El otro día Ben Clark me recomendó Hasta que puedas quererte solo, un libro de relatos de Pablo Ramos sobre la adicción. Dejo por aquí la reseña de Carlos Zanón en Babelia y el prólogo:
Palabras preliminares
En noviembre de 1997, bajo el agobio de una primavera particularmente calurosa, llegué por primera vez en mi vida a un grupo de autoayuda. Recuerdo que mi mujer de entonces, la madre de mi hijo menor, me dejó en la recepción de la parroquia la Consolata, en La Paternal, y se volvió a casa para cuidar a Julio que por ese entonces era un bebé de brazos y se había quedado solo durmiendo. Me dio un beso y me deseó buena suerte.
Yo me quedé en el hall, sin entrar del todo al pasillo que conducía a los salones donde se reunían distintas personas. No había ningún cartel y por nada del mundo me habría animado a preguntar. ¿Qué preguntar? ¿Acá es para drogadictos? Ni loco, pensé, antes me muero.
Para distraerme me puse a ver la cartelera de actividades de la parroquia, no quería volver temprano a casa y decepcionar nuevamente a mi mujer. Ella estaba contenta, había averiguado todo y le habían dicho que los grupos de Narcóticos Anónimos eran uno de los mejores lugares para dejar de consumir cocaína. Yo la consumía junto con lo que viniera desde los dieciocho años y ya por ese entonces tenía treinta y uno. Estaba cansado, el consumo me había arrastrado por todos lo lugares habidos y por haber, desde hospitales hasta la cárcel. Más de una vez había estado a punto de perder la vida. Había perdido trabajos, amigos, matrimonios, ya casi nadie confiaba en mí y mucho menos me tomaban en serio.
Miraba los horarios de catecismo, las misas a pedido, los horarios de secretaría y me olvidaba, como hacía siempre, de qué era lo que había ido a hacer a ese lugar. Recuerdo esa sensación, ese vacío particular, ese estar a la deriva. Quedarme horas y horas en un lugar, habiendo olvidado por completo para qué había ido. De golpe una persona, un hombre, algo más de cincuenta años, tostado de lámpara, con unas cadenas y unas pulseras enormes de oro enchapado, salió de uno de los salones y al verme se vino derecho al humo. Me saludó y me preguntó si venía para los grupos.
Qué grupos, le contesté. Los de catecismo no, flaco, me dijo el cincuentón, y largó una carcajada que retumbó en las paredes de hospital que eran (y son) el anexo de la secretaría de esa parroquia.
Me reí también y el tipo me pasó la mano por el hombro y me acompañó a la reunión y me presentó como el recién llegado.
No recuerdo su nombre, no recuerdo su voz, ni si era alto, se me hace que sí, o si era gordo o flaco. Sólo el bronceado y las cadenas, sólo el final y el tono de las palabras que dijo para compartir su experiencia conmigo en el ritual común de bienvenida que se les hace a todos los que entran en esa confraternidad por primera vez.
Entré y me quedé. Junté casi dos años limpios antes de su primera recaída. Junté casi un año limpio antes de la segunda. Y después necesité de una internación para poder parar. Junté un año y dos meses en la internación, y desde ahí pude juntar más de seis o siete meses sin volver a consumir, sobre todo alcohol (pero en cada recaída volví y volví a los grupos, y cada vez fui recibido sin juicio, con respeto, con silencio al contar el dolor absurdo de ver que siempre se tropieza con la misma piedra. Los compañeros me recordaron que yo me debía respeto, y cuando, avergonzado, cantaba mis recaídas, las palabras eran casi siempre las mismas. Estábamos enfermos. Nos descuidábamos un poco y estábamos otra vez en el horno. Esto es sólo un día a la vez, alentándome así a empezar de nuevo.
