Un puñado de huesos rotos
perdidos en algún lugar salvaje:
en eso se había convertido
el hombre que cayó a la Tierra.
Maldijo su suerte y afrontó el camino.
A los tres días lo vio:
Haneyville, Kentucky, 1400 habitantes.
Como si hubiera sido el sur de Londres.
Qué más daba. El mundo ahora era suyo.
En el baño de la estación se ajustó,
frente al espejo, unos ojos ausentes,
un par de cicatrices a juego
con sus decepciones
y un objetivo
–sobrevivir–.
Los rayos X estaban bien
siempre que estuvieran lejos.
Se compró una casa.
Patentó 27 de sus objetos cotidianos
que sus vecinos creyeron joyas
insustituibles de la ciencia
–les podría haber dado mil más–
y se retiró, cansado, a la jungla.
49 años después de la primera vez
registró un último sueño
para que viéramos lo que había en su cabeza.
Entró en aquel aparato
con todas las cámaras del mundo emitiendo en directo
y se marchó a casa.
El día después lo supimos.
Dios había muerto.
Señales,
Enrique García Bolaños
Ediciones de la Isla de Siltolá, 2017
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