viernes, 9 de septiembre de 2016

Una columna de Juan Tallón

Comparto la idea, cada vez más extendida, de que vivimos en edad dorada del columnismo en España porque, a los clásicos (Elvira Lindo, Enric González, J.J. Millás...), se han sumado muchos nombres que, o han venido para quedarse o llevan una racha larguísima e irreprochable: Manuel Jabois, Ricardo F. Colmenero, Sergio del Molino, Leila Guerreiro (argentina que publica en El País) y, en ocasiones, Juan Soto Ivars.
Hoy traigo una columna de uno de mis autores preferidos, Juan Tallón, recopilada en un libro magnífico desde la portada: Mientras haya bares.

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Fui a la universidad porque quería conocer de cerca el jueves por la noche. Y por nada más. Entonces todavía se ingresaba en una facultad por motivos así. Me matriculé en filosofía, para disimular. En el instituto había estado interesándome vagamente por Nietzsche y el nihilismo, así que la carrera me sirvió de coartada. Nadie sospechó nada en casa. Tampoco en el Gobierno, que me concedió una beca de trescientas mil pesetas, para mi sorpresa. Eso favoreció notablemente la aproximación a mi objeto de estudio. Bebí cosas que nunca había bebido. Enseguida descubrí que los jueves por la noche no tenían una fecha fija. A veces empezaban un martes y acababan el domingo. Eran frondosos, como un bosque, y te hacían perder la noción del calendario. Había momentos, cuando te colocabas, en los que creías que las horas eran almohadas. Recuerdo que una mañana, a las seis de la tarde, me llamó mi madre. Yo estaba pendiente del desayuno y salí desorientado hacia el teléfono, que estaba colgado de una pared del pasillo. «Soy mamá», me saludó cortante. «¿Qué mamá?», pregunté algo aturdido. «¿No piensas venir a cenar?», dijo en tono de reproche. Yo manejaba la idea de que al día siguiente tenía un examen de Historia de latiffanys Filosofía Medieval, pero como no quería ser displicente, inquirí si existía algún motivo especial por el que debía subirme a un autobús, hacer trescientos kilómetros y presentarme a esa cena. «Es Nochebuena», aclaró, con voz de cuchillo romo.
 En aquellos años los jueves por la noche implicaban justamente un cuestionamiento rotundo del tiempo, vinculado a un cierto nihilismo: era comienzos de octubre, entraba el jueves por la noche, salías de casa en busca de nuevas civilizaciones, y al día siguiente era Navidad por la tarde. Lo importante era salir; salir, aunque no supieses a dónde. En último término, cuando todo estaba cerrado, siempre podías dirigirte a clases de Filosofía de la ciencia. Así, por descarte, cerrando un bar tras otro, hasta caer en el de la facultad, es como yo me licencié. Lamentablemente, sólo me llevó cinco años.
Me moría de envidia cuando veía a mis amigos emplear seis, siete, ocho, incluso nueve años antes de acabar la carrera. Yo quería ser como Alberto. Empezó Economía. Empezó Empresariales. Empezó Filología hispánica. No cejó hasta licenciarse en Historia. Ahora es banquero. Envidiaba el modo en que desechaba una carrera tras otra. Envidiaba la manera en la que se levantaba a las ocho de la tarde. Envidiaba esos días de examen que desayunaba, cogía un pantalón sucio y, cuando había vestido una pierna, decía «a tomar por culo» y regresaba a la cama. No había nada que no envidiase. Fueron muchos sus jueves por la noche. Su vida era un fracaso rotundo, prolongado, vertiginoso. Es decir, todo lo que yo deseaba. A menudo me hacía pensar en una historia popular que contaba Manolo Rivas. Hablaba de dos vecinos. Uno lo envidiaba todo del otro, que tenía la vaca que daba más leche, los mejores árboles frutales… El vecino envidioso pactó con el diablo y su suerte cambió. De pronto, todo lo suyo pasó a ser lo mejor. A su vecino incluso lo atropella un camión y pasa una larga temporada en el hospital. Cuando regresa a casa, el vecino está al acecho. Un nuevo torrente de envidia lo invade por dentro cuando lo ve bajar del taxi en muletas, mientras musita: «Qué bien cojea este cabrón».

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