Parece que el momento en el cual se da que tengo que comenzar a escribir este libro hubiera sido planeado. Pero no, no fue planeado. De alguna manera coincidió en forma y circunstancia con una serie de recaídas personales que volvieron a ponerme alerta, que me hicieron pensar, dos días antes de firmar el contrato por este libro, que era hora de volver a encarar el problema como la primera vez que lo encaré: en serio, con toda la voluntad (buena voluntad), que me sea posible.
Casi siempre un adicto, un alcohólico (que son para mí muy parecidas) saben exactamente por qué vuelven a tomar. Hasta se podría decir que en secreto, su mente lo planea, y él o ella, va concediendo terreno a una idea que crece como un árbol podrido. Y si en un principio ese crecimiento da la impresión de estar bajo control, rápidamente ese control ilusorio o esa ilusión de control (parte de la trampa, parte del autoengaño del adicto), se convierte en una energía ingobernable y letal.
Más o menos rápido según las personas, según las circunstancias, pero igual de feroz al final del trayecto. Todos los adictos sabemos como empezamos, ninguno de nosotros sabe cómo ni cuando va a terminar. Por eso me parece necesario empezar este libro así, porque el libro va a hablar de personas que como yo, luchan día a día para seguir adelante.
Que amanecen agradeciendo, sencillamente por el hecho de estar limpios, abstinentes. Un adicto que no consume por 24 hs son 24 hs de milagros ininterrumpidos, es un número contra todos los pronósticos, algo fuera de lo normal, algo que se mantiene a flote pese a tener todas las características dadas para el hundimiento.
Y de estas personas va a hablar este libro y esas mismas personas van a hablar en este libro. Las que se recuperan, las que rompieron las reglas y torcieron el destino y terminaron con el mito de que adicto se es para siempre.
Escribo estas palabras y la máquina de escribir apenas me responde. Tengo las manos endurecidas. Hace unas horas me gasté el dinero destinado a la cuota alimentaria de mi hijo menor en quince gramos de cocaína y una botella de medio litro de whisky, y hace unos minutos nomás que terminé de tomarme todo. Estoy torpe mental y físicamente, y quiero dejar registro de esta torpeza, que es un verdadero fondo al cual llegué. Pienso ahora, y lo sé, que estoy muy cerca de volver a arruinarme la vida. Mi mujer se mudó a la casa de unos amigos. Hace dos noches ya, y es lo mejor que pudo haber hecho; al menos sé que esta vez estoy con una mujer normal que no se queda a repartir trompadas, que se corre y me habla al otro día con tranquilidad, tratando de llamarme a la razón. Que escribir no alcanza, que lo que tengo es algo serio, que necesito ayuda, que vuelva a intentar con lo que me dio resultado una vez, ese tipo de cosas. Y ese tipo de cosas que pueden parecer pensamientos tan obvios para cualquier persona es lo que yo necesito oír. Porque la gente como yo abandona las cosas cuando le están saliendo bien, y abandona, por supuesto, los tratamientos que le están saliendo bien.
Escucho música y escribo, supongo que voy a escribir toda la noche y supongo que este prólogo o esta confesión, como quieran llamarlo, desde ahora va a atravesar el libro o ser parte importante de él. Porque se me acaba de ocurrir que sería valioso llevar un registro de cómo evoluciona mi nueva recuperación, y de qué manera se van dando mis días mientras grabo y desgrabo las historias de otros adictos, mientras escucho de logros y recaídas, mientras recorro grupos, fundaciones, cárceles, hospitales y todo lugar donde un ser humano esté luchando por seguir siendo un ser y por seguir siendo humano. Mientras comparto el despertar de los recién llegados que descubren con alivio la palabra enfermedad, palabra que puede ser temida por muchas personas pero que el día que nosotros la escuchamos respiramos con alivio. Porque nos sentíamos deficientes morales, seres perversos que sufrían y hacían sufrir a los demás, hasta ese día, el primer día en que escuchamos que estábamos enfermos, y que la enfermedad se podía tratar, y que el consumo compulsivo podía parar, y escuchábamos a esos compañeros que hablaban de tres cuatro cinco diez quince años sin drogas ni alcohol, ¿años sin drogas ni alcohol? ¿Cómo es eso? La vida sin drogas ni alcohol era imposible, aburrida sin sentido, mejor morir, mejor seguir igual, mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol. ¿Cómo es eso? Mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol. Así de grande es el problema, así de sutil la locura, así de incurable la enfermedad que doblega al adicto que no conoce la recuperación.
