domingo, 22 de abril de 2018

"EL AMOR DE PENNY ROBINSON" (Alonso Guerrero)

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Por razones que no vienen al caso, perdí mi vida privada entre las nueve y las diez de la noche del pasado doce de noviembre, día de mi cumpleaños. Digo perdí, pero en realidad me la arrebataron de un zarpazo. Desde entonces no he vuelto a pisar con negligencia los lugares públicos, ni contemplo los atardeceres sin que me separe de ellos una cortina de teatro. (...) Lo cierto es que con un aparato que ni siquiera molesta en el bolsillo te arrancan lo que más importa: una apariencia. El que haya pasado por una situación semejante sabe a qué me refiero. (...) La popularidad, ese linchamiento en el que nadie toca a nadie, no está hecha para los que solo deseamos que se hable de nosotros como de personas muertas, con el despiadado respeto que se les tiene a los que no pueden ya impugnar nada. Arramblaron con parte de mi pasado, pero he de reconocer que también me devolvieron muchos años que tenía olvidados. Todo el mundo entró en ese río con botas de goma, como los buscadores de oro. Si alguna vez alguien me había dicho por qué me amaba, qué vio en mis ojos prematuramente cansados, qué palabras dije y cuáles callé, a partir de aquel doce de noviembre tuve que salir en busca de todas esas pertenencias que parecían de otro, atribuidas o inventadas por los que, de la noche a la mañana, empezaron a organizar mi vida. (...) A partir de ese doce de noviembre, las palabras me fueron confiscadas. No tuve acceso a ellas y, si las usé, fue solo para defenderme. Hubo una época en que creí que las palabras me llevarían a la cúspide de una montaña destinada solo a mí. Las buscaba como un puto Flaubert. Ahora las cosas han cambiado. Ahora soy famoso solo para voyeurs y flâneurs. Me he convertido en presa de los desocupados. ¿Sabe la gente qué poco margen deja un purgatorio de esa clase? (...) Los periodistas son los únicos que aún ignoran que en este mundo no hay exclusivas, que la actualidad es inmutable desde el poema de Gilgamesh. Yo había madurado intuyendo esta certeza y, no obstante, fui incapaz de bajarme del pedestal que me convertía en una exclusiva. (...) 
Supe a qué mirada ávida y triste se refería. Ojos de jugadores de ruleta. Yo también me había cruzado con aquellos ojos de pájaro ahogado en aceite, ojos que cumplen la misma función que carteles clavados para equivocar los caminos. Sin embargo, los espectadores no eran escépticos ante lo que veían, sino adictos. Supuse que la foto que le habían mostrado era la de aquel hombre con gafas y una sonrisa que yo había perdido cuando deje de leer a los hermanos Grimm. A aquellas alturas de la historia todavía me preguntaba quién era ese desconocido, y cómo se habría visto envuelto en tal confusión. Tenía más preguntas que formularle a aquel tipo que a los que me perseguían. ¿Qué medidas había tomado él para aislarse de quienes le reconocían por la calle? Pensé entonces que quizá su habilidad fuese mayor que la mía, más fría y depurada. (...)
Sin trabajo, lejos de la familia, lejos de todo en el lugar en que vivía, no tuve más remedio que hacerme la maldita pregunta: ¿y ahora qué? Es una pregunta que cualquiera se hace varias veces a lo largo de su vida. Una pregunta inocente, aunque también insólita. Una pregunta en la que lo único inquietante es lo que no se sabe; es decir, la respuesta. El hombre solo es un hombre minimizado. Eso lo dijo Pessoa. Quizá lo pensara mientras subía la Rua Dos Douradores. Pessoa, digo. Él podía ir al trabajo, mirar el Tajo durante horas, frecuentar a sus queridas y a sus libreros. Tuvo una vida donde el azar se lanzaba sobre él cuando se metía en su cuarto y sacaba la cuartilla. Todas sus preguntas eran importantes. El arte es así, lástima que yo hubiese dejado un computador apagado y lleno de palabras en medio de una habitación sombría como una catedral. Una máquina atarantada en una vigilia forzosa, con más entumecimientos que HAL 9000. Las novelas, los cuentos, todo lo que había escrito desde la juventud estaba allí, irrecuperable como la mirada que tenía a los siete años. Eso era lo que en el fondo me impedía convertirme en un proscrito, más que la esposa y el hijo. Ellos estaban a salvo, podía recogerlos en un lugar inexpugnable, pero la obra era como el cuerpo destrozado de Héctor. Jodida literatura. La obra estaba en territorio enemigo. (...)
Si llamas a tu padre y te pregunta si sigues escribiendo, si eres lo que has sido siempre, su hijo, si conservas algo de ese pequeño egoísmo infantil, de los gestos que él mismo observaba en ti cuando era joven, tienes que creer que, en efecto, los conservas. Pero es lo único que conservas, la pura ceremonia de los gestos. Mantienes el tiempo que día tras día dedicas a escribir, pero nada más. Guardas el molde, igual que tu padre cuando te pregunta lo que ya sabe. ¿Eres tú, hijo? ¿Escribes, hijo? Es lo mismo. Es la única manera de persistir: ser un modelo, sacrificar la penetración con que miras las largas distancias. Si has dejado atrás la juventud, te empeñas en repetir los patrones, oír las mismas canciones y recuperar las mismas ediciones de los libros que prestaste en el pasado y no te han devuelto. Las fotos puestas sobre la barra me trajeron a la vida presente, una peripecia de escapado sin la fuerza con que escribía veinte años atrás. Laura tenía razón: la experiencia no sirve para nada. Un mecanismo que nunca está engrasado, creo que pensé, pero no se lo dije porque Laura es de esas mujeres que te calan de inmediato. Saben cuándo piensas y cuándo repites lo que has leído, aunque ella solo haya ojeado los libros de cine que Bowman le endilgaba en los albores de su relación. Cuando nunca piensas y solo repites, te lo dice igualmente. Delante de las fotos, no estuve seguro de la procedencia de ese pensamiento sobre la experiencia. Ignoraba si era mío, incluso si podía utilizar esa receta como propia. (...)
