en realidad. (...)

Ser drogadicto es ser una especie de acróbata cognitivo. Difundes versiones de ti, y das a cada persona la verdad que necesita oír -la que necesitas tú, en realidad- para mantenerlos a cierta distancia. (...)
La adicción, que Oliver Sacks define como “una forma de catatonia autoinducida, una acción repetitiva y rayana en la histeria”, es un poco obsesiva. (...) Yo bebía y me drogaba por el mismo motivo que un niño de cuatro años da vueltas sin parar hasta que se marea: porque me gusta sentirme de otra forma. (...)

Todos los drogadictos se forman en el crisol del recuerdo de esa primera vez. Incluso cuando se atenúan las endorfinas, el recuerdo está ahí. Y empieza la búsqueda, a veces durante horas, a veces durante días; en mi caso, durante años seguidos. (...)
Con tratamiento o sin él, seguía viviendo conforme al credo de Emerson: moderación en todas las cosas, especialmente en la moderación. (...)

Nos decimos que mentimos para proteger a otros, pero lo normal es que el yo salga muy bien parado en el proceso. (...)

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La trayectoria del adicto es ya tan cercana y conocida como una película navideña: la infancia compleja, la degradación, la epifanía, la recaída, la redención definitiva. Los drogadictos muertos no dejan ningún rastro esperanzador, de manera que su narrativa la escriben personas capaces de ir a la televisión y actuar como charlatanes y aprovechar su humillación. (...)
El comienzo de la edad adulta es un proceso natural y paulatino. Nadie se despierta un día y decide: “(...) voy a apartar para siempre las cosas infantiles y empezar a recortar cupones para Wallmart”. (...) Pero ser un adicto significa no hacerse nunca a la idea de que se es adulto. (...) Si uno pretende avergonzarse lo meos posible y, al mismo tiempo, mantener apartada la madurez, necesita pensar que las actividades adultas son cosa de tontos, de pesados cuya idea de una noche loca es jugar al póquer con cuartos de dólar y beberse seis cervezas importadas antes de ver un rato de tele e irse a la cama. (...)

Uno no puede volverse normal a base de fingir que lo es. (...)

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Tuvimos unas peleas épicas. Empecé -y no hay eufemismo posible para decirlo- a pegarle.
Siempre me acordé de que la había pegado -enrojecía de vergüenza cada vez que lo pensaba-, pero me decía a mí mismo que siempre había sido en respuesta a alguna provocación física por su parte. Cuando volví a verla, supe, sin pensármelo un instante, que era mentira. (...)

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Si queremos saber cómo sería el infierno en la tierra para un drogadicto, podríamos crear una isla, llenarla de yonquis y luego soltar entre ellos un poco, no mucho, de sus sustancias preferidas. (...)
Eso del fruto de mis entrañas nunca me impresionó demasiado. Nunca he querido a mis hijas porque sean mías. Sería el padre adoptivo perfecto, quitando unos cuantos defectos un poco grandes. Me gustan los niños, me parecen fascinantes, y los aspectos de procedencia y la genealogía no me interesan en absoluto. Mis hijas fueron mías mediante una serie de actos de conocimiento público, y cuando más adelante, se puso en tela de juicio mi paternidad, me dio igual. No importaba lo que dijeran las pruebas. Sabía que eran mías porque se habían apoderado a pasitos de mi alma.
(...)
Parte del problema de la verdadera rehabilitación es que el adicto está atrapado en la misma retórica que cuando tenía recaídas constantes. (...) El toxicómano comparte el escepticismo de quienes lo observan. En parte, por motivos prácticos -tiene que completar la dura tarea de permanecer sobrio-, pero en parte también por algo místico. Unos tipos que parecía que estaban estupendamente (...) eran los que se tiraban desde un puente, se pegaban un tiro en la boca, sufrían una sobredosis. (...) La característica fundamental de alguien que quiere superar la adicción, o cualquier otro problema crónico de salud, es que está bien hasta que deja de estarlo.
A una persona normal eso puede parecerle completamente incomprensible. (...) Pero al adicto también le resulta desconcertante la gente normal. He visto a persona que se bebían una copa y media de vino y rechazaban el resto. ¿Qué sentido tiene eso?
La gente normal, los que no son borrachos ni drogadictos, cuando beben demasiado, tienen una resaca espantosa y deciden no volver a hacerlo. Y no lo hacen. Un adicto decide que ha habido algún problema con su técnica o con las proporciones. (...) todas las noches llenas de desperación y añoranza, seugidas de mañanas humillantes y agitadas, con juramentos salvajes de que nunca volverá a ocurrir. Pero ocurrirá. (...)

Pese a todos los avances que estaba logrando con mi familia y mi vida profesional, el infractor, el drogadicto, acechaba todavía en mi interior e intentaba tomar el control. Y ese sentimiento de ser un fraude es una pendiente tóxica y resbaladiza, que pone en peligro todo lo demás. Acudí a la consulta de Barb y le dije que quería ser el hombre que estaba fingiendo ser. 

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Tendemos a sentirnos indignos de las cosas buenas que encontramos en la vida, quizá porque, en nuestros momentos más oscuros, son muchas más de la que pensamos que merecemos. Tal vez parezca un poco exagerado, mucha jerga psicológica para un asunto que, en realidad, es blanco y negro -hay algunas personas, en realidad millones, que no deberían consumir jamás sustancias psicoactivas-, pero ¿cómo explicar, si no, que sean tan habituales las recaídas en personas que llevan sobrias diez años o más? Tal vez no tiene que ver con imperativos freudianos, sino con algo más sencillo: el hecho de que los seres humanos tienen tendencia a olvidar. Podría decirse que tuve un lapsus de memoria. 
(...)
La vida del borracho lanza pocas señales cuando las cosas no van bien. Los arrestos suelen ser un buen indicador, y yo llevabay ya unos cuantos. Otro sería la incapacidad de limitar la bebida a las horas apropiadas del día. (...)
El alcoholismo no requiere el grado de locura y anarquía que provoca la adicción a la cocaína, pero destruye tu vida ladrillo a ladrillo y te deja hecho un tembloroso y pobre desastre. (...)
La noche de la pistola.
David Carr.
(Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia).
LIBROS DEL K.O.

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