Este libro pretende ser un homenaje a los que me mostraron el camino y a los que siempre están ahí cuando los necesito, un homenaje a su dolor y a su coraje, pero sobre todo pretende, y me hago cargo del romanticismo o lo que sea que esto implique, ser un mensaje de esperanza para el que todavía está sufriendo: el adicto o el alcohólico que no puede parar de consumir.
Ah, ahora sí, no es que me haya olvidado, es que a propósito las quise dejar para el final. Las Palabras que me dijo el compañero cincuentón, ese que el azar quiso que yo nunca vuelva a ver, ese del cual no recuerdo casi nada. Excepto el bronceado y el oro falsos. Pase lo que pase vos vení, me dijo, que acá te vamos a querer, hasta que puedas quererte solo.
El libro está compuesto por 12 relatos ("Paso Uno", "Paso Dos...") que se corresponden con los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos. Además, cada uno de ellos lleva una breve introducción en cursiva en que se reflexiona, fuera del relato, sobre la adicción y el proceso de desintoxicación. Dejo a continuación algunos pasajes del libro:
Dicen en los grupos de Narcóticos Anónimos y de Alcohólicos Anónimos que la puerta de la sanación es muy ancha, pero también muy baja. O sea, que to do el mundo puede pasar por ella, pero que para hacerlo hay que agacahar la cabeza. (...)
No se está hablando de religión en este caso, sino de espiritualidad. Los pasos se leen, se entienden y se escriben para luego compartirlos con un compañero. Escribir para luego corregir, y corregir para corregirse. Y corregirse para volver a escribir desde ese ser mejorado. (...)
Todo se ponía negro en el cielo del sueño y de golpe el maná comenzaba a llover, a la vez que un líquido puro color oro brotaba de un manantial y formaba un cauce constante y sereno. Agradecido, comencé a comer y a beber: el pan era cocaína y el manantial era whisky. (...)
La historia dice que luego de tratar a Bill W. por su alcoholismo y de lograr un tiempo considerable de desintoxicación, Jung le da el alta advirtiéndole que como médico ya no puede hacer más de lo que hizo, pero que sabe que volverá a consumir. Ante la pregunta de Bill W. acerca de si existía alguna forma de poder mantener la sobriedad, Jung le dice -siempre según fuentes dudoas, que lo único que podría darle la cura definitiva sería una experiencia mística. Así ocurrió cuando Bill W. sintió como una revelación la necesidad de buscar otro borracho a quien confesar su problema. Así fue creciendo la idea de que la voluntad no es suficiente porque se la lleva como un peso que siempre termina por doblegarte. Entregar la voluntad a otra persona en la misma condición fue el primer paso poder luego entregárselo a la Providencia, Dios o el Poder Superior, como cada uno elija nombrarlo. (...)Entregar y sacarse de encima la responsabilidad del resultado y confiar en que el camino que se abra al andar limpio va a ser seguramente el mejor.Aunque parezca mentira, lo único que siente seguro un adicto o un alcohólico es la droga que consume. Por eso, sin trabajar y llegar a entender el concepto de este paso, ante la mínima sensación de caída no dudaría en sostenerse de lo mismo.(...)
En la vida encontré muchas veces una mujer que era el sustituto al menos temporario de ese medio ser que Gabriel y yo habíamos perdido. Tuve muchas buenas mujeres, no mujeres definitivas, no mujeres que yo pensar que se iban a quedar conmigo, pero mujeres buenas que me acompañaron, por las que traté de salir, que me dieron ánimo y hasta me dieron hijos. (...)
