No me asusta morir, pero me da aún pereza
(no pretendo con ello confesarme sin fuerzas:
mi apatía, lo admito, fue siempre una pose).
Aún paso de no ser, pero aún con vida
subo a la montaña y suelto mi piedra.
Paso de cuidarme tanto como de matarme
o rebelarme contra la sociedad burguesa.
Trabajo por dinero, pago mis impuestos,
consumo lo que puedo, reviso mis cuentas.
Aprendí del tiempo los años
y de los minutos, la espera.
Aprendí con los imbéciles sonrisas
y con los tontos, paciencia.
Con la familia, vino.
Con las mujeres, poesía,
música, cine, arte... lo que fuera.
Aprendí, de la noche, el olvido
y de las mañanas, la alarma.
(Estuve, lo admito, a punto de matarme
un par de veces, no se lo digan a mis padres,
en la carretera).
Con el tiempo aprendí a escaquearme
de compromisos infumables,
a dejarme el alma solo en un campo de fútbol
y a imaginar el futuro con autocomplacencia.
Pero, ante todo, aprendí a no quejarme
pasara lo que pasase.
Consentí en destrozarme lentamente,
como si en realidad no me atreviera.
Aprendí a hacerme el solidario
sin remover la conciencia
y asimilé, qué remedio, los surcos
del entrecejo y la leve
pero constante barriguita
cervecera.
Y seguí envejeciendo con paso lento
pero inseguro, traicionando amigos
y valores, dejando pasar el tiempo, estampando
relojes de arena en cómodos plazos,
haciéndome un impresentable
presente de mierda y comprando
todas las cosas que se compran
para sobrellevar estos casos.
En el fondo, yo nunca he sido el que era.
Si acaso el que iba a ser
y se perdió por el camino.
Uno de tantos hombres que buscan su destino
en el lado frío de la almohada
para encontrar solo arrugas e hilos.
En resumidas cuentas,
no soy ya apenas nada,
como tal vez nunca lo fuera.
Yo sigo siendo el mismo. Cerveza
-como aquella del pasado-
a la que rindo cuentas mientras giran
las aspas del recuerdo, casi inmóviles.
(La huida hacia delante.
Ediciones de la Isla de Siltolá, 2014)
Un abrazo, paisano.
ResponderEliminarOtro de vuelta, maestro.
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