En mi juventud había creído que ambas eran lo mismo, que una noche especialmente inspirada siempre aparecía en los periódicos, que había un ángel vigilando tus adjetivos y haciendo estimación de tus metáforas, de forma que si metías al genio en su botella alguien, a la mañana siguiente, te abriría la puerta de casa y te trataría como yo trataba a Stevenson. Yo no sabía cuántos ejemplares vendía La playa de Falesá, pero estaba seguro de que aquellas señoras que increpaban mi ansia de fama no la llevaban en su neceser. No obstante, esa era la gente que me había convertido en un maqui. La vida de maqui no estaba mal. Llevaba a mis espaldas una temporada de aventura y lirismo y, aunque llegó un momento en que pensé que acabaría como el durmiente de Rimbaud, con una sonrisa fragante en los labios y un tiro en la cabeza, iba recuperando parte de lo que mis personajes buscaban en mis narraciones. (...)
Había escrito mucho de mí mismo después de ese álbum pintarrajeado, pero todo estaba en él, como el croquis de un soñador. Las infancias perdidas en carpetas, álbumes, forros de armarios y cajones siempre han dejado señales para el futuro, apuntes para los que el hombre del futuro siempre será un analfabeto. Me detuve a mirar por placer el amarillo enjaulado en el platillo, en las estrellas, los desgarrones de profundo azul introspectivo, pintado con parte de la oscuridad de noches en las que mi padre me quitaba los plomos eléctricos para obligarme a dormir, y yo hacía una lámpara de aceite y prendía fuego al algodón para seguir escribiendo. Aquel fue un primer gesto de rebeldía. (...)
A la mentira hay que escribirle un guion, la verdad lo escribe ella misma. Eso yo lo sabía bien. Había buscado argumentos narrativos desde que ingresé en el instituto, pero eran ellos los que me encontraban a mí. (...)
Todos los besos que le daba tenían la apariencia de besos de trámite. En mi familia solo nos besábamos después de largas ausencias. Los besos que eran habituales en otras familias se sobreentendían, así que no se daban. No necesitábamos expresar la alegría de volver a vernos. Era mi padre el que iba siempre por delante en la ruptura de esa convención. Yo volví a casa durante años para que me diera aquellos besos de bienvenida, empapados de los largos periodos de ausencia. Aquella mañana, con la bufanda desmadejada y la maleta, me dio el mismo beso que cuando salí por la puerta para ir a la universidad, el mismo que cuando me levantaba de la cama, en mis numerosas noches de niño insomne, para enseñarme los cuadros de las paredes. Me pareció que aquel beso traía al pasado rodando sobre un plano inclinado, para acabar en una zambullida. (...)
Recordar emociona más que vivir. La vida está sobrevalorada, por culpa de los románticos —sostiene siempre Bowman—, aunque con los recuerdos al menos podemos hacer una película que solo nosotros vamos a ver. Mi vida, ahora, la armaban los demás, gente desconocida, esa Catwoman, ese falso seminarista de la corbata amarilla, ese pájaro bicéfalo que surcaba cielos sin grandeza, esos tipos que llevaban sombreros de ala ancha cuando no había sol, para esconder la mirada. A fuerza de llenarse de trampantojos, mi vida había extraviado a su protagonista. (...)
En la universidad, yo mismo había defendido cosas parecidas. Vivir según los apuntes de Stanislavsky. Ahora, las lecciones de Stanislavsky son la pauta preferida de los jefes de personal de las grandes empresas. Mi mujer trabajaba para uno de ellos. Saben cómo convencer a Bartleby de que haga lo que se le pide. (...)
Mi vida no tenía cronistas, sino letreros equivocados. Me inquietaba más haber murmurado frases mediocres sobre Dostoievski que insultantes contra el Rey de España. Sin embargo, aquel pocero había entrado en los Ateneos para preguntar por mis sueños eróticos a gente que solo me había oído decir metáforas. (...)
La suya era una ebriedad de cosas sofisticadas. Es un síntoma de mujeres que le piden demasiado a la vida. Yo, en cambio, solo necesitaba de la vida un momento a su lado. Además, había comprobado que borracho salía mejor en las fotos, que el alcohol me ponía la mejor sombra de ojos, como cuando estaba en la universidad. Entonces podía decirlo todo con la mirada, y guardarme las palabras para los folios que escribía entre las doce de la noche y las siete de la mañana. Mis compañeros de generación se pintaban la raya del ojo, que era como un endecasílabo apresurado, antes de salir a buscar lo que ahora tenía yo delante. (...)
 El amor de Penny Robinson.
Alonso Guerrero.
Berenice, 2018

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