Mi breve historia con ella me hizo entender como ninguna otra cosa que nuestro temor no es a la oscuridad, sino a la luz. Es decir, a que la oscuridad se ilumine. (...)
Le dije que me hablara de las cosas que le gustaban y ella me habló de autos, de champán en los autos, de las primeras horas de cocaína y placer, de las últimas horas de cocaína y dolor.
-Cosas que te gusten, Lulú, -insistí.
Y entonces me habló de fútbol, de sexo, de hombres y de libros. Me dijo que prefería un escritor a un deportista, porque era más largo el después que el durante. (...)
La motivación es la misma que la de las demás crónicas de este libro, el terror que me causa saber y comprobar la enorme capacidad de mutación, la infinita capacidad de variantes y matices que tiene la enfermedad de la adicción. Tantas variantes con el mismo y casi único síntoma: meterse toda la sustancia que sea, todo lo que el cuerpo resista jugando en el límite más real que existe entre la vida y la muerte: la muerte en vida. (...)
La tragedia que acontece cuando un hombre o una mujer, desterrados al desamor de la soledad, descubren que el dicho de que el alcohol acompaña, lejos de ser una metáfora, es una verdad grande como una casa.
Porque el alcohol sí que acompaña, ayuda a olvidar, anestesia los sentimientos y convierte a los malos recuerdos en meras palabras de una letanía lejana, esa letanía que siepre recitan los borrachos y en la que nadie jamás se interesa. (...)
El alcohol se lo lleva todo, pero no de una vez por todas, se lo va llevando poco a poco. Disfruta mucho de arrastrarte un tiempo largo antes del tiro final. (...)
-No hay peor alcohólico que el que empieza de grande -me dijo tío Alfredo-. Porque empieza, decididamente, para olvidar. (...)
Porque el descenso no puede ser accidental. El descenso es el resultado de una elección de vida, o de un conjunto de elecciones hechas conscientemente en la vida. (...)
Isabel habló de todo: del bien, del mal, de la muerte, de Dios y de los hombres, de la guerra, de Hitler, de su familia nazi y de su amor judío. Supongo que enumeró las cosas buenas y las cosas malas por las que una persona bebe. Ahora me doy cuenta: uno bebe para olvidar cosas malas, es verdad, pero sobre todo bebe porque hubo cosas buenas y no pudo hacer nada para retenerlas, para que siguieran ahí o para que siguieran siendo buenas. (...)
Yo sabía muy bien que el que tien el bolsillo lleno tiene la razón, o que al menos los demás le dan la razón, a cambio de un poco de eso que tiene en los bolsillos: dinero o cocaína. Luego me di cuenta de que el talento también cuenta. El talento hace que los demás busquen tenerte cerca con la ilusión de contagiarse. (...)
En la búsqueda de esta satisfacción -búsqueda que me obsesionó después- conocí lo que se me reveló en principio como el lado práctico del alcohol combinado con la cocaína: la capacidad de anestesiar.
Ignoraba, por supuesto, que el problema de estos medicamentos no radica en la composición sino en la posología. O sea, en que jamás una deja de aumentar la dosis hasta que ya es demasiado tarde. Durante un tiempo fue eficaz, silenció las voces del pasado, me hizo olvidar el temor al futuro y, sobre todo, me hizo vivir el presente como dormido. Entonces, ante cada situación, pensaba en una copa y una dosis. Lo demás lo hacía la compulsión. Tomé como una bestia y terminé muchas veces en la sala de guardia de un hospital. Pero apenas me recuperaba y salía, volvía a tomar y a consumir de la misma manera. Tuve una novia, un casamiento, un hijo. Por primera vez intenté dejar el hábito. Conseguí un trabajo formal y, simulando que todo iba bien, me sostuve sobrio por casi nueve meses. Recaí, pero volví a intentar la sobriedad. Una lucha que incluyó la cocaína, pero no tanto el whisky. Así se fueron los primeros años de matrimonio, desgastando el amor, destruyendo mi autoestima y construyendo una muralla de culpa que se hacía, día a día, trago a trago, raya a raya, inconmensurable. Imposible de escalar, de ignorar o de esquivar. Lo que hice fue mantener dormido al ser monstruoso que llevaba en mi interior, que me hablaba desde adentro de mi cabeza como una radio encendida día y noche, y no me dejaba ir tranquilo a la oficina, comer en familia, mirar televisión, seguir fingiendo. Fue una lucha encarnizada, batallas de veinticuatro horas en las cuales indefectiblemente perdí. Hasta que mi mujer me echó de casa, volví a una pensión y al alcohol diario. (...)
