César Martín Ortiz fue un escritor brillante nacido en Salamanca en 1958 y fallecido abruptamente en 2010. Dejó publicados dos libros de poesía (premiados y supongo que magníficos, pero con los que aún no he logrado hacerme) y tres de relatos, género en el que demostró ser un absoluto maestro.
Ahora, Baile del Sol publica Cien centavos, una amplia selección de varios de sus mejores cuentos con un magnífico y sentido prólogo de José María Cumbreño en el que nos recuerda que "siempre ha habido una especie de historia de la literatura paralela a la oficial en la que habitan autores extraordinarios a los que se diría que lo único que les importa es escribir, escribir como si la vida les fuera en ello sin preocuparse de nada más. Y justo a esa raza de artistas verdaderos pertenecía César Martín Ortiz."
Yo voy a ser más directo y menos prosaico: para mí, sencillamente es uno de los mejores cuentistas de los últimos años, a la altura de Quim Monzó, Eloy Tizón o Juan Carlos Méndez Guédez. Creo que todo aquel que aprecie los relatos debería hacerse con la antología de Baile del Sol, tan completa que solo tiene una pega: no incluye "Fácil", una maravilla de relato que sí aparecía en Paso de contarlo, el último libro que César publicó en vida, gracias a la editorial Alcancía (cuya labor también debe ser reivindicada a la menor ocasión, especialmente por las obras de Gonzalo Hidalgo Bayal, María Ángeles Pérez López o la ya mencionada colección de César, absolutamente inapelable). Por eso, no puedo resistirme a compartirlo aquí:
FÁCIL
Es fácil sacudir la pluma estilográfica antes de ponerse a escribir, porque las plumas estilográficas, a diferencia de los modernos rotuladores calibrados y los bolígrafos de tinta de gel o de punta cerámica, no ofrecen esa disponibilidad inmediata y esa regularidad mecánica, y su trazo es mucho más subjetivo y depende de la fuerza con que se apriete o del ángulo del plumín sobre el papel o del hecho de haber soltado un poco la tinta con algunas sacudidas. Estas sacudidas suelen provocar la aparición de unas gotitas de tinta sobre el papel, y es fácil, mientras el papel aún no ha empapado del todo la tinta y la tensión superficial de ésta la mantiene en forma de pequeñas cúpulas semiesféricas, sacarles a las gotitas unas patas de araña sin apretar el plumín, es decir, sin gastar tinta del propio depósito de la pluma; sacar ocho patitas a cada una de las gotas semiesféricas y dibujar de este modo tan simple media docena de arañas dispuestas en forma escalonada a lo largo y ancho de la hoja del cuaderno, y como la hoja del cuaderno ya se ha vuelto inservible para escribir nada en ella, entonces es fácil dibujar unas líneas rectas, verticales, que parten del dorso de cada una de las arañitas y llegan, paralelas, hasta el borde superior de la hoja del cuaderno, y esto es especialmente satisfactorio cuando, por ejemplo, dos de las arañitas han tenido el capricho de aparecer casi sobre la misma vertical, de modo que el hilo que parte de una de ellas debe atravesar a la otra arañita o por lo menos cruzarse con sus patas, y de este modo tan fácil se crea una ilusión de profundidad tridimensional que resulta muy linda de ver. Y cuando ya están los seis o siete hilos, tantos como arañitas, tendidos hasta el borde superior de la hoja, es fácil dibujar allí arriba las telas de las correspondientes arañitas mediante el procedimiento de trazar, desde un punto dado, líneas divergentes, como las varillas de un paraguas, y unirlas mediante otras líneas curvas que serían la tela del paraguas, suponiendo que fuera una tela de rayas y no con otro tipo de decoración; y esto de dibujar las telas de las arañitas es también muy fácil, aunque quizá no para el principiante, pero sí para los que tenemos larga experiencia en reuniones, comisiones, conferencias, cursillos, seminarios y otras modalidades de trabajo en equipo que serían de un aburrimiento insufrible si no fuese porque en todas ellas le permiten a uno llevar pluma y papel - en algunas incluso te los proporcionan los organizadores - para dibujar arañitas e hilos de arañitas y telas allí arriba, en el borde de la página. Y cuando ya están dispuestas las telas y los hilos largos que utilizan las arañas para simular que en ese momento no están en la tela, y las arañas al final de cada hilo largo vertical, podemos observar que la página, aunque armoniosamente dispuesta, adolece de un cierto estatismo, y entonces es fácil dar unos pinchacitos suaves con la pluma, al azar, en torno a las arañitas y los hilos largos y las telas, de manera que formen una nube o constelación de puntos a los que luego es fácil dibujarles dos bucles y transformarlos en moscas dípteras que pululan por la página, convertida ahora, con esta facilidad, en un escenario natural en el que se desarrolla el drama de la vida de un modo dinámico. El dinamismo procede, más que nada, del hecho de que las moscas dípteras no están colgadas de hilo alguno sino revoloteando por sus propios medios, pero si esto no nos satisface por entero, es muy fácil incrementar el dinamismo dibujando unas comillas junto a las alas de las moscas dípteras y creando de este modo tan fácil un efecto de movimiento vibratorio muy real. Y cuando la página, cuando esa página inocente de un cuaderno escolar barato, resulta que es el escenario catastrófico del horror de la vida, donde unos seres existen para que otros se los coman, a despecho de sus emociones y de sus vidas privadas que les dan felicidad o no, y a despecho de sus obligaciones familiares y de sus vocaciones y de su relevancia personal en el conjunto del todo; cuando resulta que esos seres, las moscas dípteras en este caso, con sus vidas interesantes, no son más que pura papilla alimenticia para las arañitas, que por otra parte nos empezaban a caer simpáticas, entonces es cuando se abre la puerta y entra nuestra querida compañera, la mujer a la que amamos, que se había ido con su madre a comprar una blusa, y nos pregunta, al vernos sumergidos en el cuaderno, si hemos trabajado algo, y entonces es muy fácil decir que sí, corazón, que hoy nos ha salido algo muy bonito.
Paso de contarlo.
César Martín Ortiz
Alcancía, 2004
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