El daño que causa el consumo de drogas y alcohol en el adicto, en sus seres cercanos y en la sociedad es tan tremendo y devastador, que repararlo se vuelve muy complejo, y a veces imposible. Porque lo que no se puede hacer es volver el tiempo atrás. Y lo que no se debe hacer es lo que siempre hicimos, lo que hace que sigamos consumiendo y haciendo más y más daño, que es negar: hacer como si no pasara nada. (...)
Lo conocí en lo que, más tarde me daría cuenta, iba a ser el tramo final de su cordura, pero cuando su alcoholismo aún podía considerarse leve, social, tal vez inofensivo. O, por decirlo de otra manera, lo conocía cuando entraba en la recta final de su alegría. (...)
En esta ciudad, si no estás borracho o drogado tenés que ser un cínico. (...)
Recuerdo alguna de esas frases. Una era mitad de Charly García, mitad de Kafka: "Yo te podría decir que me cago en tu amor, pero ponte del lado del resto del mundo". Otra, mitad de Oscar Wilde y mitad de la Mona Jiménez: "Todos estamos hundidos en el mismo barro, sólo que no sé quién se ha tomado todo el vino". El vino (de todos lo colores) se lo había tomado él, y cuando terminó me dijo que se iba. (...)
Yo, como muchas personas que conozco, y que son las que más detesto, era de esos tipos que se podían comprar lo que quisieran, pero nunca tenían nada. (...) No se trata de cometer un sinceridio que traiga más dolor a nosotros mismos, a nuestras familias o a las demás personas. Se trata de poner, de una vez y para siempre, las máquinas del amor en movimiento.Tenía dos ex mujeres que habían convertido a mis hijos en ex hijos. No podía verlos porque me lo impedía la falta de trabajo. La falta de trabajo que acarrea la falta de dinero, que acarrea la falta de un lugar decente donde dormir y comer un plato de algo caliente, que acarrea las ganas de volarse la cabeza con na 45 o con veinte gramos de lo que sea o con una prostituta gorda que nos haga un lugar entre sus enormes tetas. El resultado de todo eso fue un perfecto borracho y un perfecto drogadicto: yo. (...)
La manera de beber, ese meñique levantado que ahora es también el mío y la fe en esos rituales. Porque me atrevo a sospechar que el alcoholismo, además de una enfermedad y un vicio, debe ser algún tipo de fe. (...)
Llevando en el alma la misma incapacidad, la misma extraña cosa que me hace preferir siempre lo que se sirve afuera, lo que se amasa sin amor, la mano indiferente que llena la copa. El mozo o el puntero son los amigos perfectos para nosotros, porque nos ayudan a envenenarnos sin preguntas, sin expectativas también, y nuestra desidia, lejos de parecerles una ofensa, les facilita el trabajo. (...)
El programa de AA y Na es un programa de veinticuatro horas, donde uno tiene que vivir los Doce Pasos todos los días, cada día. (...)
La gente normal aliente siempre el espectáculo del borracho, hasta que es demasiado patético, hasta que, saciados de carroña, se van sin ver el final. (...)
-No le digas a nadie, pibe -me contestó-, no bebo en el trabajo no por respeto al trabajo, sino por respeto a la bebida.
Hasta que puedas quererte solo.
Pablo Ramos.
Alfaguara, 2016
muy bueno
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